Cávalo y yo caminábamos por unos largos túneles cuando, de repente, sonó insistentemente el timbre del teléfono. «Debe de ser para ti», le dije sin volverme a mirarle. Debió contestar, porque a la tercera o cuarta llamada, el ruido cesó. Seguimos avanzando hacia una puerta parecida a la del castillo de Kunst y el condenado timbre volvió a sonar. «¿Por qué te llaman tanto por teléfono?», pregunté empujando la puerta y saliendo a un prado bañado por una radiante luz de sol. «Contesta de una vez, por favor, José», supliqué nerviosa. Otros tres o cuatro timbrazos después, Cávalo contestó. Me encaminé hacia un gran árbol cuyo tronco estaba seco y agrietado. Una resquebrajadura en la corteza permitía colarse en el interior, y pude divisar unas escaleras. Pero entonces volvió a sonar el desesperante timbre del teléfono. «¡José, por favor!», exclamé enfadada, girándome hacia él. Y entonces vi que no era a José a quien tenía detrás, sino a Ezequiela. «¿Ezequiela…? ¿Qué estás haciendo en Weimar?».
Abrí los ojos sobresaltada y agucé el oído: es taba en mi propia habitación y el teléfono que sonaba era el del salón.
—¡Oh, no, maldita sea! —murmuré, haciéndome de nuevo un ovillo y metiendo la cabeza bajo la almohada.
Pero incluso así, la voz de Ezequiela, alegre como unos cascabeles, llegaba hasta mi adormilado cerebro arrancándome a tirones de la cálida conmoción del sueño.
«¡Sí, sí, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado —exclamaba seductoramente—. A las cinco, sí. No faltes, ¿eh?».
Suspiré. Era el cumpleaños de Ezequiela… Bueno, pues ya había sonado el toque de diana, me dije, y me incorporé dificultosamente intentando alejar de mí las telarañas del sueño. Aquel día iba a ser muy largo. El teléfono no dejaría de sonar, la puerta se abriría y cerraría mil veces y todas las amigas de Ezequiela vendrían a merendar cargadas de regalos, convirtiendo mi casa en una cafetería abarrotada de enloquecida tercera edad.
Salté de la cama y me dirigí a la cómoda, en uno de cuyos cajones había escondido la tarde anterior el regalo para mi vieja criada. Como nunca sabía muy bien qué comprarle, cada año me echaba a temblar cuando se avecinaba el 14 de octubre y siempre terminaba adquiriendo, a última hora, la cosa más absurda que se pueda imaginar. Pero Ezequiela, un año tras otro, aparentaba que mis regalos eran aquello que, precisamente, ella más deseaba y me hacía muchísimas fiestas y aspavientos de alegría. Esperaba que el juego de baño que le había comprado, a tono con los azulejos de su aseo, le gustara.
—¡Feliz cumpleaños! —grité mientras salía de la habitación con el paquete entre los brazos.
—¡Gracias, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado.
Fruncí el ceño al escuchar la gastada frase pero el enfado se me pasó enseguida al verla venir hacia mí con los brazos extendidos y cara de beatífica felicidad. No se anduvo con remilgos: me dio dos besos rápidos y me quitó el paquete de las manos.
—¿Qué es? —preguntó emocionada mientras arrancaba el papel de regalo.
—¿Para qué me lo preguntas si estás a punto de descubrirlo? —le dije sonriendo—. ¡No te cortes, anda! Ábrelo a gusto. Voy a ponerme un café.
Desde la cocina, la oí soltar exclamaciones admirativas y no pude reprimir la misma duda que me embargaba todos los años, tal día como aquél. Unas manifestaciones tan exageradas de entusiasmo no casaban bien con un dispensador de gel, una jabonera y un vaso para el cepillo de dientes. Pero, en fin… No cabía ninguna duda de que Ezequiela era muy agradecida.
Entró en la cocina y se aupó sobre las puntas de los pies al tiempo que me empujaba hacia abajo por el hombro para plantarme otro beso más en la mejilla.
—¡Es precioso! ¡Precioso! ¡A juego con los azulejos de mi aseo! Gracias, Ana, no sabes…
Afortunadamente, el timbre del teléfono volvió a sonar y salió despedida en dirección al salón.
Allí la dejé cuando cerré la puerta de casa y bajé los cuatro escalones del zaguán. Llevaba bajo el brazo una carpeta con los últimos documentos enviados por Läufer: una amplia colección de fotografías del remozado Gauforum de Weimar y de la gigantesca Beethovenplatz, la vasta explanada en uno de cuyos flancos se hallaba situado, con marcas que indicaban todas las bocas de alcantarilla por las que se podía descender al subsuelo. Había fotografías también de las calles adyacentes y un plano ilegible del centro de la ciudad con una gran cruz señalando la ubicación del Gauforum.
A mediodía comí en un mesón cercano a la tienda; Ezequiela estaba demasiado ocupada arreglando la casa para su fiesta y preparando la merienda para sus amigas. Por suerte, en la trastienda, junto a la mesa de despacho, tenía un pequeño sofá en el que, después de estudiar detenidamente el material enviado por Läufer, me adormilé hasta la hora de volver a levantar la persiana metálica. Esa tarde tenía concertada una cita con el agente de un comprador inglés interesado en una consola española del XVIII con largas patas acabadas en garras de león. Era un mueble que, curiosamente, había adquirido por un precio muy bajo durante una subasta celebrada en Madrid. Compré el lote completo en el que venía, vendí el resto antes de abandonar la sala e incluí la hermosa consola en mi catálogo del siguiente semestre, dedicándole un espacio destacado y una maquetación gráfica cargada de filigranas. Antes de un par de semanas tenía más de veinte ofertas de compradores extranjeros.
El agente, un cincuentón barrigudo, con cara de sufrimiento y aliento etílico, estuvo examinando la consola hasta cansarse y, luego, con mejor cara, firmó velozmente la montaña de documentos que le fui poniendo delante y desapareció en un santiamén camino, supongo, del bar más cercano. Estaba terminando de cumplimentar los últimos detalles de la transacción, cuando sonó el teléfono:
—¿Ana…? Soy tu tía.
¡Dioses del cielo! ¡Me había olvidado de llevarle el dinero! ¡Los malditos ocho millones de pesetas para el artesonado del scriptorium!
—¿Eres tú, Ana María?
—Sí, tía, soy yo —exclamé con voz humilde.
—Ya imaginarás por qué te llamo.
—Sí, tía, me lo imagino.
—Y supongo que tendrás alguna buena explicación.
—Sí, tía, la tengo.
Juana estaba empezando a amoscarse.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¡Estupendo, pues deja de hacer la tonta! —se enrabió—. ¿Cuándo piensas traerme el cheque?
—No sé, tía, porque me voy otra vez de viaje.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana.
—¿El viernes?
—Exacto. En cuanto cierre la tienda. Ya tengo hecha la reserva de vuelo. Pero no te preocupes, volveré el domingo por la noche, así que el lunes sin falta te acerco el dinero.
—Tomo nota —indicó desafiante—. Te espero el próximo lunes. ¡No me falles!
—¡Que no! —rezongué, aburrida de tanta insistencia.
—¡Ah!, por cierto…
¡Socorro!
—Si no me equivoco, hoy es el cumpleaños de Ezequiela, ¿verdad?
—¡Uf!
—¿Verdad? —repitió con el acento amenazador de la madrastra de Cenicienta.
—Sí…
—Pues felicítala de mi parte. Protesté débilmente.
—¡Felicítala! —ordenó.
—Si, tía.
—Bueno, te espero el lunes. Que tengas buen viaje.
—Gracias.
—¡Hasta el lunes!
—Sí, tía.
Por supuesto, me abstuve de cumplir el dichoso recado. No tenía el cuerpo para escuchar una vez más la inacabable letanía de vituperios de Ezequiela contra Juana.
El avión de Iberia despegó de Barajas a las siete de la tarde y cuando tomamos tierra en el Aeropuerto de Porto los altavoces anunciaron que eran sólo las siete y cinco minutos. ¿Sólo cinco minutos de vuelo…? Me quedé desconcertada hasta que caí en la cuenta de mi simpleza: en Portugal hay una hora de diferencia respecto a España, así que, oficialmente, sólo había tardado cinco minutos en volar de Madrid a Oporto, aunque el domingo tardaría, sin embargo, dos horas y cinco minutos en hacer el camino al revés.
Bajé del avión y subí en el autobús que me llevó hasta la terminal del aeropuerto. Allí, mientras esperaba la salida de mi escaso equipaje por la cinta transportadora, pude ver a José y a Amalia saludándome alegremente tras los cristales del fondo. José estaba guapísimo. Llevaba un largo abrigo azul marino, con una bufanda al cuello, que sólo dejaba ver las perneras de unos pantalones impecablemente planchados y unos zapatos lustrosos. Creo que el estómago me dio un vuelco, y me encontré preguntándome una vez más por qué demonios era tan endiabladamente atractivo. ¡Si al menos aquella niña no estuviera siempre presente…! Se estaba convirtiendo en un verdadero incordio.
José y yo nos dimos los dos besos de rigor y el aroma de su colonia, áspero y recio como el de todas las fragancias masculinas, despertó brevemente mis sentidos. Amalia, que vestía cazadora de piel, vaqueros y deportivas, se limitó a juntar rápidamente su mejilla con la mía y a soltar un bufido en mi oreja. Cuando me separé de ella, sin embargo, su boca exhibía una sonrisa angelical… Aquella niña debía ser de la piel del diablo y deduje que no le hacía ni pizca de gracia que me alojara en su casa los próximos dos días. Si ella se creía que lo hacía por gusto, estaba muy equivocada. Yo hubiera preferido ocupar una de las espaciosas y bonitas habitaciones del Grande Hotel do Porto (salir del baño como me diera la gana era uno de los motivos, por ejemplo), donde ya había estado en otra ocasión años atrás, pero Cávalo se opuso en redondo, así que, le gustara a la niña o no, viviría con su padre y con ella hasta el domingo por la tarde.
Oporto me produjo de nuevo la misma sensación que la primera vez: una pequeña ciudad al borde del caos absoluto. Sólo en París recordaba yo tal acumulación de gente y coches, con la importante diferencia de que, en París, las avenidas son amplias y las señales de los semáforos son más o menos respetadas, mientras que en Oporto, las viejas callejuelas que, como colinas, suben y bajan a modo de un oleaje interminable, permanecen atascadas las veinticuatro horas del día. Con todo, Oporto tenía un algo familiar y agradable que te hacía sentir como en casa.
José dejó el coche en un aparcamiento subterráneo de la rúa Alegria y cargó con mi pequeña bolsa de viaje hasta que llegamos a la rúa de Passos Manuel, que estaba a la vuelta de la esquina. Enseguida distinguí el letrero de su ourivesaria. Lo cierto es que sentía una gran curiosidad por conocer su casa, el lugar en el que, como yo en la mía, él había vivido toda su vida.
De hecho, una vez allí, me resultaron muy similares: una vivienda antigua, grande, de techos altos y numerosas habitaciones, la mitad de ellas inutilizadas. El salón, que daba a la rúa a través de unos grandes miradores, estaba decorado con varios sofás y librerías. En una esquina podía verse una pequeña televisión frente a la cual se colocaba un cómodo sillón de orejeras con un escabel tapizado con idéntica tela. Todas las vitrinas y librerías eran antiguas, de madera de caoba, y estaban repletas de trofeos de ajedrez. En el rincón opuesto al orejero se hallaba la gran mesa de comedor y entre ambos mediaba una inmensa alfombra persa que ocupaba prácticamente toda la habitación.
—¡Me encanta, José! —exclamé abarcando el espacio con la mirada.
—¿Te gusta de verdad? —preguntó con la ilusión de un niño a quien se felicita por sus buenas notas escolares.
—Me gusta de verdad —afirmé—. Lo encuentro muy acogedor.
Para mis adentros me dije que si él venía alguna vez a mi casa, se hacía imprescindible retirar el viejo y astroso orejero de Ezequiela y su adorada mesa camilla con el brasero debajo.
—¿Cenaréis fuera, papá? —quiso saber Amalia mientras se alejaba por el largo pasillo que comunicaba el salón con el resto de las habitaciones.
—Sí, pero me gustaría que no te marcharas tan pronto y que me ayudaras a enseñarle la casa a nuestra invitada. —En el tono de voz de José había una nota peligrosa que la niña detectó de inmediato. Volvió sobre sus pasos dócilmente y se colocó al lado de su padre.
Una a una, me fueron enseñando todas las habitaciones de la casa. La de Amalia exhibía una decoración aberrante, mezcla de muñecos de peluche, cortinas con lazos y festones a juego con la colcha de la cama, pósters de grupos musicales en las paredes y, al otro lado, curiosamente, la más avanzada tecnología punta: tres ordenadores —un moderno portátil y dos de mesa—, conectados en red a una pantalla tan grande que parecía la de un cine y, en un rincón, un inmenso equipo de música unido por cables a los ordenadores. Sobre un silloncito colocado junto a la cama descansaba un gigantesco oso de peluche que, además de ser el tierno juguete de una niña de trece años, lucía sobre los ojos una visera de realidad virtual, unos auriculares en las orejas y una enorme camiseta con el dibujo de la lengua de Mike Jagger en el pecho.
La habitación de José era bastante más normal, hubiera dicho incluso que era austera de no haber sido por la inmensa cama de hierro forjado cuyo cabezal, relleno de volutas y hojas de parra, se extendía de izquierda a derecha de la pared enteriza y parecía peligrosísimo para las cabezas. ¿De dónde habría sacado una cama así? Tenía toda la apariencia de haber cumplido más de cien años. Puede que incluso doscientos. ¿Haría ruido…? Me encantó observar la enorme cantidad de preciosos juguetes antiguos que aparecían sobre los muebles y las repisas del dormitorio. Seguramente, sólo con darles cuerda, empezarían todos a moverse y a emitir musiquillas. A la derecha, al lado del gran armario empotrado, había una puerta cubierta por un largo espejo que daba a un cuarto de baño.
Mi dormitorio, en el extremo final del pasillo, era muy agradable y tuve que contener una exclamación de alegría al comprobar que también allí había un cuarto de baño dentro de la habitación. La ventana daba igualmente a la rúa, como el salón, así que era un poco ruidosa, pero la cama era espléndida y grande, y el colchón, rígido como una tabla, a mi gusto.
Aquella noche José me llevó a cenar a un pueblecito cercano llamado Foz do Douro, a un restaurante desde el que pudimos ver, mirando a poniente, un hermoso anochecer sobre el Atlántico. La comida, un tanto grasienta para mi gusto, era muy marinera y me recordó a la de los restaurantes de la costa mediterránea. Lo curioso era que tanto José como yo estábamos desesperadamente cohibidos, como si los temas de conversación se nos agotaran nada más empezarlos o como si, en realidad, no supiéramos qué decir o estuviéramos pensando en cosas diferentes de las que intentábamos hablar. Yo le contemplaba con atención mientras él se esforzaba en explicarme algo razonable y, del mismo modo, también yo me sentía minuciosamente observada cuando me tocaba el turno de hablar. Ambos sonreíamos mucho y se notaba a la legua que estábamos haciendo el tonto de una forma escandalosa. Pero, por suerte, sólo lo habíamos notado él y yo. Llegó un momento en que, o encontrábamos un asunto que requiriera toda nuestra atención e interés, o estábamos perdidos, y ese asunto no podía ser otro que el trabajo. De hecho, para eso había viajado yo hasta allí.
—¡Menuda historia la del Salón de Ámbar! —dejó escapar José levantando su copa de vino verde.
—Yo todavía no tengo muy claro cómo hemos llegado hasta este punto, no creas —exclamé con un suspiro.
—¡Pues tuya ha sido la culpa! —objetó divertido—. ¿Quién encontró el reentelado? ¿Quién descubrió lo del código Atbash? ¿Quién ató cabos y trenzó biografías hasta dar con una explicación coherente?
—¡Pero fue Läufer quien sacudió Internet como una coctelera!
—Sí. Y Donna, Rook, Roí y yo también hicimos otras cosas, pero tú eres la auténtica culpable. De todos modos, no te preocupes: vas a pagarlo muy caro teniendo que bajar a esas malditas galerías de Weimar.
—Pero tú vendrás conmigo… —y dejé que mi voz insinuara el placer que eso me producía.
José tenía los ojos oscuros, de una oscuridad estriada de miel, y pensé, sintiéndolos sobre mí, que eran los ojos más bonitos que había visto en mi vida y que, por despertarme alguna mañana junto a esos ojos, sería capaz de cualquier locura. Me sentía tan atraída por ese hombre que sólo me faltaba un paso para reconocer que estaba enamorada. ¿Estaba enamorada…? ¡Por supuesto! ¿A quién trataba de engañar? Casi se me paró el corazón cuando descubrí mis propios sentimientos mientras sonreía como una tonta y clavaba los dedos sobre el cristal de mi copa. ¡Claro!, pensé, ¡claro que estaba enamorada! Siempre había estado enamorada, pero la distancia, la prohibición de Roi, mi forma de vida… todo se había confabulado para impedirme reconocer la verdad. Sin embargo, habían bastado unas cuantas horas junto a él en su propio mundo para descorchar la estúpida botella de mis sentimientos. Estúpida, sí, estúpida, porque, ahora ¿qué iba a hacer? Ya no tenía escapatoria.
—Es demasiado peligroso —murmuré.
—No. No si lo hacemos bien.
La voz de José era tan poco firme como la mía. Yo ya no sabía de qué estábamos hablando, si del trabajo en Weimar o de nosotros. El miedo al ridículo me hizo recuperar un poco el control, pero tenía el pulso desbocado y notaba que me faltaba el aire.
—Esta noche tendremos que trabajar mucho… ¡Dios! ¿Cómo se me había escapado una tontería semejante? Mi subconsciente se había comportado como un vulgar Judas Iscariote, traicionándome y dejándome al descubierto. Noté que se me arrebolaban las mejillas y rogué que me tragara la tierra, pero José sonrió y, alargando el brazo, hizo chocar el cristal de su copa con el mío.
—Brindo por eso —dijo, y nuestras miradas se trabaron significativamente.
No recuerdo mucho más de aquel rato en el restaurante. Supongo que el vino se me subió a la cabeza, tenía mucho calor y no paré de decir tonterías y de reír. En el coche, de regreso, mientras José conducía con la mirada fija en la carretera, me acurruqué cómodamente en el asiento disfrutando de la oscuridad y de los suaves y melancólicos fados cantados por Dulce Pontes. El rostro de José se iluminaba a ráfagas con los faros de los coches que se cruzaban con nosotros. ¡Cuánto le quería! Incluso aunque él no sintiera lo mismo por mí, en aquel momento era mío y aquel momento sería mío para siempre. Y entonces José, sin volverse, me cogió la mano con fuerza y yo le respondí. Y cogidos de la mano llegamos a su casa y subimos la escalera —sin hablar, sin atrevernos a romper la magia—, y, en cuanto hubo cerrado la puerta detrás de mí, en la oscuridad del recibidor, me abrazó apasionadamente y empezamos a besarnos como locos…
Afortunadamente, el cabezal de hierro forjado de la cama de doscientos años no llegó a herirme en la cabeza.
Aquel sábado hicimos muchas cosas menos trabajar. Por la mañana José me llevó a dar una vuelta por la ciudad y, paseando (si se puede llamar pasear a la hazaña de subir y bajar aquellas empinadas cuestas sin un pequeño respiro), cruzamos el impresionante puente de hierro de Don Luis I, que salva el río Douro (nuestro Duero), y visitamos la estación de Sao Bento, la torre dos Clérigos y algunas bodegas famosas de vino de Oporto.
A mediodía comimos en un lugar llamado A Brasileira, como el célebre café de Lisboa, decorado en el más puro estilo art nouveau, con espejos, arañas, mármol y camareros vestidos al estilo tradicional, mandil blanco y pajarita negra incluida y, por la tarde, José me acompañó a la centenaria librería Lello, una especie de tienda, biblioteca y museo, construida en torno a una increíble escalera de caracol, donde cargué con una buena remesa de libros que, probablemente, por estar escritos en portugués, no podría leer nunca. Pero nada me importaba aquel día porque era feliz. Tenía la sensación de flotar, de vagar como un espíritu encantado de la mano del hombre más guapo y maravilloso del mundo. Una sonrisita bobalicona permaneció pegada a mis labios durante todo el día, hasta que…
—Tenemos que volver a casa —anunció José—. Amalia está sola.
—¿Es que tu hija no tiene amigos? —le pregunté con un tonillo de rencor que no pude evitar.
—Es una niña muy especial —repuso meditabundo—. Solitaria, inteligente, introvertida… Se lleva fatal con su madre y eso la ha hecho muy susceptible.
Creo que fue en aquel mismo instante cuando me di cuenta de que, como la consola española del XVIII con largas patas acabadas en garras de león que había vendido al cliente inglés, José no venía solo en el lote: la pequeña Amalia también estaba incluida. La hija venía con el padre y, me gustara más o menos, no podía eliminarla de la faz de la tierra. O la aceptaba o perdía a José.
—Está bien —dije—. Volvamos.
Durante todo aquel maravilloso día no habíamos hablado ni de trabajo ni de nosotros y ambos asuntos estaban pendientes. Pero, de nuevo, cuando el momento comenzaba a ser el adecuado, la niña volvía a ser un obstáculo.
—Debo confesarte una cosa, Ana, antes de llegar a casa.
José estaba abriéndome la puerta del coche. Me quedé clavada. Sonrió y me acarició la mejilla.
—Sé que te vas a enfadar, pero creo que a ti debo contártelo.
Cuando Ezequiela me decía algo parecido, en mi cabeza se disparaba siempre una luz roja de alarma. Las palabras de José, sin embargo, me estaban aplastando el corazón bajo una pesada losa de plomo. ¿Qué quería decirme…? Entré en el vehículo sin decir ni media palabra y esperé a que se sentara a mi lado, acosada por los más negros pensamientos, pero él se limitó a poner el motor en marcha y a salir del aparcamiento. Hasta que no nos hallamos detenidos en mitad de un monumental atasco en la avenida Dos Aliados, no despegó los labios.
—Amalia sabe todo sobre nosotros… Sobre el Grupo de Ajedrez, quiero decir.
Si me hubieran golpeado con una viga en la cabeza, no me habría quedado más anonadada. Me volví rápidamente para mirarle pero, aunque abrí la boca, no pude articular palabra.
—¡Ya, ya! —se disculpó torpemente—. ¡Ya sé lo que quieres decir! Todo cuanto estés pensando en este momento es lógico y no me defenderé si te enfadas. Pero, incluso aunque no quisieras volver a verme, te ruego que antes me escuches.
Comencé a sentir un molesto pitido en los oídos y un vértigo angustioso que me nubló la vista y me revolvió el estómago. No me hubiera sentido más aterrorizada si el verdadero conde Drácula, el auténtico míster Hide y el genuino monstruo del doctor Frankenstein hubieran aparecido ante mí, todos a la vez, dispuestos a despedazarme. Pero la cosa no tenía ninguna gracia. Era demasiado serio, demasiado grave. Si Roi hubiera sabido aquello…, si Donna, Läufer y Rook hubieran sospechado que sus vidas, trabajos y propiedades descansaban en las tiernas manos de una niña de trece años, arisca y solitaria…
—Yo no se lo dije —continuó Cávalo.
—¿No? —conseguí vocalizar al fin, cargada de pavor—. ¡Ahora me dirás que logró saltar las protecciones de Läufer y que se enteró ella sólita!
—Bueno… Algo así.
—¡Algo así! —chillé, histérica—. ¡Tienes el valor de…!
—¡Cálmate, Ana! ¡Te aseguro que mi hija no dirá nada a nadie!
—¡Tú qué sabes! ¡Tiene trece años, maldita sea! ¡Es una criatura!
—¡Es mi hija! La conozco.
—¡Mierda, José, lo has fastidiado todo! ¡Todo!
Y me eché a llorar por pura desesperación. Ahora soy capaz de reconocer que la emotividad a flor de piel que tenía aquel día me impidió pensar con cordura y buscar los pros de la situación, pero en aquel momento sólo podía ver a la niña como un ser terriblemente peligroso que amenazaba mi vida y la vida de los demás miembros del Grupo.
—Quiero irme a Madrid esta misma noche —dije mientras subíamos las escaleras de su casa, las mismas escaleras que la noche anterior habíamos subido cogidos de la mano y con el deseo flotando a nuestro alrededor como un halo eléctrico.
—No seas boba —repuso sacando el llavín de su bolsillo y abriendo la puerta.
La dichosa niña no estaba a la vista. La casa estaba a oscuras y silenciosa.
—Lo que me has dicho es muy grave, José. Demasiado grave.
—Lo sé, pero no tenía más remedio que decírtelo. —Me miró firmemente a los ojos—. También lo sabe tu tía Juana, ¿no es cierto? Y estoy por jurar que la vieja Ezequiela está al tanto del asunto desde hace muchos años. ¿Y ellas dos no te preocupan…? —Sonrió con sarcasmo y continuó—: De verdad, Ana, de verdad que Amalia es digna de toda confianza, aunque ahora no puedas verlo porque estés asustada. Quiero que entiendas que no dirá nada a nadie. Conoce la importancia del asunto. Hace un momento comenzó a explicarme mientras iba encendiendo luces y abriendo puertas. Le di permiso para que conectara mi ordenador de la joyería con los tres que tiene en su habitación. Sólo era cuestión de hacer un pequeño agujero en el suelo y tirar un poco de cable, me dijo, y así podría aprovechar mi conexión a Internet. No caí en la cuenta de que mi hija es un cerebrito de la informática y que para ella descubrir el subdirectorio donde guardo los ficheros del Grupo era cosa de coser y cantar. Creí que lo tenía bien escondido pero me equivoqué… Puse una clave de acceso —dijo encogiéndose de hombros—, pero se me olvidó que Amalia conoce todos los números de mis tarjetas de crédito.
—¿Pusiste el número de una de tus tarjetas de crédito como clave de seguridad? —pregunté incrédula. Era la cosa más simple y estúpida que había oído en mi vida.
—¡Bueno —protestó—, al fin y al cabo no los tengo apuntados en ninguna parte! ¡Los sé de memoria!
—¡Y tu hija también!
—Eso es verdad… Aunque entonces no caí en la cuenta. Ella sólo quería poder conectarse a Internet desde su habitación. Pero es una niña y, como todas las niñas, se puso a rebuscar en los ficheros de su padre. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?
En realidad, uno de mis grandes motivos de orgullo era el de haber conocido todos los escondrijos secretos que mi padre tenía en casa, aunque él, ingenuamente, creía conservar ciertas cosas a cubierto y alejadas de mi vista. Incluso la caja fuerte que mandó colocar en lo que ahora era mi despacho se abrió bajo mis manos infantiles como si fuera de juguete. La combinación, tan simple y estúpida como la clave de José, era la fecha de nacimiento de mi madre.
—Está bien —murmuré dejándome caer en uno de los sofás—. Dame tiempo para asimilarlo. Pero con sinceridad te diré que no creo que pueda vivir tranquila a partir de ahora.
—Puedes vivir todo lo tranquila que tú quieras. Depende de ti. El mes pasado, Amalia también sabía todo sobre el Grupo de Ajedrez y tú dormías apaciblemente en tu cama. ¿Qué ha cambiado?
—¡Que ahora sé que estoy en peligro!
—¡Pero es que no estás en peligro, maldita sea! —tronó, dando un rabioso puñetazo sobre el respaldo del sofá en el que yo me encontraba.
—¡No se te ocurra gritarme —chillé— ni, mucho menos, dar golpes a los muebles!
Me miró sorprendido y se quedó paralizado un segundo… Pero sólo un segundo, porque antes de que me diera cuenta, había saltado sobre mí como un salvaje, soltando una estruendosa carcajada.
—¡Ana, Ana, Ana…! —repetía mientras nos besábamos.
—Papá… —La sangre se me heló en las venas. La condenada mocosa estaba allí.
José, de un brinco tan rápido que no me dio tiempo a verlo, se puso de pie y miró a su hija con zozobra y culpabilidad. Pero él aún tuvo suerte: yo estaba tumbada en el sofá en una posición muy poco digna y con el pelo y la ropa revueltos.
—Papá, tengo hambre. ¿Habéis cenado ya? Amalia nos miraba desde la puerta del salón con cara de fastidio.
—¿Dónde estabas? Creíamos que habías salido.
—En mi habitación. Hablando con Joan. Tenía la puerta cerrada.
—¿Con Joan? —pregunté aterrorizada. ¡Sólo faltaba que alguien más hubiera estado escuchando la conversación (y lo que no era conversación) entre José y yo!
—Por el IRC —me aclaró su padre, que me había leído el pensamiento—. Joan vive en Washington. Amalia practica el inglés con ella.
—Bueno, ¿habéis cenado? ¡Tengo hambre! No sabía si debía esperaros o no.
—¿Os apetece pizza? —propuse terminando de arreglar discretamente mi aspecto—. ¡Me comería una pizza enorme con mucho peperoni!
Por los ojos de Amalia cruzó un rayo de esperanza.
—Papá no me deja comer pizza. Pero hoy, a lo mejor…
José frunció el ceño pero se dio cuenta de que estaba en una posición delicada.
—Bueno. Cenaremos pizza.
Amalia soltó una exclamación de alegría y, mirándome, sonrió. Quizá no fuera una niña tan terrible después de todo.
Media hora después, los tres nos sentábamos en torno a una enorme pizza familiar de peperoni, rezumante de grasa, que regaríamos con unos cuantos botes de coca-cola. No era exactamente lo que yo llamaría una cena romántica con el hombre con el que acabas de empezar una aventura, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que se podía pedir. Al día siguiente volvería a casa y ¿quién sabe cómo terminaría todo aquello? Me dije que, al menos, en Weimar estaríamos solos.
José estuvo hablándonos de un reloj que estaban a punto de traerle para reparar y cuyo proyecto le entusiasmaba. Se trataba de un reloj de autor desconocido, probablemente de finales del siglo XVI, realizado en Amberes.
—¡Es una joya, Amalia! ¡Ya lo verás! —explicaba a su hija, entusiasmado—. Tiene forma de león y los ojos, de rubí, se mueven con las horas. La maquinaria dispone de cuerda para tres días, sonería para los cuartos y despertador. ¡Una maravilla! A finales de los años cincuenta se rompió el doble sistema de transmisión de las esferas, la horaria y la que marca las fases de la luna, pero creo que podré arreglarlo.
—¿Dónde tiene las esferas? —pregunté para no quedarme fuera de la conversación.
—En los lomos, ¿dónde si no? —se sorprendió José, mientras Amalia miraba a su padre y asentía con la cabeza.
—Me gustaría ver tu taller, José.
—Después de cenar. Aunque deberíamos empezar a pensar en Weimar, Ana.
Hundí un enorme pedazo de pizza dentro de mi boca para disimular el disgusto. Tendría que acostumbrarme a hablar delante de la niña de lo que hasta ahora había considerado el secreto mejor guardado del mundo.
—No tenéis… mucho tiempo… —articuló Amalia, engullendo su bocado con ayuda de un trago de refresco. El avión que me llevaría de vuelta a Madrid salía a las cinco y media de la tarde del día siguiente.
—En realidad —aclaró José—, Ana es la experta. Yo sólo soy un ayudante.
—Es poca cosa —atajé, intentado quitarle importancia—. Organizar el viaje, hacer listas de cosas necesarias, decidir lo que hay que comprar…
—¿Tendréis ayuda exterior? —preguntó Amalia como si la cosa no fuera con ella, cogiendo otro pedazo de pizza de la caja.
—¿Ayuda exterior? —se sorprendió su padre.
—Alguien tiene que estar fuera mientras vosotros estáis dentro, ¿no? Por si os pasa algo, por si necesitáis algo…
Y dio una gran dentellada a la blanda porción. José y yo nos miramos extrañados y, tras unos instantes, se hizo la luz, simultáneamente, en nuestras cabezas:
—¡No! Ni se te ocurra pensarlo siquiera —declaró él.
—¡Tu hija, José, tiene unas ideas realmente peregrinas!
—Mi hija va a dejar de tener ideas de cualquier clase como siga diciendo tonterías.
Amalia nos miró candorosamente. Me recordó a Ezequiela cuando ponía la cara de dulce anciana incomprendida.
—¡Pero si no he dicho nada! —puntualizó con indignación.
—¡No ha hecho falta! —replicó su padre con tono de pocos amigos—. ¡Te hemos leído el pensamiento!
—¡Vaya! ¡Ahora resulta que ya no eres tú solo! ¿Es que ya no sabes hablar en singular, papá? —exclamó ella, poniéndose de pie y encarándose a su padre.
José la contempló largamente.
—Vete a tu habitación —le ordenó con calma.
—¿Por qué? —quiso saber ella, desafiante.
—Por la mala intención que has puesto en tus palabras, por gritarme a mí y por ofender a nuestra invitada. Creo que son razones suficientes para castigarte —le pasó la mano varias veces por el brazo con un gesto conciliador y, luego, añadió—: Ahora vete.
—Podría pensar que sólo quieres quitarme de en medio…
¡Mocosa chantajista!, pensé.
—Pero no lo harás porque sabes que no es ése el motivo de mandarte a tu cuarto. Si hubiera querido estar a solas con Ana, no habríamos venido a cenar contigo.
José era un buen padre, de eso no cabía duda, y Amalia lo sabía, por eso se volvió hacia mí con cara seria y dijo:
—Lo siento.
—Está bien —acepté con una ligera sonrisa—. No pasa nada.
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestamos al unísono su padre y yo.
En cuanto la oímos cerrar la puerta de su habitación, José me cogió la mano por encima de la mesa.
—Yo también quiero disculparme.
—No tienes por qué —pero en sus ojos había verdadero pesar. Le arreglé el pelo con los dedos de mi mano libre y me acerqué para darle un beso rápido en los labios—. Escucha, José, nadie dijo que fuera fácil. No somos dos jovencitos libres de responsabilidades. Cada uno tiene su vida, su casa, su trabajo… ¡Tú tienes incluso una hija adolescente! —y ambos nos reímos—. ¿Qué quieres de mí, de esta relación? ¿Te lo has llegado a plantear? Me miró y se inclinó a besarme.
—¿Sonaría terriblemente convencional decir que te quiero, que quiero casarme contigo y tener más hijos?
—Sí, creo que sí.
—Entonces ¿qué quieres tú?
—Quiero… —me detuve, pensativa—. Creo que quiero seguir como hasta ahora, aunque, por supuesto, viéndote más a menudo.
—¿Quieres que gastemos nuestro dinero en aviones?
—Sí —murmuré—. Cualquier otra cosa sería demasiado complicada.
—Pero podría ser peligroso para el Grupo. Roi se opondrá rotundamente.
Bajé la cabeza y dejé que el pelo me ocultara la cara, pero José me lo apartó, sujetándomelo detrás de la oreja.
—Hay muchas cosas que Roi no sabe ni tiene por qué saber —afirmé, y me refería no sólo a nuestra relación, sino también a lo que Amalia conocía sobre el Grupo de Ajedrez.
José tomó aire y miró al techo. Yo también me quedé en silencio. Supongo que ambos barajábamos los pros y los contras de mi propuesta, que era, sin duda, la más sensata. ¿Acaso podría él dejar Oporto, su ourivesaria y vivir lejos de su hija? ¿Y yo, podría yo dejar Ávila, mi hermosa tienda de antigüedades, mi vieja casa y arrastrar a Ezequiela a otro país, lejos de su mundo? Y todo ese esfuerzo ¿por qué?, ¿por una relación que acababa de empezar? Prefería vivir cinco días de la semana añorándole y dos a su lado que la semana completa pensando que nos habíamos equivocado. Además, ¿qué era eso de que quería tener más hijos…? ¿Quién quería hijos? Desde luego, yo no.
—Está bien… —accedió—. Pero sólo como solución temporal. Quiero que sepas que haré todo lo posible por convencerte.
—¿Todo lo posible…? —Sonreí.
—Todo lo posible y también lo imposible. Y voy a empezar ahora mismo…
Aquella noche, por supuesto, tampoco trabajamos.
La luz que entraba por la ventana me despertó. Yo dormía siempre con la persiana completamente bajada, pero José no, así que, aunque sólo habían transcurrido dos horas desde que nos dormimos —el despertador de la mesilla de noche marcaba las nueve y diez minutos—, abrí los ojos y parpadeé aturdida en aquella habitación llena de juguetes mecánicos.
A esas tempranas horas de aquel domingo, Oporto descansaba todavía, pues la ruidosa avenida estaba silenciosa y podía oírse con claridad el canto de los pájaros. Miré a José, que, con los ojos cerrados y el pelo revuelto, dormía profundamente a mi lado. Su respiración era tranquila y su brazo derecho descansaba rodeando mi cintura. Intenté moverme despacito para observarle mejor pero apretó el abrazo, como si, en mitad del sueño, temiera que me separara de él. Quizá me había enamorado de un tipo posesivo, me dije preocupada, y una sonrisa luminosa se dibujó rápidamente en mis labios: era ya demasiado mayor para no saber apreciar los gestos del amor. Así que cerré los ojos, pegué mi cuerpo al suyo —que, sin despertarse, me recibió encantado— y me dejé mecer por el letargo. Unos pasos firmes se oyeron, de pronto, en el pasillo, acercándose a gran velocidad. Abrí los ojos de par en par, notando cómo mi pulso se disparaba y cómo mi alarma interior empezaba a descargar altas dosis de adrenalina en sangre. Un par de golpes retumbaron sobre la madera de la puerta.
—¿Estáis despiertos?
—¡No! —grité, tirando hacia arriba del edredón para cubrirnos a José y a mí.
—¡Vale! Son las nueve y cuarto. He hecho café y tostadas.
—¡Queremos dormir! —gritó José sin abrir los ojos y atrayéndome más hacia sí.
—Bueno, pero no habéis preparado el trabajo de Weimar —la voz se alejaba por el pasillo—. ¡Luego, papá, dime que yo tengo que ser responsable!
—Odio a esa niña… —balbució su padre, besándome, y luego, levantando la voz, exclamó:— ¡Podrías traernos el desayuno a la cama!
—¡Ni se te ocurra! —mascullé angustiada.
—¡Soy demasiado joven para ver ciertas cosas! —rezongó Amalia desde lejos.
—¡Menos mal!
Tardamos un rato en salir de la habitación —por la ducha y esas cosas—, pero al fin entramos en la cocina con un aspecto limpio y presentable. Olía estupendamente a café recién hecho. Amalia estaba sentada junto a la mesa comiendo una tostada con mantequilla y leyendo un libro. Vestía de nuevo con vaqueros y deportivas, pero lucía un largo y viejo jersey desbocado de un horrible color verde aceituna. Con su pelo tan negro le hubiera quedado mucho mejor otro color más alegre. Su padre se inclinó para darle un beso y ella puso la mejilla.
—¿Vais a trabajar en el taller o aquí arriba? —quiso saber sin despegar los ojos del libro.
—En el taller. Así se lo enseño a Ana y no te molestamos. Tú también tienes cosas que hacer, ¿no es cierto?
Amalia arrugó el ceño y asintió con la cabeza.
—Mañana tengo dos exámenes. Inglés y matemáticas.
Me llevé una taza de café al taller de José, que estaba situado en la trastienda de la elegante ourivesaria y al que accedimos por una angosta escalera de caracol desde la propia vivienda. La ourivesaria era amplia, distinguida, con grandes expositores llenos de joyas de todas clases, que brillaban, incluso, con la pobre luz que entraba a través de los intersticios de la persiana metálica. Pisé con cuidado la impoluta moqueta. Tenía la sensación de encontrarme en el salón del trono de algún palacio real.
—Tendrás un buen sistema de seguridad… —comenté admirada.
—¡Y un buen seguro contra robos! —exclamó, y ambos nos echamos a reír.
Pero si la joyería me había deslumbrado, el taller me fascinó. Hubiera podido jurar que acababa de ver a Isaac Newton saliendo por la puerta trasera de la mano de Leonardo da Vinci: mezcla de moderno laboratorio y viejo estudio medieval, aquella amplia sala llena de mesas sobre las que descansaban los más extraños artilugios, me encantó. Fui de un banco a otro, de un autómata a otro, de un microscopio a otro como una bola de billar contra las bandas. No me cansaba de examinar los bruñidores, las lamparillas de alcohol, las incontables cajas de engranajes, de manecillas, de muelles, las delicadas y finas cuerdas de seda… Había relojes antiguos por todas partes y juguetes mecánicos. Las estanterías de las vitrinas se pandeaban bajo el peso de las piezas que tenía acumuladas José, algunas de las cuales debían valer una fortuna. Si hubiera podido sacarle una fotografía a aquel taller, la habría hecho ampliar y la habría enmarcado para colgarla en la pared de mi estudio.
Al fondo, sobre una amplia mesa de despacho de caoba, podía verse el ordenador, la impresora, el escáner y las múltiples conexiones por cable que iban desde el cajetín del teléfono, situado a ras de suelo, hasta un agujero en el techo que debía dar a la habitación de Amalia.
Como la mesa estaba apoyada directamente contra el muro de la pared, para no tener una vista tan pobre, José había colgado sobre él una antigua litografía en la que podía verse el dibujo de un viejo mecanismo de reloj. Se apreciaban con claridad los principales elementos del movimiento: la pesa, el escape y el péndulo, y había anotaciones explicativas garabateadas en los lados. Creo que debió percibir la envidia reflejada en mi rostro.
—¿Te gusta…? —me preguntó—. Es una ilustración de un manual de relojería de Ferdinand Berthoud, de la primera mitad del siglo XVIII.
—Es preciosa.
—Gracias. Te regalaré una copia. Ven, siéntate aquí, en mi sillón. Yo me sentaré en la silla.
Estuvimos trabajando intensamente hasta la hora de la comida. En realidad, yo era la que proponía y él apuntaba diligentemente mis palabras en una libreta de notas. Empezamos, como es lógico, organizando el viaje. Yo dije que sería conveniente hacer todo el trayecto en alguno de nuestros coches, sobre todo para no dejar rastros, ya que, de ese modo, era posible ir y volver sin que nadie se enterara. Además, podíamos cargar todo el material en la parte trasera del vehículo y abatir los asientos para descansar alternativamente.
José levantó el bolígrafo en el aire.
—¿No pararemos para dormir en algún cómodo hotel con una cama enorme para los dos y una ducha?
—Lo siento —dije con una sonrisa—, pero tengo por norma no dormir jamás en ningún establecimiento público cuando estoy haciendo un trabajo. Es mucho más limpio llegar, hacer lo que hay que hacer y marcharse inmediatamente. De ese modo, nadie llega a saber que has estado allí.
—¡Ah!
—Una vez en Alemania, deberíamos cambiar nuestro vehículo por otro con matrícula de aquel país (que debería proporcionarnos Läufer), de forma que pudiéramos dejarlo aparcado varios días en una calle cualquiera sin que despertara sospechas.
—¿Por qué no en un aparcamiento público?
—Por los encargados. A todos los encargados de los aparcamientos les llama la atención el ticket de un coche estacionado más de veinticuatro horas.
—Vale.
—El material deberemos llevarlo guardado en mochilas impermeables de bastante capacidad, y mejor si son de espalda acolchada y con suspensión ajustable, porque tendremos que cargar con ellas muchos días. Necesitarás un traje de supervivencia en el mar como el que uso yo habitualmente. Son cómodos, mantienen el calor del cuerpo y evitan la humedad. Imagino que en esas dichosas cloacas, hará un frío de mil demonios y no podemos ir cargados con montañas de ropa.
—¿Dónde compro un traje de ésos?
—Pues, a ser posible, lejos de Oporto. Baja a Lisboa y busca en las tiendas de náutica.
—Toda la costa de Portugal está llena de esa clase de tiendas.
—Pues entonces lo tienes fácil. Seguro que lo encuentras enseguida. Cómpralo de color negro. ¡Ah, y también un gorro de baño del mismo color!
—¿Con adornos, como flores y cosas así?
—¡No, tonto! —repuse golpeándole con un lápiz—. De reglamento. Liso y de goma.
Le expliqué pormenorizadamente todas las piezas de mi equipo para que pudiera adquirirlas por su cuenta. También necesitaríamos botas, unas buenas botas con interior de alveolite, para aislar los pies de la humedad y el frío. Lo único que no iba a poder comprar serían los intensificadores de luz, pues su distribución y venta estaba controlada por el ejército, aunque podría conseguir otros de inferior calidad y menor potencia en alguna tienda de artículos de pesca. En cualquier caso, para aquel trabajo no le iban a hacer falta. Sería mucho más cómodo utilizar un par de linternas frontales con potentes bombillas halógenas. Deberíamos llevar, pues, una buena remesa de pilas alcalinas.
Volvió a levantar el bolígrafo en el aire, pidiendo la palabra.
—¿Y no nos cambiaremos de ropa alguna vez? Por higiene, ya sabes.
—Lo siento, pero no. No podemos llevar tanta carga. Cuando salgamos de allí y volvamos a casa, podrás ducharte, afeitarte y ponerte ropa limpia.
—¡Acabaremos oliendo a rata muerta! Aunque, quién sabe —recapacitó—, a lo mejor resulta afrodisíaco.
Luego hablamos de la comida. Era, quizá, el asunto más importante, pues no saldríamos al exterior hasta no haber recorrido todo aquel sucio dédalo de galerías. Tendría que ser comida ligera y nutritiva, de poco peso, como purés liofilizados, preparados secos de verduras y carne y leche en polvo. Para preparar tan espléndidos manjares, sobraría con una cocinilla de camping, a ser posible plegable y que se adaptara a la carga de gas más pequeña. También tomaríamos complejos vitamínicos y proteínicos, y, si, como yo pensaba, aquellos túneles tenían suficiente humedad para llenar varios estanques de ranas, la cantidad de agua que tendríamos que acarrear sería relativamente pequeña, sólo la imprescindible para preparar las comidas, pues nuestros cuerpos tendrían más que suficiente, y, en todo caso, repondríamos líquidos con bebidas isotónicas, cargadas de sales minerales.
Llevaríamos también un par de buenos y calientes sacos de dormir, un botiquín, una brújula digital, un telémetro manual para medir distancias, un pequeño magnetómetro portátil para leer detrás de las paredes y un equipo de radio —con sus correspondientes baterías de repuesto— para mantenernos en contacto con el exterior, ya que los teléfonos móviles, por muy potentes que sean, no funcionan ni en los túneles ni bajo tierra.
—¿Con qué exterior? —preguntó José levantando la mirada de la libreta de notas. La imagen de Amalia acudió a nuestras mentes.
—Con Läufer, por supuesto —precisé.
—¿Con Heinz…? ¿Se lo has preguntado?
—Bueno —repuse mordiéndome el labio—, no creo que tenga que gustarle. Sólo tiene que hacerlo.
—Me temo que no va a querer. Él ya cumple su parte en el grupo, Ana, que no es precisamente la de arriesgar el pellejo en directo.
—¡Pero alguien tiene que servirnos de enlace! —objeté—. No vamos a estar allí abajo durante Dios sabe cuánto tiempo sin que nadie del Grupo nos vigile. Podemos perdernos o caer heridos y quedarnos enterrados bajo tierra para siempre.
La única solución era dejar que Roi lo resolviera por su cuenta, así que, sin abandonar nuestro trabajo, le enviamos un mensaje urgente planteándole el problema. Cávalo programó la máquina para que se conectara automáticamente cada media hora y cargara el correo entrante. José continuó tomando notas, íbamos a necesitar una buena caja de herramientas, así como una minitaladradora, un desoldador, un detector de metales, rollos de cuerda, arpones, ganchos, estribos, poleas, puños de ascensión, mascarillas, guantes reforzados… La lista era interminable.
—Y pintura para marcar los lugares por donde vayamos pasando —añadió José.
—¿No prefieres un hilo de Ariadna o un rastro de miguitas de pan? —me burlé—. Tranquilo, creo que con un papel y un bolígrafo será suficiente.
Repartimos las compras y señalamos lo que cada uno aportaría. Decidimos que su coche, un Saab gris oscuro con una plaza de toros por maletero, era más apropiado que el mío para el viaje.
También el dinero era una cuestión fundamental. Si cambiábamos escudos o pesetas por francos y marcos, la operación quedaría inmediatamente registrada en nuestros bancos. De acuerdo con mi rigurosa forma de trabajar, las compras de divisas y las tarjetas de crédito estaban radicalmente eliminadas; el dinero para comer y para gasolina debía ser limpio, así que, nada más cruzar la frontera con Francia, se imponía un encuentro con Roi para que nos entregara una cantidad suficiente de francos que nos permitiera llegar hasta Alemania, y una vez allí, Läufer, en el momento de cambiar los coches, debería entregarnos una cantidad similar en marcos. No veía la hora de que empezara a funcionar la moneda única europea, el dichoso euro, para terminar de una vez por todas con estos agotadores quebraderos de cabeza.
En la siguiente conexión del ordenador de José, salió otro mensaje para Roi con las nuevas necesidades. Pero no hubo ninguna respuesta a nuestro mail anterior.
Seguimos trabajando durante media hora más. Eran ya cerca de las doce del mediodía y debíamos ir pensando en subir a comer, pero todavía faltaba por resolver alguna menuda cuestión.
—Necesitamos un buen mapa de carreteras de Francia, otro de Alemania y un plano detallado de la ciudad de Weimar.
—Los compraré esta semana —afirmó José distraído, trazando, por fin, una larga raya al final de la lista.
—No. Quiero decir que los necesitamos ahora. Deberíamos planificar nuestra ruta y conocer el trazado de las calles por las que tendremos que movernos.
—¡Vaya, pues sí que es raro, pero no tengo ningún mapa de ésos en este momento!
—¡Pero yo sí, papá!
Si me hubieran pinchado no me habrían sacado ni una gota de sangre. José me miró fijamente, con los ojos desorbitados y luego, muy despacio, levantó la cabeza hacia el techo, hacia el lugar del que procedía la voz apagada de la niña.
—¿Amalia…? —preguntó incrédulo.
—¿Sí, papá?
—Amalia, ¿estabas escuchando?
—Habláis muy fuerte y por el agujero del cable se oye todo.
—¡Lo que me faltaba! —exclamé soltando una carcajada.
—¡Amalia! —gritó su padre, enfadado—. ¡Baja al taller ahora mismo! ¡Tú y yo tenemos que hablar! No hubo respuesta.
—¿Me has oído, Amalia?
—Sí, papá.
—¡Pues baja!
De nuevo se hizo el silencio. La niña debía haber emprendido el largo y trágico camino hacia la reprimenda de su padre.
—Si quieres me voy, José.
Me miró largamente, meditando, y justo cuando la puerta de comunicación del taller con la casa se abría dando paso a Amalia, me dijo muy serio:
—No, quédate. Va a tener que acostumbrarse a ti… Y tú también vas a tener que acostumbrarte a ella.
—Pero quizá éste no sea el mejor momento…
—Ya estoy aquí —anunció Amalia al ver que no le hacíamos caso. Se había plantado frente a los dos, muy digna, con los brazos cruzados en la espalda. José se la quedó mirando con el ceño fruncido y los ojos fríos como el hielo.
—¿Por qué estabas escuchando nuestra conversación?
—No la estaba escuchando a propósito. Yo trataba de estudiar pero vuestras voces y vuestras risas se colaban por el agujero del cable.
—¿Y qué es lo que has oído exactamente? —la interrogué. Tuve buen cuidado de poner una nota apaciguadora en mi voz.
—Todo.
—¡Todo! —bramó José.
Amalia bajó la cabeza. No creo que lo sintiera de verdad, pues debía haber pasado una mañana muy entretenida escuchando lo que hablábamos, pero aplacar a su padre mostrando sumisión era una buena táctica. Yo también la había empleado a menudo con el mío, y eso que, por dentro, hervía de indignación y orgullo herido.
—No lo he hecho con mala intención —musitó—. Si no hubiera querido que me descubrierais, no me habría ofrecido a ayudaros.
—Pues a pesar de tu buena fe y de tu admirable interés, comprenderás que…
—¡No puedes castigarme otra vez, papá! ¡Ya me castigaste anoche!
—¡Pero si es que no paras, es que haces una detrás de otra!
Y en este punto ambos pasaron al portugués, enzarzándose en una violenta discusión de la que ya no entendí nada. De todos modos, por el tono de las voces, comprendí con sorpresa que José estaba perdiendo.
Finalmente, después de un rato que se me hizo eterno, las miradas del padre y la hija recayeron al mismo tiempo sobre mí, lo que me llevó a sospechar que habían dicho algo que me concernía.
—Está bien, Amalia. Ofréceselo.
—¿Ofrecerme qué? —inquirí.
—Los mapas y el plano de Weimar. Los bajó anoche de Internet suponiendo que hoy nos harían falta y, por lo visto, ha mejorado la resolución y ha hecho un programita, un pequeño motor de búsqueda, para que nos resulte más fácil localizar nuestra ubicación y la zona que queramos estudiar.
—He reunido los datos de varios tipos de mapas —explicó Amalia con voz firme—, de manera que tenéis una gran cantidad de información disponible pinchando con el ratón o introduciendo el nombre o parte del nombre de lo que buscáis. Además, te da la mejor ruta para llegar a un punto si le indicas dónde te encuentras. Sonreí y me acerqué a ella.
—Amalia —intenté poner una mano sobre su hombro, pero se retiró como si mi contacto le escociera; la sonrisa se me apagó en los labios—, tienes todas las papeletas para ocupar el puesto de Läufer en el Grupo cuando seas mayor.
Creo que ésa fue la primera vez que Amalia me miró directamente a los ojos y me sonrió. En aquel instante, aunque aún no lo supiera, me había ganado su corazón. Por lo visto, había acertado de lleno en el centro de sus máximos deseos.
—Si quieres —me dijo—, te enseño cómo funciona. Puedes imprimir el área que desees al tamaño que te apetezca. Mira.
Poco después llegó el mail que estábamos esperando. Roi nos advertía de entrada que Läufer quedaba excluido de cualquier tarea, que ya había hecho suficiente en esta operación y que estaba demasiado ocupado para andarse perdiendo el tiempo en Weimar mientras nosotros recorríamos las malditas catacumbas. Por supuesto, José y yo nos quedamos perplejos por el tono empleado por Roi, pero supusimos que Läufer había respondido de manera mucho más violenta cuando le fueron planteadas nuestras necesidades. No obstante, después de la pequeña filípica, el príncipe Philibert nos tranquilizaba: él personalmente se haría cargo de todo. Nada más cruzar la frontera encontraríamos, en algún lugar previamente convenido, tanto los francos franceses como los marcos alemanes que nos iban a hacer falta, así como las llaves de un buen coche alemán y las instrucciones necesarias para poder encontrarlo y cambiarlo por el nuestro. En cuanto le diéramos las fechas del viaje, pondría el plan en marcha y, mientras estuviésemos bajo tierra, él permanecería, con nombre supuesto, en el hotel Kempinski de Weimar, dispuesto a recurrir a quien hiciera falta para sacarnos de las galerías si llegaba a suceder algún desgraciado accidente.
José puso al horno una enorme dorada y yo le ayudé preparando una guarnición de cebolla y patata que le iba a sentar divinamente al pescado. Amalia ayudó en todo y también puso la mesa, mostrándose tan encantadora —como si un hada buena le hubiera echado un encantamiento— que su padre la miraba con verdadera adoración. El programa informático que había creado para nosotros era realmente bueno y yo sabía que el pecho de José estallaba de orgullo paterno. Me dije con resignación que, para una vez que me enamoraba de verdad, había ido a elegir a un respetable progenitor y me recriminé por no haberme fijado un poco más y haber escogido a alguien que se encontrara realmente solo en esta vida. Pero cuando, en un descuido, José me besó en los labios, se me borraron todos estos malos pensamientos de la cabeza.
Ya en la mesa, mientras disfrutábamos de la sabrosa comida, la niña planteó el último problema que restaba por solucionar:
—¿Qué harás conmigo mientras estés fuera, papá?
—Supongo —murmuró José dejando el tenedor en el plato con gesto preocupado—, supongo que puedes quedarte con tu madre un par de semanas, ¿no? Quizá menos.
—No pienso volver con mamá.
—No puedes quedarte sola, Amalia —opiné.
—¿Por qué no? Ya soy mayor. Puedo quedarme aquí.
—Irás con tu madre. No hay más discusión. Luego, cuando yo vuelva, te vienes a esta casa otra vez.
Yo sabía que los padres de José habían muerto, pero los abuelos maternos podían estar vivos y quedarse con la niña. De todos modos, como no conocía el alcance de la enemistad entre madre e hija, supuse que no sería tan complicado que Amalia permaneciera con ella un par de semanas. A fin de cuentas, aquélla era su verdadera casa, pues el trato de vivir con su padre hasta Navidad no había sido más que un acuerdo temporal para solventar algún problema que yo desconocía.
—Los padres de Rosario viven muy lejos, en Ferreira do Alentejo, un pueblecito del sur de Portugal —me explicó José—, y Amalia no ha tenido nunca mucho trato con ellos. Así que volverá con su madre y no hablemos más. Además, no puede perder días de clase. Está en plenos exámenes.
—Eso no es verdad, papá, los exámenes de mañana son los últimos hasta diciembre. Y no quiero ir a casa con mamá. Ella está perfectamente sin mí y tú lo sabes.
—Mira, Amalia, no es lógico que te quedes sola aquí viviendo tu madre a tres calles de distan cía. ¿Qué crees que diría si se enterara, eh? Se lo contaría al juez en un santiamén y te quedarías sin padre hasta la mayoría de edad.
—Pues llévame contigo.
Solté una risa sardónica al tiempo que daba un trago largo de mi lata de coca-cola. ¡Para que luego dijera Ezequiela que yo era tozuda como una mula! Todavía había alguien que me superaba.
—¿Cómo voy a llevarte conmigo? —protestó José pacientemente. Si hubiera sido mi hija, desde luego que la disputa se habría terminado mucho antes—. Parece mentira, Amalia, que se te ocurran esas cosas con lo mayor que eres.
—Pues si soy mayor… —y aquí volvieron a pasarse al portugués, idioma en el que, al parecer, discutían más a gusto. Yo seguí comiendo tranquilamente, ajena a los aires tormentosos que discurrían de un lado al otro de la mesa, dejando que padre e hija zanjaran sus problemas familiares como les viniera en gana. Entonces se me ocurrió una idea absurda:
—José… ¿y si dejas a Amalia con Ezequiela, en mi casa?
—¿En tu casa, en España?
Sí, bueno, la idea era descabellada, ya lo sabía, pero por lo menos rompía el círculo vicioso de la discusión.
—Ezequiela podría cuidar de ella perfectamente mientras estamos fuera. De hecho, ha cuidado de mí toda la vida y el resultado no ha sido tan malo.
Amalia me miró con desconfianza mientras José trataba de entender mi proposición.
—¿Quién es Ezequiela? —preguntó ella.
—Es mi vieja criada. Ha vivido siempre con mi familia y, como perdí a mi madre cuando era pequeña, cuidó de mí y hoy día sigue viviendo conmigo en mi casa de Ávila. Te advierto que es una gruñona quisquillosa que no ha conocido más niños que yo, pero tiene buen corazón y cocina estupendamente.
—Me moriría de aburrimiento —sentenció.
—Sí, pero estarías bien con ella —terció José con los ojos brillantes—, y podríamos decirle a tu madre que me acompañas en un viaje de negocios a España.
—Creo que no quiero.
—Pues te quedarás con tu madre. Ya está decidido.
Amalia pareció reflexionar. Luego levantó la mirada hacia mí.
—¿Podría usar tu ordenador?
Estuve a punto de ponerme a gritar como una loca diciendo «¡No, no y no!», pero si la edad sirve para algo es, precisamente, para no perder la compostura. Así que con voz suave y tono meloso, dije:
—Naturalmente que no.
—Entonces prefiero quedarme en esta casa.
—Podrías llevarte el ordenador portátil —propuso su padre—. Y Ana te dejaría usar su conexión a Internet.
Volví a reprimir los gritos de la niña posesiva que había en mí y forcé una sonrisa voluntariosa:
—Eso podríamos negociarlo.
—Bueno, entonces de acuerdo. Me quedaré en Ávila. Pero sólo si puedo usar la conexión. Aquella noche, después de un largo vuelo y de una hora de carretera hasta Ávila, le conté a Ezequiela las novedades, sentadas las dos al calor del brasero de la mesa camilla del salón. Nada dijo. Nada me preguntó. Pero, al día siguiente, lunes, cuando abrí los ojos para empezar el nuevo día, estaba limpiando a fondo, con gran estrépito y brío, mi antigua habitación, la que había utilizado toda mi vida hasta que me pasé a la de mi padre, más grande y luminosa. Creo que le gustaba la idea de tener, otra vez, una niña en casa.