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José y yo seguimos la ruta fijada de antemano para llegar a Weimar. La tarde del sábado, último día de octubre, recogimos en Toulouse el sobre con las instrucciones, el juego de llaves de un coche y el dinero francés y alemán que Roi nos había dejado en la centralita telefónica de una clínica privada situada en las afueras de la ciudad, y la mañana del domingo, 1 de noviembre, día de Todos los Santos, cambiamos nuestro vehículo por un antiguo Mercedes, color azul oscuro, con matrícula de Bonn, que nos estaba esperando en el garaje desierto de un edificio en ruinas en la Rómerhofstrasse de Fráncfort. En el maletero del Mercedes encontramos un potente walkie-talkie y una nota de Roi indicándonos las frecuencias, las horas y las claves que necesitábamos para conectar. Como sólo nos restaban trescientos kilómetros hasta Weimar (habíamos hecho mil quinientos en las últimas veinticuatro horas), nos detuvimos durante un buen rato en la primera estación de servicio que encontramos en la Autobahn 5. Allí aprovechamos para cambiarnos de ropa, poniéndonos los trajes isotérmicos debajo de los pantalones y los jerseys. Más tarde, ya anochecido, tomamos el desvío hacia el último tramo de la Autobahn 4, Eisenach-Dresde, que nos llevaría directamente a nuestro destino. Estábamos cansados de tantas horas de coche, pero nuestra locuacidad sólo era comparable con nuestra felicidad por estar juntos.

Por fin, alrededor de las tres de la madrugada entrábamos en las primeras calles de la oscura y silenciosa ciudad de Weimar.

Weimar está situada a orillas del río Ilm, en el corazón mismo de Alemania. Ninguna otra ciudad europea ha vivido experiencias históricas tan dispares como ella: cuna del pensamiento humanístico, del refinado movimiento romántico —abanderado por el escritor Johann Wolfgang von Goethe—, había sido también el primer feudo alemán del movimiento nazi. Centro artístico y cultural de importancia incomparable, acogió a pintores como Lucas Cranach, a músicos como Bach o Liszt, a escritores como el mencionado Goethe o Friedrich von Schiller, e incluso a filósofos como Nietzsche. Pero Weimar albergó también uno de los peores campos de concentración y exterminio, el KZ Buchenwald, en el que fueron torturados y exterminados más de cincuenta y seis mil seres humanos, entre judíos, homosexuales y opositores políticos.

Afortunadamente, nada de aquella barbarie quedaba en Weimar cuando José y yo entramos en la ciudad aquella noche de noviembre. El tiempo había respetado lo bello y lo agradable y había borrado cualquier huella del pasado horror. Mientras contemplaba las hermosas y estrechas calles de aspecto medieval, los encantador es jardines de aires versallescos, los muchos personajes célebres convertidos en monumentos y las típicas casitas de postal con tejado a dos aguas, no pude evitar un doloroso recuerdo para quienes, apenas cincuenta años atrás, habían sido llevados al límite del sufrimiento y habían perdido la vida en aquel lugar: la ciudad de Weimar dormía, limpia y tranquila, aquella madrugada, pero yo sentí con intensa fuerza que el dolor de los muertos, como una costra, permanecía por todas partes.

Nos resultó fácil encontrar el viejo Gauforum. Curiosamente, Amalia nos había dejado de buen grado su ordenador portátil a cambio de poder usar el mío mientras estuviera en Ávila (¡sólo yo sé lo que me costó ceder!), de modo que iba consultando el programa de la niña para indicar a José, que conducía, las calles que debíamos tomar. Llegamos, pues, sin problemas, hasta la enorme explanada rectangular en cuyo centro permanecían estacionados, sobre la hierba, varias hileras de coches. Aquélla era la Beethovenplatz, uno de los espacios más grandes de Weimar y aquel edificio alargado y gris, con un enorme y clásico pabellón central y una extensa ala a cada costado, era el viejo, aunque rehabilitado, Gauforum de Sauckel. José dio varias vueltas en torno a plaza, débilmente iluminada por las farolas situadas en las aceras y, por fin, dobló en una esquina y entró en la calle que yo había previsto para dejar el vehículo, una amplia avenida con zona de aparcamiento a ambos lados y sin señales de estacionamiento limitado. Encontramos un hueco apropiado poco antes de la segunda travesía y, tras detener el motor, limpiar nuestras huellas (por si ocurría algún percance) y abrir las portezuelas, salimos del coche con las piernas acalambradas tras tantas horas de inmovilidad.

—Ya estamos aquí… —murmuró José, echando una ojeada alrededor. De su boca salió, con cada sílaba, una pronunciada nube de vaho. Menos mal que llevábamos los trajes isotérmicos y guantes de piel, porque, si no, nos hubiéramos muerto de frío: debíamos estar varios grados bajo cero. Tuve la firme convicción de que tanto mis orejas como mi nariz iban a despegarse y a caer al suelo rodando de un momento a otro.

Abrimos con cuidado el maletero, sacamos nuestras abultadas mochilas, las cargamos a la espalda y nos encaminamos hacia la Beethovenplatz. No se veía ni un alma pero, por si acaso, me puse los amplificadores de sonido. Mujer prevenida vale por dos.

La boca de alcantarilla elegida para descender a los infiernos era la que estaba más cerca de la puerta del Gauforum; esta cercanía me garantizaba la correcta entrada en los ramales de galerías directamente conectados con el viejo museo y residencia del gauleiter. Por suerte, la tapa de hierro que debíamos levantar quedaba situada, más o menos, en una zona de sombra. José dejó la mochila en el suelo y, de un bolsillo lateral con cremallera, sacó una palanqueta cuyo extremo inferior introdujo en la pequeña muesca de la tapa, desencajándola de su orificio de un tirón seco. No hizo apenas ruido, pero el poco que hizo sonó en mi cabeza como el tañido de una campana catedralicia. Debíamos introducirnos por aquel agujero a la velocidad del rayo y volver a colocar la tapa en su sitio si no queríamos ser descubiertos por algún paseante insomne o por alguna patrulla nocturna de la policía local.

Me coloqué los intensificadores de luz sobre los ojos y miré al fondo de la cloaca. Una escalerilla metálica, sujeta a la pared por pegotes de cemento, descendía un par de metros hacia el fondo. No lo pensé dos veces y apoyé el pie en el primer peldaño, pasándole las gafas de visión nocturna a José para que pudiera poner la cubierta en su sitio y seguirme. El eco amplificado del roce de nuestros guantes y nuestras suelas sobre los estribos se mezclaba con el rumor lejano de una corriente de agua. En cuanto José clausuró de nuevo la boca de alcantarilla, saqué de mi cinturón, con una mano, la linterna frontal y me la coloqué torpemente en la cabeza. Él me imitó y el estrecho cilíndrico de cemento en el que nos hallábamos se iluminó de repente mostrando su aspecto más sucio y desagradable. El horrible olor a sumidero me hizo desear un buen catarro nasal.

Al finalizar nuestro descenso nos encontramos en un espacioso entronque de túneles lo bastante seco como para desembarazarnos de las mochilas, dejarlas caer y ultimar los preparativos. Algún obrero había olvidado allí, tiempo atrás, una llave inglesa y un rollo de cable que aparté de un puntapié antes de empezar a sujetarme bien las correas de la linterna y de ponerme la mascarilla y las botas de alveolite. No tenía ningún sentido quitarnos la ropa que llevábamos sobre los trajes especiales, así que nos la dejamos, y luego sacamos de las mochilas todo el material que nos iba a hacer falta. Miré el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Dentro de poco los ciudadanos de Weimar darían comienzo a su rutina diaria.

Empuñando en una mano la brújula digital (que también servía de termómetro y odómetro) y, en la otra, un bolígrafo y una carpeta de cartón duro sobre la que había sujetado una hoja de papel reticulado —para dibujar nuestra ruta y evitar extraviarnos o dar vueltas por los mismos sitios—, me volví hacia José y casi pierdo el aliento al verle sentado tranquilamente en el suelo, manipulando el ordenador portátil de Amalia y el walkie-talkie que nos había dado Roi.

—¿Qué demonios se supone que estás haciendo? —pregunté asombrada, inclinándome para observar mejor sus extrañas maniobras.

—¿A qué hora debemos contactar con Roi? —preguntó a su vez, sin hacerme caso.

—A las diez de la mañana. Faltan seis horas. Pero te agradecería que me respondieras. ¿Qué se supone que estás haciendo?

—Intentando conectar con Amalia.

Mi mandíbula inferior cayó, descolgada, y mis ojos se abrieron de par en par. Tardé unos segundos en recuperar la circulación sanguínea.

—¿Intentando conectar con quién?

—Con Amalia —repitió de una manera estática y reposada, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo.

—¿Con Amalia…? ¡Pero si tu hija está a dos mil kilómetros de aquí!

—¿No has oído hablar del Packet-Radio?

—¿Packet-Radio…? ¿Qué es eso?

—Es un sistema de comunicación entre ordenadores que, en lugar de emplear las líneas telefónicas, utiliza un sistema basado en las emisoras de radioaficionados. Sólo hace falta un ordenador, un módem especial que vale menos de tres mil pesetas y una emisora de VHF/UHF Esto es el módem —dijo señalando una pequeña cajita misteriosa—. Convierte las señales binarias que salen del ordenador en tonos, o señales de audio, y viceversa. Y esto —y levantó el walkie-talkie en el aire, frente a mi cara— es una emisora de VHF/UHF, es decir, una potente estación de radioaficionado. El único problema es la velocidad de transmisión, ya que, cuanto mayor es la distancia entre los ordenadores, más tarda en llegar la señal porque tiene que pasar por muchos repetidores.

—¡Dios mío…! —fue todo lo que atiné a decir. Mi tía Juana hubiera estado muy contenta de escucharme.

—No es ninguna novedad. Funciona desde hace quince años y tiene un volumen de tráfico considerable.

—¿Y puedes entrar en Internet utilizando este sistema o sólo navegar por esa red especial?

—Las dos cosas. La mayoría de los proveedores dan acceso a Internet a través de Packet-Radio. Sólo tienes que solicitarlo. De hecho, se utilizan los mismos protocolos de comunicación, el famoso TCP/IP[8] y todos los demás.

—O sea, que vas a comunicarte con Amalia, que está en mi casa, desde estas horribles alcantarillas.

—Exactamente. Espero que no te moleste que ella haya conectado un módem como éste a tu ordenador.

—¡Oh, no…! —gemí.

—Voy a mandarle un mensaje diciéndole que hemos llegado sin problemas y que estamos bien.

Gemí de nuevo, apoyando la mejilla sobre la palma de la mano con gesto de consternación. ¡Mi maravilloso equipo informático estaba en manos de aquel monstruo de trece años! José sonrió.

—Ya sé por qué te quiero tanto —declaró—. Tienes un estupendo sentido del humor.

No pude articular palabra, naturalmente, pero me sentí reconfortada por esa seductora sonrisa y esa mirada cálida con que me envolvieron sus ojos.

—Creo que no vamos a durar mucho juntos… —le amenacé ladinamente.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —repuso recogiendo los bártulos después de haber enviado el mensaje a su hija—. ¡Esto es para siempre, cariño!

—¡Ja!

—¡Eso digo yo! ¡Ja!

Y así empezamos la larga marcha a través de las galerías. En aquel momento aún no sabíamos que tardaríamos mucho tiempo en volver a salir al exterior.

Caminamos sin descansar durante dos horas por túneles estrechos con paredes de ladrillo encachadas hasta media altura y techos abovedados que rozábamos con la cabeza. Delante y detrás de nosotros se prolongaba la más negra oscuridad y, en algunos tramos, chapoteábamos en un riachuelo de agua que moría súbitamente por falta de abastecimiento. Al final de aquel trayecto llegamos a otro entronque de galerías del que salían tres nuevos ramales de similares características. Tomamos el del centro por decisión colegiada y, después de otras tres horas de caminata, llegamos a un inesperado punto muerto: el pasillo se ensanchaba al final para concluir en un muro agrietado. Presa del desánimo, bosquejé el trazado en mi papel reticulado.

—Deberíamos parar aquí, tomar algo y dormir un poco —propuso José, retirándose la mascarilla de la boca; yo hice lo mismo—. Además, tenemos que contactar con Roi.

—Faltan cinco minutos —corroboré mirando el reloj—. Pásame el walkie.

Nos quitamos las linternas frontales y las apagamos, iluminándonos con una lámpara de gas —la única diferencia con una alegre acampada campestre de fin de semana era el maloliente entorno—. Mientras José calentaba un poco de agua en el hornillo, programé la frecuencia en la pantalla digital y saludé a Roi. Su voz se escuchaba nítidamente en aquel reducto bajo tierra. Daba la impresión de acabar de despertarse.

—Buenos días, Roi —dije, hablando al micrófono del aparato.

—Buenos días, Peón. ¿Va todo bien?

—Aquí hace un frío endiablado, pero, aparte de eso y de que llevamos cinco horas caminando, todo bien.

—Descríbeme vuestra ruta.

José, tras remover el contenido con una cuchara, me alargó una taza de humeante café soluble. Interrumpí la comunicación con Roi para pedirle que me añadiera un poco de leche y luego continué. Roi tenía delante la misma cuadrícula que yo y, con los datos que le iba dando, dibujó el mismo trazado de nuestro camino. De este modo, si algo nos sucedía, podría acudir en nuestra ayuda.

—Que tengáis suerte —nos deseó al despedirse.

—Hasta mañana.

Apagué el trasto y miré a José. Me hubiera gustado estar con él en algún otro sitio más limpio, más cómodo y más romántico, y él también pensaba lo mismo, porque se acercó a mí, me rodeó con su brazo y, después de darnos un largo beso, apoyó su frente contra la mía.

—¿Qué hacemos aquí? —me preguntó en un susurro.

—Buscamos un Salón de Ámbar robado por los nazis, ¿te acuerdas?

—De lo único que me acuerdo es de las veces que hemos hecho el amor. Reí quedamente.

—Es un buen pensamiento —observé—. ¡Prepárate para cuando salgamos de aquí! Voy a terminar contigo.

Permanecimos juntos unos minutos más, tomando sorbos de café de nuestras tazas. Luego, José me soltó y se levantó para acercarse a las mochilas.

—A ver si tenemos algún mensaje de Amalia. Volvió a enchufar todos los cables y se conectó a la red Packet. Le oí soltar una exclamación de alegría.

—¡Mira, cariño! Amalia ha contestado.

—¿Sí…? —farfullé, intentando sobreponerme a mi desinterés—. ¿Y qué dice?

—«Hola, papá. Hola, Ana. Me lo estoy pasando muy bien. Ezequiela os manda recuerdos…».

—¡En mi vida había hecho un trabajo tan acompañada! —bufé de mal humor, y me dispuse a aclarar con un poco de agua las tazas y las cucharillas. Hacía un frío tan intenso que ni se me había pasado por la cabeza quitarme los guantes, y no hay nada más complicado que intentar enjuagarla vajilla con patas de oso. Esta impotencia todavía me puso de peor talante… La verdad es que pensar que aquella niña y mi querida Ezequiela hacían tan buenas migas me atacaba los nervios. No lo podía evitar.

—Si quieres me voy… —rezongó José levantando la vista del teclado.

Me detuve y le miré. Comprendí que había sido terriblemente injusta.

—Lo siento. Es que recibir recuerdos de mi criada en mitad de una misión es algo a lo que no estoy acostumbrada. —Dejé lo que estaba haciendo y me senté a su lado—. Sigue, por favor. Te prometo que no volverá a suceder.

José me dio un beso rápido en la frente y se inclinó de nuevo sobre el ordenador. Me sorprendió su facilidad para hacer borrón y cuenta nueva. Yo hubiera montado una trifulca y hubiera estado dándole vueltas a la cabeza durante horas.

—«Como tengo mucho tiempo libre he escrito un programa para seguir vuestra ruta y saber dónde estáis…».

—¡Con mi ordenador! —grité, irguiéndome como si me hubiera picado un alacrán.

—¡Ana, por favor! ¡Ya está bien de comportarte como una niña malcriada!

—¡Lo siento, lo siento! Sigue. ¡Oh, Dios, con mi ordenador!

—«Así que, papá, envíame los datos de vuestro recorrido. Dime cuántos kilómetros hacéis en cada tramo y en qué dirección, así como otros detalles que me sirvan para ir dibujando el itinerario». —José se detuvo—. Podemos mandarle la misma información que a Roi.

—¿Con qué objeto?

—Está preocupada. Seguirnos, aunque sea de manera virtual, la tranquilizará.

—Pero ese portátil no tiene el codificador de Läufer —objeté—. Es demasiado peligroso.

—No seas tan exagerada. Sólo le enviaremos números, letras y símbolos. Ella los entenderá. Tú déjame a mí y verás como no hay ningún problema. Pásame tus notas, anda.

—¿Dice algo más? —pregunté incorporándome y empezando a recoger los trastos.

—Sólo «Um beijo»[9].

—Bueno, pues venga, apaga ese trasto y vamos a trabajar un poco antes de dormir. Cuando nos despertemos desandaremos el camino hasta el cruce de galerías.

José terminó de enviar a Amalia los datos del mapa y empezamos a golpear con los puños los muros del fondo del túnel en el que nos encontrábamos. El informe elaborado en los años sesenta por el ingeniero del ayuntamiento de Weimar hablaba de muros dobles, pasillos tapiados, planchas metálicas, techos falsos… así que debíamos comprobarlo todo y no dar nada por sentado: cualquier paredón podía ser la entrada al cubículo donde Sauckel y Koch escondieron el Salón de Ámbar. Tras el infructuoso tabaleo, saqué de la mochila el pequeño magnetómetro y apliqué el sensor sobre los ladrillos, dibujando líneas rectas por toda la superficie, pero el registro de datos no desveló la existencia de huecos en la parte posterior. Estábamos rodeados por varios metros de tierra sólida.

El largo viaje hasta Weimar, el descenso a las alcantarillas y las muchas horas de caminata nos habían agotado. El saco de dormir me pareció tan maravillosamente cálido como mi propia cama. La pena era que, para conseguir mayor aislamiento contra el frío y la humedad, no habíamos podido llevar sacos con cremallera que se pudieran unir para dar cabida a dos personas. Con todo, nos tumbamos tan juntos que pude respirar el aliento de José hasta que me quedé dormida.

Nos despertamos seis horas después, con los cuerpos magullados. Hacía un frío estremecedor. El termómetro indicaba que estábamos a cinco grados bajo cero. Aunque las ropas nos protegían, no resultaba agradable respirar ese aire pestilente y helado que se colaba a través de los filtros de las mascarillas.

Reanudamos el camino a buena marcha y alcanzamos de nuevo el entronque de galerías que habíamos dejado atrás por la mañana. Esta vez elegimos el camino que quedaba a nuestra izquierda, que empezaba trazando un semicírculo hacia la derecha, interrumpido bruscamente por un largo túnel que volvía a tomar la dirección contraria. Nos costó cuatro horas recorrer aquel monótono carril hasta encontrar una especie de amplio hueco en la pared donde nos detuvimos para tomar algo y descansar. Para nuestra sorpresa, al examinar el hueco poco antes de partir, descubrimos dos viejos y oxidados portillos de madera hinchada y agrietada de los que partían dos nuevos túneles. El primero de ellos nos llevó, tres días después, hasta el enlace de galerías por el que ya habíamos pasado en dos ocasiones… Volvimos a empezar.

Poco a poco, conforme iban pasando las jornadas, nos fuimos volviendo, por cansancio, más descuidados en el registro de los recintos que íbamos descubriendo a los lados o en los extremos de aquellos largos corredores encharcados. Era un entramado incoherente, sin pies ni cabeza, que acabó desquiciándonos los nervios y agotando nuestra paciencia. Las hojas reticuladas en las que iba trazando nuestra ruta habían formado ya un cuadernillo de cierto grosor sin que por ello hubiéramos encontrado nada que valiera la pena. Topamos, efectivamente, con planchas metálicas detrás de las cuales no encontramos otra cosa que la misma continuación absurda del pasadizo por el que veníamos avanzando. Un par de veces tuvimos que retroceder de nuevo al anterior cruce de colectores después de haber descendido, en el primero de los casos, hasta el fondo de una enorme y vacía cisterna, y de haber atravesado, en el segundo, un paso de agua pluvial que nos dejó frente a uno de tantos túneles ciegos con los que ya nos habíamos encontrado. Aquel lugar me recordaba mucho al cuadro pintado por Koch, el Jeremías, con el profeta saliendo de un pozo lleno de lodo, como si el gauleiter se hubiera inspirado en aquel entorno para situar a su personaje.

La barba de José nos servía de triste indicativo del tiempo que pasaba sin que lográramos cumplir nuestro objetivo. Todavía nos quedaban suficientes alimentos y agua para seguir algún tiempo más en aquel endiablado dédalo, pero lo que se nos estaba agotando de manera alarmante era el deseo de continuar con la búsqueda. Roi nos animaba cada vez con mayor entusiasmo. Decía que, en el pliego de hojas reticuladas —que él iba pegando unas con otras para ver el croquis general—, podía observarse cómo habíamos ido agotando la red de distribución en dirección norte y este, lo que reducía bastante los kilómetros que debían faltar para dar por concluido el recorrido. Pero aquella noticia, tras nueve días de permanecer bajo tierra, no nos animó mucho. Nos sentíamos agotados, sucios y frustrados, y no podíamos pensar en otra cosa que no fuera volver a casa cuanto antes. Teníamos la sensación de haber pasado una eternidad sin ver la luz del sol, y ni los estímulos de Roi ni la vivacidad de Amalia conseguían arrancarnos de la apatía. La misión estaba resultando una pesadilla interminable.

El undécimo día (jueves 12 de noviembre) me desperté con un poco de fiebre. Había cogido un buen catarro. A pesar del dolor de cabeza, me empeñé en seguir caminando pero, después de unas pocas horas, las piernas comenzaron a fallarme. Sencillamente, no podía con mi alma. José cargó con mi mochila y me sujetó por la cintura hasta que regresamos al último entronque de galerías por el que habíamos pasado, una especie de recinto oval bastante seco. Desenrolló mi saco, me acostó, me preparó un caldo muy caliente y me dio un par de pastillas de paracetamol con codeína.

—Te pondrás bien… —me decía mientras me acariciaba la mejilla y me miraba con los ojos tristes.

—No se lo digas a Roi —le pedí medio dormida—. A mí los catarros sólo me duran un día, de verdad. Ya lo verás… Déjame dormir y verás como mañana estoy perfecta.

Lo bueno de tener pareja es que, cuando estás enferma, recibes no sólo los cuidados higiénico-sanitarios que cualquier familiar (o cualquier vieja criada pesada y empalagosa) puede proporcionarte, sino los mimos y la ternura que te hacen sentir como una verdadera reina de Saba… José, apurado y preocupado por mí, estuvo cuidándome como si yo fuera el más apreciado y delicado de sus exquisitos juguetes mecánicos, y yo, por supuesto, me dejé cuidar sin oponer la menor resistencia. En varias ocasiones le oí trastear con el walkie y el ordenador, y le escuché hablar con Roi y decirle que habíamos parado en aquel lugar para descansar y que nos quedaríamos hasta el día siguiente. Pero lo que percibí con mayor claridad fue la ruidosa exclamación que dejó escapar en el mismo momento en que yo soñaba que salíamos de aquella inmunda cloaca por una boca de alcantarilla que se encontraba en el centro de la plaza del Mercado Chico de mi ciudad:

—¡Que perfeita inteligencia! —alborotaba contento—. ¡Que facilidade, que simplicidade…!

—¡Dios mío! —exclamé, girándome con dificultad dentro del saco para poder verle—. ¿Qué pasa…?

—¡Cariño, cariño! —gritó. Su voz resonó en aquella cueva con el eco de las películas de terror—. ¡Amalia ha encontrado la entrada! ¡Mi hija ha resuelto el enigma! ¿No te dije que era terriblemente inteligente?

—Sí, sí me lo dijiste. —Los ojos le brillaban a la luz de la lámpara de gas y estaba tan contento, tan guapo y tan sonriente que, por un instante, olvidé lo enferma que estaba y sentí deseos de comérmelo con barba y todo. Es curioso lo que les ocurre a las hormonas en los momentos más absurdos.

Arrambló con el walkie y el ordenador portátil y se acercó precipitadamente hasta mí.

—¡Mira! ¡Mira!

—No veo nada, cariño… Te recuerdo que…

—¡El camino dibuja el sitio! ¡Este laberinto de galerías oculta una cruz gamada! Hemos pasado dos veces por allí y no nos hemos dado cuenta.

—¿Qué estás diciendo? ¿De qué demonios hablas? Por toda respuesta José comenzó a buscar en el mensaje de Amalia:

—¡A ver…! ¿Dónde está…? ¡Aquí! Escucha: «… el quinto día por la tarde…». ¡Busca la hoja reticulada del quinto día por la tarde! «… el quinto día por la tarde, al comenzar el sexto kilómetro…». ¡Ana, por favor! ¿Por qué no tienes todavía la hoja?

—¡Porque se supone que estoy enferma! —protesté con toda energía.

—¡Vaya, mi amor, es cierto! —repuso José muy sorprendido. Dejó el ordenador sobre mi estómago y, con una ágil pirueta, se puso rápidamente en pie y colocó su saco de dormir bajo mi cabeza, a modo de almohada, quitándome entonces el portátil de las manos y sustituyéndolo por la carpeta de notas—. Ya está.

Le miré como si fuera el bicho más raro que había visto en mi vida.

—¡Venga, cariño, busca la hoja del quinto día! —me apremió con una sonrisa encantadora en los labios.

Abrí el cuadernillo y saqué la página marcada con la ruta del día deseado.

—¡Kilómetro seis! —me indicó, impaciente.

—Kilómetro seis —confirmé, situando la punta del bolígrafo sobre la marca.

—«… al comenzar el sexto kilómetro, dibujasteis una especie de vasija cilíndrica con un mango alargado que partía del extremo superior derecho». ¿Lo encuentras, Ana?

—Sí, aquí está —y remarqué varias veces la figura indicada por Amalia para que destacara—. «Es la misma forma, aunque al revés, del kilómetro octavo que recorristeis ayer por la tarde…». ¡Ayer! ¡La hoja de ayer! ¿La tienes?

—Sí, sí, ya la tengo. Déjame encontrar el dichoso kilómetro. Aquí está —y remarqué de nuevo con el bolígrafo la imagen invertida de la cazuela.

—«Si unís las dos figuras por sus bases y luego deslizáis la de abajo hacia la derecha, de manera que los caminos de las dos hojas ajusten perfectamente, veréis que se forma en el centro una cruz gamada».

—¡Una cruz gamada! —exclamé, confirmando que la revelación de Amalia era completamente cierta—. ¡Mira, José! ¡Una cruz gamada, una esvástica auténtica!

—¡No puedo creerlo! ¡Es extraordinario! ¡Hay que decírselo a Roi! ¡Hemos encontrado la entrada!

—Tu hija ha encontrado la entrada —le corregí a regañadientes. Amalia era un genio, sin ningún género de dudas, aunque, viendo a su padre bailar esa variedad de danza india de la lluvia en aquel acueducto subterráneo, cabía preguntarse seriamente si la niña no habría salido más a la madre—. Te vas a hacer daño como no pares.

—¡Ven conmigo, cariño! ¡Esto hay que celebrarlo!

No necesitaba que volviera a pedírmelo. Me escabullí de mi crisálida y comencé a bailar con él, enloquecida, en honor de Manitú. Me sentía curada del ligero catarro, curada del cansancio, de los once días que llevábamos enterrados en aquellos albañales, de la suciedad y la desesperación. Sauckel y Koch se habían creído muy listos enmascarando una enorme esvástica en un laberinto descomunal, pero en el Grupo de Ajedrez éramos mucho más inteligentes —bueno, tal vez lo eran nuestros descendientes— y todavía no había aparecido el problema que no pudiéramos resolver. Ni por un instante se nos ocurrió pensar que fuera una casualidad arquitectónica o que la entrada no estuviera allí, e hicimos muy bien no pensándolo.

Faltaban tres horas para ponernos en contacto con Roi y darle la buena noticia, así que recogimos los bártulos y comenzamos el retroceso hacia la cercana cruz gamada, que se hallaba a menos de cinco kilómetros. Esta vez sí percibimos las diferencias con el resto de los túneles: apenas hubimos entrado en la horizontal del brazo inferior, nos dimos cuenta de que el agua jamás había pasado por allí y que la suave capa de arena que cubría el suelo conservaba todavía nuestras huellas del día anterior. Las paredes, encachadas con hormigón hasta media altura en el resto de los tramos —para fortalecer el cauce del agua entre ambos muros—, aquí estaban desnudas, mostrando el ladrillo poroso lleno de sombras de humedad y de afelpadas colonias negras de hongos y moho. Parecía imposible que no nos hubiéramos dado cuenta, al pasar la primera vez por allí, de tantas particularidades que acentuaban la diferencia entre aquellas galerías que formaban parte de la esvástica y el resto de la red de alcantarillado de Weimar.

Iba a ser terriblemente cansado pasar el magnetómetro portátil por tantos metros cuadrados de muros, suelos y techos (cada brazo de la cruz medía cuatro kilómetros y los travesaños seis kilómetros y medio), pero no había otra posibilidad: en algún lugar de aquel maldito emblema nazi se hallaba la entrada que andábamos buscando, así que ahora no nos podíamos echar atrás arguyendo fatiga o aburrimiento.

Contactamos con Roi a la hora prevista, las once de la noche, y le contamos las novedades. Se mostró entusiasmado y, a pesar de la cautela de la que hacía gala en todas las conexiones y que le llevaban a ser parco en palabras y datos,' ahora pidió a José que le informara detalladamente de todo. Quiso saber cómo habíamos descubierto el trazado de la esvástica (estaba disgustado por no haberla reconocido él, que tenía el plano completo de los túneles) y nos propuso comenzar la búsqueda por el centro, en lugar de por los extremos, ya que, dijo, era más lógico colocar la entrada allí que en cualquier otra parte. Naturalmente, José no mencionó a Amalia en sus explicaciones, atribuyéndome a mí todo el mérito del hallazgo, y tampoco aludió al hecho evidente de que a la supuesta heroína, de nuevo, estaba subiéndole la fiebre: tiritaba de frío bajo la ropa y, sin embargo, los ojos se me cerraban bajo un ardiente letargo.

Dormí mal aquella noche. Tuve horribles pesadillas en las que me veía morir o en las que veía morir a José, a Ezequiela, a la tía Juana y a Amalia. Ninguno se libró de que le matara en sueños y, aunque dicen que eso significa dar diez años más de vida, lo cierto es que me desperté de un humor endiablado y con ganas de comprarme un euro de bosque y perderme para siempre. Pero ¡ah!, no es lo mismo despertar sola que despertar junto a alguien, sobre todo si ese alguien te quiere lo suficiente como para ponerse a tu altura:

—¡Me tienes harto, Ana! ¿Qué te pasa ahora…? ¿A qué viene ese mal humor? ¡Desde luego, no imaginaba que fueras tan desconsiderada e impertinente! ¿Es que no sabes hacer un pequeño esfuerzo para controlar tus enojos? Han debido consentírtelo todo en esta vida, ¿verdad? ¡Claro, eso es…! Siempre has hecho lo que te ha dado la gana sin que nadie te llamara al orden, ¿no es cierto? ¡Pues mira lo que te digo, preciosidad malcriada: no seré yo quien te aguante! ¡Tenlo claro!

—¡Pero… pero…!

—¡No hay peros que valgan! ¡A trabajar! Ya hablaremos de todo esto cuando volvamos a casa… Cuando volvamos cada uno a nuestras respectivas casas, quiero decir.

El centro de la cruz gamada era un cubo figurado de unos sesenta metros cuadrados de superficie, sin paredes —sus cuatro lados eran las bocas de las galerías—, con el techo abovedado a unos dos metros de altura y el suelo de adoquines cubierto de tierra suelta y resbaladiza. José dejó la lámpara de gas justo en el centro y abrió la espita al máximo. El gigantesco entronque se iluminó con un resplandor tenebroso.

—Podría existir una cámara entre el techo y el asfalto de la ciudad —comentó José, pensativo, mirando hacia arriba.

—No lo creo —repuse muy comedida, aún bajo los efectos de la riña—. En primer lugar, no hay sitio suficiente y, en segundo, cualquier obra o edificación que se hiciera en esta parte de Weimar podría dejar al descubierto el escondrijo. Es más lógico suponer que cavaron hacia abajo.

—Pues examinemos el suelo.

Fuimos apartando la tierra con las suelas de las botas y dando patadas aquí y allá para descubrir alguna trampilla en el terreno. Pero todo fue inútil: aunque habíamos levantado una terrible polvareda, el empedrado era firme y sin fisuras… Nos miramos desolados.

—¡Vamos a tener que examinar toda la cruz! —gemí acercándome a él.

—No lo creo… —masculló rodeándome los hombros con su brazo—. Hay un sitio que no hemos comprobado.

Levanté los ojos, muy sorprendida, y vi que sus labios sonreían y que su mirada apuntaba directamente hacia la lámpara de gas.

—¡El centro! —advertí—. ¡No hemos revisado el centro, bajo la luz!

Con una carcajada, apartamos la lámpara y despejamos el círculo de tierra que, inadvertidamente, habíamos dejado a su alrededor. Poco a poco, fue descubriéndose una tapa redonda, de metal oscuro y de apariencia hermética. ¡Allí estaba!

—¡La entrada! —grité entusiasmada—. ¡La entrada, José, ya la tenemos!

La dichosa tapa era tan pesada que tuvimos que hacer fuerza los dos con la palanqueta para poder moverla. Al final, con un ruido seco y metálico, la dejamos caer a un lado. El eco nos devolvió el sonido multiplicado hasta el infinito. Un nuevo pasadizo, oscuro como un pozo, con escalones escurridizos y medio en ruinas, descendía hacia el fondo.

—Bajaré a echar una ojeada —decidió José, poniendo un pie inseguro en el primer peldaño*

—Lleva cuidado.

Le di su linterna frontal y, mientras se la ajustaba, le anudé el extremo de una cuerda a la cintura.

—No tardaré —afirmó mirándome fijamente e introduciéndose, después, en el hoyo.

Los minutos siguientes fueron de una terrible angustia para mí. La cuerda se deslizaba entre mis dedos como señal inequívoca de que José seguía descendiendo. Me arrepentí mil veces de haberlo dejado bajar: él no tenía experiencia en este tipo de actividades, en realidad era yo quien estaba mejor preparada para los trabajos peligrosos. Cuando el rollo de treinta metros se terminó, di un fuerte tirón para que se detuviera. Dudé entre hacerle subir de nuevo o anudar un segundo rollo para dejarle continuar. Venció la segunda opción; habíamos llegado demasiado lejos para detenernos ahora. Otros diez o quince metros de soga se hundirían en la oscuridad antes de que José tocara fondo. Sólo entonces, su voz, tan lejana que era apenas inaudible, me llamó a gritos:

—¡Ana! ¡Baja!

No me hacía ninguna gracia meterme en aquel agujero infecto, pero le obedecí. Me puse el frontal y comencé el descenso. Según bajaba, la galería iba haciéndose cada vez más estrecha y la humedad más sofocante y caliente. Conté doscientos treinta escalones antes de llegar junto a José.

—¡Uf! Esto es peor que el quinto piso de un aparcamiento subterráneo. ¡Y huele igual de mal!

Frente a nosotros, un par de metros más allá, había una puerta metálica.

—¿Has intentado abrirla?

—¡No, eso te lo dejo a ti!

—¡La caballerosidad ha muerto!

La puerta, una simple plancha metálica con un par de goznes y un asidero, estaba fuertemente encajada.

—Lo lamento —dije encogiéndome de hombros—, pero esto es cosa de hombres.

Refunfuñando por lo bajo, con una sacudida, la arrastró hacia atrás lo suficiente para franquearnos el paso.

—Usted primero, señora.

—Muy amable.

El corazón me latía con fuerza. ¿Iba a encontrarme de bruces con los tesoros de Koch? Supongo que esperaba una suerte de nave, o almacén, con todas esas riquezas, perfectamente embaladas, formando pilas de cajas hasta el techo, pero con lo que topé nada más meter las narices en el hueco fue con un viejo y sucio despacho en el que pude vislumbrar las lúgubres figuras de unos deslucidos sillones, una mesa de escritorio, un perchero de pie largo —en una esquina— con un chaquetón negro colgado y, en una cavidad de la pared, unos anaqueles de madera que se pandeaban bajo el peso de algunas decenas de libros deteriorados. ¿Qué demonios hacía todo aquello a cincuenta metros bajo tierra?

—¿Qué hay? —preguntó José a mi espalda.

—Si te lo cuento, no te lo vas a creer. Así que compruébalo por ti mismo.

Ayudándose con las dos manos, propinó un zarandeo brusco y seco a la hoja de la puerta y consiguió entreabrirla un poco más, lo suficiente para colarse rápidamente al interior del pequeño aposento. Soltó un prolongado silbido de admiración.

—¡Caramba, caramba! Esto sí que es una verdadera sorpresa.

Se acercó hasta la mesa, sobre la que descansaba un elegante juego de escritorio enteramente cubierto de polvo y telarañas, y le oí trastear con algo metálico y pesado.

—¿Qué haces? —pregunté acercándome.

Sujetaba en las manos una pequeña lamparilla que, por supuesto, no respondía a los violentos apretones que él descargaba sobre el interruptor.

—¡Si hay una lámpara, debe haber corriente eléctrica! —exclamó, enfadado.

—Sí, pero rompiendo esa clavija no vas a conseguir restablecer el suministro eléctrico. Déjame ver… En alguna parte tiene que estar la llave del generador. Sigamos el cable. ¿Ves? —Le indiqué con el dedo—. Por allí. Él nos llevará al lugar correcto.

El viejo cordón retorcido desaparecía por un agujerito situado sobre una portezuela de madera, junto al perchero, detrás de la cual descubrimos un magnífico aseo con un gran espejo sobre el lavabo y una estupenda bañera con cortina y todo. El hallazgo nos llenó de alborozo, como si pudiéramos quitarnos los trajes y darnos una ducha que nos devolviera la vitalidad. Me resultó muy extraño con templar el reflejo de mi propia cara en el azogue; casi me había olvidado de cómo era yo en realidad. Abrimos los grifos para ver si funcionaban y el agua empezó a correr, sucia al principio, pero cristalina y fría como el hielo después. Encontramos, incluso, una vieja pastilla de jabón rancio abandonada en un rincón; recordé haber leído en alguna ocasión que los nazis fabricaban jabón con la grasa de los judíos y aparté la vista, disgustada. Otra puerta más, entre el lavabo y la bañera, nos condujo hasta el generador de corriente, albergado en una enorme cámara de cemento. Un par de potentes motores Daimler-Benz, montados sobre sendos estribos de mortero y sacados, probablemente, de antiguos camiones alemanes de transporte, servían de alimentadores al viejo generador eléctrico. Al fondo, bidones y latas cubrían la pared enteriza.

—¿Funcionará? —pregunté preocupada—. Este material tiene casi sesenta años.

José me dio un rápido beso e hizo el gesto de subirse las mangas para ponerse manos a la obra.

—Confía en mí. Las máquinas son lo mío.

—Las máquinas de los juguetes, cariño, pero no los motores de la Segunda Guerra Mundial.

—¡Mujer incrédula! Alúmbrame con tu frontal.

Dio vueltas y más vueltas alrededor de los motores, metió los brazos —hasta los codos— por diferentes ranuras, comprobó niveles, limpió cuidadosamente bujías, chicles y bobinas, y, por fin, intentó ponerlos en marcha. Se oyó un clic muy leve, una rotación ahogada y… ya está. No pasó nada más. —¿Qué ocurre?

—No tengo ni idea —rezongó, y se abismó de nuevo en el más profundo estudio de la situación.

Durante una media hora eterna, le fui iluminando girando la cabeza conforme a sus rudos movimientos de una parte a otra de las máquinas. Al final, estaba incluso mareada y, como él no hablaba, también aburrida como una ostra.

—¿Ya sabes lo que ocurre, José?

—¡No, maldita sea! ¡No lo sé! Está todo perfectamente conservado. He limpiado desde el carburador hasta la última tuerca. No parece haber ningún fallo. ¡Y, sin embargo, no funciona!

Me rasqué la nuca con suavidad y dije (por decir algo):

—¿No será que no tienen gasolina…?

Un par de ojos enfurecidos chocaron con los míos, perfectamente inocentes, mientras su foco halógeno se enfrentaba al de mi cabeza.

—¿Qué has dicho?

—¡Nada, nada! ¡No he dicho nada!

—¡Gasolina! ¡Pues claro! —Desenroscó la tapa de los depósitos y los zarandeó, aplicando la oreja—. ¡Vacíos! ¡Ven aquí, mi amor! ¡Eres un genio!

—Sabía que terminarías por darte cuenta.

—Ayúdame a traer la gasolina, anda. Tú coges los jerrycans y me los vas dando, ¿vale?

—¿Los qué?

—Los jerrycans, esos bidones metálicos que hay contra la pared.

—¡Ah, los bidones!

—Se llaman jerrycans. Fueron inventados por los alemanes durante la guerra. El nombre se lo dieron los ingleses, que llamaban jemes a los alemanes. Son fantásticos. De hecho, se siguen utilizando hoy en día. Son estancos y el tapón, al darle la vuelta, sirve de embudo.

Destapó el primer jerrycan, y tal como había dicho, utilizó la tapa a modo de embudo para verter la gasolina en el primer tanque. El intenso olor del combustible se extendió a nuestro alrededor como el aroma del incienso en una iglesia. Resultaba asombroso que aquel líquido azulado hubiera resistido el paso del tiempo, pero José me informó que, en los jerrycans, la gasolina no sólo no se evapora, sino que mantiene todas sus propiedades volátiles e inflamables. Por fin, con los depósitos llenos, intentó de nuevo poner en marcha los motores; saltaron las chispas en los electrodos de las bujías y, tras varias sacudidas, algunas convulsiones y bastantes carraspeos, se escuchó, por fin, el rugido vigoroso de los Daimler-Benz produciendo energía mecánica en abundancia. El generador suspiró como un viejo tísico y, luego, cogiendo impulso, se lanzó al trabajo con fanático entusiasmo: las luces del techo se encendieron de golpe, cegando nuestros ojos acostumbrados a la penumbra y convirtiendo aquel agujero de cemento en una brillante calle nocturna de Las Vegas.

—¡Uf! ¡No veo nada! —exclamé, cubriéndome la cara con las manos—. ¡No volveré a ver nada nunca!

—Eso sin exagerar, por supuesto —se burló José, estrechándome contra él y rodeándome la cabeza con sus brazos.

—Por supuesto. ¿Acaso exagero yo alguna vez? —murmuré por un huequecito. Poco a poco, muy lentamente, fuimos adaptándonos a la luminosidad y acabamos apagando nuestros frontales y contemplando con sorpresa todo cuanto nos rodeaba, como si fuera un lugar nuevo al que acabáramos de llegar. Retrocedimos sobre nuestros pasos y volvimos a pasar por el maravilloso cuarto de baño que ahora, sin embargo, a la luz de las bombillas, aparecía tan mugriento y roñoso como los aseos de una antigua estación de autobuses. José se me adelantó y encendió todas las lámparas del despacho antes de que yo entrara en él.

—¿Qué te parece? —me preguntó, girando sobre sí mismo para abarcar todo el espacio con su brazo extendido. Manchas de humedad ennegrecían las desnudas paredes de yeso desconchado.

—Me parece que debajo de la suciedad podemos encontrar cosas interesantes.

—Pues repartamos el trabajo: yo subiré de nuevo a las galerías para recoger nuestras mochilas y tú registras la habitación —decidió, y desapareció por la puerta metálica en un abrir y cerrar de ojos.

Contemplé aquel viejo despacho con un gesto de cansancio. ¿Quién lo había mandado construir y lo había ocupado medio siglo atrás? ¿Quién había estado sentado en aquella silla, vestido con aquella chaqueta de cuero negro, leyendo aquellos libros que olían a papel enmohecido? ¿Sauckel…? Sí, Sauckel, sin duda, Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, ministro plenipotenciario del Reich, responsable del KZ Buchenwald de Weimar, cuyos prisioneros habían construido para él y para Koch la caja fuerte mejor diseñada del mundo. Y, como en toda caja fuerte, me dije, por alguna parte debía existir una cerradura de seguridad cuya combinación sólo Sauckel, y quizá Koch, conocían. Tal vez la cerradura fuera aquel despacho en el que yo me encontraba, situado bajo el centro de la cruz gamada oculta en el trazado de la red de alcantarillado de la ciudad.

Me puse a curiosear en los cajones de la mesa. En el primero de ellos, encontré una carpeta de amarillentas facturas firmadas por Sauckel (lo cual venía a demostrar mis anteriores suposiciones), así como el ejemplar de un periódico austriaco llamado Volks-Zeitung del 20 de abril de 1942 (del que apenas pude comprender algunas palabras por culpa de los indescifrables caracteres góticos, tan del gusto de los nazis), cuya fecha estaba subrayada por trazos rojos. El segundo cajón estaba vacío y en el tercero, y último, al fondo, abandonados como si de unos viejos recuerdos turísticos se tratara, hallé un curioso busto de cera de Adolf Hitler, del tamaño de mi puño, con el pelo y el bigote pintados de betún, y una magnífica pitillera de plata, con un espléndido grabado del mapa de la Prusia Oriental, bajo el cual, bordeado por un diseño de hojas de roble, podía leerse la inscripción: OSTPREUSSEN, en letras mayúsculas, y debajo DIE SCHUTZKAMMER DES VOLKES, O, lo que ES lo mismo, PRUSIA DEL ESTE, PROTECTORA DE LOS PUEBLOS. Al abrirla encontré tres cigarrillos rancios y endurecidos y, en la parte interior de la tapa, también grabada, una reproducción de la firma de Erich Koch con la palabra «Gauleiter» debajo de la rúbrica. El objeto era exquisito y debía tratarse de un regalo especial mandado fabricar en serie para entregar a amigos y dirigentes políticos de la más alta jerarquía nazi, porque en una esquina de la parte posterior encontré el sello de la marca del fabricante: Staatliche Silber Manufaktur Konigsberg Pr.

En los anaqueles, el registro resultó más entretenido. Disfruté contemplando las obras que Sauckel había considerado dignas de ocupar un puesto en aquella restringida biblioteca personal. Le imaginé, aburrido y fastidiado, pasando las horas muertas en aquel despacho mientras los prisioneros sudaban sangre construyendo su cueva de Alí Baba. ¿Se abriría un panel secreto en alguna pared si gritaba muy fuerte «¡Ábrete, Sésamo!»…? Jamás admitiré haberlo intentado, sólo diré que, poco después, seguí mirando los libros de Sauckel. Al principio no reconocí más que los nombres de algunos autores, pero pronto me descubrí traduciendo los títulos después de limpiar con pañuelos de papel la gruesa capa de polvo que cubría los lomos y las cubiertas: allí estaba Die Leiden desjungen Werther (Las desventuras del joven Werther) y las dos partes del Faust. Der Tragödie (Fausto. La tragedia), de Goethe; Die Relativitätstheorie Einsteins (La teoría de la relatividad de Einstein), de Max Born, publicado en 1920; la edición revisada en 1926 de Der Untergang des Ahendlandes (La decadencia de Occidente), de Oswald Spengler; los dos gruesos volúmenes de Reise ans Ende der Nacht (Viaje al fin de la noche), de Louis-Ferdinand Céline (¡la obra que yo había terminado apenas dos semanas atrás, con la que había amenazado a Ezequiela cuando entró en mi habitación para hablarme del reloj biológico!); y, por último, Aufder Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), la insuperable creación literaria de Marcel Proust, publicada en siete tomos encuadernados en vitela y con los títulos en letras doradas. No podía negarse que Sauckel era un lector exigente y selecto, de una amplia cultura. Jamás dejaría de preguntarme cómo era posible que espíritus de tal naturaleza hubieran caído en manos de una ideología tan histriónica y desquiciada como la nacionalsocialista.

—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó súbitamente la voz de José desde la puerta.

—¡Me has asustado! —protesté volviéndome hacia él.

—Lo siento, no era mi intención. Pero te recuerdo que aquí no hay timbre. Bueno, dime, ¿has encontrado algo?

—Nada —suspiré con resignación, devolviendo a su sitio el libro que tenía entre las manos—. Aquí no hay nada. Libros, una pitillera de plata… Nada especial.

—No es lógico. Sabemos que hay un tesoro escondido en alguna parte y hemos venido siguiendo una compleja maraña de pistas hasta llegar hasta este despacho subterráneo. ¿Has buscado alguna abertura oculta, algún panel movedizo, algún compartimento escondido…?

—La verdad es que sólo he registrado el despacho —me justifiqué. José tenía razón: allí, en algún lugar en torno a nosotros, se hallaba la entrada a la cámara secreta donde Koch y Sauckel habían escondido los tesoros robados en Rusia durante la guerra, miles de obras de arte de un valor incalculable entre las que se encontraba el famoso. Salón de Ámbar del zar Pedro el Grande, la «octava maravilla del mundo», el increíble y legendario Bernsteinzimmer, hecho con placas de ámbar dorado del Báltico.

—Bueno, ahora comamos algo y después nos pondremos a la tarea.

El reloj marcaba la una y media de la tarde.

—¡Tenemos que contactar con Roi! —avisé alarmada.

—Ahora mismo lo hacemos. No te preocupes.

Mientras yo preparaba las exquisitas y deliciosas viandas liofilizadas (estaba harta de aquella comida; me apetecía un buen plato de pasta fresca con mucho queso gratinado), José desembaló los cachivaches electrónicos y le oí llamar repetidamente a Roi.

—¿Qué pasa? —pregunté, sorprendida.

—Roi no contesta —me respondió.

—No puede ser. Inténtalo de nuevo. ¿Has marcado bien la frecuencia?

—Por supuesto. Pero no recibo señal.

—Quizá tenemos demasiada tierra sobre nuestras cabezas.

—No debería importar. Este equipo es muy potente.

—¿Es posible que se haya estropeado?

—No sé… —murmuró, pensativo—. Voy a mirar si tenemos correo de Amalia. Así comprobaré si funciona.

Conectó el ordenador portátil al walkie.

—Pues no, tampoco hay mensajes de Amalia… —anunció, más desconcertado todavía—. Sin embargo, parece que todo está bien: he podido entrar en la red Packet sin problemas.

—Es raro. Inténtalo de nuevo con Roi.

Pero tampoco tuvo éxito. Nos miramos, paralizados. Por primera vez, nos sentíamos verdaderamente solos y desamparados bajo tierra, como si el mundo exterior hubiera desaparecido y nosotros fuéramos los únicos supervivientes del último y definitivo holocausto mundial.

—¡No nos preocupemos innecesariamente! —exclamé de improviso, enfadada conmigo misma por mis absurdos temores—. Puede que a Roi se le haya estropeado el walkie, puede que se le haya olvidado la hora de la conexión, puede que se haya visto obligado a faltar a este contacto por algún imprevisto… Y puede que Amalia haya roto mi ordenador y lo esté arreglando a toda velocidad para no morir a mis manos cuando salgamos de aquí. ¿No te parece?

—Puede ser… Volveremos a intentarlo más tarde.

Comimos sin dejar de gastar bromas acerca de nuestra estúpida situación. Según José, jamás conseguiríamos salir de aquel laberinto y terminaríamos por crear una raza de humanos acostumbrados a vivir bajo tierra. Cuando dentro de mil o dos mil años los de arriba descubrieran nuestras ciudades, oirían hablar de los primeros Adán y Eva que, en realidad, en la mitología subterránea, se llamarían José y Ana.

—Hay algo a lo que le estoy dando vueltas desde hace tiempo… —apunté cuando terminó de decir tonterías—. Si es cierto que las obras de arte traídas desde Kónigsberg (Salón de Ámbar incluido) están por aquí, escondidas en estos túneles, ¿cómo consiguieron meterlas a través de las bocas de alcantarilla? Algunas galerías son enormes, es verdad, pero las entradas, incluso esa puerta de ahí, son muy pequeñas.

—Yo no lo veo tan complicado. Seguramente, esta estructura empezó a construirse al principio de la guerra. Recuerda que Koch capitaneaba los primeros destacamentos de trabajadores forzados que llegaron a Weimar para levantar Buchenwald y que fue entonces cuando comenzó su amistad con Sauckel. Con toda probabilidad, cuando los nazis emprendieron el saqueo de Rusia en 1941, Koch y Sauckel organizaron este increíble tinglado. Pongo la mano en el fuego que primero llenaron la cámara de tesoros y luego la cerraron, es decir, cavaron el hoyo, lo llenaron y después lo taparon, y disimularon la entrada con la red de suministro de agua de la ciudad.

—No disimularon la entrada. La ocultaron detrás de un laberinto.

—Como verás, eso implica muchas horas de análisis y planificación. Trabajaron a conciencia para que nadie más que ellos pudiera llegar hasta el escondite. Si Hitler hubiera ganado la guerra, al cabo de pocos años hubieran sido dos de los hombres más ricos de Europa, una Europa gobernada por su país y por su partido, y nadie hubiera indagado el origen de su rápido enriquecimiento. Cuando vieron que la guerra estaba perdida, esos tesoros se convirtieron en su salvoconducto, en su garantía personal de supervivencia. —Pero Sauckel murió. Fue ejecutado en Núremberg.

—Pero no su familia ¿acaso no recuerdas que Fritz Sauckel era un antiguo marino mercante, padre de diez hijos? Por eso guardó silencio en Núremberg, es la única explicación posible. Viéndose perdido y sabiendo que, si entregaba los tesoros a los aliados, la alternativa era una cadena perpetua para él en alguna cárcel miserable mientras su familia pasaba estrecheces y necesidades, optó por callar, seguramente tranquilizado por algún pacto entre caballeros establecido con Koch, por el cual éste entregaría la mitad de las riquezas a la numerosa familia de Sauckel.

—Tiene sentido, sí. Pero Koch no cumplió su parte.

—Bueno, no lo sabemos… —murmuró dudoso—. A lo mejor lo hizo.

—Hubiera tenido que hacerlo otra persona por él, y hubiera necesitado ayuda, de manera que este escondite secreto ya no sería tal escondite secreto. ¿Para qué pintar, entonces, el Jeremías con las claves encriptadas en hebreo?

José apretó los labios con gesto de frustración y suspiró.

—Creo que tienes razón. Koch traicionó a Sauckel.

—Bueno —dije con resolución, cogiendo la mano de José—, no creo que el gauleiter de Weimar merezca nuestra compasión. Pongamos manos a la obra, cariño: en este cubículo hay una segunda puerta que debemos encontrar. A ti te toca inspeccionar el cuarto de los motores y a mí el aseo. Luego, los dos volveremos sobre este despacho, por si se me hubiera pasado algo por alto, ¿vale?

Necesitamos dos horas para llegar a la ultrajante conclusión de que no habíamos sido capaces de encontrar nada. Y, sin embargo, yo estaba segura de que lo que buscábamos estaba allí, que lo teníamos delante de nuestras narices y no podíamos verlo. Y eso me exasperaba y me encorajinaba hasta ponerme de un mal humor insoportable. Estaba acostumbrada a bregar con muros, sistemas de alarma, puertas blindadas, cajas fuertes y perros guardianes, pero no con argucias y artimañas mentales capaces de volver loco a cualquiera.

—¿Nada…? —me preguntó José, desolado, desde el otro lado de la mesa del despacho. Sostenía en la mano la preciosa pitillera de plata firmada por Koch.

—Nada —admití, dejándome caer en uno de los sillones que había a mi espalda.

—¿Estás completamente segura…? —me miraba como si yo fuera el reo y él el juez.

—¡Maldita sea, José! ¡Si te digo que no he encontrado nada, es que no he encontrado nada! ¿Crees que te lo ocultaría? ¿Con qué objeto, eh?

—Quiero decir que si no has encontrado nada que te llame la atención, cualquier cosa que te haya resultado extraña, diferente… Lo que sea, desde alguna cuenta de esas facturas de Sauckel hasta un libro o el pedazo de jabón del cuarto de baño.

—Aparte de que ese pedazo de jabón mugriento pueda estar hecho con grasa del cuerpo de los judíos incinerados en Buchenwald (producto abundantemente fabricado en los campos de exterminio nazis), lo único que se me ocurre, así, ahora mismo, es que, entre los libros de los anaqueles he encontrado la versión en alemán de la novela de Céline que leí hace poco, Viaje al fin de la noche.

—¿Viaje al fin de la noche…?

Reise ans Ende der Nacht —le corregí—. Va de un soldado francés que resulta herido durante la Primera Guerra Mundial y que regresa a su país para trabajar de médico rural. Es una novela muy amarga, que resulta estremecedora por ese ritmo alterado y quebradizo del estilo de Céline, ya sabes: muchas admiraciones, muchos puntos suspensivos, frases terriblemente cortas… Céline fue acusado de antisemitismo y colaboracionismo con los nazis al terminar la guerra y estuvo bastantes años exiliado en Alemania y Dinamarca. Aun así, se le considera una de las figuras más notables de la literatura de este siglo. Por cierto que, cuando lo estaba leyendo, una noche entró Ezequiela en mi habitación para pedirme que…

La sangre se me heló en las venas. Enmudecí.

—Para pedirte… —me animó José, desconcertado por mi brusco silencio.

—¡Lo tengo, José! ¡Ya lo he encontrado!

—¿Lo has encontrado…? ¿Qué has encontrado?

No le hice caso. De un salto me puse en pie y, como una exhalación, llegué hasta las repisas donde se encontraban los libros. Recordaba perfectamente haber amenazado a Ezequiela con el grueso tomo del Viaje al fin de la noche, un único tomo, no dos como en la edición alemana. Era imposible publicar esa obra en dos partes tan voluminosas como las que allí había. Simplemente, el texto no daba para tanto, aunque lo hubieran impreso con letras del tamaño de una moneda de veinte duros. Podía equivocarme, es verdad, pero menos era nada.

—¡Mira, mira! —grité alborozada: el primero de los dos libros contenía, en efecto, la novela de Céline. El segundo, sin embargo, resultó ser otro libro completamente distinto, al que le habían añadido unas tapas falsas—. Volk ans… Ge… wehr! Lieder-buch der… Nationalso… zialistis… chen Deutschen Arbei… ter Partei —balbucí dificultosamente. Una cosa es saber leer alemán y otra muy distinta pronunciarlo en voz alta.

—¡Dios mío, no he comprendido nada! —se quejó José, arrebatándome el ejemplar de las manos y examinándolo con ojos de experto—. Volk ans Gewehr! Liederbuch der Nationalsozialistischen Deutschen Arbeiter Partei —moduló con su perfecto dominio de la lengua de Goethe, y, luego, tradujo—: ¡Pueblo al fusil! Libro oficial de canciones del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. Es una edición de 1934.

—¡Ábrelo!

Haciendo pinza con el índice y el pulgar de la mano derecha, pasó rápidamente las hojas echándoles un ligero vistazo.

—Aquí hay algo —anunció, deteniéndose y abriendo el libro por la mitad.

—¿Qué hay?

—Mi impaciencia no tenía límites. Asomaba la cabeza por encima de su hombro, en un vano intento por ver lo que había encontrado.

—Una de las canciones está subrayada con lápiz rojo.

—¿Y qué dice?

—Se titula Hermanos, en minas y galerías. Es de un tal Host Wessel, jefe de las SA de Berlín.

—¡Tradúcemela, por favor!

—«Hermanos, en minas y galerías —empezó—, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas / ¡seguid la marcha de nuestro Führer! / Hitler es nuestro conductor, / él no recibe paga áurea / que rueda a sus pies / desde los tronos judíos. /Alguna vez llegará el día de la riqueza, / alguna vez seremos libres: / Alemania creadora, ¡despierta! / ¡Rompe tus cadenas! / A Hitler somos lealmente adictos, / ¡fieles hasta la muerte! / Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria».

—¿Ya está…?

—Ya está.

—Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria —repetí, como hipnotizada—. Hitler nos ha de llevar…

—Está muy claro —anunció José—. La pista es Hitler.

—Lo de «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas» parece hecho a propósito para este lugar.

—Por eso la eligieron Sauckel y Koch. Por eso y porque les venía de maravilla para sus planes. Los dos versos siguientes son muy claros: «¡Seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor». ¿Qué hay de Hitler por aquí?

—El único que he visto es ese horroroso busto de cera del último cajón de la mesa.

—¡Ah, sí, el que estaba junto a la pitillera de plata! Es de un mal gusto increíble.

Me encaminé hacia el escritorio y abrí de nuevo el cajón. La cabecita de cera pintada de betún rodó hacia mí, dando tumbos, desde el fondo de la gaveta. La cogí y la examiné cuidadosamente.

—No parece tener nada especial… —dictaminé pasado un momento—. Desde luego no creo que sea la solución a nuestro problema.

—Intenta romperla, o cortarla, o abrirla por la mitad.

—¡Sí, hombre! —protesté indignada—. Quizá haya que colocarla en algún lugar especial para que se abra la puerta de la cámara del tesoro.

—¡Qué imaginación más fértil! —rezongó José, arrebatándome al pequeño monstruo de las manos—. ¿Has visto por aquí alguna hornacina con el perfil de este repugnante objeto? ¿No…? Pues entonces déjame a mí.

Intentó clavar en la base del busto la punta de un cuchillo que sacó de la mochila, pero la cera se había endurecido con los años y parecía pedernal. Con mucho esfuerzo, apenas consiguió desprender algunos fragmentos.

—Más vale maña que fuerza —sentencié—. Déjame a mí.

Con mucha parsimonia, encendí el hornillo de gas y, sobre él, puse el pequeño recipiente metálico que utilizábamos para calentar el agua en el que había dejado caer la cabeza de Hitler. La cera vieja puede ser muy dura, le expliqué tranquilamente a José, pero no por ello deja de ser cera. Instantes después, un caldo espeso tiznado de es trías negras empezó a burbujear en el interior de la cazoleta.

—O tienes éxito… —murmuró José—, o has acabado para siempre con nuestras posibilidades de encontrar el Salón de Ámbar.

No contesté. Había visto la esquina de un pequeño objeto metálico aparecer y desaparecer súbitamente en la superficie de la sopa. Apagué el fuego.

—Pásame el cuchillo, por favor —urgí.

Arrastrándola con la punta afilada, arrinconé y, por fin, saqué, una gruesa llave de doble pala guiada.

—¿Qué te parece? —inquirí, orgullosa, poniéndola delante de la cara de José.

—Parece la llave de una caja fuerte.

—Es la llave de una caja fuerte —corroboré como perita en la materia que soy—. Este tipo de llaves todavía se utiliza hoy en las cerraduras analógicas de alta seguridad. Trabaja con un doble juego de guías dentadas que encajan en dos ejes paralelos de guardas.

—Caramba, parece algo importante. Pero ¿dónde está la caja fuerte que se abre con esta maravillosa llave?

—Bueno —repuse—, no tengo ni idea. Pero, al menos, ahora sabemos lo que debemos buscar: una bocallave, seguramente disimulada.

—¿Una cerradura, quieres decir?

—Exacto. Así que manos a la obra.

—Vale, pero empiezo a estar harto de este sitio.

—Sí, yo también. Pero no hay otro remedio. Venga.

Algún dios desconocido tuvo piedad de nosotros. Quizá Kermes, que, además de proteger los cruces de caminos, es el bienhechor de los ladrones y el soberano de las ganancias inesperadas. El caso es que encontramos la dichosa cerradura con bastante facilidad: mi amor por los libros me llevó a desalojar en primer lugar los anaqueles de madera para dejar al descubierto la pared posterior, y allí, detrás de Die Relativitätstheorie Einsteins de Max Born, apareció, no sólo la bocallave buscada, sino también la rueda de combinaciones, de dos discos y, a la derecha, tras los siete tomos en vitela de Auf der Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), de Marcel Proust, el volante para hacer girar los pestillos. No había, en realidad, caja fuerte: había una enorme puerta acorazada, camuflada bajo una capa del mismo yeso que cubría las paredes, que coincidía con la cavidad en la que encajaban horizontalmente los tableros de madera. ¡Qué tontos habíamos sido al no darnos cuenta!

La llave de doble pala, después de desprender los restos de cera, encajó a la perfección en el orificio y giró las guardas.

—¿Y ahora qué? —preguntó José, desconcertado—. Tú eres la experta en cerraduras.

—Ahora, cariño, tenemos un problema. Los discos de la rueda de combinaciones pueden formar hasta cien millones de claves de longitud desconocida. Así que sólo nos queda apelar a la lógica. Si tú, hombre inteligente y miembro de un exquisito grupo de ladrones de obras de arte, pusiste como clave de acceso a tus ficheros secretos el número de una de tus tarjetas de crédito, Sauckel, que fue quien supervisó las obras y utilizó este despacho, debió poner una combinación que reprodujera alguna tontería semejante.

—Gracias por la parte que me toca.

—De nada —suspiré—. De modo que sólo necesitamos saber fechas tales como la de su nacimiento, el de su mujer, los de sus diez hijos, el de su madre… o la de su entrada en el partido nazi, la del día de su ascenso a ministro de Reich, la de…

—¡Vale, lo he comprendido! Sin embargo, pienso que, si hasta ahora hemos sido guiados paso a paso por multitud de pistas y señales, no tiene por qué ser diferente en este caso. Busquemos en las facturas, por ejemplo, o en las páginas de ese periódico austríaco que hay en uno de los cajones de la mesa.

—¡El periódico! —exclamé— ¡Eso es! ¡La fecha estaba marcada en rojo, como los versos de la canción! ¡Creo que era el 20 de abril de 1942!

José abrió el cajón y sacó el ejemplar del Volks-Zeitung.

—Sí, el 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, Adolf Hitler, según reza, en grandes letras góticas, el titular de portada. Ese día —leyó— hubo una gran celebración en la Cancillería del Reich, en Berlín, y multitud de actos festivos por toda Alemania. El Führer recibió tantos regalos que, para darles cabida, hubo que habilitar varias salas del palacio de Charlottenburg.

No pude contener la risa y solté una estruendosa carcajada.

—¡Qué mente tan retorcida! —dejé escapar entre hipos—. ¡Qué admirable capacidad para los entuertos! ¿No te das cuenta, José? ¡Charlottenburg! ¡Charlottenburg! ¡Los regalos del Führer se guardaron en Charlottenburg! El Salón de Ámbar, el Bernsteinzimmer, fue construido por Federico I de Prusia para utilizarlo como salón de fumar en su palacio de Charlottenburg, ¿no te acuerdas? Nos lo explicó Roi en el IRC.

José esbozó una sonrisa siniestra.

—Tienes razón; ¡qué mente tan retorcida! «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas —declamó a voz en grito—, ¡seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor». ¡Prueba con la fecha del cumpleaños de Hitler, cariño! ¡Apuesto mi joyería a que se abre a la primera!

Giré los discos hasta formar la combinación «2004» y, con una simple rotación del volante, descorrí, a la primera —como había dicho José—, los cinco pestillos cilíndricos de acero cuyos extremos quedaron a la vista cuando empujamos la pared y ésta giró sobre sus goznes, dejando al descubierto el profundo y oscuro túnel de una mina. José, siguiendo su costumbre, procedió a pulsar rápidamente el ancho interruptor de cerámica situado a la derecha y una larga hilera de bombillas desnudas se encendió con titubeos en el techo, dejando al descubierto unas paredes de piedra viva. En el suelo, de tierra negra, apelmazada y húmeda, dibujando el mismo itinerario rectilíneo que la formación de bombillas, unos viejos raíles para vagonetas nos marcaban el camino que debíamos seguir.

—¿Vamos…? —preguntó José, mirándome risueño.

—Vamos.

La galería, de unos cien metros de largo, se encaminaba hacia un sólido muro de cemento gris, que la cerraba y que formaba ángulo recto con las paredes de piedra. Un vano en el muro daba acceso a un nuevo pasillo de fabricación humana.

—Lo mismo hubiera dado que escondieran sus tesoros en las tripas de la pirámide de Keops —murmuré sobrecogida—. Es igual de divertido. Tengo la sensación de que vamos a encontrarnos con la tumba del faraón de un momento a otro.

—No te preocupes, cariño, yo te protegeré si te ataca la momia.

—A veces tienes un humor bastante negro, José.

—¡Pensar que siempre había creído que Peón era valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos!

—¡Soy valerosa e intrépida como las heroínas de los cuentos! —protesté enérgicamente—. ¡Pero es que este lugar resulta tétrico! Es como si flotara un soplo maligno en el aire.

Habíamos llegado al fondo del pasillo, que torcía a la derecha, y allí encontramos dos puertas entreabiertas, una a cada lado. La primera nos introdujo en un espacioso cuarto de paredes alicatadas y suelo de baldosas en el que había una sucesión de duchas, letrinas y lavabos, todo muy lóbrego y sucio; la segunda, en un comedor con un par de mesas en el centro, cubiertas de polvo, y, contra las paredes, vitrinas con platos, vasos y fuentes. Otra puerta, dentro de aquella misma estancia, conducía a un segundo comedor repleto de largos tablones de madera sin desbastar y bancos de similares características. Colgados de los muros, emblemas nazis como banderolas, estandartes, fotografías de Hitler y una placa de hierro con un águila negra de largas alas que sujetaba entre las garras una corona de laurel con una esvástica en el centro.

—¿Qué se supone que es este sitio? —quise saber, confundida.

—Parece un cuartel. O una cárcel.

Salimos de nuevo al pasillo y seguimos con nuestra inspección, más desconcertados que al principio. Junto a los comedores, unas láminas metálicas, que giraban en ambos sentidos, daban paso a las cocinas, que olían a inmundicias, como si cincuenta años no hubieran sido suficientes para borrar el hedor de los primeros días. Después, el corredor por el que avanzábamos se dividía en dos brazos, a derecha e izquierda. La pared del frente, que iba de lado a lado, mostraba cuatro puertas iguales. José abrió la más cercana a nosotros, miró el interior y retrocedió bruscamente, cerrando de golpe.

—¡Casi me pisas! —me indigné. José estaba blanco como el papel.

—Lo siento, cariño —musitó.

—¿Qué pasa? ¿Qué había ahí dentro?

—No lo tengo muy claro… —confesó con un hilo de voz—. Pero creo que será mejor que entre a mirar mientras tú te quedas aquí quietecita.

—¡No pienso quedarme aquí quietecita! ¡No soy ninguna niña pequeña a la que debas proteger, José! Te recuerdo que he vivido situaciones mucho peores que ésta y que estoy acostumbrada a…

—¡Vale, vale, pero luego no digas que no te avisé! —me cortó, frunciendo el ceño. Abrió de nuevo la puerta y le vi tantear la pared en busca del pulsador de la luz. Era la primera habitación que encontrábamos a oscuras. Las demás tenían las bombillas encendidas, como si se las hubieran dejado a propósito para controlarlas desde arriba con el generador. Cuando se hizo la claridad, el espectáculo que se ofreció ante nuestros ojos resultó demoledor. Nunca en mi vida hubiera imaginado una tragedia como aquélla, un horror tan espeluznante.

Recuerdo que sentí un golpe atroz en el centro del pecho —como si una piedra me hubiera golpeado en pleno corazón—, cuando vi aquellas filas de cadáveres, aquellos esqueletos todavía maniatados a sus camastros y vestidos con los jirones de las ropas a rayas de los prisioneros de los campos nazis de exterminio. Un gemido me subió por la garganta hasta casi ahogarme. No era miedo, ni siquiera asco o aprensión; era una pena infinita que me hacía albergar contra Sauckel y Koch los peores sentimientos que había experimentado a lo largo de toda mi vida.

José me abrazó y me sacó de allí. Mientras yo permanecía impávida en el mismo lugar en el que me había dejado, él registró las otras habitaciones del pasillo. En todas, lamentablemente, encontró lo mismo: en las dos de la derecha, otros grupos similares de prisioneros atados a sus catres y muertos por ráfagas de metralleta; en la de la izquierda, al fondo, soldados alemanes, sorprendidos por idéntica muerte durante el sueño. Ningún testigo había sobrevivido. Nadie había podido salir de allí para contar lo que había visto.

Lo que más me cabreaba era comprobar que nada había cambiado desde que aquellos pobres hombres habían sido asesinados: los serbios habían construido también sus campos en los Balcanes para llevar a cabo su particular limpieza étnica; las dictaduras sudamericanas habían hecho desaparecer a miles de jóvenes después de torturarlos; en Brasil, los niños morían acribillados en las calles por los disparos de los escuadrones de la muerte que salían de caza al anochecer… Y así, un interminable etcétera de modernos genocidios, tan sanguinarios como el llevado a cabo por los nazis medio siglo atrás.

Me sentía enferma y asqueada. Sólo quería volver a casa y olvidarlo todo. Me importaba muy poco el maldito Salón de Ámbar y las malditas obras de arte.

—¡Ana, ven! ¡Ven y mira!

El grito de José me sacó del ensimismamiento.

—¡Lo hemos encontrado, Ana! ¡Ven y mira qué belleza!

Caminé como una autómata hacia el lugar desde el que me llegaba la voz, una puerta situada frente al dormitorio de los soldados, en el extremo del pasillo. Me sorprendió no encontrarle allí cuando la atravesé. Aquello parecía un almacén de provisiones y materiales. Por todas partes podía ver grandes latas de comida y herramientas de trabajo: desde martillos, punzones y picos, hasta alicates, sierras y tenazas.

—¡Ven, Ana, ven! ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!

La llamada procedía de algún lugar situado detrás de una de las estanterías abarrotada de guantes de lona, mazos y palas de campaña de la Wehrmacht. Sorteaba los obstáculos ajena a todo, como hipnotizada, dirigida por la voz. Entonces, el brazo de José levantó desde el interior una pesada y oscura cortina de hule, dejándome súbitamente frente a una deslumbrante revelación de oro y luz.

Pero no, no era oro. Era ámbar.

A modo de brillantes colgaduras, largos paneles dorados caían desde un cielo abovedado increíblemente azul hasta un suelo de maderas oscuras donde el nácar dibujaba volutas y olas marinas. Entre los paneles, para romper la monotonía del color, estrechas cintas de espejo reflejaban hasta el infinito la luz de los candelabros del friso (escoltados por alados querubines) y de las lámparas sujetas por brazos de oro al mismo azogue. Tres puertas lacadas en blanco y con ornamentos dorados —una en el centro de cada pared—, idénticas a la que yo había atravesado inadvertidamente al pasar bajo la cortina de hule, sostenían paneles rectangulares realzados con relieves de festones y guirnaldas. Y por si toda aquella barroca fastuosidad no fuera suficiente, por si aquella deslumbrante exhibición de lujosos ornamentos blancos, dorados, amarillos y naranjas no resultara sobradamente perturbadora, piezas y placas de oro puro componían las molduras, cornisas, boceles, acodos y remates.

Di un paso adelante. Luego otro más. Y luego otro y otro… hasta quedar situada en el centro de la altísima y descomunal sala. Una leve capa de polvo cubría las negras maderas del suelo, suavizando el brillo charolado del barniz.

—Jamás… —musité—. Jamás había visto nada tan bello.

—Es un poco rococó para mi gusto —observó José, junto a mí—, pero, sí, bello. Infinitamente bello.

Durante un buen rato permanecimos mudos, absortos en la contemplación de aquella maravilla que había enamorado el corazón de un zar. El ámbar desprendía un olor especial, como de sándalo y violeta. Quizá había estado expuesto mucho tiempo a tales aromas y los había conservado en su propia materia. De pronto me sobresalté: me había parecido escuchar un rumor sordo a lo lejos.

—¿Has oído algo, José? —pregunté con el ceño fruncido.

—¿Algo…? No, no he oído nada —repuso tranquilamente, cogiéndome de la mano y arrastrándome hacia adelante—. Vamos, que todavía tenemos muchas cosas que ver.

Las cuatro puertas del salón estaban abiertas. Una de ellas, a nuestra espalda, era la que habíamos utilizado para entrar; las dos laterales dejaban ver detrás el muro de roca de la mina. La de enfrente, sin embargo, mostraba una nueva cámara iluminada.

Esta vez sí. Esta vez se materializó la imagen mental que tenía del lugar en el que debían estar escondidas todas las obras de arte y los objetos de valor robados por el gauleiter de Prusia, Erich Koch, durante la invasión de la Unión Soviética. En mil ocasiones había imaginado —aunque mucho más pequeña— esa nave que ahora tenía delante, con todas esas pilas de embalajes que casi llegaban al techo. En realidad, era una galería de piedra escarpada, de proporciones descomunales (debía serlo, pues albergaba perfectamente los elevados paneles de ámbar del salón), cuyo final no podía descubrirse detrás de los cúmulos de cajas y fardos que, poco más o menos, ocultaban todo el piso de tierra.

Un primer y trastornado vistazo nos hizo comprender el alcance del valor de lo que allí había escondido: más de un millar de cuadros de Rubens, Van Dyck, Vermeer, Caneletto, Pietro Rotari, Watteau, Tiepolo, Rembrandt, El Greco, Antón Raphael Mengs, Cari Gustav Carus, Ludwig Richter, Egbert van der Poel, Bernhard Halder, Ilia Yefímovich Krilov, Ilia Repin, Max Slevogt, Egon Schiele, Gustav Klimt, Corot, David… Además de otro millar de dibujos, grabados y láminas de valor semejante. Joyas, objetos de arte egipcio, iconos rusos, tallas góticas, armas, porcelanas, instrumentos de música antiguos, monedas, trajes de la familia imperial rusa, vestiduras de patriarcas, coronas, medallas de oro y plata… Ni siquiera era posible pensar en el precio incalculable de alguno de aquellos objetos sin sentir un desvanecimiento.

Estábamos atónitos, boquiabiertos, deslumbrados. Apenas podíamos creer lo que veíamos. Finalmente, José se me acercó por detrás y me abrazó. Yo sostenía en la mano una lámina de Watteau con el apunte a sanguina de un joven pierrot.

—¡Los del Grupo no querrán creernos cuando se lo contemos! —me dijo al oído.

—Pues tendrán que hacerlo —afirmé, muy decidida—. Aquí hay un montón de trabajo para todos. Piensa por un momento en lo que va a suponer organizar la salida de todo este material y el transporte a lugares seguros.

—Bueno… —comentó José, pensativo—, para eso tenemos a Roi. Él es el cerebro del Grupo de Ajedrez. ¡Mayores problemas ha resuelto con éxito! Y, por cierto, son casi las once de la noche, cariño. Deberíamos subir para cenar algo y contactar con él. Debe de estar preocupado.

—No, Cávalo, no lo estoy. No estoy preocupado en absoluto.

¿Roi…? ¿Qué hacía Roi allí…? Giramos los dos al mismo tiempo, a la velocidad del rayo, para comprobar que, en efecto, detrás de nosotros, apuntándonos con una pistola, estaba Roi.

Roi no había venido solo. Tres hombres más le acompañaban. Uno de ellos, de una edad similar a la de Roi y vestido con una estrafalaria americana verde, nos miraba desde lejos con expresión risueña. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón (supongo que por el frío) y se mantenía un tanto apartado del grupo, como si aquello no tuviera nada que ver con él. Su aspecto era el de un nuevo rico que se divierte viviendo acontecimientos extravagantes. Tenía el rostro ancho y rubicundo, y los ojos, felinos, hacían juego con la chaqueta. Los otros dos, mucho más jóvenes, parecían sus guardaespaldas: altos, fornidos y musculosos hasta la exageración, mostraban en sus caras las marcas innegables de abundantes peleas. También ellos nos estaban apuntado con sus pistolas. Todos, incluso Roi, parecían estar pasando mucho frío; las ropas que llevaban no eran las adecuadas para las bajas temperaturas de las galerías.

—¿Roi…? —balbucí incrédula. Mis ojos iban alternativamente desde su rostro al cañón de su arma, que me apuntaba—. ¿Qué significa esto, Roi?

—Significa lo que estás pensando, Peón.

A pesar de sus setenta y cinco años, Roi seguía teniendo un aspecto imponente. Era más alto que José y vestido con aquel pantalón y aquella chaqueta deportiva aparentaba veinte años menos. Sus ojos grises, tan familiares para mí, me observaban desde debajo de sus erizadas cejas con una insultante frialdad que me heló la sangre. ¿Era aquél el príncipe Philibert a quien conocía desde la infancia, que me había visto crecer, que había sido amigo de mi padre hasta el día de su muerte y que seguía preguntándome por mi tía Juana antes de cada reunión en el IRC…?

—No estoy pensando nada, Roi —murmuré con tristeza—. Me gustaría que me lo explicaras tú.

—¡Sí, Roi, yo también quiero oír una explicación de tu boca! —confirmó José, desafiante.

—Antes, permitidme que cumpla con las más elementales normas de cortesía. Ana, José… —dijo, y se volvió hacia el hombre de la americana verde—, os presento a mi buen amigo Vladimir Melentiev, el cliente para el que habéis estado trabajando.

¡Melentiev! ¡Aquel viejo insolente era Vladimir Melentiev, el que nos había contratado para que robáramos el Mujiks de Krilov!

—A estos muchachos que están a mi lado no hace falta presentarlos —continuó—. Trabajan para él. Cuidan de su seguridad.

—¡Pues no parecen cuidarle mucho en este momento! ¡Están bastante ocupados vigilándonos a nosotros! —le espetó José, que no me había soltado ni por un momento. Sentía la presión de sus dedos en mis brazos como si fueran garras crispadas.

Roi soltó una carcajada que reverberó en el túnel de la mina.

—Verás, Cávalo —le explicó cuando consiguió calmar su risa—. Vladimir y yo ya somos demasiado mayores para estas desagradables aventuras. Pável y Leonid se encargarán de terminar con vosotros cuando llegue el momento. Yo, sinceramente, no podría. Debo reconocerlo.

—¡Menos mal que aún conservas algo de humanidad! —ironizó José. Podía notarle en la voz que, como yo, estaba herido en lo más hondo. Roi también había sido amigo de su padre. Además, tanto para él como para mí (y, por supuesto, para los demás miembros del Grupo), Roi siempre había sido una figura primordial, una personalidad emblemática, profundamente respetada. Él cuidaba de nosotros, cuidaba de que todo saliera bien, organizaba las operaciones, exigía la máxima seguridad… Y ahora nos apuntaba con su pistola como si no nos conociera, como si no le importara matarnos o como si no le importara que Pável y Leonid nos mataran. Aquello era de locos.

—¿Por qué, Roi? —quise saber—. ¿Por qué todo esto?

—Por dinero, mi querido Peón, por mucho dinero. ¿Por qué otra cosa podría ser si no…? Vladimir sólo desea el Salón de Ámbar. Tiene planes muy ambiciosos y lo necesita. Lo demás, todo lo que hay en esta nave, es para mí. De hecho, es mío —recalcó con un brillo acerado en los ojos—. Verás, Peón, ya lo había perdido todo mucho antes de que llegara esta última y monstruosa crisis económica. Tenía, incluso, hipotecado el castillo y sólo me quedaba la pequeña fortuna que Rook me invertía en bolsa con más o menos habilidad. En este momento ni siquiera tengo ese dinero. No tengo nada. Ni un franco. Las deudas han acabado con todo mi capital.

—¿Y dónde has metido todo el dinero que hemos ganado con nuestras operaciones? ¡Es mucho, Roi! No puede ser que hayas llegado a estar tan arruinado.

—Sí, mi querida niña —confirmó, dulcificando por fin el gesto y la voz—. Completamente arruinado. Había especulado peligrosamente en ciertos mercados de alto riesgo y salió mal. Aguanté todo lo que pude, pero, al final, me hundí.

—Armas —declaró lacónicamente Melentiev.

—¿Armas…? —No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Roi metido en el tráfico de armas?

—Bueno, armas y algunas otras cosas —nos aclaró un poco azorado—. No importa. El caso es que salió mal. Entonces recibí la visita de Vladimir. Conocía la existencia del Grupo de Ajedrez desde muchos años atrás, prácticamente desde que lo fundé en los años sesenta con ayuda de tu padre, Cávalo, y también del tuyo, Peón. El KGB siempre ha sabido que yo era un ladrón de obras de arte, aunque no me vincularon con el Grupo hasta más tarde.

—¡Saben quiénes somos! —exclamó José, aterrado. La seguridad de Amalia se me atravesó en el estómago: ¡la niña podía estar en peligro!

—¡No, eso no! —profirió Roi—. Sólo me conocían a mí. En aquellos tiempos, yo no trabajaba únicamente con el Grupo de Ajedrez. De hecho, si lo fundé, fue para encubrir otras actividades que llevaba a cabo yo solo. Vuestros padres, por ejemplo, nunca supieron que realizaba operaciones al margen. A veces, incluso, preparaba para ellos algún robo que me servía para ocultar otro más importante.

—El príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers —silabeó lentamente Melentiev con su acusado acento ruso— era una celebridad en el KGB. Creíamos que actuaba solo, hasta que los ordenadores relacionaron los robos del Grupo de Ajedrez con sus movimientos. Estaba muy vigilado —terminó.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —tronó José, apretándome los brazos con más fuerza—. ¡No puedo, Ana, no puedo creerlo! ¡Nos ha traicionado!

—¿Y de qué conocías a Melentiev? —pregunté exasperada—. ¿Por qué nos metiste en esto? ¿Por qué ahora?

La idea de la muerte no entraba en mi duro cerebro. No recuerdo haber creído ni por un instante que iba a morir. Quizá, eso sí, me angustiaba que le hicieran daño a José. Perderle tan pronto no entraba en mis planes. No sé si es que la mente tiene extraños recursos defensivos y no ve lo que no quiere ver, o que yo sabía, por alguna premonición inexplicable, que todavía no había llegado mi hora. —Bueno, lo cierto es que a Melentiev lo conozco desde hace mucho tiempo. Hemos trabajado juntos en alguna ocasión, ¿verdad, Vladimir? —El ruso asintió con Ja cabeza y se cerró el cuello de la discreta americana verde con una mano. El desgraciado tenía un frío de mil demonios—. Mi viejo amigo es un ruso cabal y orgulloso. Su espíritu capitalista no soporta la miseria de sus compatriotas. Cree que Yeltsin es un inepto, un pelele puesto al frente de su país por Estados Unidos, que le mantiene en el poder a cualquier precio, ayudándole a salir de los atolladeros en los que él sólito se mete por su incompetencia. Vladimir cree que la salud de Yeltsin no aguantará hasta las elecciones presidenciales del año 2000. Por eso necesita urgentemente el Salón de Ámbar… —Se quedó en suspenso unos instantes, como dudando, y luego continuó—. Pocos días antes de morir en Barczewo, Erich Koch le habló del Jeremías. Le dijo que muchos años atrás, antes de ser capturado, había pintado un cuadro en el que había escondido las claves para encontrar sus tesoros, pero que ni él ni nadie lo encontraría jamás. Le dijo que estaba muy bien escondido detrás de otro cuadro. Vladimir no informó a sus superiores acerca de esta última fanfarronada de Koch, que muy bien podía ser cierta. Durante años realizó investigaciones por su cuenta hasta que descubrió la existencia de Helmut Hubner. Hubner fue quien pilotó desde Kónigsberg a Buchenwald el Junker 52 a bordo del cual viajaron los paneles del Salón de Ámbar. —Se detuvo de nuevo y miró a su alrededor—. Todas estas maravillas que veis aquí llegaron por tierra, en camiones, pero el Salón de Ámbar vino volando desde Prusia. Era la forma más segura y discreta. Hubner nunca supo lo que transportó en aquel vuelo, pero Vladimir ató cabos y lo adivinó. De ahí al regalo de Koch, el Mujiks de Krilov, como agradecimiento a Hubner por haberle alojado en su casa de Pulheim, en Colonia, durante cuatro años (hasta que fue detenido por los aliados), no había más que un paso. Cuando vino a verme, hacía ya mucho tiempo que Vladimir conocía la existencia del Jeremías detrás del Mujiks. Pero Hubner se había negado en redondo a vender el lienzo de Krilov y, además, aunque lo hubiera vendido, habría sido imposible para Melentiev descifrar las claves de Koch y llegar hasta este magnífico escondite. Era un desafío que el Grupo de Ajedrez sí podía afrontar, y yo le aseguré que nosotros lo conseguiríamos, que encontraríamos el Salón de Ámbar. Y ya veis que no me equivoqué —sonrió con orgullo—. Ahora, Vladimir podrá entregar el salón a su propio candidato a la presidencia de Rusia, Lev Marinski, del Partido Nacional Liberal (de corte ultranacionalista, debo añadir), a quien, sin duda, este increíble golpe de efecto ayudará mucho en las próximas elecciones. Seguro que se hará con la victoria y que sabrá ayudar a sus amigos cuando tenga el poder.

—¡SUÉLTALOS, ROI! —gritó a pleno pulmón la voz de Läufer—. ¡SUÉLTALOS AHORA MISMO O MATO A MELENTIEV!

Me había llevado un susto de muerte. José también se sobresaltó ostensiblemente a mi espalda. ¡Läufer! ¡Läufer estaba allí! Aquello empezaba a parecer una reunión del Grupo. El bueno de Heinz había entrado sigilosamente en la nave mientras Roi se explayaba a gusto contándonos los entresijos de la que empezó siendo Operación Krilov y, aprovechando la colocación rezagada de Melentiev, le había apresado, poniéndole al cuello un peligroso punzón que había cogido del almacén de comida y herramientas. A partir de ese instante, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente: el desconcierto creado por la sorprendente aparición de Läufer fue muy bien utilizado por José, que se abalanzó sobre Roi y le desarmó fácilmente. Roi era un viejo de setenta y cinco años, helado de frío y falto de reflejos, así que no opuso ninguna resistencia, rindiéndose sin forcejeos. También yo aproveché bien la situación, desarmando de una certera patada a uno de los guardaespaldas de Melentiev, mientras el otro se quedaba paralizado como una estatua por miedo a que Läufer atravesara el cuello de su jefe con el afilado pincho de hierro.

Así que, en cuestión de unos segundos, la situación había dado un giro completo. Ahora, José amenazaba a Roi con la pistola, Läufer seguía reteniendo a Melentiev y yo estaba maniatando, con las correas de cuero de unos fardos cercanos, a los muchachotes rusos.

—No te atreverás a matarme, Cávalo —afirmó Roi muy sonriente, mirando fijamente a su guardián.

—No apuestes nada por ello —le respondió José, clavándole el cañón de la pistola en las costillas.

Yo sabía que Roi tenía razón, que José no sería capaz de hacerlo, por eso me apresuré con las ataduras de Pável y Leonid y corrí a maniatar al príncipe. Quería que José soltara el arma; me repugnaba verle con esa cosa negra en la mano. También sabía que Läufer no podría hacerle daño a Melentiev, así que me di mucha prisa con el príncipe Philibert y fui rápidamente hacia el mafioso. En un santiamén todos estaban maniatados y sentados en el suelo, apoyados contra una montaña de cajas llenas de cuadros.

Sólo entonces me abracé a Läufer como una loca, llorando de alegría.

—¡Cómo me alegro de verte! ¡Cómo me alegro de verte! —repetía una y otra vez entre beso y beso. No es que yo sea muy expresiva con mis afectos, pero hay momentos en que la situación me desborda y no puedo evitar hacer el ridículo. Gruesos goterones me resbalaban por las mejillas hasta caer en la camisa del bueno de Heinz, que me estrechaba también, emocionado. Sólo después de mucho rato me di cuenta de que el pobre estaba temblando como una hoja. Me separé, me sequé los ojos y le observé—. ¡Estás congelado, Läufer!

—¡Aquí hace mucho frío! —castañeteó entre dientes.

—¡Vamos al despacho! —propuso José.

—¿Y qué hacemos con esos cuatro? —pregunté, volviéndome a mirarlos. Los ojos de Roi se cruzaron, burlones, con los míos. Debí sospechar entonces que estaba tramando algo, pero, desgraciadamente, no lo hice. Me sentía mucho más preocupada por Heinz. Sabía, eso sí, que teníamos un grave problema con ellos: matarlos, no los íbamos a matar, eso estaba claro, pero tampoco podíamos entregarlos a la policía, ni dejarlos allí, ni llevarlos con nosotros, porque, sin duda, una vez arriba, intentarían liquidarnos en cuanto tuvieran ocasión.

—¡Que se queden ahí! —respondió José con desprecio, alejándose con Läufer—. Dentro de un rato les bajaremos algo de comida.

Una punzada me atravesó el corazón y no fui capaz de marcharme sin haber dejado caer sobre Roi y sus estúpidos compañeros un puñado de pesadas y preciosas vestiduras imperiales. Eso, al menos, les quitaría el frío. Luego, me fui. Eché a correr en pos de José y^ de Heinz que ya habían atravesado el Salón de Ámbar.

Cruzamos el cuartel, subimos por la mina y alcanzamos el despacho de Sauckel con tanta alegría como si fuera un viejo hogar. Allí estaban nuestras mochilas, y también el hornillo, sosteniendo todavía la cazoleta con los restos de cera. José arrancó la chaqueta de cuero negro del perchero y se la puso a Heinz por los hombros, no sin antes haberle dado un par de buenos guantes y el jersey que guardaba para ponerse cuando saliéramos al exterior. En el despacho hacía bastante calor, un calor húmedo y pegajoso, pero nuestro héroe tenía el frío metido en el cuerpo desde que había cruzado la red de alcantarillado a toda velocidad para llegar hasta nosotros.

Mientras preparábamos unos platos abundantes de puré de patatas con extracto de carne, Läufer nos explicó que su milagrosa aparición había sido obra de una intrépida jovencita llamada Amalia. La boca de José se abrió desmesuradamente y yo dejé de remover el puré para soltar una exclamación de dolor y chuparme el dedo que acababa de quemarme con el borde del recipiente metálico.

—¿Amalia…? —preguntó estupefacto el padre de la artista.

—¿Tu hija se llama Amalia, no? ¡Pues esa misma!

—¿Qué demonios…? —empecé a decir, pero Läufer me cortó.

—Veréis, ¡yo no tenía ni idea de todo esto! —exclamó, señalando con la barbilla todo el despacho—. No sabía que estabais aquí. Desde la última reunión del Grupo, el 11 de octubre, no había tenido noticias de nadie, así que ayer jueves por la mañana se me ocurrió mandar un e-mail a Roi para preguntarle cómo iba el asunto de Weimar.

—¡Roi nos dijo que estabas demasiado ocupado para colaborar con nosotros! —le conté—. Creímos que te habías negado a participar.

—¡Pero si yo no sabía nada! —insistió—. A mí no me dijo nada.

José y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Roi nos había engañado desde el principio.

—En fin… —prosiguió—, la cosa es que por la noche me subía por las paredes. Roi no había contestado a mi mensaje y hacía más de un mes que no tenía noticias. Así que te mandé un mail a ti, Ana, utilizando tu dirección normal de correo electrónico, la de tu servidor. Ya sabes que todos los mensajes entre nosotros pasan por el ordenador de Roi, de modo que no tuve más remedio.

—¡Me enviaste un mensaje sin codificar! —me alarmé.

—¡Bueno, no es tan grave! —protestó dando buena cuenta de la primera cucharada de puré caliente—. ¡No te decía nada peligroso!

—¡Eso no importa, Läufer! ¡Es una irresponsabilidad por tu parte!

—¡Pues esa irresponsabilidad te ha salvado la vida! —se defendió con la boca llena—. Porque no sé si lo sabrás, pero la hija de José se pasa el día delante de tu ordenador y, gracias a eso, recibió y leyó mi mensaje.

—¿Ha estado leyendo mi correo privado? —me escandalicé, mirando a su padre con ojos asesinos.

José hizo un ruidito apaciguador con los labios y me cogió de la mano.

—Amalia me contestó inmediatamente, muy asustada. Me dijo que estabais aquí desde hacía once días y que creía que yo lo sabía. En cuanto me repuse del ataque de pánico (al principio creí que era una trampa de la policía), le mandé urgentemente otro mail citándola en un canal codificado y con clave del IRC. ¡Tu hija sabe mucho de informática, José! ¡Me gustaría conocerla! Tendríamos mucho de que hablar… Por supuesto, en cuanto los dos estuvimos dentro del canal bloqueé las entradas y la acribillé a preguntas. Tenía que comprobar que era quien decía ser y que lo que intentaba contarme era cierto. Lo primero que hice fue mandar un troyano a tu máquina, Ana, para averiguar de quién era el ordenador que tenía al otro lado. Eché un vistazo y me quedé más tranquilo: todas tus cosas estaban allí dentro.

Empezaba a sentirme como un insecto bajo la lupa de un equipo de científicos locos. Ya no había privacidad en mi vida, me lamenté. Mi ropa interior había sido expuesta al público.

—¿A que no sabéis cómo averigüé que era la verdadera Amalia…? —José y yo negamos pacientemente con la cabeza. Heinz sonrió muy ufano—. Le pregunté qué contenía el paquete que había enviado para ella desde Alemania. Me dijo que una muñequita de hojalata que se deslizaba por una pista nevada, una Marklin fabricada en 1890. ¡Bingo! ¡No me negaréis que fue una pregunta genial! —José y yo le confirmamos su genialidad con la cabeza—. Bueno, el resto ya lo podéis imaginar. Me contó toda la historia y nos dimos cuenta de que corríais un gran peligro. Una chapuza como la que había organizado Roi no podía significar otra cosa. Cogí el coche y, sin dormir, me vine a Weimar. Amalia me había indicado qué entrada a las galerías debía utilizar para caer lo más cerca posible de este sitio.

Sentí curiosidad y le pregunté cuál era.

—¡No te lo creerás! —me dijo con los ojos brillantes.

—Inténtalo.

—¡Estamos exactamente debajo del campo de concentración de Buchenwald!

—¡Qué!

—¡Te lo aseguro! Debajo mismo del campo, en un paraje llamado Ettersberg.

Mil ideas cruzaron mi cabeza en décimas de segundo. ¡Así que el Gauforum y el KZ Buchenwald estaban comunicados por túneles bajo tierra! ¡Así que no era debajo del Gauforum donde se escondía el Salón de Ámbar, sino debajo de Buchenwald!

—Entré por una boca de alcantarilla que hay en la Blutstrasse[10], el camino que comunica Weimar con el campo, construido con hormigón por los propios presos, y…

Fue entonces cuando sentí un dolor agudo en el costado y un brazo que rodeaba con brutalidad mi garganta hasta cortarme la respiración. Escuché una exclamación y algunos golpes, pero no supe exactamente qué estaba pasando hasta que oí la voz de Roi junto a mi oreja:

—¡Dame las pistolas! ¡Dame las pistolas o la mato!

Me revolvía, furiosa, tratando desesperadamente de apartar con las dos manos aquel cepo que me impedía respirar. Pero cuanto más forcejeaba, más notaba el doloroso pinchazo en el costado.

—¡Dame las pistolas, José, o la mato! ¡No bromeo!

Oí un disparo. Y luego otro. En realidad oí también el silbido de las balas pasando muy cerca de mí. Pero cuando, por fin, una bocanada de aire logró entrar en mis pulmones, perdí el conocimiento.