Mis padres, mis tías y yo pasamos la noche en las tres habitaciones disponibles en la posada del pueblo.
—Bajaremos de nuevo a Baden —dijo mi madre a la mañana siguiente.
Lo repitió una y otra vez, como si necesitara convencerse a sí misma. Sus hermanas suspiraron, como si hubiera dicho que bajaría al jardín de las delicias. Y tal vez fuera eso lo que en efecto sentía. Tía Inga se dispuso a acompañarlas hasta Bremen. La abracé y recibí una ligera descarga eléctrica.
—¿Ya de buena mañana? —pregunté sorprendida.
—Hoy hará calor —dijo Inga excusándose.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y dejó que sus manos la recorrieran desde los hombros hasta por encima de las muñecas en un largo y rápido movimiento descendente, extendió los dedos y los sacudió. Se oyó un ligero chasquido cuando salieron chispas de las puntas de sus dedos. Rosmarie siempre había adorado los chisporroteos de tía Inga.
—Haz llover otra vez estrellas —le pedía todo el tiempo, sobre todo cuando estábamos en el jardín y era de noche.
Mirábamos atemorizadas los diminutos puntos luminosos que durante una fracción de segundo se escapaban de las manos de tía Inga.
—¿Y eso duele? —preguntábamos.
Ella negaba con la cabeza, pero yo no la creía, pues se sobresaltaba cuando se apoyaba en un coche, cuando abría la puerta de un armario, al encender la luz o el televisor. Llegaba incluso a dejar caer las cosas. A veces entraba en la cocina y me encontraba a tía Inga sentada en el taburete, recogiendo fragmentos de vidrio con la escobilla. Si le preguntaba qué había pasado, ella decía:
—Oh, un estúpido accidente. Soy tan torpe…
Cuando tía Inga no podía evitar tender la mano a la gente, se disculpaba, pues dejaban escapar con frecuencia un grito de espanto. Rosmarie la llamaba «Dedos Eléctricos», pero todo el mundo sabía muy bien que ella admiraba a tía Inga.
—¿Por qué no sabes hacer eso, mamá? —le preguntó un día a tía Harriet—. Y yo tampoco. ¿Por qué?
Tía Harriet la miró y respondió que Inga no podía liberarse de sus tensiones de otra manera y que Rosmarie, en cambio, se desahogaba constantemente, de modo que nunca podría llegar a producir esas descargas y que debería sentirse feliz por ello. Tía Harriet había estado desde siempre en busca de su ser espiritual. Había deambulado por diferentes caminos para encontrar su propio centro y regresar, antes de convertirse en Mohani y llevar ese collar de madera. Cuando murió su hija, mi madre se lo explicaba a sí misma diciendo que tía Harriet había salido a buscar a un padre y que se había convertido de nuevo en hija. Había sentido la necesidad de algo sólido, de algo que impidiese su caída y al mismo tiempo la ayudase a olvidar. Nunca me conformé con aquella explicación. Tía Harriet amaba el drama, no el melodrama. Tal vez fuera un poco alocada, pero jamás vulgar. Probablemente se sintiera unida al difunto Osho. Debía de parecerle tranquilizador que un muerto pudiese estar tan vivo, puesto que según Bhagwan, sí seguía vivo, jamás había dado muestra alguna de estar muy impresionada y se burlaba de las fotos que lo mostraban delante de aquellos ostentosos automóviles.
Cuando mi madre, mi padre y tía Inga se fueron, tía Harriet y yo bebimos un té de menta en el salón de la posada. Nuestro silencio era melancólico y distendido.
—¿Irás ahora a la casa? —me preguntó finalmente.
Se levantó de la silla y cogió su bolsa de viaje de cuero, que estaba junto a la mesa. Miré a los ojos al sonriente Osho en el marco de madera del collar de tía Harriet e incliné la cabeza. Él me devolvió el saludo. Yo también me puse en pie. Me estrechó tan fuerte entre sus brazos que me hizo daño. No dije nada y miré la sala vacía por encima de su hombro. El leve olor a café y a sudor que había arropado ayer con su calor a los huéspedes enlutados seguía suspendido bajo el techo pintado de blanco. Tía Harriet me besó en la frente y salió. Sus Reebok rechinaron sobre el parqué encerado.
En la calle, giró la cabeza y se despidió con un gesto. Levanté la mano. Tía Harriet se dirigió a la estación de autobuses. Sus hombros se inclinaban un poco hacia delante y su melenita roja desaparecía bajo el cuello de la blusa negra. Me asusté. Al verla caminar de espaldas pude comprender hasta qué punto era desdichada. Me aparté de la ventana y volví a sentarme a la mesa del desayuno. No quería humillarla. El autobús arrancó causando un gran estrépito que hizo temblar las ventanas; levanté los ojos y pude ver de refilón a la tía Harriet con la mirada clavada en el respaldo del asiento de delante.
Regresé caminando a la casa. La bolsa no era pesada, dentro estaba la falda de terciopelo. Llevaba un vestido negro corto, sin mangas y sandalias negras de tacón cuadrado grueso que me permitían caminar por las aceras de la ciudad o bajar libros de las estanterías y cargar con ellos, sin riesgo de torcerme un tobillo. No pasaba gran cosa ese sábado por la mañana. Delante del supermercado Edeka, algunos jóvenes comían helado sentados en sus ciclomotores. Las chicas no paraban de agitar sus cabellos recién lavados. Me produjeron una sensación inquietante, era como si sus cuellos fueran demasiado débiles para llevar aquellas cabezas y pudieran caerse repentinamente hacia atrás o hacia un lado. Debí de mirarlos demasiado fijamente, porque se callaron y clavaron sus ojos en mí. Aquello fue embarazoso pero, pese a todo, me sentí aliviada al ver que sus cabezas habían dejado de oscilar, que permanecían bien plantadas sobre sus cuellos en vez de inclinarse formando cómicos ángulos y de caer sobre sus hombros o sus clavículas.
En el punto donde la carretera principal trazaba una pronunciada curva hacia la izquierda, un camino de piedras que pasaba por delante de la gasolinera y de un par de casas llevaba directamente a los pastizales. Tenía la intención de inflar las ruedas de una de las bicicletas de la casa y tomar más tarde aquel camino para llegar a la esclusa. O incluso al lago. Hoy haría calor, había dicho tía Inga.
Caminé por el margen derecho de la carretera. A la izquierda, el gran molino se perfilaba tras los álamos. Lo habían pintado de colores hacía poco, lo que le daba un aspecto indigno que me apenaba ver. Era como si a alguien se le hubiera ocurrido obligar a las damas del círculo de mi abuela a ponerse leggings brillantes. La casa de Bertha, que ahora era la mía, estaba casi enfrente del molino. Había llegado a la entrada. La puerta estaba cerrada con llave y era más baja de lo que recordaba porque me llegaba justo a la cintura, así que la franqueé ágilmente de un salto en tijera.
A la luz de la mañana, la casa parecía un cajón oscuro y mísero al que se accedía por un ancho camino con un pavimento espantoso. Los sauces estaban en sombra. Cuando me dirigía a la escalera, me di cuenta de que el jardín delantero estaba invadido de nomeolvides a punto de marchitarse; algunas flores estaban desvaídas, otras viraban al marrón. Me agaché y arranqué una flor que había perdido su color azul, era gris y violeta y blanca y rosa y negra. ¿Pero quién se había ocupado realmente del jardín cuando Bertha estaba en la residencia? ¿Y de la casa? Se lo preguntaría al hermano de Mira.
Al entrar, el olor a manzanas y a piedra fría volvió a salir a mi encuentro. Dejé mi bolsa sobre el baúl y recorrí todo el vestíbulo. Ayer habíamos llegado tan solo hasta el estudio de mi abuelo. No entré en las habitaciones, comencé por abrir la puerta situada al final del pasillo. A la derecha, la empinada escalera conducía a las habitaciones de arriba. En línea recta, se descendían dos peldaños, y volviendo a girar a la derecha se accedía al cuarto de baño donde, una noche, había irrumpido mi abuelo atravesando el techo como un avión mientras mi madre me lavaba. Había querido asustarnos un poco haciendo el fantasma sobre nuestras cabezas y por eso había trepado al desván. Como las tablas debían de estar carcomidas y mi abuelo era un hombretón grande y pesado, él se rompió el brazo y a nosotras nos prohibió contar cómo había ocurrido.
La puerta que daba al cobertizo estaba cerrada con llave. La llave pendía de la pared contigua, sujeta a un taco de madera. La dejé allí colgada. Luego, subí la escalera para ir a las habitaciones donde habíamos dormido y jugado en otros tiempos. El tercer peldaño contando desde abajo crujía aún más fuerte que entonces, aunque quizá se debiera a que la casa se había vuelto más silenciosa. ¿Y los dos últimos peldaños de arriba? Sí, todavía seguían crujiendo, incluso se había sumado el antepenúltimo. La barandilla gemía con apenas tocarla.
Arriba, el aire era espeso y rancio, caliente como las mantas de lana que había dentro de los baúles. Abrí primero las ventanas de la habitación grande, después las cuatro puertas de los cuartos, así como las dos puertas de la habitación central —que había sido la de mi madre— y, finalmente, las doce ventanas de los cinco dormitorios. Todo, excepto el tragaluz de la escalera, estaba cubierto por una espesa capa de telarañas. Centenares de arañas habían tejido allí sus redes a lo largo de los años, viejas redes enmarañadas de las que, además de moscas resecas, colgaran tal vez los cadáveres de sus antiguas propietarias. Aquellas redes superpuestas formaban una delicada tela blanca, un filtro de luz lechosa, rectangular y mate. Pensé en la suave red de arrugas de las mejillas de Bertha. Un tejido de mallas tan grandes que la luz del día parecía centellear al trasluz de su piel. En su senectud, la piel de Bertha se había vuelto translúcida; su casa, en cambio, se había vuelto opaca.
Pero ambas agujereadas, dije en voz alta al tragaluz; las telarañas ondearon bajo mi aliento.
Ahí arriba había unos armarios antiguos, colosales. Ahí arriba jugábamos Rosmarie, Mira y yo. Mira era una vecina, un poco mayor que Rosmarie y dos años mayor que yo. Todos decían que Mira era una muchacha muy tranquila, pero a nosotras no nos lo parecía. Es cierto que no hablaba demasiado, aunque sembraba desasosiego allá donde se encontrase. No creo que se debiera únicamente a que siempre iba de negro. Eso era muy frecuente entonces. Lo inquietante en ella provenía de sus alargados ojos pardos, con aquella línea blanca siempre visible entre el párpado inferior y el iris. Con la pincelada de kohl negro que se daba solo sobre el párpado inferior, sus ojos parecían haberse desplazado. El párpado superior colgaba de tal manera que casi llegaba a la pupila, lo que confería a su mirada algo de acechante y al mismo tiempo de indolentemente sensual. Mira era muy bonita. Con su pequeña boca pintada de rojo oscuro, su corta melena estilo Bob teñida de negro, esos ojos con la raya en el párpado inferior, tenía aspecto de diva de cine mudo adicta a la morfina. Acababa de cumplir dieciséis años cuando la vi por última vez. Rosmarie debía celebrar también sus dieciséis años algunos días más tarde y yo tenía catorce.
Mira no solo iba siempre de negro, sino que además solo comía cosas negras. Del jardín de Bertha, ella solo recogía moras y grosellas negras y cerezas muy oscuras, y si hacíamos picnic teníamos que llevar chocolate amargo o pan negro con morcilla. Mira tampoco leía nada que no hubiera forrado previamente con papel liso negro, solo escuchaba música negra y se lavaba con jabón negro que le enviaba una tía suya desde Inglaterra. En clase de arte se negaba a pintar con acuarelas. Solo con tinta china o carboncillo, pero lo hacía mejor que todos los demás, y como la profesora sentía una gran debilidad por ella, le daba plena libertad.
—Ya es bastante grave que haya que pintar sobre papel blanco ¡Sería el colmo que tuviéramos que hacerlo además en colores vivos! —decía Mira con desprecio, pero le gustaba mucho dibujar sobre papel blanco, eso era evidente.
—¿Asistes también a misas negras? —le preguntó tía Harriet un día.
—Eso no me aporta nada —respondió Mira sin perder la calma y miró a mi tía por debajo de sus pesados párpados—. Sí, es cierto que allí es todo negro, pero también insípido y ruidoso.
Y añadió, con impasible sonrisa, que tampoco militaba en la CDU. Tía Harriet se rió y le tendió la caja de After Eight. Mira levantó la cabeza y tomó una bolsita negra de papel con la punta de los dedos.
Mira tenía una pasión. Una pasión que no era negra. Una pasión de colores, vehemente y tornasolada: Rosmarie. Qué había sido de Mira tras la muerte de Rosmarie, no lo sabía ni tía Harriet, más allá de que ya no vivía en el pueblo.
Me arrodillé sobre uno de los baúles y me apoyé sobre el alféizar de la ventana. Fuera centelleaban las hojas de los sauces llorones. El viento era algo casi inexistente en el calor estival de Friburgo y en la frescura tras los muros de hormigón de la biblioteca universitaria. El viento era enemigo de los libros. En la sala de lectura especialmente reservada para libros antiguos y raros estaba prohibido abrir la ventana. Terminantemente prohibido. Imaginé lo que podría hacer el viento con las hojas sueltas del manuscrito de Jakob Böhme, De signatura rerum, de unos trescientos cincuenta años de antigüedad, y poco faltó para que volviera a cerrar la ventana. Había una buena cantidad de libros ahí arriba. En cada cuarto había unos cuantos y en la gran habitación, desde donde se accedía a las demás habitaciones del piso superior, había espacio para almacenar todo aquello que no debía ir al sótano: todo tipo de paños y especialmente los libros. Me asomé a la ventana y vi cómo el rosal trepador se arrellanaba sobre el alero de la puerta de entrada y se precipitaba por la barandilla de la escalera para caer sobre el pequeño muro lateral. Me eché hacia atrás y bajé del baúl; tenía las rodillas doloridas. Cojeando, rocé de pasada las estanterías llenas de libros. Hinchados y deformes apéndices de Derecho casi aplastaban el frágil Nesthäckchen y La Primera Guerra Mundial. El lomo desencajado de Nesthäckchen mostraba el título en letras góticas. Recordé que en el interior figuraba el nombre de mi abuela con caligrafía infantil Sütterlin. Las obras completas de Wilhelm Busch se apoyaban pacíficamente en la autobiografía de Arthur Schnitzler. Aquí la Odisea, allá el Fausto. Kant se arrimaba cariñosamente a Chamisso y la correspondencia de Federico el Grande se apoyaba espalda contra espalda en el libro infantil de Magda Trott Pucki, joven ama de casa. Intenté descubrir si los libros estaban colocados de manera arbitraria o si estaban ordenados según un determinado sistema. Tal vez siguiendo un código, que yo habría de reconocer y descifrar. En ningún caso estaban clasificados según su formato. El orden alfabético y el cronológico quedaban asimismo descartados, como también cualquier orden ligado a las editoriales, la nacionalidad de los autores o el tema. Parecía, por tanto, un sistema aleatorio. No creía en el azar, pero sí en un sistema basado en el azar. Si había un sistema aleatorio, el azar dejaba de ser azaroso y de este modo se volvía, si no evitable, sí al menos previsible. Todo lo demás era accidental. El mensaje de los lomos de los libros continuaba siendo un misterio para mí, pero me propuse no perderlos de vista. Ya se me ocurriría algo con el paso del tiempo, de eso estaba segura.
¿Qué hora sería? Nunca llevaba reloj de pulsera. Me fiaba de los relojes de las farmacias, las gasolineras y las joyerías. De los relojes de las estaciones y de los despertadores de mis parientes. En la casa había relojes maravillosos, pero ninguno funcionaba. La idea de estar en ese lugar sin reloj me inquietaba. ¿Cuánto tiempo habría estado escrutando los libros de las estanterías? ¿Sería más de mediodía? ¿Habrían seguido espesándose las telarañas del tragaluz en el rato que había pasado yo ahí arriba? Levanté los ojos hacia el rectángulo centelleante y traté de serenarme pensando en la clasificación cronológica. No había anochecido aún; el entierro había tenido lugar la víspera y era sábado, al siguiente sería domingo, el lunes me lo había tomado libre y luego, yo también bajaría a Baden. Pero eso no daba resultado. Dirigí una última mirada a la biblioteca, cerré las ventanas de las habitaciones de arriba y bajé la escalera, que siguió crujiendo un buen rato después de haber llegado abajo.
Cogí mi bolsa de viaje y permanecí indecisa en el vestíbulo frío. Después de tanto tiempo, y seguramente por primera vez sola en la casa, me sentía como en medio de un inventario. ¿Qué quedaba aún, qué era lo que ya no estaba y qué lo que yo habría simplemente olvidado? ¿Qué habría cambiado en realidad, y qué se percibía simplemente de otra manera? A través de los cristales de la puerta vi las rosas, el sol sobre el sauce y el prado. ¿Dónde me instalaría? Preferiblemente, arriba. Los cuartos de abajo seguían perteneciendo a mi abuela, aunque no los hubiese pisado en los últimos cinco años. Ella había estado casi trece años en la residencia, pero mis tías la traían con frecuencia para pasar la tarde en la casa. Llegó, sin embargo, el momento en que ya no quiso y, posteriormente, ya no pudo subir más al coche, ni caminar, ni hablar. Abrí la puerta del dormitorio de Bertha. Estaba situado junto al estudio y sus ventanas daban también al patio de los sauces. Las persianas estaban bajadas. Entre las dos ventanas se encontraba el tocador. Me senté en el taburete y dirigí la mirada al gran espejo plegable que parecía un libro abierto. Mis manos sujetaron las dos hojas laterales y las movieron ligeramente hacia el interior. Como en otros tiempos, vi mi cara multiplicarse infinitas veces en las hojas que se reflejaban la una en la otra. Mi cicatriz exhibía un blanco brillante. Me vi reflejada tantas veces que ya no sabía dónde estaba realmente. Y no lo supe hasta que cerré por completo una de las hojas.
Volví a subir. Abrí las ventanas de par en par. Ahí arriba se encontraban los viejos armarios con los vestidos suntuosos de otros tiempos. De niña había sentido sobre mi piel aquellos tejidos delicados, decadentes todos ellos. Allí estaban los viejos baúles llenos de ropa planchada, de camisones y manteles con las iniciales bordadas de mi bisabuela, de tía Anna y de Bertha. Almohadas y sábanas, mantas de lana, edredones, cubrecamas de ganchillo, manteles de encaje, bordados ingleses y largas cortinas blancas transparentes. Las vigas del techo estaban al descubierto y las puertas se abrían. Repentinamente, se me hizo un nudo en la garganta y no pude evitar llorar, porque todo había sido a la vez tan terrible y tan hermoso.
Pero yo solía sufrir de frecuentes ataques de llanto.
Puse mi bolsa en el antiguo cuarto de mi madre, la habitación central. Pesqué mi monedero de un bolsillo lateral y bajé rápidamente la escalera. Al bajar corriendo, la madera no emitía más que un ligero crujido. Cogí la llave que había dejado colgada en su sitio junto a la puerta, la abrí, la campana tintineó, y volví a cerrar detrás de mí para bajar la escalinata, aspirar una bocanada de fragancia a rosas, echar una ojeada a la terraza —el jardín de invierno había estado allí antes— para, deprisa, deprisa, atravesar el jardín por debajo del arco de rosas hasta alcanzar la pequeña puerta, y ya estaba fuera. En la gasolinera tendría que haber algo para comer. Quería evitar el Edeka y las cabezas tambaleantes de la juventud del pueblo. Quería evitar también las miradas curiosas de la gente, que, a esas horas, estaría seguramente casi toda en la calle.
En la gasolinera había mucho movimiento. Era sábado y el ritual del lavado del coche se cumplía escrupulosamente. En la tienda, delante del estante de chocolatinas, había dos jóvenes con profundos pliegues transversales en la frente. Ni siquiera levantaron la mirada cuando me deslicé entre ellos. Compré leche y pan negro, queso, una botella de zumo de manzana y un envase grande de batido de leche con suplemento multivitamínico. También me llevé un periódico, una bolsita de chips y una tableta de chocolate con nueces para emergencias. Bueno, dos tabletas, por si acaso, aunque siempre podría regresar en cualquier momento y comprar más chocolate con nueces. ¡Rápido! ¡A la caja! Al salir, volví a ver a los dos jóvenes que aún seguían absortos en el mismo sitio de antes.
Sobre la mesa de la cocina de Bertha, mis compras tenían un aspecto incongruente y anodino. El pan en su bolsa de plástico, el queso precintado y el envase de colores chillones del batido de leche A lo mejor hubiera debido hacer mis compras en Edeka. Examiné de cerca el queso: seis rectángulos amarillos idénticos. Estas cosas hechas para ser conservadas mucho tiempo son realmente extrañas, probablemente esos quesos acabarían expuestos algún día en el Museo Regional de la Asociación de Amigos de los Molinos. En la biblioteca había hojeado una vez un libro sobre el Eat Art, que contenía fotografías de la comida expuesta en una muestra gastronómica. Si los alimentos se echaban a perder, las fotografías habían detenido su putrefacción, ¡y el libro tenía más de treinta años! La comida habría desaparecido hacía mucho tiempo, devorada por hambrientas bacterias, pero esas amarillentas y brillantes páginas la conservaban en una especie de limbo cultural. Había algo de despiadado en el deseo de preservación, quizá el olvido total no fuera más que una forma digna de supresión, para no ensañarse preservando. Lo que había caído en el olvido era, sin duda alguna, la comida; tenía hambre. ¿Y si bajara al sótano a buscar un frasco de jalea de grosellas? Era deliciosa sobre el pan negro. No. Me había olvidado de comprar mantequilla.
La cocina era fría y grande. El suelo estaba hecho de millones de pequeñas piedras cuadradas, negras y blancas. No supe hasta mucho más tarde que se llamaba terrazo. De niña podía pasar horas y horas contemplándolo. Y en cualquier momento, si se me nublaban los ojos, emergían de pronto misteriosos caracteres del suelo de mosaico, pero siempre desaparecían justo antes de poder descifrarlos.
La cocina tenía tres puertas; había entrado por la del recibidor, una segunda puerta con cerrojo daba a la escalera del sótano y la tercera puerta, al cobertizo.
Éste no estaba ni dentro ni fuera. Antiguamente había servido de establo, el suelo era de arcilla y tenía amplios canales de desagüe. Desde la cocina se accedía a él bajando tres escalones, allí estaban los cubos de basura y la madera, que se apilaba contra los rústicos muros de yeso. Si saliendo de la cocina se atravesaba el cobertizo en línea recta, se llegaba hasta otra puerta de madera, pintada de verde, que era la que daba al exterior, al huerto detrás de la casa, pero si se giraba inmediatamente a la derecha —y eso es lo que hice—, se encontraban las dependencias de servicio. Empecé abriendo la puerta del lavadero, donde una vez había habido una letrina; ahora no había más que dos enormes congeladores. Ambos estaban vacíos, con las puertas abiertas y los enchufes sueltos, caídos a un lado.
Desde allí, una escalera estrecha y empinada llevaba al desván donde mi abuelo se divertía jugando a los fantasmas. Detrás del lavadero estaba el cuarto con la chimenea. Antiguamente había servido de antesala para acceder al jardín de invierno, lleno de macetas y jardineras, regaderas y sillas plegables. El suelo era de piedra natural y tenía puertas correderas de cristal relativamente nuevas que daban a la terraza. Allí el enlosado era igual que el del interior. Las ramas del sauce llorón acariciaban las losas y ocultaban a la vista la escalera exterior y la puerta de entrada.
Me senté en el sofá junto a la chimenea ennegrecida y miré hacia fuera. Del jardín de invierno no quedaba nada. Había sido una construcción transparente y tan elegante que desentonaba con la sólida casa de ladrillo. Nada sino vidrio sobre un esqueleto de acero. Tía Harriet lo había hecho desmontar hacía trece años. Después del accidente de Rosmarie. Solo las losas claras, que eran demasiado frágiles para el exterior, recordaban aquel anexo de cristal.
De pronto me di cuenta de que no la quería. No quería aquella casa que, por otra parte, había dejado de ser una casa hacía mucho tiempo y no era más que un recuerdo, lo mismo que aquel jardín de invierno que ya no existía. Me levanté y abrí un poco las puertas correderas y noté que tenía las manos entumecidas, que todo olía a moho y a humedad. Cerré otra vez la puerta. La chimenea ennegrecida de humo despedía frío. Le diría al hermano de Mira que quería renunciar a la herencia. Tenía que salir de ahí. Salir y dirigirme a la esclusa, a orillas del río. Me puse rápidamente en pie, regresé al cobertizo y busqué entre los trastos una bicicleta que funcionara. Las más nuevas estaban todas en mal estado; solo la vieja bicicleta negra sin marchas de mi abuelo requería un simple inflado de ruedas.
Sin embargo, no pude marcharme hasta hacer un largo y laberíntico recorrido por toda la casa cerrando algunas puertas desde dentro y con cerrojo antes de salir por otras que había que cerrar con llave desde el exterior, y fue así como, describiendo largos círculos, llegué finalmente al jardín.
Bertha había sabido orientarse perfectamente en la casa. Cuando ya no pudo ni ir al molino sin perderse por el camino, sabía aún cómo llegar directamente al cuarto de baño partiendo del lavadero, incluso cuando una u otra de las puertas intermedias que se encontraban en su ruta estaban justamente cerradas con llave por el otro lado. Después de décadas allí, había acabado por asimilar la casa por completo y si se le hubiera hecho una autopsia seguramente se habría podido elaborar un mapa de la casa a partir de las circunvoluciones de su cerebro o a partir de su red de vasos sanguíneos. La cocina, en ese caso, habría sido el corazón.
Las provisiones de la gasolinera estaban ya puestas en orden en la canasta que había encontrado sobre un armario de la cocina. Como el asa estaba rota, aseguré la canasta sobre el portaequipajes y empujé la bici atravesando el cobertizo hasta la puerta del jardín —todos la llamaban «de la cocina», no porque saliera de la cocina, sino porque solo era visible desde ahí—. Las ramas del sauce rozaron mi cabeza y el manillar. Pasé por la escalera exterior con la bici en la mano y rodeé la casa por la derecha, hundiéndome hasta los tobillos en la alfombra de nomeolvides. En uno de los ganchos que había junto a la puerta de entrada, había descubierto una llave plana de acero cromado y, como la única puerta nueva era la pequeña galvanizada de la entrada, pensé que había llegado el momento de probarla. La llave giró rápidamente alrededor de su eje y salí a la acera.
Pasada la gasolinera, doblé a la izquierda y tomé el camino de la esclusa. Poco faltó para que derrapara en una curva con la pesada bicicleta de Hinnerk, pero recuperé el control justo a tiempo y pedaleé con más fuerza. Los resortes del sillín de cuero rechinaron alegremente cuando el asfalto comenzaba a agrietarse y se iba transformando en un sendero inseguro. Conocía bien ese camino que atravesaba en línea recta los prados donde pastaban las vacas. Conocía los abedules, los postes telefónicos y los vallados, aunque naturalmente había muchos nuevos. También me pareció reconocer cada una de aquellas vacas blanquinegras, pero eso era, evidentemente, absurdo. Sobre la bicicleta, el viento hinchaba mi vestido y, pese a que no tenía mangas, sentía el calor del sol que se abalanzaba sobre la tela negra. Por primera vez desde que estaba aquí, volvía a respirar libremente. El camino continuaba siempre recto, unas veces hacia abajo, otras veces hacia arriba. Cerré los ojos. Todas habíamos recorrido aquel sendero. Anna y Bertha en el carruaje, con vestidos blancos de muselina; mi madre, tía Inga y tía Harriet, en bicicletas de mujer Rixe, que eran tremendamente ruidosas, y Rosmarie, Mira y yo, sobre aquellas mismas bicis Rixe, cuyos asientos nos quedaban demasiado altos y nos obligaban a pedalear de pie la mayor parte del tiempo para no dislocarnos las caderas. Por nada del mundo habríamos regulado la altura de los sillines. Eso era cuestión de honor. Para ir en bici, llevábamos los viejos vestidos de Anna, Bertha, Christa, Inga y Harriet. El viento inflaba el tul azul celeste, hacía ondear la organza negra y el sol se reflejaba en el satén dorado. Usábamos pinzas de tender la ropa para sujetar nuestros vestidos a la altura adecuada a fin de que no quedaran atrapados en la cadena, y pedaleábamos descalzas hasta el río.
Acababa de rozar una valla para vacas. No había que conducir demasiado tiempo con los ojos cerrados, ni siquiera en línea recta. Faltaba muy poco para llegar. Al fondo, podía ver la pasarela de madera sobre la esclusa. Llegué hasta allí y me detuve. Me agarré a la barandilla sin retirar los pies de los pedales. No había nadie. Dos veleros estaban amarrados en el muelle y se oía un ligero ruido metálico producido seguramente por el choque de algunas piezas contra los mástiles. Bajé de la bicicleta y la empujé hasta cruzar la pasarela. Retiré la canasta del portaequipajes, dejé la bici sobre la hierba y corrí cuesta abajo. Las pendientes no se internaban directamente en el agua, sino que formaban, a derecha e izquierda, estrechas riberas cubiertas de juncos. En el pasado extendíamos las toallas en los sitios libres de juncos, pero con el transcurso de los años la vegetación había invadido de tal forma las riberas que preferí sentarme sobre uno de los pontones.
Mis pies colgaban en el agua marrón oscuro. ¡Qué blancos y extraños se veían! Para distraer la vista del espectáculo de mis pies en el río, intenté leer los nombres de los barcos. Uno de ellos se llamaba Sine, absurdo, eso no podía ser más que un fragmento, el resto de un nombre. No pude ver entero el nombre del otro barco porque estaba encarado hacia la otra orilla. Era algo terminado en «—the». Me tumbé de espaldas dejando mis extraños pies donde estaban. Olía a agua, hierba, moho y creolina.
¿Cuánto tiempo habría dormido? ¿Diez minutos? ¿Diez segundos? Tenía frío; retiré mis pies del agua y estiré el brazo hacia atrás, por encima de mi cabeza, para hacerme con la canasta, pero en vez del mimbre avejentado, mis dedos se encontraron con un zapato deportivo. Quise gritar, pero solo acerté a soltar un gemido. Al instante, rodé sobre mi vientre y me incorporé. Delante de mis ojos flotaban puntos plateados y un ruido sordo atravesó mi cabeza, como si la puerta de la esclusa se hubiera abierto junto a mí. El sol deslumbraba y el cielo era blanco, blanco. Debía evitar desmayarme; el pontón era muy estrecho, me ahogaría.
—¡Dios mío! ¡Lo siento! Le ruego me disculpe, por favor.
La voz me resultaba conocida. El zumbido se fue apagando. Ante mí estaba aquel joven abogado en ropa de tenis. Poco faltó para que vomitara de rabia. Era él, el retrasado del hermano menor de Mira; ¿cómo lo llamaba ella entonces?
—¡Ah, el inútil!
Me esforcé para que mi voz sonara relajada.
—Sé que la he asustado y de verdad que lo lamento.
Su voz se tranquilizó y percibí en ella una chispa de enfado. Bien, bien. Lo miré sin decir media palabra.
—No la he estado siguiendo ni nada parecido. Siempre vengo aquí a bañarme. Bueno, primero juego al tenis, luego nado. A mi socio no le gusta venir al río, pero yo estoy siempre aquí, en el muelle. No la he visto hasta llegar aquí abajo y he visto que dormía. Estaba a punto de irme cuando se ha agarrado usted a mi zapatilla. Naturalmente, usted no sabía que se trataba de mi zapato pero, aunque lo hubiera sabido, tampoco se lo tendría en cuenta porque, al fin y al cabo, he sido yo quien la ha asustado, y ahora…
—Válgame Dios, ¿es que siempre hablas así? ¿En el juzgado también? ¿De verdad tienes empleo fijo en ese bufete?
El hermano de Mira se echó a reír.
—Iris Berger. Para vosotras nunca fui más que un inútil y parece que eso no ha cambiado.
—Sí, eso parece.
Me incliné hacia delante y cogí mi cesta. A pesar de que el hermano de Mira tenía una risa simpática, seguía estando furiosa. Además, tenía hambre y quería estar sola, sin hablar. En cambio, él pretendía con toda seguridad hablar del testamento, de lo que yo quería hacer con la casa, del seguro que debía contratar y de todo aquello que me esperaba si aceptaba el testamento. No quería hablar más del tema, ni siquiera pensar. Cuando me incorporé con la cesta en la mano, preparando para mis adentros un inminente discurso de desprecio, cuál fue mi sorpresa al constatar que el hermano de Mira había subido ya casi la mitad de la cuesta. Avanzaba por la pendiente con paso decidido. Sonreí.
El hombro derecho de su camiseta blanca estaba manchado de arena roja.
Después del picnic volví a guardar mis cosas en la canasta y eché una última mirada al río, a la esclusa, a los barcos; el segundo se había girado un poco, pero seguía sin poder leer su nombre entero, solo algo terminado en «—ethe». Tal vez Margarethe. Ése era un buen nombre para un barco. Monté en la bici de Hinnerk y regresé a la casa. A mi casa. A casa. ¿Cómo sonaba aquello? Raro, incluso falso. El viento hacía volar en oleadas los tañidos de las campanas sobre los prados y no logré descifrar qué hora era… ¿La una? ¿Las dos de la tarde? Quizá un poco más. El sol, la comida, la rabia y el susto y ahora, encima, el viento en contra. Estaba agotada. Pasada la gasolinera giré a la derecha, subí a la acera y entré empujando la bici. No había cerrado la cancela con llave. Vadeé las nomeolvides y dejé la bici ante la puerta de la cocina. La gran llave me permitió entrar. Un ruido metálico, otro ruido metálico más y me encontré en el frescor del vestíbulo. La escalera crujió, la barandilla gimió, hacía un calor sofocante en el piso de arriba. Me tumbé sobre la cama de mi madre. ¿Cómo se explicaba que estuviera recién hecha? Tras el bordado inglés calado brillaba una almohada lila. El calado representaba unas flores. Huecos sobre la almohada. En el bordado inglés, lo importante es lo que no está. Todo su arte consiste en eso. Si hay demasiados agujeros, no queda nada salvo agujeros. Agujeros en la almohada, agujeros en la cabeza.
Cuando me desperté, tenía la lengua pegada al paladar. Me dirigí tambaleándome hacia la puerta de la izquierda, a la habitación de tía Inga. Allí había un lavabo. El agua salobre de color marrón se obstinaba en caer de forma discontinua contra la pila blanca. Contemplé en el espejo el motivo que la almohada había impreso sobre mi mejilla, apenas unos círculos rojos. Poco a poco el agua comenzó a fluir más dócilmente hasta volverse transparente. Me rocié la cara, me quité la ropa empapada de sudor, vestido, sujetador, bragas, todo, y sentí el placer de quedarme desnuda en la habitación de tía Inga, con el linóleo frío y gris verdoso bajo los pies. Tía Inga era la única que no había tenido alfombra en su habitación; en la de mi madre, en la de mi bisabuela Käthe y, al fondo, en la de tía Harriet, el suelo estaba revestido de una moqueta de sisal de color marrón rojizo que picaba cuando uno caminaba descalzo sobre ella. En la gran habitación abuhardillada había esteras de fibra vegetal sobre la madera. La habitación de servicio, convertida desde hacía mucho tiempo en trastero, era la única en la que en el suelo se veían las tablas de madera asfixiadas bajo una espesa capa de pintura marrón. Ésas ya no protestaban.
Entré al gran desván y abrí el armario de nogal. Todos los vestidos seguían colgados allí dentro, algo menos radiantes que entonces, eso sí, pero inconfundibles. Estaba el tul ilusión que había llevado tía Harriet en su último baile y aquel otro, el dorado, que había estrenado mi madre el día de su pedida. Allí estaba también el vestido negro de seda que hacía frufrú, un vestido de tarde muy chic, de los años treinta, que había pertenecido a Bertha. Seguí revolviendo hasta dar con un vestido largo de seda verde bordado en el escote con lentejuelas que era de tía Inga. Me lo puse. Olía a polvo y lavanda, el dobladillo estaba deshecho y faltaban algunas lentejuelas, pero sentía el tacto fresco de la tela sobre mi pecho, mil veces más agradable que el del vestido negro con el que acababa de dormir. Además, nunca antes había permanecido tanto tiempo en la casa sin ponerme los vestidos encerrados en los viejos armarios, y me había sentido todo el día disfrazada con mi propia ropa. Luciendo el vestido de seda de tía Inga, regresé a su cuarto y me senté en la silla de mimbre. El sol de la tarde, que centelleaba a través de las copas de los árboles, sumergió la habitación en un baño de suave luz verde. Las estrías del linóleo parecían moverse como el agua, una ligera brisa se deslizaba por la ventana y yo tenía la sensación de mecerme en el fluir de un apacible río esmeralda.