Mientras en el centro de la abarrotada plaza del Mercado Chico un clérigo de la Inquisición arrojaba libros herejes a la hoguera, dos calles más arriba yo luchaba desesperadamente por sacar del garaje mi flamante BMW 525 tds, color granate metalizado, en dura liza con la riada de rezagados que llegaban tarde a la fiesta medieval organizada por el ayuntamiento. Para mi desgracia, desde varios días atrás estaban teniendo lugar, en la misma puerta de mi casa, ruidosas reyertas de mendigos, ventas de esclavos, torneos de caballeros y ajusticiamientos de vendedoras de remedios y reliquias. Me decía, desesperada, que si hubiera sido un poco más lista, me habría abstenido de quedarme esos días en Ávila, marchándome a la finca con Ezequiela y dejando que mis conciudadanos se divirtiesen como les viniera eh gana. Pero acababa de regresar de un largo viaje y necesitaba urgentemente el entorno de mi propia casa, la comodidad de mi propia cama y un poco de… ¿tranquilidad? Las dichosas fiestas municipales me estaban sentando fatal.
Golpeé suavemente el claxon e hice señales con las luces para que el río humano se apartara y me dejara salir, pero fue totalmente inútil. Hube de contener un agudo instinto asesino al ver cómo un corro de adolescentes se dedicaba a aporrearme el capó entre gestos obscenos y risotadas. En estas ocasiones, y en otras del mismo pelaje, siempre juro para mis adentros —generalmente en hebreo— que es el último año que me quedo encerrada en el interior de las murallas a merced de la jauría.
Es evidente que por nada del mundo hubiera salido a la calle en tales circunstancias de no haberse producido la imperiosa llamada de mi querida tía Juana, a quien, precisamente, tenía pensado visitar al día siguiente para dar por terminado el asunto de San Petersburgo. Pero cuando Juana dice «¡Ahora!», ni todo el ejército norteamericano, con Patton a la cabeza, se atrevería a llevarle la contraria.
—Llévate la chaqueta, que está refrescando —me advirtió Ezequiela desde el salón—. ¡Y no le des recuerdos de mi parte a… ésa! —añadió con desprecio.
La vieja Ezequiela llevaba trabajando para mi familia desde que tenía doce años, cuando mi abuela se la trajo desde la aldehuela de Blasconuño, al norte de la provincia. Había visto crecer a mi padre y a mi tía, había amortajado a mis abuelos, había servido fielmente a mis padres y, luego, tras la muerte de mi madre, me había criado a mí. Su cariño y lealtad sólo tenían parangón con la irreductible hostilidad que sentía por mi tía: Ezequiela conservaba un recuerdo muy vivido del mal genio y el temperamento agrio de la joven Juana y nunca podría perdonarle ciertos agravios que, años atrás, la habían herido en lo más hondo.
Abandoné el recinto amurallado por la ermita de San Martín y, más tranquila ya, crucé el puente Adaja y tomé la carretera de Piedrahíta. Tenía por delante media hora de pacífica conducción escuchando las noticias de la radio: el presidente ruso, Boris Yeltsin, seguía empeñado en que la Duma aceptara a Chernomirdin como primer ministro, y la Duma, capitaneada por los comunistas, decía que no, que para nada, y que, si Boris insistía, estaban dispuestos a empezar la tercera guerra mundial; por su parte, el presidente norteamericano, Bill Clinton, ante la inminente publicación del informe Lewinsky, seguía empeñado en defender la enorme diferencia entre «relaciones sexuales» y «relaciones inapropiadas». Así que, por estos insignificantes problemillas, las bolsas mundiales estaban en caída libre y el desarrollo económico en franca recesión, aunque, al parecer, ningún conflicto era tan importante para nuestro país como el hecho de que Javier Clemente, el seleccionador nacional de fútbol, se negaba a dejar el puesto a pesar del ridículo mundial que habíamos hecho en Francia y en Chipre.
Apareció a mi izquierda la desviación hacia Molinillos de Trave y, quinientos metros más allá, apoyado contra la ladera del monte de la Visión, recortado por la débil luz de la luna menguante, se vislumbró el enorme contorno azulado del monasterio de Santa María de Miranda, cuyo campanario, en forma de linterna de ocho caras, amenazaba al cielo con tanta virulencia como el puño de mi tía en uno de sus días de mal humor. Nunca entendí por qué Juana había decidido enterrarse en aquel lugar después de haber disfrutado de todos los placeres de la vida. Yo tenía entonces diez u once años y recuerdo las furiosas peleas entre mi padre y ella, que, en una ocasión, como prueba de su férrea decisión y de su profunda vocación religiosa, llegó a tirarle a la cabeza, una cajita persa de bronce del siglo VIII que le abrió en la frente una brecha de tres centímetros. Después de aquello, estuvieron mucho tiempo sin hablarse y, entretanto, Juana profesó y se convirtió, para sorpresa de todos, en una sumisa y disciplinada redentorista filipense de hábito negro y toca blanca. No obstante, como ambos hermanos eran buenos exponentes del espíritu práctico de la familia Galdeano, volvieron a reunirse al cabo de algunos años, aunque manteniendo hasta la muerte de mi padre una frialdad en el trato tan gélida como sus respectivos orgullos.
Detuve el coche frente a la cancela del monasterio y esperé a que una de las monjas bajara corriendo la pendiente para abrirme. Eran casi las diez de la noche y, como la comunidad, según la Regla, ya debería estar durmiendo después de haber rezado completas, me extrañó ver tanta animación y tantas luces en la puerta del edificio.
Antes de que pudiera darme cuenta, la hermana Natalia, sudorosa por la carrera y por el esfuerzo de empujar las pesadas hojas de hierro de la cancela, me estaba mirando a través de la ventanilla con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios que le dejaba al descubierto las dos blancas hileras de dientes. Suspiré con resignación… Natalia siempre se ofrecía voluntaria para abrirme la verja con tal de que la invitara a subir en el coche durante el corto trayecto de vuelta. Algún día, me decía yo cargada de malas intenciones, algún día enfilaría hacia el monasterio a toda velocidad y la abandonaría allá abajo sin misericordia.
—¡Qué coche tan bonito te has comprado esta vez, Ana! ¡A ver si te dura más que los otros! —exclamó, dejando caer sus buenos noventa kilos de peso en la mullida tapicería de mi BMW. Desde que había sobrepasado los cincuenta, Natalia no había hecho más que aumentar escandalosamente de volumen.
—¿Por qué te metiste a monja, Natalia? Siempre he dicho que deberías haber sido la amante de algún jeque millonario.
—¡Qué disparate! —carcajeó encantada.
Si hay algo que me revienta de las monjas de este cenobio es su inmaculada ingenuidad, su pueril impermeabilidad a todas las barbaridades que soy capaz de decirles.
Tiesa como un sargento e inmóvil como una estatua, mi tía me esperaba en el interior de la conserjería. Juana acababa de cumplir cincuenta y siete años pero, por esa misteriosa capacidad de conservación que disfrutan las esposas de Cristo, aparentaba poco más de cuarenta y tantos. Su rostro esquinado y vertical, de marcadas ojeras y labios finos, era idéntico al de mi padre y al mío, aunque sus ojos azules nada tenían que ver con los Galdeano y todavía estaba por aclararse su exótico e ilegítimo origen. Afortunadamente, el envaramiento de Juana era sólo una pose, y, en cuanto me tuvo a tiro, su gesto se dulcificó y me estrechó en un largo abrazo bajo la almibarada mirada de las hermanas que la rodeaban y de la enorme sonrisa blanca de Natalia.
—¿Qué tal por San Petersburgo? —me preguntó, soltándome al fin—. Estás bastante más delgada…
—No hay mucha comida en Rusia —rezongué, recordando las parcas cantidades de repollo, sémola de trigo y remolacha que había tragado durante una semana.
—¡Oh, Señor…! Rezaremos por aquella pobre gente.
—Estupendo. Así les caerá el pan del cielo. Aunque mejor sería que les cayera vodka, porque ya se acercan los rigores del invierno.
—¡Ana María!
Desde mi ateísmo recalcitrante, el poder de la oración —en el que tanto confiaba mi tía— constituía un misterio para mí. ¿Por qué no hacían algo más práctico, alguna cosa que realmente resultara útil?
—¿Y Ezequiela? —me preguntó Juana en ese momento, cambiando de tema—. ¿Cómo está?
—Bien, bien, está muy bien. La he dejado en el salón viendo la tele.
—Dale recuerdos de mi parte.
—¡Tía…, por favor! —protesté—. Ya sabes que no quiere saber nada de ti, así que no me obligues a soportar de nuevo toda la retahíla de reproches que guarda en su corazón.
—¡Es la mujer más cabezota y tozuda que…!
—¡Mira quién fue a hablar! —exclamé, ocultando una sonrisa, pero mi tía me miró con amargura: el desprecio de Ezequiela le quemaba como un hierro candente.
Mientras avanzábamos hacia el interior, una al lado de la otra, le eché una larga ojeada a hurtadillas: seguía tan guapa como siempre, con ese brillo azulino en los ojos que contrariaba el gesto adusto de su cara y su ceño eternamente fruncido. En realidad, era una buena persona, mejor de lo que a ella misma le gustaba reconocer, y sentía una marcada debilidad por su sobrina favorita (y única); o sea, por mí. A pesar de todo, el instinto de supervivencia me recordó de pronto que con Juana no convenía dejarse arrastrar por los sentimientos, ya que sólo había dos razones por las cuales podía haber requerido de aquel modo mi presencia: o quería dinero o quería mucho dinero.
El monasterio y la comunidad se sostenían con los ingresos procedentes de las actividades empresariales que Juana había puesto en marcha durante los últimos años. Por ejemplo, las monjas más ancianas cosían chándales y monos de trabajo para las fábricas de la provincia, las cocineras hacían dulces y yemas de Santa Teresa que vendían a precio de oro en una tiendecilla instalada junto a la puerta del santuario, y las más jóvenes habían hecho cursos de encuadernación y realizaban trabajos para imprentas y para algunos ricos particulares; había, incluso, una novicia que, previo pago contante y sonante, diseñaba páginas de Internet para los organismos e instituciones de la Iglesia y del Patrimonio Nacional. Todo era válido para mi tía mientras diese dinero. Sin embargo, ni implantando entre sus monjas la producción a destajo, como habría sido su gusto, hubiera podido reunir los muchos millones que necesitaba para costear los interminables trabajos de restauración que mantenían en pie aquel viejo monasterio del siglo XII.
—¿Qué se ha estropeado esta vez, tía? —pregunté mientras cruzábamos el claustro hexagonal y nos encaminábamos hacia la sala capitular y el archivo.
—¡No seas tan impaciente! Sonreí. A Juana le gustaba mantener los secretos.
—Antes tengo que pasar un momento por el calabozo —comenté, y me detuve en seco junto a una de las columnas dobles del claustro, asiendo con la mano la bolsa que llevaba colgada al hombro.
Mi tía asintió con la cabeza.
—Lo suponía.
Una de las secciones más antiguas del convento, aquella que durante ocho siglos había albergado las celdas de las monjas, dejó de estar habitable poco después de la llegada de Juana al cenobio. La madre superiora de aquel entonces decidió clausurarla y trasladar las habitaciones de las hermanas a la parte oriental, pero en cuanto la buena mujer pasó a mejor vida y Juana fue elegida en su lugar, mi tía abrió de nuevo aquellas medievales dependencias, les dio un rápido lavado de cara (un refuerzo por aquí, un nuevo muro por allá, una mano de encalado y otra de pintura) y abrió un negocio ilegal de guardamuebles. Que yo supiera, casi todas las familias de Ávila tenían alquilada alguna vieja celda en la que, por un módico precio al mes (cuatro mil pesetas la habitación pequeña y siete mil la grande), guardaban toda clase de cachivaches y enseres pasados de moda. La hija de una vieja amiga de mi tía, esposa de un militar que cambiaba de destino con cierta frecuencia, tenía tres celdas reservadas de manera permanente.
Cuando yo era pequeña, por un lógico error de polisemia, creía que las celdas eran calabozos donde encerraban a las monjas por la noche, así que mi padre le dio este nombre a la que él utilizaba para ocultar ciertos objetos que no podía conservar en el almacén de la finca ni en la trastienda del comercio, por si a la policía le daba por hacer alguna visita inesperada.
—¿Tuviste algún problema con el trabajo? —me preguntó con maternal inquietud mientras hacía girar la gruesa llave de hierro en la cerradura.
—Ninguno —respondí empujando la puerta, que gimió—. Todo salió como estaba planeado. Como siempre.
—Alabado sea Dios.
Una vaharada de aire rancio y viciado arremetió contra mi olfato cuando me introduje en aquella gran estancia que, durante siglos y hasta la llegada de las redentoristas filipenses, había sido la celda de las madres abadesas Bernardas, y que ahora servía de zulo y madriguera a la familia Galdeano. Unas entrañables formas gibosas, cubiertas por lienzos polvorientos y mal iluminadas por la luz de un ventanuco enrejado, me dieron la cordial bienvenida, y un cálido sentimiento de orden, de que todo volvía a estar como debía y de que yo me encontraba en el lugar correcto me calentó el corazón. Muchos años atrás, cuando era niña, mi padre me dejaba jugar allí mientras él y Roi (que entonces no se llamaba Roi sino Philibert, príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers) trabajaban durante horas ordenando y catalogando la selección de piezas que, por alguna razón desconocida, no iba a parar al almacén de la finca como el resto del material que llegaba en camiones desde distintos puntos de España (crucifijos románicos, retablos góticos, imágenes de santos y vírgenes, columnas de marfil policromado, coronas engastadas de piedras preciosas, cálices de oro y plata, códices miniados, muebles, tapices y un largo etcétera de valiosísimas antigüedades).
No necesitaba apartar los lienzos para reconocer de memoria la mayoría de aquellos preciosos objetos. Muchos de los que ya no estaban habían ido a parar, con el tiempo, a las casas, castillos y palacios de los más ricos coleccionistas de arte del mundo, donde, felizmente, ocupaban lugares de privilegio. En los años sesenta y setenta, España estaba mucho más preocupada por la llegada de turistas a las playas de Benidorm y Marbella que por su patrimonio histórico y cultural, y la entidad más indiferente al valor secular de sus propiedades era la Iglesia católica que, utilizando a los gitanos como intermediarios, vendía por una miseria sus obras de arte.
Al principio, el negocio de mi padre era totalmente legal. Desde siempre había sido un enamorado de la belleza y ese amor le llevó a viajar por todo el mundo comprando antigüedades y coleccionando pinturas de artistas flamencos del siglo XVIL. Poco después de su boda con mi madre, el patrimonio familiar (obtenido con la construcción de los primeros ferrocarriles durante el reinado de Isabel II) se agotó de manera definitiva, y mi padre pensó que, como de todos modos tenía que ponerse a trabajar y en España no había buenos anticuarios, sería una idea excelente establecer por su cuenta un negocio tan ajustado a sus gustos.
En aquellos tiempos España era un filón inagotable de obras de arte. «¡El país entero está lleno de joyas que nadie cuida ni valora!», gritaba escandalizado cuando volvía de alguno de sus numerosos viajes por Galicia, Asturias, Castilla, Navarra o Cataluña. Todo lo que compraba a los curas y a los obispos a través de los gitanos, lo vendía inmediatamente por sumas astronómicas y, no obstante, cuando los camiones llegaban cargados a la finca, había decenas de anticuarios, marchantes y coleccionistas esperando ávidamente para adquirir el material al precio que fuera. Uno de aquellos primeros coleccionistas fue el príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers, un aristócrata francés que vivía en un castillo-fortaleza situado en el corazón del valle del Loira y que terminó convirtiéndose en el mejor amigo de mi padre. Philibert de Malgaigne-Denonvilliers —o, lo que es lo mismo, Roi— fue quien le introdujo en el Grupo de Ajedrez.
—¿Te falta mucho…? —me preguntó Juana, de pronto, desde el otro lado de la puerta. Mi tía jamás entraba en el calabozo; era su particular manera de no saber nada.
Descolgué de mi hombro la bolsa de cuero y la apoyé blandamente sobre una tabla. Con sumo cuidado deshice los nudos que la cerraban y tiré de los lados hasta dejar al descubierto un hermosísimo icono ruso del siglo XVIII. Mis manos, que lo habían sujetado y manipulado con fría precisión mientras lo descolgaban del iconostasio de la pequeña iglesia ortodoxa de San Demetrio, lo acariciaron ahora con mimo y ternura como si fuera un delicado gatito recién nacido. Una Virgen y un Niño de rostros estilizados y hieráticos me contemplaron en silencio desde la distancia de sus más de doscientos años de vida. El monje que los había pintado lo había hecho respondiendo a unos procedimientos que habían permanecido inalterados a lo largo de los siglos: pintar un icono no era, ni mucho menos, lo mismo que pintar un cuadro religioso al estilo de Zurbarán o Murillo; para un monje ortodoxo, pintar un icono representaba un momento sagrado de su vida que empezaba por la oración y el ayuno previos a la preparación de las colas y los pigmentos. Por tradición, todos los colores tenían una significación estricta: el azul representaba la trascendencia; el amarillo y el oro, la gloria, y el blanco, la majestad. Antes de emplear el blanco, por ejemplo, el monje debía pasar largas horas de rezos y penitencias, igual que antes de empezar a pintar los rostros, las manos y los pies, que eran las zonas más importantes, del icono, las no cubiertas por vestiduras y que hacían que la imagen fuese realmente sagrada. De hecho, a partir del siglo IX (y la imagen que yo tenía delante no era una excepción), se extendió masivamente en Rusia la costumbre de cubrir con un revestimiento de oro o plata, llamado Rizza, la totalidad de la obra a excepción de esas partes del cuerpo, que debían quedar al aire.
La brusca interrupción de la producción de iconos en 1921, prohibidos por un edicto de Lenin, no había hecho otra cosa que despertar la insaciabilidad de los coleccionistas de estas joyas del arte. Y para uno de ellos había robado yo aquella maravilla salvada de la destrucción definitiva gracias a la perestroika. El comprador, un discreto multimillonario francés, había ofrecido quinientos mil dólares por la pieza y, considerando el poco riesgo que entrañaba la operación, el Grupo de Ajedrez había aceptado el trabajo, que, como siempre, se llevó a cabo con meticulosidad. En estos momentos, una exquisita y perfecta réplica del icono que yo tenía entre las manos colgaba tranquilamente en el iconostasio de la pequeña iglesia de San Demetrio, en San Petersburgo, impidiendo que nadie se percatase del hurto durante los próximos cien años. Donna, como era habitual en ella, había llevado a cabo un excelente trabajo de falsificación.
—¿Te falta mucho, Ana María? —volvió a preguntar mi tía con tono impaciente.
—No —respondí dejando el icono en un rincón, bajo un paño limpio, y recogiendo mis bártulos apresuradamente.
Eché una última mirada a la celda y salí de ella sacudiéndome el polvo de las manos en los vaqueros. Juana cerró la puerta, echó la llave y se encaminó con premura hacia al claustro.
—Vamos, que todavía tenemos mucho que hacer.
La comunidad en pleno nos esperaba en la puerta del viejo scriptorium que ahora cumplía las funciones de archivo de documentos históricos. En la actualidad, las monjas desarrollaban sus labores en una zona cercana a las cocinas y, salvo cronistas y estudiosos autorizados por el obispado, nadie accedía ya a aquellas antiguas dependencias como no fuera para limpiar. Mi tía me indicó con un gesto que entrara y con otro dejó fuera a las hermanas que manifestaron su desilusión con un lamento ahogado.
—Mira allí, sobre las estanterías de los documentos de los siglos XIV y XV.
Seguí con los ojos la dirección que señalaba su índice y distinguí en el artesonado del techo una enorme grieta astillada que dejaba al descubierto la piedra.
—¿Qué ha pasado?
—Carcoma y vejez —repuso lacónicamente mi tía—. Se veía venir desde hacía tiempo. Ya te lo dije en Navidad, ¿recuerdas?, pero no me hiciste caso.
Agité la cabeza en sentido negativo y la miré directamente a los ojos.
—En Navidad, querida tía, me pediste dinero para reparar las canalizaciones de agua de los jardines, y recuerdo haberte dado cinco millones el día de Reyes, y otros cinco en junio, cuando me advertiste del inminente derrumbamiento del muro del huerto.
—Pues ahora necesito un poco más. Reparar el artesonado requiere una delicada tarea de restauración, sin contar con los costes de acabar para siempre con la carcoma.
Por un segundo no supe si echarme a reír o si soltar un grito.
—¡Escúchame bien! —protesté, encarándome con mi insaciable tía—. En lo que va de año te he dado diez millones de pesetas. ¡Creo que ya es suficiente! El año pasado fueron siete, y el anterior ni me acuerdo. ¿Por qué no le pides el dinero a la Junta de Castilla y León o a tu maldito Episcopado?
—Ya se lo he pedido… —respondió con suavidad.
—¿Y…? —Sinceramente, estaba sublevada.
—La próxima semana vendrán los peritos del ministerio y, con mucha suerte, podremos empezar las obras dentro de un par de años. Te recuerdo que en España hay más de cuarenta mil inmuebles de la Iglesia en peores condiciones que éste, que está catalogado como de riesgo moderado. Para cuando nos lleguen las ayudas, toda la madera de este archivo se habrá convertido en serrín. Lo que yo te propongo es que sigas desgravando impuestos por tus generosas aportaciones al monasterio como vienes haciendo hasta ahora.
Contuve mi ira y bajé la cabeza hasta que el pelo me sirvió de cortina protectora para mascullar a escondidas unas cuantas abominaciones.
—¿Cuánto? —pregunté por fin.
—Ocho.
—¡Qué!
Mi grito alarmó a las hermanas que se encontraban en la puerta y una de ellas se asomó discretamente; la mirada asesina de mi tía la animó a esfumarse a la velocidad del rayo. Las monjas sabían que mi bolsillo financiaba la restauración del monasterio, aunque estaban convencidas de que era por pura generosidad y por amor a mi única tía. Craso error: aquella arpía había estado extorsionando a mi padre durante años y ahora me extorsionaba sin piedad a mí.
—Ocho millones, Ana María, y ni un duro menos.
—¡Pero, tía…!
—No hay peros que valgan. O pagas, o mañana mismo llamo a los del grupo de patrimonio artístico de la Guardia Civil para que vengan a visitar el calabozo.
—¡Canalla!
—¿Qué has dicho? —preguntó entre indignada y dolorida.
—He dicho que eres una canalla, tía, y lo mantengo.
Durante un segundo, Juana se quedó en suspenso, mirándome, supongo que no sabiendo bien cómo responder a mi insulto. Luego, con el instinto del político que sabe encajar los golpes diplomáticamente, dejó escapar una ruidosa carcajada.
—¡Me acojo a la garantía espiritual de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón! Confío, incluso, en negociar con Dios una ampliación de este vencimiento.
Sonriendo, y muy segura de sí misma, salió del archivo dejándome allí con cara de imbécil. Era igualita que mi padre, me dije rabiosa. Igualita.
Al día siguiente, que amaneció nublado y lluvioso, pasé la mañana en la tienda comprobando facturas y atendiendo a los clientes. Tenía sobre la mesa vanas cartas de compradores habituales solicitando información acerca de algunos artículos de mi catálogo y dos o tres avisos de subastas de Sotheby’s y de Christie’s que iban a celebrarse en Londres y Nueva York durante los próximos meses. La perspectiva de pasar un largo período sin «trabajos especiales» (por lo menos hasta diciembre, en que tendría que organizar la entrega del icono) me resultaba atractiva y estimulante y estuve pensando seriamente en la idea de apuntarme a un gimnasio o de matricularme en algún centro de idiomas para mejorar mi horrible alemán y empezar con el ruso.
La fachada principal de mi tienda era el resultado de un largo y costoso estudio de imagen realizado por mi padre allá por los años setenta. Lejos de dejarse llevar por la apariencia adusta y aburrida que impera en esta clase de establecimientos, mi padre pintó la fachada de un color verde muy claro, salpicado de azulejos y coronado por unas grandes letras doradas. Sin duda, puede resultar un tanto estridente para un negocio como el nuestro, pero, por increíble que parezca, no quedaba mal aquel frontis abierto por dos grandes escaparates, separados entre sí por una elegante puerta italiana de madera (también pintada de verde, aunque más oscuro), a la que se accedía subiendo tres escalones que salvaban la distinta elevación del suelo provocada por la inclinación de la calle.
El mayor atractivo de Antigüedades Galdeano estaba constituido por nuestras colecciones de grabados antiguos de los siglos XVII, XVIII y XIX tanto en color como en blanco y negro, y nuestro impresionante surtido de espejos españoles de los siglos XVII y XVIII. Pero ofrecíamos también la mejor exposición de muebles, bargueños, pintura, plata y cerámica del norte de España. Siempre habíamos intentado diferenciar lo más posible la oferta de la tienda de la oferta del calabozo: un anticuario especializado en la venta de bargueños del XVIII difícilmente sabrá algo de tallas policromadas góticas del XIV.
Nuestros clientes eran expertos y exigentes, y, mayoritariamente, compraban a través de intermediarios a sueldo. De ahí que una de las mayores preocupaciones de mi padre fuera siempre la exquisita elaboración de nuestros catálogos, tarea que yo había heredado y que, recientemente, había asumido en su totalidad, realizando el diseño y la maquetación con el ordenador. Las fotografías, por supuesto, las encargaba a uno de los principales estudios profesionales de Madrid y la reproducción —en tiradas de quinientos o mil ejemplares— a Martí B. Gráficas, S. A. de Valencia; los mejores, sin duda, en su especialidad.
A mediodía, cuando entré en casa, unos aromas exquisitos a sopa de ajo y chuletón de ternera hicieron rugir mis jugos gástricos. Con el último trabajo había perdido tres kilos de mis ya escasas reservas calóricas. Mi delgadez, al margen de ser una herencia familiar y tan exagerada como poco atractiva, traía de cabeza a Ezequiela, que se empeñaba en prepararme banquetes pantagruélicos, dignos de un luchador de sumo.
—¿Ya está la comida? —pregunté a gritos desde la entrada.
—Falta un poco todavía —me respondió Ezequiela.
Fruncí el ceño, desilusionada, y me encaminé hacia el despacho. Si toda la tecnología moderna que me podía permitir en la tienda era la luz eléctrica y el sistema de alarma, por aquello de que los compradores de antigüedades suelen ser hostiles a cualquier cosa que huela a nuevo, en casa me desquitaba a gusto. Mientras con una mano pulsaba el mando a distancia del equipo de música y ponía en marcha el CD de Jarabe de Palo, con la otra, encendía mi estupendo ordenador y me dejaba caer en el sillón ergonómico lanzando por los aires los zapatos de tacón. Para relajarme, jugaría una partida de cartas contra la máquina antes de sentarme a la mesa. Era fantástico contemplar tantas luces parpadeantes y poder manipular tantos botones.
Todavía estaba desabrochándome la blusa y soltándome la falda cuando la pantalla que tenía delante se puso de un color rojo intenso y los altavoces emitieron un agudo pitido. El aparato estaba programado para conectarse automáticamente a Internet y revisar el buzón de correo electrónico. «Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez —empezó a repetir una voz mecánica—. Tiene un mensaje del Grupo de Ajedrez».
—¡Oh, no! —exclamé descorazonada, mirando como una tonta el monitor—. ¡No quiero saber nada de nadie todavía!
¡Era muy pronto para que el Grupo se pusiera en contacto conmigo! Por regla general, después de realizar un trabajo —y del breve parte que yo enviaba a Roi anunciándole el resultado del mismo—, las comunicaciones se interrumpían durante algunas semanas y si, además, como era éste el caso, la pieza debía «dormir» unos meses en el calabozo, los contactos entre los miembros del Grupo se suspendían completamente para respetar las «vacaciones». Pero aquella pantalla roja y la voz machacona del ordenador no dejaban lugar a dudas.
El genio informático del Grupo era Läufer, el alemán, que había realizado todos los programas con los que trabajábamos y que mantenía actualizados los sistemas de codificación y cifrado que garantizaban la impermeabilidad de nuestras comunicaciones. Läufer era un antiguo backer del famoso grupo Chaos Computer Club. Él fue quien rompió las protecciones del Centro de Investigaciones Espaciales de Los Álamos, California, y también de la agencia espacial europea EuroSpand, del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares de Ginebra, del Instituto Max Planck de física nuclear y del laboratorio de biología nuclear de Heidelberg, entre otros. Pero, sin duda, su proeza más memorable fue la que llevó a cabo en mil novecientos ochenta y cinco, poco después de que un candoroso ejecutivo del Bundespost, el servicio de correos alemán, declarase que las medidas de seguridad informática de dicha entidad eran inexpugnables. Läufer recogió el desafío y, cierto día, un teléfono del Bundespost estuvo llamando automáticamente durante diez horas al Chaos Computer Club y colgando al obtener respuesta. El resultado fue una factura telefónica de ciento treinta y cinco mil marcos.
Läufer tuvo la suficiente inteligencia para abandonar el Chaos antes de ser descubierto y encarcelado por la policía (como sucedió con muchos de sus compañeros) y rehízo completamente su vida adentrándose en el selecto mundo de los objetos de arte, su segunda pasión. Sin abandonar los ordenadores, se entregó con entusiasmo al estudio y a la preparación profesional y, al cabo de unos cuantos años, se ganaba muy bien la vida dedicándose a la tasación y valoración de muebles, cerámicas, porcelanas, vidrio, plata, pintura, escultura, bronces, textiles y joyas, llegando a estar considerado, con el tiempo, como el mejor especialista en autentificación de piezas antiguas.
La combinación de sus dos habilidades, en las que, por su inteligencia y sensibilidad, era un verdadero maestro, le convirtieron en el candidato adecuado para cubrir la vacante dejada por el anterior Läufer y, aunque desconozco qué método utilizó Roi para ficharle, lo cierto es que formaba parte del Grupo de Ajedrez varios años antes que yo.
Entre disgustada y preocupada por la llegada de un mensaje, cargué el lector de correo electrónico y las letras comenzaron a surgir en la pantalla en forma de signos y dibujos totalmente ilegibles. Ni Champollion[1] con toda su ciencia hubiera conseguido descifrar aquella piedra de Rosetta.
Al cabo de pocos segundos, sin embargo, el algoritmo descodificador elaborado por Läufer había terminado su trabajo y aquel enjambre sin forma empezó a adquirir sentido ante mis ojos:
«IRC, #Chess, 16.00, pass: Golem. Roi».
¡Mierda!
—¡Mierda, mierda! —grité levantándome del sillón con un brinco. El ruido alarmó a Ezequiela que entró rápidamente por la puerta secándose las manos con un paño de cocina.
Ezequiela era una anciana bajita, flaca y encorvada, de mirada perspicaz y con una cara surcada de arrugas que terminaba en una curiosa barbilla hundida y rosada. Desde hacía unos cuantos años venía acortándose las faldas para que no se notara que, con la edad, estaba disminuyendo de tamaño.
—¿Qué pasa?
—¡Roi otra vez! —exclamé mirándola desesperada.
Ella enarcó las cejas con un gesto que bien podía significar «¡Qué le vamos a hacer!» o «¡Aguántate por tonta!» y desapareció como había venido sacudiendo la cabeza con resignación, sin volver a ocuparse de mí.
—¡Maldita sea, otro trabajo no, no y no! —exclamé en el desierto de mi despacho.
Comí sin mucho apetito y apenas hice caso de la verborrea de Ezequiela que eligió precisamente ese momento para ponerme al tanto de los cotilleos de la ciudad. Entre bodas, bautizos, sepelios y divorcios acabé con el postre y bebí de un sorbo el café, sintiendo cómo una pereza infinita comenzaba a inyectarse dulcemente en los músculos de mi cuerpo: se acercaba el momento de la siesta pero, en lugar de dormir un par de horas en el sofá antes de volver a la tienda, tenía que mantenerme despierta para conectarme al IRC[2].
¿No podría Roi haberme citado por la tarde o por la noche, cuando mi cerebro estaba en plenitud de facultades…? Pero no tenía otra alternativa: la disciplina y el funcionamiento riguroso eran cruciales para la seguridad, y si Roi me había citado a las cuatro de la tarde, a esa hora yo debía establecer comunicación pasara lo que pasara y costase lo que costase. En caso contrario, él desmantelaría el Grupo antes de una hora.
Así que a las cuatro menos cinco estaba sentada de nuevo frente al ordenador, con otra taza de café junto al teclado y un cigarrillo nervioso entre los dedos, conectando con mi servidor de Internet y cargando el programa para acceder al IRC. Una vez que el servidor me dio paso, entré en la red a través de Noruega, por Undernet-Oslo, y redireccioné por Toronto, Canadá, y luego por Auckland, Nueva Zelanda, cambiando de identificación para eludir posibles rastreos. Convenientemente camuflada, solicité una lista de canales abiertos y, en la interminable serie de nombres que aparecieron en mi pantalla por orden alfabético, encontré #Chess con facilidad. Pinchando dos veces sobre él con el botón izquierdo del ratón, entré en una sala blanca y vacía, en el centro de la cual un recuadro parpadeante me pedía la contraseña de acceso (el password o pass). Tecleé «Golem», pulsé intro, y la imagen cambió: la sala blanca y vacía se llenó de líneas de colores que ascendían por mi pantalla con mensajes de bienvenida en los seis idiomas de los integrantes del Grupo de Ajedrez: en francés por Roi —el Rey—, que ya estaba presente, en italiano por Donna —la Dama—, en alemán por Läufer —el Alfil—, en inglés por Rook —la Torre—, en portugués por Cávalo —el Caballo— y en español por mí, Ana… el humilde Peón.
—Hola, Peón.
—Hola, Roi —escribí velozmente en francés.
—Te habrá sorprendido esta reunión urgente…
—Puedes apostar lo que quieras a que sí. En ese momento entró Cávalo en el canal.
—Hola a todos —escribió en inglés.
—Hola, Cávalo.
Volvieron a pitar mis altavoces. Donna y Rook hicieron su entrada, uno detrás de la otra.
—Saludos a todos —dijo Donna.
—Lo mismo —añadió Rook—. Veo que sólo falta Läufer.
—Para variar —dijo Cávalo.
—No tardará. En cuanto llegue os explicaré por qué os he convocado de esta forma tan inusual.
—Espero que valga la pena, Roi, porque tenía una comida de trabajo importantísima en Nápoles y la he cancelado por culpa de tu e-mail —escribió Donna con evidente mal humor. Donna, o mejor, Julia Volontieri, era la importante propietaria de una empresa de conservación y restauración de arte y antigüedades especializada en el desarrollo de proyectos para las administraciones públicas italianas y para el Vaticano. El personal a su servicio, experto en la restauración de retablos, esculturas policromadas, tablas y lienzos, se formaba en el taller-escuela de la propia Julia, en cuyos laboratorios de Roma se llevaban a cabo, utilizando las más complejas y modernas tecnologías, las falsificaciones utilizadas por el Grupo de Ajedrez para encubrir los robos. Nunca había tenido ocasión de tratarla en persona, pero Roi aseguraba que, incluso a los cincuenta años, era una de las mujeres más atractivas y fascinantes que había conocido en su vida.
—Todos teníamos cosas importantes que hacer, Donna —dije yo recordando mi siesta.
—Querida Donna —apuntó Cávalo con evidente sorna—, tú siempre tan ocupada y tan diligente.
—Y tú, mi estimado Cávalo —le respondió ella—, siempre tan amable.
Cávalo, cuyo verdadero nombre era José da Costa-Reis, era el propietario de una importante ourivesaria en la elegante rúa Passos Manuel de Oporto, fundada por su abuelo poco después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre —el primer Cávalo—, joyero también y restaurador de relojes y joyas antiguas, fundó, por afición, el Grupo de Xadrez do Porto y, cuando Roi y él decidieron unirse para llevar a cabo ciertas actividades no demasiado limpias, éste fue el nombre que les pareció más oportuno para encubrirlas. El padre de José murió casi al mismo tiempo que él mío, también de un ataque al corazón, y ambos heredamos simultáneamente tanto los negocios familiares como las posiciones en el Grupo.
—¡HOLA A TODOS!
El genio informático acababa de hacer su entrada en el canal y, para que a nadie le pasara inadvertido tal acontecimiento, Läufer, además de utilizar las mayúsculas (equivalente a los gritos en cualquier conversación hablada), hizo correr por nuestras pantallas una serie de dibujos a todo color en los que se veían caras sonrientes, dragones humeantes, flores y algún que otro desnudo femenino de corte moderado; la experiencia le había demostrado que Donna y yo podíamos montar en cólera si se pasaba con sus exhibiciones machistas. Las tonterías de Läufer siempre eran coreadas por el bobo de Rook, y los dos juntos podían llegar a resultar, a veces, insoportables.
—¡Ya era hora, muchacho! —escribió su compinche en tono alegre.
—¡HEY, ROOK! ¿CÓMO VAN ESAS FINANZAS?
—Por favor, Läufer, utiliza las minúsculas —pidió Roi.
—NO PUEDO, TENGO EL TECLADO ESTROPEADO.
—Siempre pone la misma excusa…
—NO SÉ POR QUÉ DICES ESO, DONNA.
—¿Será porque te amo?
—¡LO SABÍA, LO SABÍA! ¡HEY, ROOK! ¿QUÉ TE PARECE, AMIGO?
—Läufer, por favor —interrumpió Roi—. Tenemos trabajo.
—ESTÁ BIEN. ME CALLARÉ.
—Roi, empieza ya porque el tiempo corre —atajé para impedir la más que probable respuesta desagradable de Donna.
—Tenemos una oferta interesante —empezó Roi. Afortunadamente, su velocidad escribiendo con el ordenador era comparable a la de una buena taquimeca—. Muy interesante, diría yo, y por eso os he convocado. A través de los cauces habituales, un coleccionista llamado Vladimir Melentiev nos ha pedido que recuperemos un lienzo del pintor ruso Ilia Krilov que se encuentra actualmente en Alemania. La obra está valorada en unos treinta y cinco mil dólares y él está dispuesto a pagar el precio que pidamos por obtenerla. Sea cual sea, me ha insistido.
—¿Lo que le pidamos? —se interesó Rook, que era el economista del Grupo.
—Te aseguro que no va a regatear ni a discutir la suma.
—Eso me huele mal… —apuntó Cávalo—. Rook, saca las cuentas. Si no me equivoco, a ese tal Vladimir le va a costar mucho más caro patrocinar esta operación que comprar el cuadro.
—El propietario no quiere venderlo.
—A ver… Déjame calcular. Al cambio actual de divisas, treinta y cinco mil dólares norteamericanos son, aproximadamente… veintiuna mil libras inglesas, cincuenta y nueve mil marcos alemanes, ciento noventa y siete mil francos franceses, cincuenta y ocho millones de liras italianas, unos seis millones de escudos portugueses y unos cinco millones de pesetas españolas… Me parece que Krilov es un pintor escasamente cotizado en el mercado.
—No sé nada acerca de él —manifestó Donna—. Debe ser posterior a mil ochocientos.
—En efecto, es de finales del XIX y principios del XX —informé yo—. Lo sé porque, preparando mi último viaje, leí en alguna parte que Krilov había empezado su carrera como pintor de iconos y que la mayor parte de su obra o, al menos, la más famosa, se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.
—ATENCIÓN —gritó Läufer—. SEGÚN LAS BASESDE DATOS DISPONIBLES EN LA RED, ILLA YEFIMOVICH KRILOV (1844-1930) ESTÁ CONSIDERADO COMO EL PINTOR REALISTA MÁS EXTRAORDINARIO DE SU GENERACIÓN. NACIÓ EN CHUGUYEV Y ESTUDIÓ EN LA ACADEMIA DE SAN PETERSBURGO. BUEN DIBUJANTE Y HÁBIL COLORISTA, FUE CONOCIDO SOBRE TODO POR LOS CONTENIDOS TEMÁTICOS DE SUS OBRAS.
—Läufer, por favor —intercaló Roi, aprovechando una pausa del gritón—, escribe en minúsculas.
—NO PUEDO, YA TE LO HE DICHO… SIGO: SUS ESCENAS DE GENTE CORRIENTE, PROFUNDAMENTE CONMOVEDORAS, SIGNIFICARON UNA POSTURA CRÍTICA CONTRA EL RÉGIMEN ZARISTA. SUS BARQUEROS DEL VETLUGA (1870, MUSEO ESTATAL RUSO, SAN PETERSBURGO), EN LOS QUE SE MUESTRA A LOS BATELEROS ENJAEZADOS JUNTOS COMO BESTIAS DE CARGA, LE HICIERON FAMOSO. CONTINUÓ PINTANDO GRANDES TEMAS HISTÓRICOS, ASÍ COMO RETRATOS MEDITABUNDOS DE COMPOSITORES Y ESCRITORES RUSOS. SU OBRA SE CONVIRTIÓ EN EL MODELO A SEGUIR POR LA PINTURA DEL REALISMO SOCIAL SOVIÉTICO DE MEDIADOS DEL SIGLO XX.
—Per carita! ¿Es que no hay nadie que pueda arreglarle el teclado?
Por toda respuesta, una rosa encarnada ascendió por la pantalla blanca exhibiendo un letrero que decía: PARA DONNA.
—La cuestión es la siguiente, damas y caballeros —continuó Roi, haciendo caso omiso de la discusión—: Melentiev quiere el cuadro titulado Mujiks pintado por Krilov en 1916, cuadro que, actualmente, obra en poder del industrial alemán Helmut Hubner.
—¿Hubner…? —preguntó Rook—. ¿El de las galletas Hubner…?
—Efectivamente, el de las galletas, panes y pasteles Hubner.
—¡Ese tío es uno de los hombres más ricos de Alemania! ¿No es verdad, Läufer? Sus empresas y filiales cotizan en las principales bolsas europeas y, según la revista Forbes, su fortuna personal se calcula en varios cientos de millones de dólares.
Siguiendo con su método de respuesta, Läufer hizo sonar en nuestros altavoces la conocida musiquilla de los anuncios televisivos de la marca de galletas.
—YO TRABAJÉ PARA ÉL EN UNA OCASIÓN. HICE UNA VALORACIÓN NEGATIVA DE UNA PIEZA QUE DESEABA ADQUIRIR: UN JARRÓN DE CRISTAL DOBLADO, SUPUESTAMENTE PRODUCIDO POR LA COMPAGNIE DES CRISTALLERIES DE BACCARAT, QUE ERA, EN REALIDAD, UNA OBRA DE LA VIDRIERÍA DE SAINTEANNE.
—Pero la Vidriería de Sainte-Anne fue la antecesora de la Compagnie des Cristalleries de Baccarat… —se extrañó Roi—. ¿Por qué hiciste una valoración negativa si la pieza tenía una cotización muy superior?
—PORQUE ÉL SÓLO ESTABA INTERESADO EN LOS CRISTALES DEBACCARAT FABRICADOS POR LA COMPAGNIE DURANTE EL PERÍODO COMPRENDIDO ENTRE 1861 Y 1875. LO RECUERDO PERFECTAMENTE. ASÍ QUE, AUNQUE EL VALOR DE TASACIÓN DE LA OBRA ERA MUCHO MAYOR, LA VALORACIÓN TUVO QUE SER NEGATIVA.
—Así que estamos hablando de un coleccionista selecto —dijo Cávalo—. Un tipo que sabe lo que quiere y que debe poseer una apreciable cantidad de obras de arte cuidadosamente escogidas, entre las que se encuentra el lienzo de Krilov.
—Y que, por lo tanto, tendrá a buen recaudo todos sus tesoros —puntualicé yo, malhumorada. Si Roi era el organizador, Donna y Cávalo los falsificadores, Rook el blanqueador de dinero negro y Läufer el informático, yo, desgraciadamente, era la ejecutora material de los robos, la que se jugaba la piel en cada operación, el cuerpo ágil que saltaba ventanas, caminaba por tejados, escalaba muros y sorteaba sistemas de alarma.
—Tranquilo, Peón —me consoló Roi—. Todo el mundo hará, como siempre, un buen trabajo y sabrás perfectamente el terreno que pisas en cada momento.
—Nunca sé el terreno que piso en esos momentos.
—¡HUY, HUY, HUY! ¡PEÓN ES UN LLORÓN!
—¡CÁLLATE, LÁUFER! ¡NO QUIERO VOLVER A VER UNA LÍNEA TUYA HASTA QUE YO TE LO PIDA! —gritó Roi, harto de las tonterías del antiguo hacker.
—Lo siento, Peón, no volverá a ocurrir… Volvamos a nuestro asunto, por favor —intercaló varias líneas en blanco para dar un respiro y, luego, continuó—. Yo buscaré toda la documentación sobre el cuadro y Läufer investigará a Helmut Hubner. ¿Algún problema para hacer la copia, Donna?
—Ninguno, pero esta vez envíame las reproducciones en formato JPEG[3], por favor, y utiliza compresión de alta calidad. Necesito hacer ampliaciones grandes y muy precisas. Y ya sabes: busca todo lo que puedas sobre el bastidor, los materiales y los usos y costumbres de Krilov a la hora de trabajar. También necesito la historia completa del lienzo (dónde ha estado, cuánto tiempo y en qué condiciones). ¡Ah! Y la del propio Krilov, con todos los detalles de su vida, incluso los más insignificantes.
—De eso podría encargarme yo —se ofreció Cávalo.
—Adjudicado —confirmó Roi—. Y tú, Donna, no te preocupes, lo tendrás todo dentro de tres días como máximo. Damas y caballeros, atención… Läufer, ¿tienes preparado el sonido?
Un redoble circense de tambor invadió mi despacho. Era curioso pensar que seis ordenadores distintos ubicados en otras tantas ciudades de países europeos emitían al unísono la misma fanfarria electrónica.
—Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Krilov. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, la cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.
Las siguientes jornadas las dediqué a poner en orden los asuntos administrativos de la tienda, a pagar lo que le debía a la mujer de la limpieza, a responder con abultada información las cartas de mis compradores por catálogo y a inscribirme en varias subastas para noviembre y diciembre. Por supuesto, me preocupé también de anunciar a bombo y platillo que me iría otra vez de viaje el día menos pensado…
Siempre he sido un ser bastante antisocial, pero me acercaba peligrosamente a esa edad en la que comienzas a plantearte quién cuidará de ti cuando seas vieja. Supongo que todo nuevo planteamiento empieza siempre por un sentimiento egoísta, y ese sentimiento egoísta me llevaba a echar de menos unos amigos que nunca tuve, unos hijos que probablemente jamás tendría y alguna que otra relación amorosa que durara algo más que un par de noches de hotel en cualquier lugar remoto del mundo. Incluso empezaba a desear una relación sexual en la que el sexo no lo fuera todo, como esas que salían en las películas románticas de la televisión. A los treinta y tres años, mi bagaje afectivo se reducía a mi tía, mi vieja criada y mi paternal amigo Roi, cada uno de los cuales había celebrado su cincuentenario a finales del siglo pasado. Pero ¿qué otra cosa podía permitirme llevando una vida tan descabellada como la mía…? Igual que en ocasiones anteriores, decidí que, en puertas de una nueva operación, no era el momento de ponerme a pensar estas cosas y arrinconé otra vez mi corazón esperando que llegara el día en que pudiera prestarle atención sin que interfiriera en mi forma de vida.
El jueves 10 de septiembre, por la tarde, empezaron a llegar los primeros informes remitidos por Roi y el viernes, después de cerrar, me enclaustré en el despacho dispuesta a pasar el fin de semana estudiando los detalles de la Operación Krilov. En realidad, el bienintencionado príncipe Philibert se limitaba a despacharme una copia de los archivos que recibía y de los que él mismo enviaba para que yo dispusiera de toda la información sobre el asunto, convencido de que eso me daba una gran tranquilidad. Lo cierto es que se equivocaba por completo. Era mucho más fácil, al menos desde mi punto de vista, perforar ficheros confidenciales o bases de datos secretas cómodamente sentado delante de un ordenador, que perpetrar físicamente el robo, jugándose el tipo en el sentido más literal de la palabra. Roi, sin embargo, siempre decía que, tal y como estaban comportándose últimamente las policías de todo el mundo, era mucho más fácil que pillaran antes a Läufer que a mí, pues la paranoia del delito informático había vuelto tontos a los otrora grandes investigadores del crimen. Nuestro auténtico enemigo, insistía siempre Roi, era el Grupo de Trabajo de Interpol para los Delitos Relacionados con la Tecnología de la Información, estrechamente vinculado con el peligroso, aunque más lejano, NIPC, el Centro Nacional de Protección de Infraestructuras, del FBI.
El domingo a última hora empecé a organizar mi parte del trabajo. Las fotografías de la pintura de Krilov llegaron a media tarde. Estudié cuidadosamente las imágenes y saqué varias impresiones de alta calidad para conocer mejor aquella obra meritoria aunque lejana a la genialidad: tres generaciones de pobres mujiks (un anciano, dos hombres de mediana edad y tres niños pequeños), sentados lóbregamente alrededor de una mesa miserable, miraban al espectador directamente a los ojos. El rostro del viejo evocaba el cansancio de la ruda realidad del campesino ruso de principios de siglo. Una marmita vacía hablaba del hambre, y un gato rechoncho, mucho mejor alimentado que la familia, de las ratas que debían poblar aquella humilde vivienda, apenas caldeada por un fuego tacaño que ardía a la derecha de la escena.
Según los datos, las dimensiones de la pintura eran de 1,13 x 1,59 metros, lo que implicaba, para mí, cierta incomodidad a la hora de trabajar. Presentaba la peculiaridad, además, de tener la tela sujeta al bastidor por unos curiosos clavos numerados producidos en Rusia a principios de siglo, clavos que Donna estaba intentando desesperadamente encontrar por si se me rompía alguno durante el proceso de desprender el lienzo para sustituirlo por la copia. Pero, al margen de estos dos pequeños detalles, la obra no hacía presagiar grandes problemas para su manipulación y falsificación: el examen pigmentográfico realizado con el microscopio electrónico había revelado que los colores utilizados por Krilov eran todos de producción industrial (el blanco, por ejemplo, era vulgar óxido de titanio), caracterizados por un grano de pequeñísimas dimensiones en comparación con el grano de los pigmentos antiguos, que se molían a mano y que, por lo tanto, presentaban un nivel muy alto de impurezas. El lienzo ni siquiera exhibía un suave craquelado en las zonas más cercanas al soporte, como es normal en las pinturas con ochenta o cien años de antigüedad, posiblemente porque, con arreglo a las notas enviadas por Cávalo, Krilov preparaba las telas utilizando una finísima imprimación blanca de yeso y cola, muy disuelta en agua para mantener la buena elasticidad de los tejidos fabricados en los telares mecánicos modernos.
En cuanto a la ubicación actual del cuadro, había que remitirse a los abultados, farragosos y estomagantes informes de Läufer, cuyo concepto de información útil estaba francamente distorsionado. Cualquier documento que contuviese, aunque fuera de pasada o como referencia, el apellido Hubner, había sido considerado digno de traspasar el filtro y de ser estudiado y, como no había contraseña ni protección en el mundo que se le resistiese, mi ordenador comenzó a llenarse de memorándums, notas internas, datos de producción de galletas y panes, listas de ejecutivos, facturación de filiales, expedientes de regulación de empleo, índices históricos bursátiles y un largo etcétera de cosas semejantes. A punto estuve de quedarme sin memoria en el disco duro por culpa de aquel idiota sin criterio. Pero, por fortuna, no hay mal que cien años dure y, poco después, Läufer anunció (a gritos) que había empezado a funcionar el troyano enviado por él al ordenador personal de Helmut Hubner. Se trataba, al parecer, de un sofisticado back-orífice, un programilla informático parecido a un virus, que le permitía el libre y secreto acceso a la máquina del magnate, siempre que ésta, claro, estuviera conectada. Y como Hubner no apagaba nunca su equipo, Läufer no encontró ningún problema para escudriñar los secretos más íntimos del coleccionista.
El cuadro de Krilov se encontraba en el castillo de Kunst, a orillas del lago Constanza, en el estado de Baden-Württemberg, al sudoeste de Alemania. Parte de la rica Pinakothek de Hubner había sido trasladada a las galerías de este castillo en 1985, una vez culminadas las impresionantes obras de rehabilitación emprendidas por el empresario para convertir este edificio defensivo del siglo XIV en una de sus residencias habituales. Al menos durante tres meses al año se le podía encontrar en Kunst, generalmente en abril, mayo y junio, y luego se trasladaba a su finca de Mallorca hasta la Navidad.
Läufer no tardó en enviarme una soberbia colección de fotografías del castillo hechas con un potente teleobjetivo desde puntos de observación diferentes. Lo primero que llamó mi atención fue que estaba construido dentro del lago y unido a tierra firme por un puente de madera de unos diez metros de largo. La idea del constructor medieval no había sido mala en absoluto, pues las aguas le servían de foso natural y el puente podía ser retirado o destruido en caso de asalto. La muralla de piedra, de planta hexagonal, estaba jalonada por dos atalayas y cuatro torres de flanqueo de bases gruesas y laterales curvos, salpicadas por estrechas aspilleras ojivales que dejaban pasar la luz al interior y que en su día permitieron los disparos de los arqueros. La altura del muro era de unos doce metros y culminaba en unas almenas que sobresalían al exterior para dificultar la escalada del enemigo.
Los planos técnicos me llegaron un poco más tarde porque Läufer tuvo ciertas dificultades para averiguar el nombre del arquitecto que había dirigido las obras de rehabilitación. En realidad, se habían respetado la forma y el aspecto primitivos de la fortaleza (sólo se habían añadido una pequeña piscina en la parte posterior y un aparcamiento para coches en torno al viejo pozo), realizándose las mayores reformas en el interior de la torre del homenaje, que había vuelto a ser, como en el pasado, la morada del castellano. De planta cuadrada y gruesos muros de tres metros de espesor, la torre tenía un sótano y cinco pisos, el primero de los cuales estaba destinado a la cocina y al personal de servicio; los tres siguientes eran la vivienda propiamente dicha, con sus aposentos, comedores y salas (había incluso una biblioteca y una capilla privada); y, por fin, en la última planta, se encontraba la pinacoteca de Hubner. La espiral de escaleras de piedra adosadas al muro había sido reforzada con un pequeño ascensor central que atravesaba los suelos de madera.
En cuanto al personal de servicio que trabajaba en Kunst, Läufer descubrió el pago de sus nóminas en una cuenta bancaria a nombre de una de las muchas empresas de Hubner. El señor y la señora Seitenberg, mayordomo y ama de llaves respectivamente, eran los encargados del castillo durante todo el año y tenían su hogar en la primera planta. Sus vecinos más cercanos eran dos enormes rottweilers cuya caseta estaba pegada al muro occidental. Además, todas las mañanas acudían desde el pueblo un viejo jardinero y una asistenta (cosa que Läufer pudo comprobar personalmente durante sus ratos de observación). Era de suponer que durante los tres meses anuales que Hubner residía allí, el número de criados aumentara, pero sus nóminas no aparecieron entre los gastos del castillo.
Un poco más difícil fue dar con la empresa encargada de montar el sistema de seguridad. Tras arduas investigaciones resultó ser la internacional White Knight Co., una vieja conocida cuyos métodos tradicionales de trabajo no me quitaron el sueño. Un par de días más tarde, Läufer disponía de la red de circuitos de alarma, incluidos modelos y series.
La historia del cuadro investigada por Roi resultó bastante más interesante. Por las referencias y notas encontradas en revistas especializadas, en libros de arte e historia y en las fichas científicas de algunos galeristas y coleccionistas amigos suyos, supimos que la obra, tras permanecer por más de veinte años en el Museo Estatal Ruso de Leningrado (actual San Petersburgo), fue robada y trasladada a la ciudad prusiana de Kónigsberg (actual Kaliningrado) en octubre de 1941, durante la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán. Los nazis habían constituido dos comandos de tropas especiales dedicados al saqueo sistemático de objetos de valor artístico: el Künstberg, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, y el Rosenberg, a las órdenes de Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios Ocupados del Este de Europa. Ambos comandos tenían la orden de poner «fuera de peligro» las obras de arte de los museos de Leningrado y Moscú, llevándolas, naturalmente, a Alemania.
En los primeros meses de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg en uno de los combates más violentos de la Segunda Guerra Mundial, una expedición cargada con los tesoros robados abandonó aquella zona peligrosa con destino a Turingia, donde gobernaba el terrible gauleiter[4] Fritz Sauckel, responsable del campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, y posteriormente condenado a muerte durante los juicios de Núremberg y ejecutado. Este antiguo ministro plenipotenciario del Reich declaró antes de morir que aquellas obras de arte recibidas en las postrimerías de la guerra habían salido de Weimar en abril de 1945 con destino a Suiza, extremo que nunca pudo ser confirmado porque jamás volvió a saberse nada de ellas.
El dato curioso era que, veinte años después, el lienzo titulado Mujiks, del pintor ruso Ilia Krilov, aparecía sorprendentemente registrado en el modesto catálogo particular de un antiguo dirigente nazi reconvertido en respetable empresario panadero, un tal Helmut Hubner… ¿No era increíble? Desde Turingia (o desde Suiza), el cuadro había pasado a manos de Hubner a través de cauces desconocidos, aunque mucho más asombroso todavía resultaba el hecho de que el multimillonario fabricante de las galletas más famosas del mundo, y exquisito coleccionista de arte, era un antiguo nazi transformado.
Donna, con toda la información que necesitaba a su disposición, se puso manos a la obra y realizó un trabajo tan perfecto que despertó la admiración del Grupo. Recibimos dos fotografías escaneadas exactamente iguales y se nos pidió que diferenciáramos el original de la copia. Todos nos equivocamos menos Läufer, que reconoció haber tomado su decisión no sobre la base de sus conocimientos como especialista en la autentificación de piezas, sino echando una moneda al aire después de haberse bebido unas cuantas cervezas.
Donna había empezado su carrera como excelente pintora a la edad de veinte años y, al decir de la crítica en general, estaba dotada de unas magníficas dotes naturales para el dibujo y el color. Pero pronto descubrió que sólo era una aspirante más en medio de un océano de aspirantes y que jamás conseguiría un trono en el Olimpo de los grandes maestros. Con profunda amargura, se dio cuenta de que su nombre no cruzaría los siglos envuelto en una aureola de gloría: ya no quedaban capillas Sixtinas que pintar ni había papas-mecenas como Julio II o León X y, hasta para el trabajo más insignificante, los candidatos en oferta se contaban por miles. Así que cambió su rumbo hacia derroteros más provechosos y, siguiendo los pasos de su admirado Miguel Ángel Buonarroti, se encaminó hacia la falsificación de obras de arte. Miguel Ángel, según su amigo y biógrafo Giorgio Vasari, «también de magistral manera imitó dibujos de antiguos y afamados maestros; los teñía y envejecía con humo y otras materias primas, manchándolos de modo que pareciesen antiguos, haciendo que se confundiesen con los originales». En una ocasión, incluso, ya célebre y acomodado, preparó un Cupido para que pareciera encontrado en unas excavaciones y, haciéndolo pasar por antiguo, lo vendió a un cardenal por treinta ducados florentinos. El viernes 25 de septiembre, a primera hora de la mañana, Cávalo embarcó en un avión de Alitalia con destino a Roma; comió con Donna en un elegante restaurante de la piazza Farnese y regresó a media tarde al aeropuerto de Fiumicino —llevando en bandolera un tubo portalienzos cargado con un rollo de láminas variadas y algunas reproducciones litografiadas de las vistas de Roma de Piranesi—, para tomar otro avión que le llevaría de regreso a Oporto. El sábado 26 lo dedicó a jugar al ajedrez, deporte al que era tan aficionado como su abuelo y su padre, y el domingo 27 salió de casa muy temprano para, al volante de su coche, cruzar la frontera con España por Fuentes de Oñoro y comer conmigo en la posada del pequeño pueblo medieval de San Marros del Castañedo, en Salamanca, a mitad de camino entre nuestras dos ciudades. Durante las cuatro horas largas que tardé en llegar hasta el lugar de la cita, permanecí atenta a las noticias sobre las elecciones generales que estaban teniendo lugar ese día en Alemania. Sentía mucha curiosidad por saber si Kohl sería de nuevo canciller o si, por el contrario, el socialdemócrata Schróder conseguiría quitarle el puesto y pactaría después con los Verdes para formar gobierno. Sería una maravilla, me dije, que Alemania fuera la primera potencia económica en renunciar a la energía nuclear. Eso tendría el efecto de un cataclismo en los cimientos de la industria atómica y quizá, de este modo, el mundo empezara a ser un lugar más limpio. ¿Tendrían tanta influencia los Verdes alemanes si ganaba Schróder? Lo deseé con todas mis fuerzas.
Aparqué mi BMW en la plazuela del pueblo y me colé por una estrecha callejuela que me llevó directamente a la posada. Aquel viejo edificio del siglo XVI, con la fachada a medio restaurar y cubierta de andamios, me producía siempre la misma sensación de estudiada ramplonería. El interior estaba decorado en el más puro estilo rústico-moderno, es decir, mucha cerámica de barro cocido, muchos tejidos de lino y algodón, mucha madera de pino y haya, muchas flores secas y mucho hierro forjado. Empujé el portalón y me topé de bruces con un escuálido personaje que se me quedó mirando fijamente con ojos de iluminado. Por experiencias anteriores sabía que no diría ni media palabra hasta que yo no tomara la iniciativa, así que le saludé amablemente y le pregunté por el señor José da Costa-Reis. Siguió mirándome un buen rato, sin parpadear y sin moverse, y luego se apartó de golpe para dejarme ver el comedor, al fondo del cual, José, sentado a la mesa y con una gran sonrisa en los labios, charlaba animadamente con una jovencita de unos doce o trece años, muy morena, muy flaca y con unos dientes enormes. Debía ser esa hija de la que siempre me hablaba cuando nos encontrábamos en aquella posada antes de cada trabajo. Solté un gruñido de desagrado por la inesperada comensal y me dirigí hacia ellos bajando resueltamente los tres escalones que separaban el vestíbulo del pequeño comedor.
Siempre me gustaba volver a ver a Cávalo. Para mí era uno de esos hombres tranquilos y exquisitamente educados al lado de los cuales puedes sentir que el mundo tiene sentido aunque en realidad no lo tenga. De ojos profundamente oscuros y alegres, alto y deportivo, siempre bien afeitado y bien peinado el espeso cabello gris, José era un hombre muy apetecible que, sin embargo, conforme a las normas del Grupo, no estaba a mi alcance.
—Estás preciosa, Ana —me dijo con ese castellano redondo y musical que utilizan los gallegos y los portugueses al hablar nuestro idioma. Luego me dio dos besos.
—Y tú también, José.
Exhibió una atractiva sonrisa infantil y retrocedió hasta sujetar con las manos el respaldo de una de las dos sillas libres, echándolo hacia atrás para ofrecerme asiento. La niña no me quitaba los ojos de encima.
—Ésta es Amalia, mi hija, la chica más guapa e inteligente del mundo. Amalia, ésta es Ana, Ana Galdeano.
—Hola, Amalia —mascullé con un esfuerzo.
—Hola —respondió la niña, observándome como si tuviera rayos X en los ojos.
José se había separado de su esposa al poco de nacer Amalia. Como en Portugal no existía entonces el divorcio, ambos habían llegado a un acuerdo civilizado para que la niña creciera sin echar de menos a su padre. Los días que Amalia tenía que estar con José eran tan sagrados para éste, que era capaz de suspender un encuentro conmigo y posponer una operación del Grupo con tal de no perder ni un minuto del tiempo que debía pasar con su hija. Sin embargo, en esta ocasión, sin avisarme previamente, había traído a la niña consigo.
—¿Cómo llevas el negocio de Alemania? —quiso saber mientras se sentaba.
Estoy segura de haber exhibido una sonrisa estúpida y bobalicona. ¿Cómo se atrevía a hacerme esas preguntas delante de la niña? Hice acopio de aire y de sangre fría antes de responder.
—Ya lo tengo todo preparado. En cuanto me entregues el… diseño, volveré a casa y haré el equipaje.
José dirigió la mirada hacia una esquina del techo y la volvió a bajar rápidamente.
—¡Ah, el diseño! —exclamó—. ¡Pues es verdad! Nos lo hemos dejado olvidado en el coche, ¿verdad, Amalia?
—Sí, papá.
—Es que veníamos hablando y… Luego te lo doy, antes de irnos. Hay que reconocer que Donna ha hecho un trabajo excepcional. Dentro del tubo tienes también una bolsita con dos clavos numerados.
—¡Ah, estupendo! —exclamé, sin poder borrar el espasmo de mi cara. ¿Se me quedaría así para siempre, deformándome hasta el día de mi muerte por culpa del inconsciente de Cávalo? En cuanto llegase a Ávila esa noche, hablaría seriamente con Roí.
—¿Cómo lo vas a hacer? —me preguntó mientras se encendía un cigarrillo y exhalaba el humo por la nariz y la boca al mismo tiempo. ¿Por qué demonios era tan atractivo? Y, sobre todo, ¿por qué demonios me hacía preguntas tan comprometidas?
—Seguiré mi método habitual —repuse tragando un pedacito de pan tostado con paté—: el camino más corto, más seguro y más lógico. Siempre me ha dado buen resultado, ya lo sabes.
—No hay duda de que conoces muy bien tu trabajo. Sin embargo, te encuentro un poco fatigada —murmuró, examinándome con preocupación—. ¿No has descansado del viaje a Rusia?
—Me canso mucho en cada… negociación, pero me recupero pronto con los guisos de Ezequiela. Lo que pasa es que, esta vez, no he tenido tiempo. Ha sido todo muy rápido.
—En eso tienes razón —asintió, con gesto pesaroso. Amalia, mientras tanto, nos miraba alternativamente a uno y a otro, escuchando con sumo interés.
La conversación prosiguió en el mismo tono superficial y vano durante el resto de la comida, pero es que resultaba completamente imposible hablar de otras cosas delante de la niña. Jamás he conocido a un hombre más embobado con su hija que Cávalo. Aunque, pensándolo mejor, mi padre no le iba a la zaga: también él me había llevado a reuniones con Roí en las cuales se hablaba de cosas que yo no comprendía en absoluto. También mi padre había actuado conmigo como ahora lo hacía José con Amalia. Terminado el almuerzo salimos de la posada y dimos un tranquilo paseo por el pueblo, completamente desierto a esas tempranas horas de la tarde. Parecíamos una pequeña familia realizando una excursión de fin de semana. Por fortuna, José había tenido la precaución de aparcar su coche lejos de las posibles miradas curiosas, en una zona deshabitada junto a un pequeño puente romano. Cuando llegamos, abrió el maletero y sacó el portalienzos, que depositó en mis manos como si se tratara de un hijo. Intercambiamos una mirada de inteligencia y yo me colgué el tubo en bandolera, tal y como lo llevaría en el momento de realizar la operación.
—Amalia y yo tenemos que pedirte un pequeño favor, Ana —me dijo Cávalo con cierta timidez.
—¿Amalia y tú…? Bien, pues vosotros diréis —repuse con una breve sonrisa.
—¿Te molestaría traernos un diminuto paquete desde Alemania? Es un encargo muy especial que le hice a Heinz —Heinz, Heinz Kemmler, era el nombre real de nuestro querido Läufer, con quien yo iba a tener el enorme placer de encontrarme esa misma semana.
—Claro que no me importa —exclamé sincera, y en ese mismo instante me arrepentí. ¿Y si era un paquete pesado o que llamaba mucho la atención? José leyó mi pensamiento.
—Se trata de un pequeño cachivache, muy ligero, que no te molestará en absoluto. Amalia y yo somos unos apasionados de los ingenios mecánicos antiguos. Tenemos una magnífica colección de juguetes animados: bailarinas, norias, payasos, animales… ¿Verdad, Amalia?
—Sí, papá.
—Le pedí a Heinz que comprara en mi nombre un Märklin de 1890 que salió a subasta hace algunas semanas en Bonn. ¡Una maravilla! ¡Una joya que no tiene precio! Se trata de una muñequita de hojalata, pintada a mano, que se desliza por una pista nevada.
Como buen joyero-relojero, José había heredado de su padre y de su abuelo el gusto por las maquinarias complicadas. Por lo que yo sabía, uno de sus pasatiempos predilectos, además del ajedrez, era la restauración de viejos relojes. Imaginarlo trabajando, concentrado, sobre un mecanismo basado en el perfecto funcionamiento y la sincronización de centenares de minúsculas piezas, alteraba notoriamente mis hormonas. Era uno de los hombres más inteligentes que había conocido en mi vida.
Amalia susurró unas palabras en portugués.
—¿Qué ha dicho? —pregunté, desconcertada.
—Ha dicho que funciona con un dispositivo de resorte.
Así pues, la hija había heredado la afición y, probablemente, la capacidad de tres generaciones de afamados relojeros. Empezaba a entender por qué su padre había dicho que era la chica más lista del mundo.
José se había vuelto para mirar a su hija con gesto serio.
—¡Amalia, te dije que hablaras en castellano cuando estuviéramos con Ana!
—Lo siento —murmuró la niña con cara de fastidio.
—Habla perfectamente el castellano, pero le da vergüenza.
—Bueno, no pasa nada —concedí—. Y tranquilos: traeré vuestro juguete con sumo cuidado desde Alemania, os lo prometo. Ya me dirás, José, cómo quieres que te lo entregue.
—Gracias, Ana, te debo una. Que tengas mucha suerte. En serio. Y saluda de mi parte a ese tonto de Heinz —indicó alegremente, despidiéndose, el que pudo haber sido el hombre de mi vida. Luego, dando un suspiro, apoyó la mano en el hombro de Amalia y la empujó suavemente hacia el interior del vehículo. De repente me sentí bastante mayor y amargada.
«Nos pones innecesariamente en peligro, Ana —había exclamado el exigente príncipe Philibert durante su última visita a la finca, años atrás—. Deja de tontear con Cávalo cada vez que entramos en el IRC. ¿Acaso no hay más hombres en el mundo? Cuanto menores sean los contactos entre nosotros, más seguros estaremos». Tanto me acobardó, que todavía me parecía estar viendo sus ojos grises, furibundos, cubiertos por las erizadas cejas blancas.
Los vi alejarse y proseguí yo sola el paseo hasta mi coche. Sola, me dije, ahora ya estaba sola por completo. La Operación Krilov era enteramente mía.
Por cierto, mientras cruzaba la muralla aquella tarde, la radio anunció la victoria del socialdemócrata Schróder y de sus aliados, los Verdes. Alemania comenzaba una nueva etapa en su ya larga y extraña historia.
El aeropuerto internacional de Zúrich, en Suiza, quedaba mucho más cerca de Baden-Württemberg que el aeropuerto de Stuttgart, capital del estado, así que Roí me había reservado vuelo en el avión que salía a las cuatro de la tarde de París-Orly con destino al centro financiero más próspero del mundo. Apenas una hora después estaba sentada en el espléndido Mercedes de Läufer, que corría a toda velocidad por la autopista NI en dirección a Gossau y la frontera alemana.
Läufer —o Heinz— era la simbiosis perfecta de dos naturalezas contrapuestas, como si existieran dos hombres distintos dentro de él: uno, cercano a los cuarenta años, apuesto, encantador, responsable e inteligente, y otro, en plena adolescencia, gamberro, temerario y petrificado en una suerte de eterna y falsa juventud, con su greñuda melena rubia, su cazadora de cuero negro, sus deportivas viejas y sus vaqueros gastados. Hacía ostentación de riqueza en las cosas exteriores (el Mercedes-Benz, el móvil Iridium, el increíble ramo de flores que me entregó cuando descendí del avión, etc.), pero luego exhibía una profunda campechanía en sus gustos personales:
—Möchten Sie etwas trinken?[5] —le preguntó el camarero del bar en el que paramos a cenar apenas cruzada la frontera, ¡a las cinco y media de la tarde!
—Ein Pils, bitte[6].
Y se bebió de un solo trago la enorme jarra de medio litro que le pusieron delante. Yo apenas pude con el amargo sabor de esa cerveza dorada y de espuma cremosa que tanto gusta a los camioneros alemanes.
—Debemos quedarnos aquí hasta las siete —dijo Heinz mirando su reloj—, para llegar a Friedrichshafen a las siete y media. ¿Necesitas alguna cosa de última hora? ¿Se te ha olvidado algo? ¿Quieres relajarte con marihuana?
—Lo que quiero es que te calmes tú —declaré sonriendo—. Acabarás por ponerme nerviosa de verdad… Repasemos tu parte, no sea cosa que me falles.
—¡Pero si mi parte sólo es recogerte cuando termines y volver a llevarte al aeropuerto!
—Bueno, pues repítelo sin parar para que no se te olvide.
Me reí mucho con Läufer durante la cena. Era, en el fondo, un genio solitario, un Peter Pan incomprendido. Parte de su encanto radicaba en que las impresiones se le reflejaban enseguida en el rostro y en que hablaba con entusiasmo, calor y espontaneidad. La verdad es que resultaba divertido para pasar un rato a su lado, un tiempo muerto como aquél antes de entrar en acción.
A las siete y media en punto cruzábamos las calles de Friedrichshafen, vacía y desolada como una ciudad fantasma. Ni bares, ni discotecas, ni paseantes nocturnos… Ni siquiera policías.
—Alemania no es España, Ana —me explicó Heinz con un leve matiz de disculpa—. Y Friedrichshafen no es Mallorca, ni Benidorm, ni Marbella.
—¡Pero es que no hay ni un solo coche aparte del nuestro!
—Bueno… aquí es lo normal a estas horas. En Stuttgart o en Munich sí que verías gente por la calle. Pero éste es un pueblecito de gente trabajadora, de pescadores acostumbrados a madrugar.
Salimos de Friedrichshafen hacia el noroeste, siguiendo la carretera que ascendía serpenteando por un elevado montículo. Era una zona completamente boscosa y a mí me pareció un tanto siniestra a esas horas de la noche. Cuando llegamos a la cumbre, nos encontramos con un hermoso panorama del lago Constanza, sobre el que espejeaba una hermosa luna creciente y, a menos de quinientos metros, el contorno del bellísimo castillo de Kunst, totalmente dormido y apagado. Era impresionante. Toda una fortaleza medieval construida sobre un islote cercano a la ribera, unido a ésta por un largo puente que yo iba a atravesar velozmente al cabo de un minuto. Läufer apagó los faros y, a oscuras, aparcó el coche tras unos árboles cercanos que lo ocultaban completamente de la carretera. Mi atemorizado compañero, poco habituado a este tipo de correrías nocturnas, me ayudó a sacar el pequeño equipaje del maletero y se quedó inmóvil, contemplándome, mientras yo llevaba a cabo los rápidos y habituales preparativos: me quité la chaqueta y la blusa, y luego los pantalones, quedándome sólo con una ajustada prenda de malla, ligera y flexible, sobre la que me puse un traje isotérmico de color negro como los que utilizan los marineros para mantener el calor del cuerpo en caso de naufragio en aguas frías. El traje, ceñido como una segunda piel, aunque extraordinariamente cómodo, me cubría todo el cuerpo, excepto las manos y la cabeza.
—Nunca me hubiera imaginado… —susurró entonces Läufer desde la oscuridad— ¿Esto lo haces siempre, Ana? Quiero decir… ¿siempre te vistes igual y todo eso?
—Siempre —le respondí, recogiéndome cuidadosamente el pelo con un apretado gorro de goma negra—. El traje no sólo me protege del frío exterior sino que impide que el calor de mi cuerpo dispare los sensores de infrarrojos. Las personas emitimos una radiación térmica equivalente a la de una bombilla incandescente de unos quinientos vatios, ¿lo sabías? Si el cinturón de sensores de la muralla detecta cualquier emisión de calor en las almenas, las alarmas se dispararán y tú y yo acabaremos pasando la noche en la cárcel.
—Tu traje me parece precioso, Ana, de veras. No te lo quites.
Me puse un par de guantes de látex, me calcé las botas y anudé con firmeza los cordones. Läufer estaba muerto de curiosidad.
—Esas botas, ¿también son especiales?
—Son botas con suela de pie de gato, de caucho, muy útiles para escalar paredes verticales. Se aferran a los bordes, huecos y grietas como auténticas garras. Y, antes de que me lo preguntes, te diré que lo que me estoy poniendo en este momento en los oídos —y acompañé las palabras con los movimientos— son dos miniauriculares con amplificadores de sonido que me permiten escuchar el fuelle de tus pulmones como si fueras el primo del huracán El Niño. Sirven para que nadie pueda pillarme desprevenida y para controlar mis propios ruidos. Así que ahora, por favor, silencio. Métete en el coche y duérmete. Dentro de una hora estaré de vuelta.
Me ajusté en la cabeza, sobre el gorro, la correa de los intensificadores de luz —las gafas de visión nocturna— y los apoyé firmemente sobre el puente de la nariz. De pronto, el mundo se iluminó bajo un curioso y potente resplandor verde. ¡Incluso la pálida cara de Läufer!
—¿Y si no vuelves? —El pobre temblaba como un flan de gelatina.
—No te preocupes —dije cargando a la espalda la mochila con el equipo y el tubo portalienzos con la copia hecha por Donna—. Te despertarán las sirenas de los coches de la policía.
Crucé la carretera rápidamente y me detuve un segundo frente al puente de madera. Rogué a los dioses que no crujiera mucho bajo mi peso y, por suerte, los dioses me escucharon. Encogida sobre mí misma avancé despacito por él hasta alcanzar el islote y una vez allí caminé sigilosamente alrededor de la muralla hasta situarme en la parte posterior, en la pared oeste, la que daba al lago. Los amplificadores de sonido me indicaron que los perros todavía no habían detectado mi presencia. Su caseta quedaba justo al otro lado de la cortina del muro. Calculé bien mi posición, el ángulo de tiro, la fuerza y la altura, y, arrancando la anilla, lancé un bote de gas tranquilizante que dibujó un arco en el aire y desapareció tras las almenas. El bote chocó contra el suelo con un golpe secó y uno de los perros ladró, sobresaltado; al otro, probablemente, ni siquiera le dio tiempo de abrir los ojos: unas buenas dosis de cloracepato dipotásico y de cloruro de mivacurio le dejaron fuera de juego en décimas de segundo. No les pasaría nada; al día siguiente se despertarían contentos como cachorros después de un buen sueño.
Saqué de la mochila el rollo pequeño de cuerda, de trece metros de largo y sólo diez milímetros de grosor, y sujeté uno de los extremos con la abrazadera del arpón de tres puntas que debía engancharse al adarve de la muralla. Lo hice girar como las aspas de un molino, trazando un círculo cada vez mayor y, cuando tuvo el radio adecuado, lo disparé hacia arriba como si aspirara a ganar la medalla olímpica de lanzamiento de martillo. Tenía que ser muy precisa si no quería que el arpón cayera contra el suelo de la ronda, tras las almenas, y disparara la alarma. Pero salió bien y se enganchó en la cornisa a la primera. Coloqué entonces en la cuerda los dos puños de ascensión, rapidísimos y fuertes como bocas de lobo, y, agarrándome a las empuñaduras con firmeza, comencé a escalar la pared a toda velocidad. Cuando llegué arriba, me senté a horcajadas sobre el muro y busqué ávidamente con la mirada los abanicos de rayos infrarrojos que mis gafas me permitían desenmascarar. Allí estaban, relampagueando débilmente en la verdosa claridad. Ni si quiera cubrían por completo la distancia entre atalaya y atalaya. White Knight Co. volvía a darme una gran alegría con su trabajo chapucero. ¿Cómo se atrevían a cobrar las fortunas que cobraban por semejantes instalaciones? Avancé a lo largo de la muralla hasta llegar a la zona de sombra entre los dos manojos de rayos y me dejé caer hasta el suelo con toda tranquilidad. Enganché de nuevo el garfio en sentido contrario y me deslicé suavemente por la cuerda hasta la esponjosa hierba del antiguo y magnífico patio de armas. Aquel terreno solitario y silencioso que yo pisaba ahora subrepticiamente había sido el escenario de los ejercicios militares, duelos, torneos, juegos, justas y fiestas de una sociedad y unas gentes desaparecidas para siempre.
Allí estaban mis dos feroces rottweilers de brillante pelo negro, pacíficamente dormidos como dos angelitos. Recogí el bote de gas, lo metí dentro de una bolsa con cierre hermético y lo guardé. No tenía tiempo que perder, así que eché a correr hacia la torre del homenaje mientras sacaba de la mochila la cuerda de treinta metros, la diminuta ballesta femenina de caza, de fabricación belga, adquirida años atrás por mi padre en una subasta, y otro pequeño gancho de acero de tres puntas. Preparé el material pegada como una mancha a la piedra de la torre y, cuando estuvo todo listo, me alejé unos tres o cuatro metros, tensé la cuerda del arco con la manivela, la ajusté al fiador del tablero, coloqué el arpón, apunté hacia lo alto del baluarte y disparé. Un suave silbido cortó el aire, aunque a mí casi me dejó sorda por culpa de los amplificadores. No hay instrumento más preciso, mortal y silencioso que una hermosa ballesta de caza. Escalé la pared del edificio y me encontré en una azotea, cuadrada con suelo de hormigón y revestimiento de tela asfáltica en torno a la maquinaria del ascensor, el escape de humos, los tubos de aire, gas y calefacción y el cañón de la chimenea, todo muy poco medieval. Afortunadamente, ya no tenía que enfrentarme a más sistemas de seguridad, sólo colarme por la puerta de la azotea en el interior del edificio y entrar en la Pinakothek de Hubner. La puerta estaba provista de una sofisticada cerradura blindada con mecanismo antiganzúa y antitaladro. Esbocé una sonrisa maliciosa y respiré aliviada… Aunque no debía ser muy difícil, la verdad es que no tenía ni idea de cómo utilizar una ganzúa o un taladro para descerrajar una puerta, pero eso sí, sabía bastante respecto a llaves maestras, y buena prueba de ello era la magnífica llave de pistones, con muelles de bronce, que me había hecho fabricar por la empresa alemana Brühl Technik Co., y que entró de maravilla por la bocallave, ajustándose a las guardas y descorriendo el pestillo.
Voila! ¡El castillo de Kunst era todo mío!
Detrás de la puerta encontré unas relucientes escalerillas de madera pulimentada que terminaban en un amplio corredor decorado con alfombras, tapices españoles y espléndidos cristales de Baccarat y porcelanas de Sévres entre los ventanales. Avancé de puntillas a pesar de saber que no había peligro de ser escuchada porque el mullido recubrimiento del suelo ahogaba mis pasos y porque el matrimonio Seitenberg dormía cuatro pisos más abajo. Al fondo, una puerta de roble labrado, que se deslizó sin hacer ruido, me dio acceso a la galería de pintura y, cuál no sería mi sorpresa al ver allí, colgando de las paredes y de los paneles dispuestos en hileras en el centro de la sala, la mayor parte de las obras robadas en los más importantes museos de Europa durante los últimos años: el paisaje inacabado La cabaña de Jourdan, de Cézanne, y los dos Van-Gogh, La artesiana y El jardinero, sustraídos de la Galería de Arte Moderno de Roma; Le chemin de Sévres, de Camille Corot, el Autorretrato, de Robert de Nanteuil, y el Turpin de Crissé, robados al Louvre; el Falaisesprés de Dieppe, de Monet, y el Allée de peupliers de Moret, de Alfred Sisley, hurtados recientemente en el Museo de Bellas Artes de Niza, así como un largo etcétera que despertó mi admiración y envidia. El Grupo de Ajedrez no era el único que se dedicaba a esta lucrativa tarea en Europa (incluyendo la cada vez más amplia Europa del Este), aunque había que reconocer que sí era el mejor en su forma de actuar, ya que, mientras los demás empleaban las armas para llevar a cabo los robos, nosotros utilizábamos la inteligencia. De modo, me dije con sorna, que Helmut Hubner, el honrado empresario, el filántropo de las galletas, el antiguo miembro del partido nazi, estaba detrás de aquellas sustracciones.
—¡Vaya, vaya! —susurré sin darme cuenta. El corazón se me paró en el pecho y contuve la respiración, espantada por el sonido de mi propia voz. Era la primera vez que perdía el control de ese modo durante una operación, pero es que lo que estaba viendo hubiera hecho estremecerse de placer a cualquier buen coleccionista de pintura.
El cuadro de Krilov colgaba en lo alto de uno de los paneles centrales. Reconocí los rostros familiares de los mujiks, a los que tantas veces había visto en la pantalla del ordenador de casa, sometidos ahora a la luz verdosa y artificial de mis gafas, y no permití que sus tristes miradas me impresionaran mientras descolgaba el lienzo con cuidado y lo depositaba sobre un paño de seda que había extendido en el suelo y que me iba a servir de improvisada mesa de trabajo. Saqué las herramientas de la mochila y me puse manos a la obra. Hacía quince minutos que había dejado a Läufer en el coche; tardaría otros tantos en regresar; así que disponía de apenas media hora para realizar la sustitución y borrar cualquier huella de mi paso por aquel lugar. No era mucho tiempo.
Coloqué el cuadro boca abajo y con ayuda de un destornillador levanté las tachuelas que sujetaban el bastidor al marco, extrayéndolas con unos alicates. Después separé ambos soportes con cuidado y emprendí la complicada tarea de quitar uno a uno los dichosos clavos numerados que unían lienzo y madera, y me felicité entre dientes por no haber tenido que utilizar los repuestos que tanto le había costado a Donna conseguir, ya que las piezas, aunque con ciertas dificultades, salieron limpiamente. Hecho esto, me incorporé a medias para estirar los músculos y observar el resultado: todo iba bien, no había de qué preocuparse, así que respiré profundamente y me dispuse a continuar, pero entonces, justo entonces, algo llamó mi atención, no sé exactamente qué fue, quizá una distinta tonalidad en los bordes del lienzo producida por la luz infrarroja de mis gafas o una mancha de humedad o la sombra del panel… Qué sé yo. Pero no, no se trataba de nada de todo aquello. ¿Qué demonios era? Me agaché, extrañada, y descubrí un inesperado y absurdo reentelado en el lienzo.
Los reentelados se utilizan exclusivamente en los procesos de restauración de las telas más estropeadas por el paso del tiempo. Cuando un original presenta desgarrones o zonas en que el paño se está destejiendo por la tensión del bastidor, la forma correcta de proceder es aplicar una tela fuerte en el reverso para conferirle una mayor solidez y resistencia, una vez restaurados, claro está, el tejido original y la pintura afectada. Sin embargo, el cuadro de Krilov era un cuadro joven, de poco más de ochenta años de vida y sin deterioros aparentes, pintado sobre un lienzo de moderna factura industrial y, por lo tanto, muy fuerte y resistente, y todavía en perfectas condiciones. ¿Por qué, pues, le habían añadido aquel absurdo reentelado?
Extraje el lienzo de Donna del tubo y, en su lugar, metí el original de Krilov. Luego me incliné de nuevo hacia el suelo y ajusté la pintura falsa al bastidor, tensándola cuidadosamente y sujetándola con los clavos numerados, que volvieron cada uno a su lugar original. A continuación, coloqué el marco boca abajo, sobre el ancho pañuelo de seda, e introduje el lienzo en su interior y, con la ayuda de un pequeño martillo de goma, clavé las mismas tachuelas que antes había extraído con los alicates. Cuando la sustitución hubo terminado, colgué de nuevo la obra en el panel, la examiné con satisfacción y recogí mis bártulos. Ahora sólo me restaba salir de allí cuanto antes para ponerme a salvo. Regresé a la azotea, me deslicé por la pared de la torre del homenaje y, tras soltar el garfio con una ondulación de la cuerda, recogí el material y recorrí a toda velocidad el patio de armas, sintiéndome cruelmente iluminada por la blanca luz de la luna. Algún día ya no podría hacer estas cosas, pensé, algún día mi cuerpo ya no respondería a las necesidades de trabajos tan arriesgados como éste y, entonces, ¿qué haría? Yo, más que ningún otro miembro del Grupo, estaba abocada a un retiro temprano, a una jubilación anticipada y, cuando ese día llegara, ¿iba a encerrarme en mi pequeña tienda de antigüedades viendo pasar el tiempo…? Bueno, pues sí, seguramente sí, más valía que me hiciera a la idea y que disfrutara del presente porque, cuando fuera una anciana arrugada, tendría que conformarme con mirar desde las gradas. Escalé la muralla echando una última mirada a los pobres perros dormidos y volví a descender por el otro lado hasta tocar el suelo del islote con las botas. Todo estaba terminado. En cuanto cruzara el puente y subiera en el coche de Läufer, una operación más del Grupo de Ajedrez habría sido culminada con éxito.
La luna creciente seguía hermosa allá arriba, rielando sobre el agua del Bodensee, el lago Constanza, mientras yo cruzaba a la carrera el desigual asfalto de la carretera de Friedrichshafen. Läufer lanzó tal suspiro de alivio al verme regresar que me recordó a un niño olvidado por sus padres en la puerta del colegio. Me dio pena despedirme de él, horas después, en el aeropuerto de Zúrich, tras recibir de sus manos el pequeño paquete para Amalia y Cávalo. En el fondo, era un genio simpático.