2

No volví a pensar en el extraño reentelado hasta el domingo por la tarde, día 4 de octubre, cuando fui a Santa María de Miranda para dejar el lienzo en el calabozo y, a punto ya de abandonar la celda y con mi tía esperándome impaciente en la puerta, recordé de pronto lo ocurrido durante el robo.

Después de unos segundos de desconcierto, durante los cuales consideré la posibilidad de dejar las cosas como estaban y salir de allí sin tocar nada, decidí investigar un poco por mi cuenta y, volviendo atrás, saqué de nuevo el lienzo de su tubo. El grosor era considerable debido a la adición del refuerzo aunque, al tacto, podía notarse que ambos tejidos no estaban completamente pegados entre sí, sino que rozaban uno contra el otro con suavidad, tan sueltos como el forro de un bolsillo. En realidad, la adherencia se producía sólo en los bordes, pero no parecía muy consistente, y me dio la impresión de que, sólo con despegar ligeramente una de las esquinas del reentelado, éste se desprendería sin grandes dificultades. Sin embargo, no me decidí a intentarlo. Me asustó la posibilidad de dañar la pintura original provocando algún conflicto con nuestro cliente ruso. Así que la guardé de nuevo en el portalienzos y regresé a casa dándole vueltas al asunto.

No tenía ningún sentido. Por más que lo analizaba mientras cenaba, no conseguía comprender el motivo de aquel arreglo en una tela en perfectas condiciones. Tanto llegó a preocuparme el asunto que, a medianoche, me levanté de la cama y me dirigí al despacho para mandarle un mensaje a Roi. Necesitaba que supiera lo que había descubierto y que me diera una buena explicación para que pudiera quedarme, por fin, tranquila.

La respuesta de Roi llegó a primera hora de la mañana. Al parecer había estado hablando con Donna y ésta, como experta, recomendaba despegar el reentelado por dos razones fundamentales: la primera, porque la mera existencia de ese refuerzo era completamente absurda, tal y como yo pensaba, y la segunda, porque precisamente por ser absurda podía despertar la desconfianza de nuestro cliente. Si se trataba de un error, eliminarlo no iba a mermar en absoluto el valor de la obra, sino todo lo contrario.

Así que subí de nuevo en mi coche y repetí el camino hasta el cenobio de mi tía, que se quedó perpleja al verme regresar tan pronto.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —me preguntó con aire de reproche.

A pesar de todo, me dije armándome de paciencia, es mi tía y la quiero.

—Necesito revisar el material que dejé ayer en el calabozo.

—Pues no voy a poder acompañarte, Ana María. Tengo que dirigir el rezo de laudes dentro de cinco minutos.

—No necesito que estés siempre conmigo cuando vengo al monasterio, tía —repuse contenta—. Te recuerdo que conozco el camino mejor que el de mi propia casa.

—Pues muy bien —me espetó—. Si no me necesitas, mejor para las dos. Aquí tienes la llave. No se te ocurra irte sin devolvérmela.

—No me la llevaré, ya sé que te daría un ataque —le dije, y le planté un beso cariñoso en plena mejilla. Juana se quedó tan sorprendida que me miró confusa durante unos segundos, sin saber qué hacer. Luego, muy digna, giró sobre sí misma y se alejó en dirección a la iglesia.

Por el camino saludé a varias hermanas rezagadas que llegaban tarde a la oración. En el fondo, me encantaba pasear sola por aquel recinto fresco y limpio, lleno de historia, y me pregunté con curiosidad cuántas monjas habrían acudido corriendo a los rezos por aquellos pasillos, a esas mismas horas, a lo largo de los siglos. ¡Qué vida más rara! Por muy hermoso que fuera el monasterio, no podía entender que alguien se encerrara allí para siempre renunciando a todo lo que había de bueno (y de malo) en el exterior.

Mis manos temblaban cuando abrí la puerta del calabozo y tuve que respirar hondo varias veces para controlar mi pulso acelerado. ¡Qué tontería! Durante las operaciones más peligrosas, en los momentos de mayor riesgo, los latidos de mi corazón permanecían inalterados, proporcionándome la frialdad necesaria para adoptar las decisiones más correctas. Sin embargo, ahora, a punto de despegar dos vulgares telas, estaba nerviosa y excitada como una tonta.

Sobre una mesa italiana de nogal del siglo XVI, con patas en forma de «as de copas», extendí un amplio pliego de papel vegetal y, sobre él, puse el lienzo de Krilov invertido. Luego, con ayuda de unos bastoncillos para las orejas humedecidos con agua y de una pequeña espátula, comencé a despegar las dos telas tan rápidamente como me permitía la vieja resina utilizada para el encolado. Incluso antes de haber terminado el proceso, que me llevó unos diez minutos, ya me había dado cuenta de que el extraño reentelado era, en realidad, otra pintura distinta adherida a la de Krilov y, cuando por fin terminé de separarlas y levanté en el aire el falso refuerzo, me encontré ante un segundo cuadro que nada tenía que ver con el original. Como no podía verlo bien con aquella pobre iluminación, salí del calabozo buscando en el claustro la claridad del día, tan sorprendida y desconcertada que no me preocupé de comprobar si alguna monja despistada andaba por allí en aquel momento. Debía ofrecer una imagen curiosa, saliendo de la celda con paso apresurado y con los brazos completamente extendidos, como un crucificado, para mantener desplegada la pintura frente a mis ojos.

Un viejo de larga barba y rostro maligno levantaba la cabeza y miraba hacia lo alto desde el fondo de lo que parecía un pozo lleno de lodo que le llegaba hasta la cintura. Por debajo de los brazos, unas gruesas cuerdas tiraban hacia arriba de él, que se dejaba izar sin cambiar la expresión de odio de su mirada. La imagen era tenebrosa, sin matices y bastante mal ejecutada, como hecha por la mano torpe de un aficionado. En la parte superior, una cartela de forma oval, envuelta por un falso marco de volutas, exhibía una inscripción indescifrable en hebreo, y abajo, a la derecha, aparecía el nombre del artista, un tal Erich Koch, y la fecha, 1949. ¡Qué extraño que alguien hubiera pegado aquel engendro en el dorso de una obra como los Mujiks de Krilov! Por fortuna, había llevado conmigo la cámara de fotografiar, así que disparé varias instantáneas desde distintos ángulos con la idea de enviárselas a Roi.

Guardé el Krilov en el portalienzos y puse mi hallazgo en otro tubo de láminas que tenía por allí. Estaba deseando llegar a casa para informar al Grupo del resultado de mi hazaña. Bueno —me dije contenta—, el misterio está resuelto.

A media tarde recogí las fotografías de la tienda de revelado en una hora que hay junto a la catedral y las pasé rápidamente por el escáner para mandarlas a Roi por e-mail. Como no terminé de aclararme con los formatos de las imágenes, puse tanta calidad en la resolución que estuve más de media hora enviando el mensaje. A las diez de la noche, después de haber estado comprobando el correo cada veinte minutos, desistí de que el príncipe Philibert diera señales de vida y apagué el ordenador. Luego, durante la cena, Ezequiela, que tenía un no sé qué raro en la mirada, estuvo contándome los cotillees y novedades de la jornada. Cuando terminamos de recoger la mesa, la dejé con la palabra en la boca y me retiré a mi habitación: tenía ganas de leer un rato antes de dormir y el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline me llamaba a gritos desde la mesilla de noche. Pero Ezequiela, que, al parecer, no me lo había terminado de contar todo, apareció inesperadamente con una gran taza rebosante de leche caliente que le sirvió de excusa para entrar y sentarse a los pies de la cama.

—Nunca hasta ahora te había dicho lo que te voy a decir… —empezó, y a mí aquello me disparó la luz roja de alarma.

—Bueno, pues no me lo digas. Estoy segura de poder seguir viviendo sin saberlo.

—¡No seas rebelde, niña! Suspiré con resignación.

—Está bien, habla… —acepté, arreglándome el embozo de la sábana y dejando el libro a un lado con gran dolor de mi corazón.

—Llevo un tiempo pensando que a ti lo que te hace falta es casarte.

—¡Vale, se acabó! —exclamé incorporándome a medias y amenazándola con el grueso lomo del Viaje al fin de la noche—. ¡Hala, ya puedes irte! ¡Buenas noches!

—¡Ana María, cállate! —gritó. Indudablemente, no le hice caso.

—¿Pero tú te crees que es normal —vociferé— que tengamos este escándalo a estas horas de la noche? ¡Los vecinos van a pensar que nos hemos vuelto locas!

—Pero si aquí la única que grita eres tú… —protestó bajando de golpe el volumen y usando su vocecita de amable anciana gravemente ofendida.

—¡Ah, claro! ¿Tú no estás gritando, verdad?

—¿Yo? —se sorprendió—. ¡Naturalmente que no!

—Ezequiela, vas a volverme loca, de verdad.

—Si me escucharas sin discutir —dijo con mucha dignidad y totalmente cargada de razón, pasando la palma de la mano sobre la colcha para alisar una arruga invisible—, no tendríamos que llegar siempre hasta este punto.

Ahí ya sí que no me pude tragar la indignación.

—¿Pero de qué maldito punto estás hablando? Entras a traerme un vaso de leche caliente y, de repente, me encuentro inmersa en la guerra de Troya.

—Sólo quería que hablásemos sobre tu reloj biológico.

—No deberías ver tanta televisión —refunfuñé—. Eso del reloj biológico no te pega nada.

—Ana María, estás a punto de cumplir treinta y cuatro años. Antes de que te des cuenta se te habrá pasado la edad de tener hijos.

—Te recuerdo que Rosario Aliaga, mi ginecóloga, ha tenido su primer hijo a los cuarenta.

—¿Y tú tienes que hacer lo mismo que hace tu ginecóloga? ¡Pues mira qué bien!

La observé con atención durante unos instantes. En todo aquello había algo que no encajaba. Su redonda y hundida barbilla temblaba imperceptiblemente y en sus ojos un brillo cristalino delataba un mar de lágrimas reprimidas. Sin darme cuenta, alargué la mano y cogí la suya, que descansaba sobre la colcha.

—¿Qué intentas decirme, Ezequiela? ¿Qué te pasa? No es propio de ti venirme con historias de matrimonios.

Suspiró profundamente y levantó la mirada con lentitud.

—La semana que viene cumplo setenta años.

—Ya, ya lo sé. El miércoles.

—¿Qué será de ti cuando yo ya no esté…? Ahí estaba el quid de la cuestión.

—¡Oh, Ezequiela, por favor! Me miró largamente con unos ojos llenos de reproche.

—¡No tienes a nadie más que a mí! Cuando yo me muera te quedarás completamente sola. ¡Ni siquiera te gustan los perros!

—Pero tengo a tía Juana… —dije, y me arrepentí inmediatamente de ello.

—¡A Juana…! ¡Ja! —escupió despectivamente—. ¡Ésa…! ¿Pero es que no te das cuenta? ¡Tu tía está encerrada por su gusto en un convento! Cuando yo muera te quedarás sola en esta enorme y vieja casa, sin nadie que te cuide, sin nadie que se preocupe por ti —las lágrimas comenzaron a formar pequeñas lagunas entre las numerosas grietas y pliegues de su rostro—. Eso es lo que más miedo me da. No tienes nada, Ana María. ¡Si por lo menos tuvieras un hijo! Bien sabe Dios que yo preferiría que te casaras con un buen hombre y por la Iglesia, pero si no es ése tu gusto, si no quieres atarte a nadie, ¡ten un hijo! Es lo único que te pido para mi cumpleaños.

—¿Quieres que tenga un hijo en una semana…? —pregunté escandalizada. Ezequiela sonrió.

—¡Sabes lo que he querido decir, niña!

—Mira, vieja gruñona, lo único que sé es que tú aún tienes cuerda para rato y que no te vas a morir el día de tu cumpleaños. Además, ¿qué dirían en Ávila si la última Galdeano se quedara embarazada de un señor desconocido?

—¡Que digan lo que quieran! Ya se cansarán de decir.

—No sabía que fueras tan moderna.

—Y no lo soy —afirmó rotundamente, secándose la cara con el dorso de la manga del jersey—. Pero no puedo soportar la idea de verte tan sola. Prométeme que lo pensarás.

—Te lo prometo, ¿estás contenta ya?

—¡Promételo otra vez mirándome a los ojos! —exigió.

—¡Venga, Ezequiela, por favor! ¿Pero es que tú me ves cuidando a un niño? ¿Crees que ser madre va conmigo? No tengo el menor instinto maternal, ni ganas de reproducirme.

—¡Promete!

—¡Oh, Dios mío! —grité exasperada levantando los brazos hacia el techo—. ¿Pero qué habré hecho yo para merecer este castigo?

—¡Ana María!

—Está bien, está bien… Lo prometo —dije mirándola a los ojos—. Prometo que pensaré seriamente en la posibilidad de tener un hijo.

Ezequiela sonrió como una niña pequeña que, después de dar un berrinche a todo el mundo, consigue el capricho que quería.

—Bien, muchacha, bien —exclamó palmeándome la mano—. Ahora ya puedes coger tu libro.

Se levantó de la cama sin abandonar la sonrisita de satisfacción y, después de dibujarme una cruz en la frente con el pulgar derecho, me dio un beso ligero y se marchó de la habitación cerrando la puerta silenciosamente.

No tenía ni la más remota intención de cumplir mi promesa, pero, al menos, me había librado de Ezequiela por un tiempo. No me cabía la menor duda de que volvería a la carga sobre el tema como una columna de la caballería ligera, pero tardaría todavía unos meses.

Aquella noche tuve horribles pesadillas llenas de bebés rechonchos y babosos, de esos que salen en la televisión anunciando pañales. Todos tenían la piel sonrosada y eran rubios como los ángeles. El problema era que también tenían los ojos azules, como la tía Juana, y, en la familia Galdeano jamás ha habido nadie con los ojos azules. Por supuesto, a la mañana siguiente me desperté agotada y de bastante mal humor, así que Ezequiela se las arregló para desaparecer de mi vista, perdiéndose por la casa con hábil maestría.

Atándome el cinturón de la bata y bostezando hasta desencajarme las mandíbulas, me encaminé al despacho y encendí el ordenador. Entraba un sol radiante por las ventanas y un arrebatador aroma a café recién hecho me amarró por la cintura y tiró de mí hacia la cocina mientras la máquina se ponía en funcionamiento y se conectaba a Internet para comprobar el correo. Todavía no había terminado de servirme una taza cuando escuché la voz metalizada que me avisaba de la llegada de mensajes del Grupo.

—Tengo que cambiar ese ruido… —musité echando un poco de leche fría sobre el café humeante.

Cuando me senté frente a la pantalla, el algoritmo descodificador de Läufer había terminado de componer el mensaje: «IRC, #Chess, 9.30, pass: Govinda. Roi». Miré mecánicamente el reloj. Eran las ocho y media de la mañana. Todavía tenía tiempo de ir a correr un rato, así que me puse una camiseta, unos pantalones de chándal y unas deportivas y me lancé a la calle. Con los pulmones llenos del fresco aire de la mañana, abandoné el recinto amurallado, saliendo por la puerta que da a la iglesia de San Vicente y bajando, por la izquierda, hasta el puente Adaja. Sin notar todavía el cansancio, pero un poco aturdida por el bullicio matinal del tráfico y los colores grises de un día nublado, llegué hasta los Cuatro Postes —donde lograron detener a santa Teresa cuando, de pequeña, intentaba huir a tierras de moros para entregarse al martirio—, y allí giré sobre mí misma, dando saltitos para no perder el ritmo. Tomé aire, eché una última mirada a la ciudad desde lo alto y volví sobre mis pasos para entrar de nuevo en el perímetro viejo por la puerta de la calle del Conde Don Ramón.

A la hora convenida, envuelta en el albornoz y secándome el pelo con la toalla, ocupé de nuevo el sillón y me conecté al IRC. El servidor me dio paso a la primera (me costaba una fortuna al año la dichosa conexión) y, como siempre, entré en Undernet dando una pequeña vuelta por el mundo y cambiando continuamente de identificación. Aquel día utilicé un redireccionador que pasaba por Pensacola y Singapur, y llegué a #Chess con mis falsos datos en alfabeto mandarín. Tuve que cambiar la configuración del programa para poder escribir «Govinda» en alfabeto latino sin bloquear el ordenador. Roi, según su costumbre, ya estaba esperando:

—Buenos días, Peón. ¿Has descansado bien? Un escalofrío recorrió mi espalda recordando a los bebés rubios y de ojos azules.

—Buenos días, Roi. No, en realidad he pasado una noche horrible. ¿Están citados todos los demás?

—Todos menos nuestro broker, Rook. A estas horas está ya trabajando en la city.

Los mercados bursátiles europeos se hundían irremediablemente en una de las peores crisis financieras de la historia. Rook andaría como loco intentando frenar sus pérdidas. Pero mientras los japoneses no controlaran su deflación, los rusos siguieran devaluando el rublo e Iberoamérica continuara tan emergentemente frágil, poco era lo que los inversores se atreverían a hacer.

—¿Cómo está tu tía? —preguntó Roi cambiando de tema. Rook, la Torre, era su agente de bolsa en Inglaterra y probablemente el príncipe Philibert tenía sudores fríos recordando la crisis.

—Mi tía está como siempre. Dirige su convento con puño de acero.

—¡Qué gran mujer! —escribió con admiración. Siempre estuve convencida de que entre Roi y Juana había habido algo en el pasado, pero, por desgracia, nunca pude comprobarlo—. Dale un abrazo muy grande de mi parte cuando la veas.

—Lo haré.

Los demás llegaron enseguida. Rápidamente nos dispusimos a comenzar la reunión. Cávalo y Läufer me saludaron efusivamente y me felicitaron por el éxito de Alemania. Läufer, además, quiso narrar a los presentes los detalles de mi «esplendida actuación», pero, por suerte, Roi le contuvo a tiempo con una enérgica llamada al orden. Naturalmente, Heinz seguía teniendo el teclado estropeado, así que, para desgracia nuestra, seguía escribiendo a gritos.

—CÁVALO, LE ENTREGUÉ A PEÓN TU JUGUETE MÄRKLIN, COMO HABÍAMOS QUEDADO.

—¿Cómo te lo hago llegar, Cávalo? —pregunté. La verdad es que no había vuelto a recordar el paquete que descansaba en algún lugar del armario de mi habitación.

—No corre prisa. Podríamos quedar un día de éstos, ¿te parece bien?

—Espléndido —repuse. Me agradaba la idea de volver a ver a Cávalo tan pronto.

—¿Todos habéis examinado las fotografías que os he mandado? —atajó Roi, cambiando de tema. Las respuestas fueron afirmativas.

—¿Alguien puede aportar alguna información sobre esa extraña pintura?

Por unos instantes la pantalla permaneció en suspenso, vacía de mensajes.

—Bien. Os contaré por qué he convocado esta reunión. Lo cierto es que no he dormido mucho esta noche…

Roi nos dijo que, cuando recibió las imágenes, le chocó sobremanera el hecho de ver el nombre de un pintor alemán, Erich Koch, firmando un cuadro en el que se reproducía a un viejo personaje judío de evidente origen bíblico que, en un primer momento, no pudo identificar. Pero, aparte del hecho de que estuviera escondido detrás de otro cuadro, lo que más llamó su atención fue la fecha: 1949, apenas cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Movido por la curiosidad, despertó a Läufer en plena noche y le pidió que averiguara todo lo posible sobre ese desconocido artista y, luego, llamó a su amigo Uri Zev, miembro de la División de Asuntos Culturales y Científicos del Ministerio de Relaciones Exteriores israelí.

—¿Qué le contaste a tu amigo Zev, si puede saberse? —le interrumpió vivamente Donna.

—No debéis preocuparos. Uri ha trabajado conmigo en el pasado y es un hombre de total confianza. Además, tomé la precaución de borrar de las fotografías el nombre de Erich Koch y la fecha.

—¿Y no le molestó que le llamaras a esas horas tan intempestivas? —Estaba claro que Donna no se sentía tranquila.

—Uri está acostumbrado a que le llamen a cualquier hora del día o de la noche. Su trabajo en la División de Asuntos Culturales es sólo una pequeña parte de las muchas actividades internacionales que realiza. Créeme, Donna, Uri es alguien en quien se puede confiar. No es la primera vez que le consulto alguna información relativa a nuestro trabajo, aunque siempre de manera que él no pueda relacionarme con lo que lee después en la prensa. Anoche le dije que la imagen era el cuadro de un desconocido pintor israelí contemporáneo, afincado en Galilea, y que sólo deseaba que, como judío, me hiciera un rápido análisis de la obra y la traducción del contenido de la cartela.

—¿Y QUÉ TE DIJO? —preguntó impaciente Läufer.

—Antes prefiero que les cuentes a todos lo mismo que me has contado a mí esta madrugada. Pero te agradecería que escribieras con letras pequeñas.

—¡NO PUEDO! ¿ES QUE NADIE ME CREE?

La respuesta, naturalmente, fue una negativa unánime, pero Läufer no se inmutó y nos puso al tanto de sus descubrimientos con tantas mayúsculas como le fue posible. Había dispuesto de apenas un par de horas esa noche para navegar por la red a la caza y captura de cualquier información sobre un pintor alemán de mediados de este siglo llamado Erich Koch, pero lo poco que había podido averiguar le había dejado realmente perplejo: los datos que iba recibiendo en su ordenador nada tenían que ver con un pintor desconocido llamado Erich Koch sino, de manera exclusiva, con el gauleiter Erich Koch, jerarca nazi de la provincia prusiana de Kónigsberg, muerto en una prisión polaca en 1986.

—¿Y no aparece ningún otro Erich Koch por ninguna parte? —preguntó Cávalo—. Está claro que debe tratarse de dos personas distintas.

—No necesariamente —apunté yo, atando cabos rápidamente en mi cabeza.

—SON LA MISMA PERSONA. NO EXISTE NINGÚN OTRO ERICH KOCH EN LOS CENSOS DE ALEMANIA DESDE 1875.

—Es curioso que ya nos hayamos encontrado con tres nazis en esta historia —dije extrañada—, Fritz Sauckel, Helmut Hubner y Erich Koch. Todos estrechamente relacionados con el mundo del arte y con el cuadro de Krilov.

—Ésa es la cuestión —advirtió Roi—. Estoy convencido de que hemos tropezado con un asunto espinoso que, por el momento, escapa a nuestra comprensión, pero que podría llegar a afectarnos directamente si es que Helmut Hubner forma parte de esta intriga.

:—¿Y qué hay de nuestro cliente ruso? ¿No convendría saber algo más acerca de él? —propuso Cávalo.

—¿Vladimir Melentiev…? Sí, desde luego, también habrá que investigarle. Es evidente que su interés por el cuadro de Ilia Krilov ha sido el detonante de esta situación en la que ahora nos vemos envueltos. Quizá debimos informarnos un poco más antes de aceptar su encargo.

—ES POSIBLE QUE NO SEPA NADA DEL LIENZO DE KOCH.

—¡Vamos, Läufer! —protestó Cávalo—. Recuerda que estaba dispuesto a pagar el precio que le pidiéramos por el Krilov, fuera el que fuera. ¡Esa actitud no parece precisamente inocente!

—SIEMPRE Y CUANDO EL LIENZO DE KOCH TENGA ALGÚN VALOR QUE PUEDA INTERESARLE, COSA QUE DUDO PORQUE SU CALIDAD ES PÉSIMA.

—Por cierto, Roi —atajé—. No nos has contado lo que te dijo tu amigo Uri Zev.

—¡Ah, es cierto! Bien, veréis, esperad que coja mis notas… Sí, ya está, aquí las tengo. Al parecer la escena representa el momento en que el profeta Jeremías es liberado del cautiverio. Para quien tenga una Biblia a mano, la historia se puede leer en Jeremías 38,1-14. Al profeta lo metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey Sedecías, por profetizar desgracias variadas para el pueblo de Israel. Esa cisterna no tenía agua pero sí bastante lodo y allí Jeremías debía morir de hambre. Un eunuco etíope de la corte intercedió ante el rey y consiguió que lo sacaran de allí. Y eso es lo que puede verse en la pintura.

—¿Y qué quieren decir esas letras hebreas escritas en la cartela? —pregunté.

—¡Ah, eso Uri no pudo decírmelo! El alfabeto es hebreo, desde luego, pero el texto es totalmente incomprensible.

—¡FANTÁSTICO!

—Läufer, quiero que pongas del revés las bases de datos del mundo entero si es necesario, pero averigua todo sobre Erich Koch, Fritz Sauckel, Vladimir Melentiev y Helmut Hubner. Yo indagaré la vida de Ilia Krilov hasta conocer sus pensamientos y a los demás os ruego que le deis vueltas al cuadro de Koch hasta que no quede un detalle por analizar. El Grupo de Ajedrez puede haberse metido, sin saberlo, en algún feo asunto de consecuencias imprevisibles, así que, damas y caballeros, ¡a trabajar! Les espero a todos el próximo domingo, día 11 de octubre, a la misma hora, en el mismo sitio y con el password «Gobi». Y recuerden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos. Pasé todo el día en la tienda, ocupada en mil pequeños asuntos, pero a las ocho de la noche, cuando conecté la alarma y bajé la persiana metálica antes de irme a casa, el cuadro de Koch retomó en mi cabeza el protagonismo absoluto. Ezequiela estaba viendo la televisión en el salón y cosiendo, a punto de cruz, unos cuadritos que luego enmarcaría para colgarlos en la pared de su habitación. La casa estaba caldeada y había café recién hecho en la cocina.

Sin quitarme la chaqueta y sin tan siquiera dejar el bolso en el perchero, entré en el despacho y, encendiendo la luz de la lámpara, pulsé los interruptores del ordenador y de la impresora. Mientras el equipo se ponía en marcha y ejecutaba las tareas programadas, me serví una taza de café y me cambié de ropa. Luego regresé al despacho, comprobé que no tenía correo y arranqué el programa Photo-Paint, uno de los mejores para la manipulación de imágenes y, desde él, cargué la fotografía escaneada del Jeremías de Koch visto de frente. Puse papel fotográfico en la impresora y efectué una primera estampación ajustando automáticamente el contraste, la saturación y el brillo con la opción de máxima calidad. Al cabo de un rato (y de un paquete de papel y un cartucho de tinta en color), tenía el despacho lleno de ampliaciones de segmentos del cuadro puestas encima de los muebles e incluso pegadas con cinta adhesiva por las estanterías y las paredes.

Había cogido la vieja y abultada Biblia de la familia, encuadernada en piel negra y ya deforme, y me estaba paseando por el despacho con el dichoso mamotreto en los brazos y leyendo en voz alta el texto de los catorce primeros versículos del capítulo 38 de Jeremías:

Oyeron Safatías, hijo de Matan; Guedelías, hijo de Pasjur; Jucal, hijo de Selemías, y Pasjur, hijo de Melquías, que Jeremías decía delante de todo el pueblo: «Así dice Yavé: Todos cuantos se queden en esta ciudad morirán de espada, de hambre y de peste; el que huya a los caldeos vivirá y tendrá la vida por botín. Así dice Yavé: Con toda certeza, esta ciudad caerá en manos del ejército del rey de Babilonia, que la tomará». Y dijeron los magnates al rey: «Hay que matar a ese hombre, porque con eso hace flaquear las manos de los guerreros que quedan en la ciudad, y las de todo el pueblo, diciéndoles cosas tales. Este hombre no busca la paz de este pueblo, sino su mal». Díjoles el rey Sedecías: «En vuestras manos está, pues no puede el rey nada contra vosotros». Tomaron, pues, a Jeremías y le metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey, que está en el vestíbulo de la cárcel, bajándole con cuerdas a la cisterna, en la que no había agua, aunque sí lodo, y quedó Jeremías metido en el lodo…

La puerta del despacho se abrió de golpe y yo me detuve en seco, quedándome congelada como el fotograma de una vieja película, con el libro en la mano izquierda y el puño derecho amenazando a los magnates.

—¿Te pasa algo? ¿Por qué das esos gritos y hablas tan fuerte? —preguntó Ezequiela con preocupación.

—Estoy leyendo la Biblia. Ezequiela enarcó las cejas, abriendo mucho los ojos, y salió dando un suspiro.

—Tú no estás bien.

… metido en el lodo —continué—. Oyó Abdemelec, etíope, eunuco de la casa real, que habían metido a Jeremías en la cisterna. El rey estaba entonces en la puerta de Benjamín. Salió Abdemelec del palacio y fue a decir al rey: «Rey, mi señor, han hecho mal esos hombres tratando así a Jeremías, profeta, metiéndole en la cisterna para que muera allí de hambre, pues no hay ya pan en la ciudad». Mandó el rey a Abdemelec el etíope, diciéndole: «Toma contigo tres hombres y saca de la cisterna a Jeremías antes de que muera». Tomando, pues, consigo Abdemelec a los hombres, se dirigió al ropero del palacio, y tomó de allí unos cuantos vestidos usados y ropas viejas, que con cuerdas le hizo llegar a Jeremías en la cisterna. Y dijo Abdemelec el etíope a Jeremías: «Ponte estos trapos y ropas viejas debajo de los sobacos, sobre las cuerdas». Hízolo así Jeremías, y sacaron con las cuerdas a Jeremías de la cisterna, y quedó Jeremías en el vestíbulo de la cárcel.

El cuadro de Koch representaba exactamente el momento en que el profeta comenzaba a ser sacado de la cisterna con las cuerdas. Por más que amplié la pintura hasta un mil seiscientos por cien (el máximo que permitía el programa), por más que ajusté la búsqueda de colores y por más pruebas que hice de todas clases, no encontré nada escondido, ni disimulado, ni insinuado en la pintura, aparte de lo que podía verse a simple vista. Y lo único que podía verse a simple vista era la cara de odio del profeta Jeremías.

A las once y media de la noche, Ezequiela vino a darme las buenas noches. Toda la casa quedó en silencio, salvo por el ruido de la impresora, que no paraba de sacar las copias que yo le iba pidiendo con todas las pruebas y cambios posibles efectuados en la imagen. A las dos de la madrugada tenía tal dolor de cabeza de fijar la vista en la pantalla, que tuve que tomar un analgésico para poder seguir trabajando. A las tres abandoné el diseño gráfico y decidí que era hora de realizar estudios bíblicos. ¿Quién era Jeremías? ¿Por qué le metieron en la cisterna? ¿Qué tenía ese profeta judío que había despertado el interés de un gauleiter nazi antisemita?

Jeremías había nacido en torno al año 650 a.n.e.[7] y había muerto en algún momento indeterminado tras la conquista de Jerusalén por Babilonia, hacia el 586 a.n.e. Desde el principio rompió con el esquema tradicional del oráculo profetice, prefiriendo el poema de marcado acento derrotista y agorero. Aunque en los inicios de su carrera gozó de la protección del rey Josías de Judá, tras la muerte de este monarca en el 609 a.n.e. cayó en desgracia, siendo considerado traidor por anunciar la victoria de Babilonia sobre Judá y Jerusalén y prohibiéndosele hablar en público. Por supuesto, como incumplió repetidamente la prohibición, fue arrestado varias veces y, por fin, lanzado a una cisterna llena de lodo.

Encontré abundante material sobre el Libro de Jeremías en las enciclopedias que había por casa, pero era todo demasiado teológico y escolástico, muy poco comprensible para una neófita como yo. Nada de lo que leí despertó mi atención y la verdad es que me resultó terriblemente difícil mantenerme despierta a esas horas de la noche con semejantes lecturas. Estaba a punto de desistir y marcharme a la cama, cuando, de repente, vino a mi memoria un viejo libro de esos que siempre aparecen cuando buscas cualquier otro, que no recuerdas haber comprado y que jamás abres ni siquiera por curiosidad. No es que tuviera mucho que ver con lo que yo perseguía, pero hablaba de la Biblia y, a esas horas, ya no podía pensar con demasiada claridad. El libro se titulaba Los mensajes del Antiguo Testamento y era de un escritor desconocido que se empeñaba en demostrar que las alegorías, metáforas, parábolas y proverbios del Antiguo Testamento contenían, en realidad, el anuncio del final del mundo y el advenimiento de una nueva civilización. Al hojear distraídamente el índice de contenidos, mis ojos cansados tropezaron, por fin, con algo que me quitó el sueño de golpe: el capítulo cuarto se titulaba «Atbash, el código secreto de Jeremías». Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al principio de dicho capítulo y comencé a leer con verdadera fruición. El código secreto más antiguo del que se tenía noticia en la historia de la humanidad, decía el libro, era el llamado código Atbash, utilizado por primera vez por el profeta Jeremías para disfrazar el significado de sus textos. Jeremías, asustado por las represalias que los poderosos miembros de la corte y el propio rey pudieran tomar contra él por vaticinar la derrota frente a Babilonia, encriptó el nombre de este reino enemigo a la hora de escribir, para lo cual utilizó una simple sustitución basada en el alfabeto hebreo, de modo que la primera letra del alfabeto, Aleph, era sustituida por la última, Tav; la segunda, Beth, por la penúltima, Shin, y así sucesivamente. El nombre de este primer código, Atbash, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, venía dado, por lo tanto, por su propio sistema de funcionamiento: «Aleph a Tav, Beth a Shin», es decir, Atbash. Así pues, Jeremías, tanto en el versículo 26 del capítulo 25, como en el versículo 41 del capítulo 51 de su libro, había escrito «Sheshach» en lugar de Babilonia. Por supuesto, ataqué la Biblia familiar en busca de esos dos versículos para comprobar si era cierto lo que decía el pequeño y folletinesco librito y, en efecto, lo era, allí estaban las pruebas. A pesar de la hora y del cansancio, me sentía activa y despierta como si fuera mediodía. Inmediatamente confeccioné un alfabeto hebreo que podía plegarse por la mitad de modo que resultara fácil efectuar la sustitución de unas letras por otras. Cogí el mensaje de la cartela del cuadro de Koch, le apliqué el código Atbash para desencriptarlo y lo copié al final de un texto explicativo que envié a Roi por correo electrónico. Luego destruí todo el material que había impreso (era una norma del Grupo) y me fui a la cama.

Creo que las dos horas que dormí aquella noche fueron las dos horas que mejor he dormido en toda mi vida. No tenía ni idea de si se podría traducir el mensaje que había remitido a Roi para que lo hiciera llegar a su amigo Uri Zev, pero, incluso aunque no se pudiera, había trabajado tan duro y con tanta pasión que me sentía profundamente satisfecha de mí misma.

La información recopilada por Läufer durante aquellos días resultó todavía más sorprendente de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Desde sitios tan dispersos como Ucrania, Inglaterra, Berlín e Israel, desde entidades como la Universidad de Toronto en Canadá, el diario El Universal de México, el museo Pushkin de Moscú, el Polemiko Mousio de Atenas, el Instituto Chileno-Francés de Cultura, y desde ficheros clasificados de la policía israelí, del FBI, de la vieja Stasi de la desaparecida República Democrática Alemana o del reconvertido KGB, la documentación fue llegando hasta nuestros ordenadores trazando una imagen real y estremecedora de aquellos que, hasta ese momento, no habían sido otra cosa que quiméricos personajes en una historia llena de enredos.

Fritz Sauckel, uno de los miembros más brutales de la vieja guardia nazi, diputado del Reichstag y general de las temibles SA, ejerció durante la guerra como gobernador general y gauleiter de Turingia. Ministro plenipotenciario del Reich para la mano de obra, reclutó cinco millones de obreros forzados, de ostarbeiter, en los territorios ocupados, la mayoría de los cuales trabajaron sin descanso hasta la muerte. Según Jacques Bernard Herzog, uno de los procuradores generales ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, «Este antiguo marino mercante, padre de diez hijos, encumbrado a la alta política por la revolución hitleriana, ordenaba alimentar a los trabajadores en función de su rendimiento. Dentro de una mentalidad primitiva como la suya, encontraba justificación a todo reproche: él sólo ejecutaba las órdenes del Führer. Pretendía no haber sabido nada de las atrocidades cometidas en los campos de concentración; le mostré entonces una fotografía que lo presentaba visitando en compañía de Himmler el campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, del cual era responsable como gauleiter del territorio. Afirmó estúpidamente que su visita se había limitado a los edificios exteriores del campo, en el que no había entrado nunca».

Esa «mentalidad primitiva» a la que Herzog hacía referencia en su discurso de 1949 ante miembros destacados de la Universidad de Chile, respondía, sin embargo, a una inteligencia muy por encima de lo normal, según pudo comprobar durante el proceso el psiquiatra judicial americano Gustave M. Gilbert. Sin embargo, y a pesar de esa inteligencia superdotada, Sauckel, como gauleiter de Turingia, ordenó, sin la menor inquietud, que los restos de los grandes escritores Goethe y Schiller fuesen sacados del mausoleo real de Weimar y trasladados a la cercana ciudad de Jena para ser destruidos en caso de que los americanos entraran en Turingia. Afortunadamente, tal destrucción no se llevó a cabo.

El 1 de julio de 1946, lord Justice Lawrence, presidente del Tribunal Internacional de Núremberg, daba a conocer la sentencia contra Fritz Sauckel, condenado a morir en la horca por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El que fuera temible gobernador de Turingia fue ejecutado tres meses después, la madrugada del 16 de octubre.

Diferente fue el destino de su amigo Erich Koch, con el que le unían, al parecer, antiguos lazos de camaradería desde que ambos se habían conocido en Weimar, en 1937, cuando Koch, entonces general de división de las SS, había llegado a la ciudad con el primer grupo de trescientos reclusos para empezar la construcción de los barracones y cuarteles del KZ (Konzentration Lager) Buchenwald.

Koch había nacido en la Prusia Oriental el 19 de junio de 1896 y fue nombrado gauleiter de esta demarcación en 1938. Tres años después, tras la invasión alemana de los territorios de la Unión Soviética en 1941, fue nombrado, además, Reichskommissar de Ucrania. Según el semanario The Ukrainian Weekly del 10 de noviembre de 1996, Koch fue directamente responsable de la muerte de cuatro millones de personas, incluida la casi totalidad de la población judía ucraniana. Bajo su gobierno, y en colaboración con Sauckel, otros dos millones y medio de individuos fueron deportados a Alemania como trabajadores forzados. Después de la retirada nazi de Ucrania, Koch permaneció como gauleiter de la Prusia Oriental hasta la rendición alemana en 1945, momento en que se perdió su pista hasta que fue descubierto, cuatro años después, viviendo de incógnito en la zona de ocupación británica. Fue deportado a Polonia para ser juzgado y, sin embargo, mientras que el resto de los procesos soviéticos contra criminales de guerra se celebraban con rapidez, y las sentencias (por lo general inmisericordes) se ejecutaban en pocas horas, Koch tardó diez años en ser juzgado y su sentencia de muerte no se llevó a cabo jamás. El gobierno polaco alegó la mala salud del asesino para condonarle la pena y le recluyó durante los últimos veintisiete años de su vida en una celda de la prisión de Barczewo, dotada de grandes comodidades, donde murió apaciblemente el 12 de noviembre de 1986, a los noventa años de edad. Ni una sola vez durante todo ese tiempo, las autoridades rusas solicitaron la extradición de Koch para juzgarlo por los atroces crímenes que cometió como Reichskommissar de Ucrania, ni presionaron tampoco a los polacos para que llevaran a cabo la sentencia.

Aparté los ojos de la pantalla y, mientras la impresora empezaba a escupir papeles, me puse a pensar cómo debía ser alguien capaz de matar a cuatro millones de personas. La cifra hizo que me diera vueltas la cabeza. Si ya resultaba impensable para mí acabar con la vida de un solo individuo, de uno solo, ¿cómo se podía matar a cuatro millones? ¡Cuatro millones de muertes! Sin contar a los 05-tarbeiter, a los trabajadores forzados, muertos también de enfermedades, accidentes e inanición. Si cada uno de aquellos pobres seres fuera, por ejemplo, una peseta, y pusiéramos cuatro millones de pesetas, en monedas, en una habitación, el volumen sería impresionante. ¿Qué ocurría en la mente de una persona para llegar a ser capaz de hacer algo así sin darle ninguna importancia? Estaba aterrada, impresionada. Encendí un cigarrillo, expulsé el humo por la boca, lentamente, y volví a la lectura. El último alabardero de la tríada era el joven Helmut Hubner. Nacido en Pulheim, Colonia, en 1919, había estudiado economía, lenguas antiguas e historia en la Universidad de Bonn, y había militado activamente en las Juventudes del Reich y en las Juventudes Hitlerianas desde su fundación. Apenas iniciada la contienda, se incorporó a la Luftwaffe con el grado de teniente, convirtiéndose pronto en un famoso piloto de combate. En 1943 era el oficial de su escuadrón que contabilizaba el mayor número de derribos enemigos y, aunque su aparato fue alcanzado en cuatro ocasiones, consiguió salvar la vida lanzándose en paracaídas. Por todas estas hazañas y algunas más, fue recompensado con las máximas condecoraciones de guerra, incluida la Cruz de Hierro. Según las bases de datos del Museo de la Guerra de Atenas, Hubner destacó por su extraordinaria destreza en el manejo de los Heinkel 111, de los Dornier 17 y de los Messerschmit Bf 109, con los cuales desarrolló una brillante maniobra de ataque recogida más tarde en los manuales de la Luftwaffe: elegía su presa entre los cazas enemigos, dejándose caer rápidamente en picado y situándose a unas quinientas yardas por debajo de su cola. Entonces iniciaba un ligero ascenso mientras perdía velocidad, lo que le permitía apuntar certeramente, desde atrás, al aparato enemigo y, a unas cien yardas de distancia, abría fuego con el cañón de 30 milímetros, dejándolo fuera de combate. Entonces ascendía a toda velocidad, poniendo el morro a unos veinte grados por encima del horizonte, y, desde esta cota segura, elegía a su siguiente víctima.

A principios de 1944, Hubner se incorporó a la VI Flota Aérea alemana, con base en Kónigsberg, integrada en el Grupo de Ejércitos Reinhardt, encargados de la defensa de la Prusia Oriental. El plan de la Stavka soviética preveía dos ataques en tenaza, lanzados al sur y al norte de los lagos Masurianos contra los flancos del grupo de ejércitos. Avanzando en dirección de Marienburg y Kónigsberg, los soviéticos trataban de aislar a las tropas alemanas allí destacadas y, después de haberlas desunido y estrangulado, ocupar todo el territorio de la Prusia Oriental. Hubner, al mando de una unidad de Stukas Kanone —los famosos bombarderos Junkers 87 G—, luchó valientemente contra las columnas blindadas soviéticas, pero no pudo impedir los terribles bombardeos aliados que destruyeron la mitad de Kónigsberg el 31 de agosto de 1944, ni tampoco la capitulación final de la ciudad el 9 de abril de 1945. El futuro industrial fue puesto en libertad tras un inocuo juicio celebrado en Münster seis meses después del final de la guerra y regresó, al parecer, a la casa de su familia en Pulheim, donde estuvo viviendo discretamente hasta que, en 1965, reapareció convertido en un próspero empresario panadero.

Vladimir Melentiev, el coleccionista que nos había pedido el cuadro de Krilov, resultó ser la última joya de la corona. Hay que reconocer que en esta investigación Läufer se superó a sí mismo: utilizando como paso intermedio las computadoras centrales de dos importantes y conocidas empresas de informática norteamericanas, se proyectó a través de una docena de ordenadores invisibles para realizar una invasión coordinada de los ficheros clasificados de la Stasi, el KGB y el FBI, según los cuales, el nombre verdadero de Vladimir Melentiev era Serguéi Rachkov, nacido en la pequeña localidad rusa de Privolnoie, cerca de Stávropol (Rusia), en 1931. Rachkov ingresó en el ejército a los diecisiete años, sirviendo como policía militar en prisiones, campos de trabajos forzados y hospitales psiquiátricos correctores, hasta que, a los veinticinco, pasó a engrosar las filas de agentes especiales del recientemente creado Comité de Seguridad del Estado —el Komitet Gosudárstvennoe Bezopásnosti—, más conocido como KGB. Llevó a cabo diversos servicios de supervisión de lealtad política al régimen comunista en las fuerzas armadas rusas hasta que, en 1959, a los veintiocho años de edad, fue retirado bruscamente de estas misiones rutinarias y destinado a una operación del más alto nivel denominada Pedro el Grande. A pesar de que la Operación Pedro el Grande dependía de manera oficial del MVD (Ministerstvo Vnutrennikh Dyel o Ministerio de Asuntos Internos), estaba directamente controlada por el máximo órgano de gobierno ruso, el Politburó, y dirigida en persona por el nuevo presidente del Consejo de la URSS, el todopoderoso Nikita Serguéieyich Jruschov.

Sin embargo, por más que quiso, Läufer no pudo averiguar en qué consistía la misteriosa Operación Pedro el Grande: sencillamente, no existía la documentación de tal operación. Cualquier referencia a ella se reducía a eso, a una breve referencia, sin que ningún fichero, de los muchos a los que pudo acceder durante sus correrías virtuales, contuviese información útil para comprender el alcance y contenido de lo que parecía ser uno de los asuntos más importantes y secretos de la hoy desvanecida URSS. Ni la desaparición de Jruschov, ni las llegadas de Bréznev, Yuri Andrópov o Chernenko, ni la de, finalmente, Mijaíl Gorbachov en 1985, alteraron en lo más mínimo la puesta en marcha de Pedro el Grande, en el marco de la cual, Melentiev Rachkov fue enviado como simple carcelero, con el nombre de Stanislaw Zakopane, a la prisión de Barczewo, en Polonia, en la que acababa de ser encerrado Erich Koch.

Mi capacidad de sorpresa estaba ya tan alterada que un poco más de emoción no hizo variar el alto nivel de adrenalina que corría por mis venas mientras leía, uno tras otro, los documentos enviados por Läufer (quien, por fortuna, había tenido la delicadeza de pasarlos previamente por el traductor automático de ruso). Sin embargo, todavía quedaban algunos datos interesantes en el expediente personal de Melentiev-Rachkov, celosamente guardado en los viejos ordenadores del KGB; el sorprendente continuum de una vida azarosa, criminal y aventurera. Baste decir que, según las fichas, Rachkov era un agente de refinados gustos y habilidades, que dominaba a la perfección varios idiomas y que era profundamente despiadado con sus semejantes.

Al calor de la perestroika y de la glásnost de Gorbachov, vemos a Rachkov convirtiéndose de la noche a la mañana en un agente corrupto del cada vez más desarticulado KGB. Había abandonado Polonia tras la muerte de Koch en 1986 y, al regresar a Moscú, se encontró con una situación económica y social desoladora. Él y otros agentes se integraron rápidamente en las poderosas mafias rusas que tanto poder adquirieron en tan pocos años. Según el FBI, Rachkov se encumbró a la cima de uno de los grupos más poderosos en poco menos de una década, vendiendo submarinos, helicópteros de combate blindados y misiles tierra-aire a los cárteles rusos y sudamericanos de la droga. Pronto se hizo con el control de varios bancos en los paraísos fiscales del Caribe, a través de los cuales blanqueaba el dinero ilegal de sus actividades criminales, dinero con el que adquirió, asimismo, varios de los clubes nocturnos y casinos más cotizados del sur de Florida, en Estados Unidos, así como varias cadenas de hoteles por todo el mundo. En la actualidad, a sus sesenta y siete años, tras adoptar la personalidad del exquisito coleccionista, honrado hombre de negocios y filántropo de las artes conocido como Vladimir Melentiev, residía plácidamente en un castillo de su propiedad en las inmediaciones de Tbilisi, en la república de Georgia, entre Armenia y Turquía, dejando a cargo de importantes bufetes internacionales la gestión de sus negocios y la dirección de los mismos en manos de su hijo mayor, Nicolás Serguéievich Rachkov.

Tuve que leer varias veces el abultado legajo de papeles que se formó con toda aquella información una vez impresa. Veía los nexos de unión entre las historias y veía también los cabos sueltos y, aunque había cosas que no podían encajar de ninguna manera por falta de algún dato importante, otras ajustaban perfectamente como las piezas de un endemoniado rompecabezas.

Koch y Sauckel, Sauckel y Koch… La guerra mundial, Helmut Hubner, el Mujiks de Krilov, un agente del KGB, la Operación Pedro el Grande… ¿Qué demonios podía significar todo aquello? ¿Qué tipo de cóctel explosivo formaban aquellos ingredientes…? Y, por si algo faltaba, la noche anterior a la reunión del Grupo llegó la traducción hecha por Uri Zev del texto de la cartela del Jeremías que yo había mandado a Roi después de aplicar el código Atbash. De las tres palabras alemanas que Uri Zev había encontrado en el mensaje de Koch al pasar las letras del alfabeto hebreo codificado al alfabeto latino, «Bernsteinzimmer. Gauforum. Weimar», sólo la última tenía sentido para mí… Aunque, por desgracia, las otras dos llegarían también a tenerlo muy pronto.

Aquella noche, mientras repasaba los documentos, tuve claro que algo muy importante, muy grave y muy peligroso se escondía detrás de aquella trama de hilos multicolores. ¿Por qué, si no, Melentiev había contratado al Grupo de Ajedrez precisamente ahora para recuperar el Mujiks? En octubre de 1941 la pintura de Krilov había sido robada por los comandos alemanes del Museo Estatal de Leningrado y había ido a parar a Kónigsberg, donde reinaba Erich Koch. El 31 de agosto de 1944, a pocos meses del final de la Segunda Guerra Mundial, con una Alemania prácticamente derrotada, los bombardeos aliados casi destruyeron la ciudad j es de suponer que Koch empezó a pensar en poner a salvo sus tesoros. A principios de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg, Koch había enviado el cuadro y el resto de sus innumerables riquezas a su amigo Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, quien, más tarde, durante el juicio de Núremberg, había manifestado que aquellas obras de arte habían salido de Weimar en abril de ese mismo año con destino a Suiza. Sin embargo, veinte años después, en 1965, el Mujiks reaparece en el catálogo de la, por aquel entonces, modesta colección particular de Helmut Hubner, un diestro aviador de la Luftwaffe destinado en Kónigsberg en 1944. En esta colección particular permanece hasta que alguien (o sea, yo) se la arrebata en 1998 para entregarla a un antiguo agente del KGB que, camuflado de carcelero, había trabajado veintisiete años en la prisión de Barczewo, donde cumplía condena Erich Koch.

En algún momento de este largo periplo, el propio Koch, o alguna otra persona, pegó el lienzo de Jeremías en la parte posterior del Mujiks, y tuvo que hacerlo después de 1949 (año en que fue pintado), mientras el antiguo gauleiter de la Prusia Oriental permanecía oculto en alguna parte de la zona alemana de ocupación británica, con Sauckel muerto y con Hubner retirado en su casa de Pulheim. Lo cual dejaba bien a las claras que el Mujiks de Krilov no había viajado nunca a Suiza, como dijo Sauckel, sino que, probablemente, jamás había salido de Weimar, la ciudad cuyo nombre aparecía mencionado en el mensaje dejado por Koch en el Jeremías. La cabeza me daba vueltas a estas alturas y sentía una desagradable sensación de vértigo mientras avanzaba a oscuras por el pasillo de casa en dirección a la cocina. Necesitaba tomar algo, cualquier cosa, con tal de despejarme y cambiar de escenario. El aire del despacho estaba caliente y cargado del humo de mis cigarrillos y mis nervios parecían a punto de desparramarse como hojas secas. Encendí la fría luz blanca del neón de la cocina y parpadeé deslumbrada, apoyándome sin notarlo sobre el quicio de la puerta.

No cabía ninguna duda de que lo que Melentiev buscaba era el falso reentelado, el Jeremías de Koch y, seguramente, era el mensaje de la cartela lo que más le interesaba. Por alguna razón conocía la existencia del lienzo, que quizá tuviera mucho que ver con la maldita Operación Pedro el Grande (si es que no era directamente la Operación Pedro el Grande) y no parecía haber demasiadas sombras ocultando su propósito: las riquezas robadas por Koch, los tesoros desaparecidos en Weimar a principios de 1945. Era bastante probable que los sucesivos dictadores soviéticos hubieran estado interesados en recuperar lo que los nazis les habían robado, hasta el punto de colocar a un espía cerca de Koch durante tantos años y, sin duda, ésa era la razón por la cual no se había llevado a cabo la pena de muerte: la esperanza final en una confesión que, según dejaba adivinar el desarrollo posterior de los hechos, jamás llegó a producirse. Pero ¿por qué no forzaron a Koch, por qué no le obligaron mediante torturas o cualquier otro medio igualmente expeditivo a declarar el escondite de sus tesoros? Las delicadezas y los buenos modales no eran, precisamente, los métodos más corrientes empleados por los soviéticos para conseguir sus objetivos. ¿Por qué habían sido tan comedidos y tan débiles con Koch?

Mi cuerpo avanzó por sí mismo, sin intervención de mi voluntad, hacia el centro de la cocina. Debía desear algún movimiento, algo que rompiera la agotadora inmovilidad en la que me hallaba sumida desde hacía un buen rato. Desperté ligeramente de mi ensueño, pero no abandoné mis reflexiones mientras abría la portezuela de uno de los armarios y cogía un vaso limpio en el que derramé, inconscientemente, un líquido desconocido que, al primer trago, se reveló como leche fría.

¿Y qué pintaba Helmut Hubner en toda aquella historia? Debió conocer a Koch en Kónigsberg en 1944 y debieron hacerse bastante amigos, tanto como para que Koch le hiciera entrega del Mujiks con el Jeremías ya adherido en la parte posterior, lo cual indicaba que entre Koch y Hubner habían existido contactos posteriores a 1949. Quizá le había visitado en la cárcel y allí… ¡Un momento! Eso no era posible. Los rusos enviaron a Melentiev a Barczewo simultáneamente a la llegada de Koch, de forma que si éste le hubiera entregado algo a Hubner, el agente lo habría sabido en el mismo momento. Además, en todas las cárceles del mundo las visitas son registradas físicamente tanto a la entrada como a la salida, y mucho más en Barczewo, donde Koch debía ser la estrella del espectáculo. Tampoco era lógico sospechar que Koch hubiera entregado a Hubner el Mujiks con el Jeremías durante los diez años que permaneció detenido a la espera de juicio, desde 1949 hasta 1959, porque debía estar sometido, igualmente, a una estrecha vigilancia. De modo que sólo había podido entregarle el cuadro en el breve espacio de tiempo comprendido entre la realización del Jeremías y su detención ese mismo año, lo que aproximaba, de nuevo, dos datos aparentemente inconexos: ¿Estaría Pulheim en la zona de ocupación británica? ¿Pasó Koch aquellos cuatro años en casa de Hubner? Debía comprobarlo inmediatamente.

Me precipité por el pasillo hacia el despacho y examiné el atlas histórico que había estado consultando mientras cotejaba las notas y la documentación. En efecto, Pulheim, en las inmediaciones de Colonia, había quedado en la zona de ocupación británica después de la guerra, así que la conjetura podía ser cierta, aunque habría que comprobarla.

Otra cosa que saltaba a la vista era la ignorancia de Hubner acerca del Jeremías oculto tras el cuadro de Krilov. Si hubiera conocido su existencia, lo más lógico hubiera sido apoderarse de los tesoros de Koch tras la muerte de éste en 1986. Sin embargo, el hecho de que Melentiev nos hubiera contratado para robar el Mujiks evidenciaba que todavía era deseable la posesión de su secreto, de modo que Hubner no debía tener ni idea de lo que había estado ocultado en su colección particular durante treinta y tres años.

Apagué el ordenador y la luz de la mesa, y salí del estudio bostezando ruidosamente por el pasillo, camino de mi habitación. Sólo una cosa más martilleaba mi cerebro mientras abría la cama y me disponía a acostarme: ¿Qué demonios querían decir las palabras Bernsteinzimmer y Gauforum…?

Afortunadamente, al día siguiente era domingo y el Grupo de Ajedrez tenía convocada su reunión a las nueve y media de la mañana.

—¿Alguien tiene algo que añadir a lo que ha expuesto Peón?

Acababa de contar al Grupo mis reflexiones de la noche anterior respecto a los documentos recogidos por Läufer en la red. Me sentía profundamente orgullosa de mí misma y esperaba un cúmulo de alabanzas por parte de mis compañeros. Era lo menos que podían hacer ante unas deducciones tan brillantes, ¿no?

—Creo que deberíamos entregar el cuadro a Melentiev y olvidarnos de todo este asunto —dijo Rook.

¡Bien por la Torre! Había aplastado de un solo golpe mi inflada vanidad.

—Yo creo que debemos seguir investigando —escribió Cávalo, con gran alivio de mi corazón—. En primer lugar, porque olvidarlo todo ahora sería una locura. Después de lo que Peón nos ha contado, no podemos retroceder y hacer como que no ha pasado nada. Y, en segundo lugar, porque si nadie ha encontrado todavía esos tesoros, nosotros tenemos tanto derecho como el que más a intentar apoderarnos de ellos.

—ES CIERTO. TENEMOS TODO EL DERECHO DEL MUNDO A MORIR A MANOS DE MELENTIEV.

—Melentiev no sabe quiénes somos —aclaré yo—. Ni siquiera sabe quién es Roi. Nadie conoce nuestras identidades, ni puede conocerlas.

—Dejémonos de tonterías, por favor —cortó bruscamente Donna—. Este asunto está fuera de discusión. Somos el Grupo de Ajedrez, ¿no es cierto? Así que, Läufer, por favor, ¿podrías explicarnos de una vez el sentido de esas palabras del mensaje del Jeremías para que podamos continuar?

—BUENO, PUES SI LOS DOCUMENTOS QUE OS HE MANDADO OS HAN PARECIDO INTERESANTES, LO QUE VOY A CONTAROS AHORA OS VA A DEJAR SIN RESPIRACIÓN.

—Habla de una vez, Läufer —le apremié. Sentía verdadera necesidad de conocer, por fin, el secreto de Koch.

En ese momento, unos golpecitos discretos distrajeron mi atención. Levanté la mirada de la pantalla del ordenador y vi la cara de Ezequiela que asomaba por la puerta del despacho.

—Me voy a misa, ¿quieres que te traiga algo?

—El periódico, por favor —respondí apresuradamente, volviendo a mirar la pantalla con impaciencia—. ¡Y el suplemento dominical!

—Muy bien. Hasta luego.

—¡Hasta luego!

—PEÓN TENÍA RAZÓN EN TODO MENOS EN UNA COSA —estaba diciendo Läufer, muy ufano—. NO SON LOS TESOROS ROBADOS POR KOCH LO QUE QUERÍAN RECUPERAR LOS RUSOS CON SU OPERACIÓN PEDRO EL GRANDE, NI TAMPOCO LO QUE PERSIGUE MELENTIEV INTENTANDO APROPIARSE DEL JEREMÍAS. ¡ES MÁS, NI SIQUIERA ERAN LOS TESOROS LO QUE MÁS IMPORTABA A KOCH!

—¿Ah, no? —me amotiné—. ¿Y qué era lo que le importaba, si puede saberse?

—¡JAMÁS TE LO IMAGINARÍAS, MI ADMIRADO PEÓN! ES ALGO QUE VALE MUCHO MÁS QUE CUALQUIER TESORO, EL OBJETO MÁS CODICIADO DE ESTE SIGLO, UNA DE LAS SEÑAS DE IDENTIDAD Y ORGULLO NACIONAL DEL PUEBLO RUSO.

—Estoy impresionada…

—¡Suéltalo ya, Läufer! —bramó Donna, impaciente.

—YO, COMO TODOS VOSOTROS, RECIBÍ DE ROI EL MENSAJE TRADUCIDO POR URIZEV… Y PUEDO ASEGURAROS QUE LA SANGRE SE ME HELO EN LAS VENAS. ¡BERNSTEINZIMMER, MIS QUERIDAS PIEZAS DE AJEDREZ! ESTAMOS HABLANDO, NI MÁS NI MENOS, QUE DEL BERNSTEINZIMMER.

—Roi, por favor… —suplicó Donna.

—Está bien, Läufer, yo lo contaré —terció Roi para evitar un serio conflicto—. Bernsteinzimmer es una palabra alemana que significa «Salón de Ámbar». ¡Toda una leyenda en la historia del arte! Fue construido por el artista danés Gottfried Wolffram a principios del siglo XVIII, durante el reinado del primer rey de Prusia, Federico I, y era utilizado como habitación de fumar en el palacio de Charlottenburg, en Berlín. Para que os hagáis una idea aproximada, he recuperado mis viejas notas sobre el tema y puedo deciros que el Salón de Ámbar era un revestimiento de 55 metros cuadrados de placas de ámbar semitransparente del Báltico, en tonos que iban del amarillo al naranja, al que habría que añadir, además, el conjunto de muebles, mosaicos y accesorios labrados en el mismo material precioso. Como veis, es justa la definición de «octava maravilla del mundo» que le acompañó desde su creación.

Un silbido admirativo sonó a través de mis altavoces. Läufer andaba jugando de nuevo con los efectos especiales.

—Una cosa así no tiene precio… —manifestó Cávalo.

—No, no lo tiene —siguió Roi—. En 1716, el zar Pedro I el Grande visitó en su palacio berlinés al nuevo rey prusiano, Federico Guillermo I, hijo del anterior, y quedó maravillado por el Salón de Ámbar. Federico Guillermo, que estaba en guerra con Suecia por el gran territorio de la Pomerania; le regaló el salón a Pedro a cambio de un ejército de granaderos armados.

—Parece que la Operación Pedro el Grande tiene mucho que ver con todo esto. Por lo menos, coincide significativamente el nombre de uno de los protagonistas.

—Es indudable —sentenció nuestro informador—. El salón fue temporalmente instalado en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, ciudad que, como sabéis, fue fundada por este zar en 1703 y convertida por él en capital de Rusia en 1715. Al poco tiempo, fue trasladado al Palacio de Katarina, en la actual localidad de Pushkin, conocida entonces como Tsarskoie Selo, o ciudad de los zares. Esta ciudad también había sido fundada por Pedro a principios del siglo XVIII, a unos veinticinco kilómetros de la capital, y regalada con posterioridad a su esposa Catalina, que mandó construir allí un pequeño palacio utilizado desde entonces como Palacio de Verano por la familia imperial. Sin embargo, los paneles de ámbar del Báltico eran insuficientes para recubrir la totalidad del nuevo espacio que le había sido destinado, así que el artista Cario Rastrelli y su ayudante Martelli trabajaron durante cinco años para remodelar y adaptar el salón barroco original a su nueva ubicación, enriqueciéndolo con increíbles elementos ornamentales, como el cielo raso abovedado bañado en oro o el suelo de maderas tropicales con incrustaciones de nácar.

El mismo silbido de admiración volvió a escucharse repetidamente por los altavoces.

—Y ya sólo queda añadir que, en octubre de 1941, tras la captura de Leningrado por el ejército alemán, el Salón de Ámbar fue desmontado y, como tantos otros tesoros de la antigua San Petersburgo, trasladado a la ciudad que todos ahora conocemos tan bien: Kónigsberg, capital de la Prusia Oriental.

—¡Kónigsberg! —escribió Donna entre admiraciones.

—¡El reino de Koch! —la imitó Cávalo.

—Según mis notas —terminó Roi—, la última vez que se vio el Salón de Ámbar fue a finales de agosto de 1944, en el palacio de Kónigsberg.

—El 31 de agosto de 1944 tuvieron lugar los bombardeos aliados sobre la ciudad —recordé yo.

—DE MODO QUE EL SALÓN DE ÁMBAR FUE ROBADO Y ESCONDIDO POR KOCH Y LA OPERACIÓN PEDRO EL GRANDE ESTABA DESTINADA A RECUPERARLO. PARA EL PUEBLO RUSO ESTA OBRA DE ARTE ES COMO LA TORRE EIFFEL PARA LOS FRANCESES O EL COLISEO PARA LOS ITALIANOS. NADA SERÍA MÁS IMPORTANTE QUE TENERLA DE NUEVO EN CASA.

—Hasta el punto —añadió Roi— de estar construyendo una réplica en la misma estancia del palacio de Tsarskoie Selo. Un grupo de especialistas, carpinteros y escultores trabajan en la reconstrucción del salón a partir de fotografías en blanco y negro de 1936. Es más, como es imposible conseguir el precioso material anaranjado con el que se construyó originalmente, han elaborado diversos métodos para tintar el ámbar, como el de hervir los paneles con miel.

—¡Pero si Rusia está en bancarrota! —se escandalizó Rook—. ¡No pueden permitirse semejante dispendio!

—Por lo que yo sé, los trabajadores y responsables del proyecto no cobran el sueldo desde hace bastantes años, pero no les importa. Es mucho más importante para ellos volver a tener el Salón de Ámbar. Aunque sea una copia.

—Es evidente que Melentiev no consiguió la tan deseada confesión del preso de Barczewo —declaró Donna.

—No —repuse—. Pero averiguó la existencia de un cuadro pintado por Koch en el que podía encontrarse la clave para hallar el escondite del salón y, probablemente, del resto de los tesoros del gauleiter. Quizá se lo dijo el mismo Koch antes de morir y Melentiev se guardó el secreto a la espera de poder quedarse con todo.

—Pero Melentiev es rico… No le hace falta más.

—Nunca se tiene suficiente —comentó despectivamente Rook.

—Quizá lo que desea es el salón —prosiguió Cávalo, dándole vueltas al tema—. Imaginaos que fuera él quien lo encontrara y lo restituyera a su país: el hombre que lograra algo así obtendría un profundo reconocimiento nacional y podría hacerse fácilmente con la presidencia del país o algo por el estilo. Quizá desea poder político.

—Opino como Cávalo —confirmé—. Melentiev no está interesado en los tesoros de Koch. Sólo quiere el Salón de Ámbar. Es ruso y, aunque corrupto y mafioso, recuperarlo sería un orgullo para él.

—¿Y por qué ha esperado hasta ahora para contratarnos y conseguir el cuadro de Krilov?

La pantalla quedó momentáneamente detenida y vacía.

—PORQUE SOMOS LOS MEJORES —repuso Läufer con humor—. EN CUANTO OYÓ HABLAR DE NOSOTROS, SUPO QUE HABÍA LLEGADO EL MOMENTO DE ACTUAR.

Unas carcajadas activadas por él mismo corearon su afirmación, pero, acto seguido, se escuchó con inequívoca claridad un largo y estruendoso rebuzno.

—¿QUIÉN HA SIDO EL GRACIOSO, EH?

Por toda respuesta, una rosa encarnada ascendió por la pantalla blanca exhibiendo un letrero que decía: PARA LÁUFER.

—¿CONQUE HAS SIDO TÚ, VERDAD, DONNA? —exclamó ofendidísimo el genio informático, olvidando que había sido él quien le había enviado a ella la misma rosa encarnada en otra ocasión—. NO SABÍA QUE TUVIERAS SENTIDO DEL HUMOR.

—No tienes por qué saberlo todo —respondió despectivamente Donna, acompañando su afirmación con una ristra de «Jas» que ocuparon unas dos o tres líneas.

Si yo hubiera sido Donna, ni loca me habría aventurado a tanto. No me cabía ninguna duda que la cabeza de Läufer ya estaba maquinando el peor de los desquites. Pero Donna era una italiana de bandera, una especie de Anna Magnani pasional e irreductible, alguien incapaz de dejarse pisar y olvidarlo.

—Bueno, ya estoy harto —exclamó Roi—. Läufer, Donna… ¡Por favor!

—VALE. TRANQUILO.

—¿Y la segunda palabra del mensaje de Koch, Gauforum? —interrumpí por las bravas.

—Eso, Gauforum, ¿qué quiere decir? —preguntó también Cávalo.

—EL GAUFORUM —comenzó a explicar Läufer a regañadientes— ERA EL VIEJO LANDESMUSEUM, EL MUSEO PROVINCIAL DE WEIMAR. DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL… ATENCIÓN A ESTO… ¡FUE LA RESIDENCIA PARTICULAR DEL GAULEITER UND REICHSSTATTHALTER FRITZ SAUCKEL!, PERO QUEDO PRÁCTICAMENTE DESTRUIDO POR LOS BOMBARDEOS ALIADOS. O SEA, EN RUINAS… EN 1954 FUE SUSTITUIDO POR EL MODERNO STADTMUSEUM Y EN LA ACTUALIDAD ESTÁN A PUNTO DE CULMINAR LAS OBRAS DE RESTAURACIÓN QUE VAN A CONVERTIRLO EN EL NEUES MUSEUM, ES DECIR, EN EL «NUEVO MUSEO». SU INAUGURACIÓN ESTÁ PREVISTA PARA EL PRÓXIMO 1 DE ENERO, DENTRO DE TRES MESES, CON MOTIVO DE LA NOMINACIÓN DE WEIMAR COMO CAPITAL EUROPEA DE LA CULTURA. POR LO QUE HE PODIDO VER EN EL PROYECTO, DEL VIEJO EDIFICIO SÓLO SE HA RESPETADO LA FACHADA. EL INTERIOR, QUE ERA UN PUÑADO DE ESCOMBROS, HA SIDO COMPLETAMENTE RECONSTRUIDO.

—¿Quieres decir que ya no existe? —me sorprendí.

—NO, YA NO EXISTE.

Mis dedos quedaron paralizados sobre el teclado. De repente no sabía qué decir. Era desesperante comprobar que tantos días de febril actividad habían quedado reducidos a cenizas en menos de un segundo. El mensaje secreto de Koch tenía sólo tres palabras: la primera, Bernsteinzimmer, indicaba el qué; la segunda y la tercera, Weimar y Gauforum, indicaban el dónde. Pero ahora resultaba que el viejo Gauforum de Sauckel ya no existía y que el salón podía estar perdido de nuevo para siempre puesto que el edificio que supuestamente lo contenía había sido derruido. «¡Maldita sea!», pensé. La inmovilidad de la pantalla revelaba que mis compañeros estaban tan desconcertados y abatidos como yo.

—BUENO, BUENO… NO OS DESANIMÉIS, MIS QUERIDAS PIEZAS…

¿Läufer era idiota o qué?

—VUESTRO AMIGO LÁUFER TIENE UNA SORPRESITA GUARDADA EN LA CHISTERA.

Sí, era idiota. Definitivamente idiota.

—CUANDO INVESTIGUÉ EL PROYECTO DE RECONSTRUCCIÓN DEL GAUFORUM LLEGUÉ A LA CONCLUSIÓN DE QUE SÓLO HABÍAN PODIDO OCURRIR DOS COSAS: UNA, QUE EL BERNSTEINZIMMER HABÍA SIDO ENCONTRADO Y VUELTO A ESCONDER EN ALGÚN OTRO LUGAR (COSA HARTO IMPROBABLE PORQUE LAS OBRAS COMENZARON HACE DIEZ AÑOS Y, EN ESTE TIEMPO, ALGO SE HABRÍA SABIDO) O, DOS, QUE EL BERNSTEINZIMMER NO HABÍA SIDO ENCONTRADO… Y SI NO HABÍA SIDO ENCONTRADO SÓLO PODÍA DEBERSE A QUE: UNO, NO ESTABA EN EL GAUFORUM O, DOS, SÍ ESTABA EN EL GAUFORUM PERO NO EN EL EDIFICIO DEL GAUFORUM. «COMO NO PUEDE ESTAR EN CIELO —ME DIJE—, TIENE QUE ESTAR EN EL INFIERNO.» ASÍ QUE ME PUSE A BUSCAR EN LOS ARCHIVOS URBANÍSTICOS DEL LAND DE TURINGIA Y, FINALMENTE, ENCONTRÉ LA RESPUESTA.

Bueno, después de todo, quizá no era tan idiota como yo pensaba.

—ENCONTRÉ UN INFORME DE PRINCIPIOS DE LOS AÑOS SESENTA, FIRMADO POR EL INGENIERO DEL RATHAUS, EL CONSEJO… NO, SERÍA MEJOR DECIR EL AYUNTAMIENTO, EL GOBIERNO LOCAL O ALGO ASÍ. BUENO, PUES ESTE HOMBRE HABÍA BAJADO A LAS CANALIZACIONES SITUADAS BAJO EL ANTIGUO GAUFORUM POR UN PROBLEMA EN EL SUMINISTRO DE AGUA DE LA CIUDAD Y SE ENCONTRÓ CON UN AUTÉNTICO LABERINTO DE GALERÍAS: MUROS DOBLES, PASILLOS TAPIADOS, TUBOS DE DISTRIBUCIÓN SIN PRINCIPIO NI FIN, PLANCHAS METÁLICAS DE PROTECCIÓN, HUECOS ABSURDOS, TECHOS FALSOS… RECORRER AQUEL DÉDALO LE LLEVÓ VARIOS DÍAS Y QUEDÓ CONVENCIDO DE QUE NO HABÍA PODIDO EXAMINARLO TODO. ESTE INGENIERO MENCIONABA DE PASADA EN SU INFORME QUE AQUELLAS GALERÍAS HABÍAN SIDO CONSTRUIDAS DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL… Y, ATENCIÓN AHORA… ¡POR LOS TRABAJADORES FORZADOS DEL CERCANO CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE BUCHENWALD!

—¡Bien, Läufer, bien! —exclamó Roi entusiasmado—. ¡Eso es lo que yo llamo un magnífico trabajo!

—Sin duda —afirmé encantada—. Enhorabuena, Läufer. Sigues siendo mi pirata informático favorito.

—¡HEY, ROCK! ¿QUÉ TE PARECE?

—¡Eres el mejor, muchacho, el mejor! Tienes que darme tu opinión sobre la crisis de los mercados bursátiles. Si caen un poco más, algunos de nosotros estaremos arruinados.

—Éste no es el momento, Rook —sentenció Roi torvamente.

—¡Pues tú serás de los más afectados, Roi! En este momento llevas perdidos varios millones de francos. Y tú de liras, Donna. Y tú, Cávalo, un montón de escudos.

Afortunadamente, Rook no era mi agente de bolsa. Mis pequeñas inversiones las gestionaba a través de mi banco y no eran tan importantes como para preocuparme por ellas. En cualquier caso, y aunque hubiera perdido una respetable cantidad de dinero, nunca sería tanto como lo que me venía robando regularmente mi tía Juana.

—¡Bueno, ya está bien! —Roi quería cortar, como fuera, la verborrea de Rook, pero no lo consiguió. Lo cierto es que tanto Läufer como Rook eran, cada uno a su manera, una verdadera pesadilla. Y juntos, una epidemia de peste bubónica.

—¡DÉJALE HABLAR, HOMBRE, ROI! EL POBRE ROOK SÓLO ME HA PEDIDO UNA OPINIÓN QUE YO ESTOY DISPUESTO A DARLE.

—¡Pero no aquí y, desde luego, no ahora!

—En realidad, lo que yo quería dejar claro era la conveniencia de acercarnos por Weimar para ver si podíamos apoderarnos de esos tesoros y de ese salón. Si la crisis sigue como hasta ahora, te aseguro Roi que vas a tener que vender tu maravilloso castillo del Loira.

—¡Ya será menos! —exclamó Donna, preocupada.

—Querida Donna, tú precisamente puedes verte obligada a cerrar tu escuela y tu magnífica empresa si el Dow-Jones de Nueva York y el Mibtel de Milán continúan desplomándose. Y si tú cierras, el Grupo de Ajedrez lo iba a pasar muy mal.

—¡ES SUFICIENTE!

Roi era poco dado a gritar, pero cuando lo hacía, raro era que no se le obedeciera ciegamente. Y esta vez no fue una excepción. De nuevo la pantalla quedó detenida y yo imaginé a cinco personas petrificadas frente al ordenador en aquella pacífica mañana de domingo.

—¡Es suficiente! —repitió el príncipe, quitando las mayúsculas.

—ROOK TIENE RAZÓN, ROI.

—Yo también estoy de acuerdo… —apostilló Donna, muy afectada por la amenaza de la Torre.

—No quisiera disgustarte, Roi —intervino delicadamente Cávalo—, pero creo que todos estamos de acuerdo en que apoderarnos de los tesoros de Koch sería una buena idea. Sabemos más que nadie sobre ellos y, a fin de cuentas, somos un grupo de ladrones de obras de arte.

Roi permaneció silencioso unos instantes y, luego, quiso conocer mi opinión:

—¿Y tú qué dices, Peón? El peso fundamental de ese trabajo recaería sobre ti. ¿Te sientes capaz de afrontar un descenso a los subsuelos de Weimar?

—Lo cierto es que no.

—¿NO? ¡PERO…! ¡PEÓN, SI YO TE HE VISTO TRABAJAR! PUEDES HACERLO PERFECTAMENTE.

—No. Sigo diciendo que no.

—Explícate —me rogó el príncipe.

—Sin un mapa de esas galerías (y estoy segura de que no existe) me niego a descender yo sola a la búsqueda de unos tesoros escondidos hace más de cuarenta años. Además, ¿y si Koch hubiera puesto trampas, cargas explosivas o cualquier otro tipo de cariñoso abrazo de bienvenida? Eso sin contar con que, de haber sido fácil su localización, ése ingeniero de Weimar habría encontrado el escondite después de recorrer el laberinto durante varios días. Podría perderme, morir de hambre, caer herida o desaparecer para siempre allí dentro… No. Definitivamente mi respuesta es no.

—¿Y SI FUERAS ACOMPAÑADA…? ¡NO LO DIGO POR MÍ, CLARO! YA SABES LO MAL QUE LO PASÉ CUANDO LO DEL CASTILLO DE KUNST. MI MEJOR PAPEL LO REPRESENTO DELANTE DE LOS ORDENADORES… PERO OTRO U OTRA PODRÍAN ACOMPAÑARTE.

—Yo soy demasiado mayor —se apresuró a señalar Donna, en previsión de esa otra indicada en cursiva por Läufer.

—Yo no puedo abandonar la city en estos momentos de crisis.

—Tres eliminados —comenté con sorna—. Quedáis dos… ¿Roi? ¿Cávalo?

—Tengo setenta y cinco años, Peón. ¡Bien sabe Dios que estaría dispuesto a acompañarte! Pero sólo te causaría más problemas.

—¿Cávalo…?

—Cuenta conmigo.

¿Por qué comenzó a bailarme una sonrisilla floja en los labios?

—¡CÁVALO ES PERFECTO PARA ACOMPAÑAR A PEÓN!

—¡Calla, cobarde! —le dije de broma.

—¡NO, DE VERDAD! ES PERFECTO, ¡SI HABLA ALEMÁN MEJOR QUE YO!

—Bueno, yo también sé defenderme… —añadí, aunque lo cierto es que sólo sabía decir cuatro palabras—. Además, no vamos a mantener una conversación con nadie.

—De todas formas, existe un pequeño inconveniente —matizó José—: mi hija está en casa estos días. Se ha peleado con su madre y se quedará conmigo hasta Navidad.

—Entonces no podrás escoltarme.

—Buscaré la forma de arreglarlo. No te preocupes.

—De acuerdo entonces. Peón y Cávalo llevarán a cabo el trabajo.

Se notaba que Roi no estaba muy conforme con esta solución. Eso de dejarnos solos tanto tiempo, viajando juntos por ahí, teniendo como tenía yo antecedentes de lujuriosos deseos, no terminaba de convencerle. Pero no le quedaba más remedio que callar, porque Cávalo había sido el único que se había mostrado dispuesto a acompañarme. Y yo, con José, me sentía capaz de bajar adonde hiciera falta. ¿Acaso había algo más romántico que un largo paseo en penumbra… por unas viejas, sucias y malolientes alcantarillas alemanas?

—Bien, realizaremos esta operación como cualquier otra operación del Grupo. Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Pedro el Grande. —Roi se disponía a cerrar la reunión con la letanía de siempre—. Creo que vale la pena conservar este nombre. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes… excepto entre Peón y Cávalo, por supuesto. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, k cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que, como ya saben, tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.