Josefo ha caído siempre bien.

Josefo ha caído siempre bien. Y ha vuelto a caer bien, de regreso al mundo. Su salida de la Gorgoracha ha sido un éxito y se ha comparado a una caída libre, sólo que ascendente en vez de descendente. Esta paradoja sólo es comprensible dentro de la vida espiritual. Tiene su propio sabor neotestamentario, como de una bienaventuranza puesta al día. Justo se llegó a la estratosfera, eso fue la Gorgoracha, eso es todavía, un pelagartal estratosférico, un aire irrespirable. Tardó treinta años en subir y quince minutos justos en llegar de nuevo a tierra. Tan veloz descenso puede bien considerarse, en el territorio no verificable del espíritu, un ascenso. Un ascenso a los infiernos. Como todo el mundo sabe el infierno es este mundo, el infierno son los otros. Josefo no es en modo alguno un exclaustrado. No ha colgado la sotana, no se ha colgado de una viga. Ha dejado una posición de prestigio monástico pero que al fin y al cabo es electiva y no vitalicia, un prior se elige cada cuatro años. Su salida ha sido todo lo natural y civilizada posible. Hacía falta valor para salir sin romper, sin embargo, con la Iglesia. Y todo un equipo tecnológico, todo un aparataje, le ha seguido en las pantallas, capitaneado por la condesa de la Vela, quien por fin ha alojado a Josefo en su propia casa. Ahora que falta Margareta, Josefo da conversación después de la cena. Salirse del convento o de la Trapa no es equivalente de ningún modo a quitarse la vida y, ni siquiera, comparable a un divorcio. Es más bien un cambio de estado, una puesta al día de una vida espiritual que no ha dejado de serlo por cambiar de aires. La Gorgoracha ha dejado de ser un sitio encantador para convertirse en un lugar psíquicamente involutivo, hirsuto y terco. Tiene intención de escribir un libro, varios libros. Nada parecido, por supuesto, al cutrelux aquel que hace unos años circuló con el título de La vida sexual del clero. Le han hecho un sitio en la Cope, una colaboración de quince minutos en el magazín de la mañana, llamada «La Iglesia en el mundo», que, al cabo de un mes, ha sido tal éxito, que ha ido apareciendo un nutrido consultorio, las almas llaman por teléfono, incluso con sus dudas de fe en ocasiones y otras veces con elogios o agradecimientos, o sugerencias varias sobre el progreso espiritual. Al fin y al cabo, son siempre cuestiones místicas y el expadre prior, ahora padre Labordieu, está haciendo mucho bien. Doña Mariana no sale de su admiración ni de su asombro ante la especial capacidad digital de este nuevo presentador de la Cope. Al programa llegan tuits, llegan emails de diversos tamaños. La consulta radiofónica se complementa a la perfección con este espacio virtual de Internet: el espacio de las almas, el espacio de las voces radiofónicas. Nada de televisión de momento. Todo acústico.

Lo de la Cope es un fruto doble de la gestión de alto nivel episcopal de la condesa de la Vela y de la presentación de Josefo a la adecuada luz de su experiencia religiosa y católica. No es un cualquiera. Y no cualquier personaje puede ocuparse de algo tan delicado, público y radiofónico como una presencia de comentario y dirección espiritual en los medios. Pero, por otra parte, no es propio de un trapense ocupar esos puestos. Lo propio de un trapense es la contemplación. Pero de la contemplación a la dirección espiritual hay, dentro del catolicismo, un puente de plata. Es más: casi es más de plata el puente que une una consejería espiritual católica con la acción católica en el mundo, que el discutible u opinable puentecillo de los trapenses de la Gorgoracha con el mundo real. ¡Dónde va a parar!

Dejar la Gorgoracha no fue un movimiento impulsivo, ni tampoco meditado. Esta doble negación deja el movimiento del expadre prior en un estado de movilidad fascinante. Que después de tantos años de estabilidad monástica y de celebración ritual del misterio cristiano, se sintiese llamado a celebrar el misterio cristiano por cuenta propia, a título de ensayista o escritor individual, no es sorprendente (al fin y al cabo no se puede decir que los otros monjes, sus compañeros Raimundo, Ignacio, Pablo, Lorenzo… fueran impersonales o no-individuales en su experiencia religiosa comunitaria). No es sorprendente, pero tampoco es del todo subsecuente. Uno no interrumpe un género de vida, un estilo adoptado a lo largo de muchos años, para iniciar otro, de pronto, como suele hacerse en otras etapas del camino de la vida, quizá en la juventud. Pero el padre Labordieu —que entre unas cosas y otras ya está bien entrado en los sesenta— no acaba de verse a sí mismo del todo bien hallado en su nuevo estado espiritual. Ni mal ni bien del todo. Afortunadamente, al tratarse de una persona conocida en Madrid, no ha tenido dificultades para regresar a Madrid y, ciertamente, lo de la Cope, con no ser gran cosa económicamente hablando, sin duda es un entretenimiento bienvenido: la ocasión de un nuevo renacer y despertar. Josefo siente, y este sentimiento es capital, que ahora desea sustituir la relación ritual con Dios a través de la Iglesia y su liturgia monástica, por otra nueva relación con Dios, más personal, a través de un orar personalizado, una presentificación de Dios, menos ritualizada y más elocuente. En realidad, todo lo ocurrido en la Gorgoracha en los últimos tiempos, ha supuesto una meditación acerca de las hablas que hablan de Dios: to do God in diferent voices. Y la voz que ha surgido al separarse de la disciplina conventual es una voz mucho más comunicativa, mucho menos callada, menos obturada por la rutina y el silencio prescritos en la regla: una voz más pura, más yoica. ¡Ea! Esto no acaba de entenderse bien si se tiene en cuenta solamente la bientimbrada voz del expadre prior tal como se oye a muy tempranas horas de la mañana en la Cope. No es que pueda, realmente, individualizarse la nueva voz, la misma voz del padre Labordieu. Mejor ahora, en sí misma, que entonces en el convento, combinada con las otras. Lo que sí se puede, en cambio, es comprobar cómo al llegar a muchísimas más almas, la calidez de esta voz parece más auténtica. ¿No está la soledad monástica —por muy que los monjes recen juntos— reñida con la autenticidad del corazón individual (la cual, ahora sí, en comunicación con todos los demás, con tantísimos oyentes de ambos sexos y de todos los grupos sociales y culturales), más cumplida, más hecha, más propia? Hay, sin duda, una inautenticidad estoica del corazón solitario, que se compadece mal con la universalidad del mensaje cristiano: «Id por todo el mundo y predicad a todas las gentes y allí estaré yo cuando entre todos vosotros invoquéis mi nombre». Para que haya gente hacen falta más de dos, y más de una ocasión o de la misma ocasión repetida igualmente con los mismos. Hay que desarraigarse, desterrarse, transterrarse, comunicarse con todos los demás para oír la propia voz. Y no al revés. La experiencia monástica fue, en realidad, un craso error de perspectiva, un solipsismo encubierto, una experiencia religiosa-trampa, una oración-trampa.

En un momento dado, el padre Labordieu se escucha a sí mismo en una grabación de la Cope que reproduce una de sus primeras intervenciones. No puede remediar sentirse satisfecho, humildemente contento, del modo directo, pastoral, con que inicia a sus oyentes en la complicada cuestión de los dos aspectos de la Iglesia una:

Buenos días, queridos oyentes. Ayer reflexionábamos sobre la Iglesia y os decía que tenemos que evitar ciertas disociaciones peligrosas. La unidad católica es a veces difícil de sobrellevar y ha habido en todos los tiempos, y más hoy en día en nuestra sociedad española posmoderna, laica y tecnológica, espíritus que han contrapuesto la Iglesia visible y temporal y jerárquica, la Iglesia una, santa, católica y apostólica que nosotros conocemos, a una especie de Iglesia invisible, toda ella interior, espiritual, una comunidad luminosa de Dios dispersa por todo el universo. Pudiera parecer más adecuada esta caracterización de la Iglesia como gigantesca communio sanctuorum, comunión de los santos, un lugar ideal para el reencuentro de todas las comunidades cristianas y de todas las almas santas. ¿Esta Iglesia, como comenta Henri de Lubac en su Meditación sobre la Iglesia, no parece más santa y más realmente divina que esta otra nuestra que conocemos y padecemos diariamente? Debemos ir paso a paso, queridos oyentes, no empeñarnos en decir mucho y muy deprisa, en sentir mucho y muy deprisa, o en pensar mucho y muy deprisa en esta media mañana. Mientras estáis en vuestras casas o en vuestros trabajos profesionales o, quizá, en las bibliotecas de vuestras facultades, vosotros jóvenes, oyéndonos a través de vuestros reproductores musicales e iPods, tenéis que deteneros y al deteneros dar un paso atrás y consideraros a vosotros mismos sinceros católicos, o quizá no, pero espíritus en busca de la verdad siempre, y contemplar la Iglesia santa que tantas contradicciones aparentemente alberga. Parece que la Iglesia corporal, la Iglesia vaticana, la cristiandad exterior, es menos fundamental y verdadera que la cristiandad espiritual, interior. La cristiandad exterior es una creación humana, la cristiandad interior, la comunión de los santos, parece más verdadera, más profunda. ¿No es cierto, se pregunta Lubac, que las necesidades de mantener el orden imponen a la Iglesia católica un aparato humano de gobierno que nada tiene que ver con la santidad del evangelio? Este espiritualismo que se encuentra en muchas concepciones ecuménicas al margen del catolicismo no deja de tener un cierto peso desde el punto de vista natural. Desde el punto de vista de la actitud natural ante el mundo, parece que la Iglesia puede subsistir sin apariencia visible, como insistirá Calvino. ¿Qué os parece a vosotros, queridos oyentes? Seguro que vosotros tendréis una opinión también sobre esto, como la tienen nuestros amigos de DeMemory que patrocinan este espacio radiofónico. DeMemory, complemento vitamínico para la memoria: aumenta la capacidad de concentración, facilita la agilidad mental e incrementa el rendimiento intelectual. Me gustaría conocer vuestras opiniones a través del Twitter y del correo del programa y que vuestras opiniones fueran saliendo al paso de cada una de nuestras charlas radiofónicas.

Normalmente, el padre Labordieu dedica una parte de su espacio a contestar las dudas de los oyentes. Su colaborador, un joven rubicundo con un tono de voz un poco más alto y más expeditivo que el padre Labordieu, lee los mensajes que han ido llegando durante la charla:

Ana, desde Granada, quiere saber si la experiencia monástica representa a la Iglesia interior o mística, y en cambio, la experiencia religiosa en medio del mundo representa a la Iglesia exterior comprometida.

La siguiente oyente es María Luisa, una malagueña preocupada por temas religiosos: «En mi casa mis hermanos, y también yo misma, hemos estado en contacto con grupos de Acción Cristiana de base pero también con el Opus Dei. Si una hora de trabajo es una hora de oración, ¿hace falta hacer oraciones aparte?».

Armando Durán, de Torremolinos, Málaga: «Cada vez que veo a los legionarios el Jueves Santo, transportando al Cristo de la Buena Muerte a pulso, se me ponen los pelos como escarpias. Siento una emoción muy intensa, casi ganas de llorar, como un flechazo, una descarga de adrenalina, como si yo quisiera también transportar así al Cristo en mi corazón, a pelo».

El colaborador rubicundo cambia ahora ligeramente el tono de voz, como alguien que expone algo no deseando del todo hacerlo, solo por obligación y dice: «Tenemos ahora también, padre Labordieu, unas cuantas voces críticas, algunas de ellas sin duda muy sinceras que me apresuro a citar ahora»:

Julio José, desde Vallecas, Madrid, dice que no ha entendido la charla anterior. Lo poco que él sabe de la religión católica lo ha aprendido en El Gallinero, en Entrevías, y no le suena a nada lo que acaba de escuchar. Y termina, cito textualmente: «La religión tiene que ser para el pueblo y con el pueblo, lo otro suena a esteticismo religioso de señoritos».

Un parado de veinticinco años con un máster de periodismo digital, dice literalmente: «Escuchando al padre Labordieu he tenido la impresión de que se enrolla mucho para decir muy poco».

Cecilia, de Carabanchel bajo, Madrid, nos dice: «Me parece que no voy a escuchar estas charlas, se enrolla mogollón. ¿Quién, por cierto, es Calvino? ¿Y el otro francés, el Enrique de Luac, ese quién es? Se ve que este presentador es un hombre de otro tiempo y no está al día de las preocupaciones de la juventud actual».

Silvia, desde Segovia, nos dice a través de nuestro correo: «No creo en una religión tan cerrada y tan eclesiástica con tantas normas impuestas. Creo en la forma que yo veo a Dios».

El padre Labordieu se dispone ahora a contestar a sus oyentes. Una corriente cálida de simpatía se le sube a la cabeza como un buen rioja. Se siente conmovido y adecuado. Cercado y cercano como Jesús debió sentirse en las plazas de los pueblos de Galilea. Le ha impresionado especialmente el mensaje de Silvia de Segovia y empezará por este:

Silvia me ha conmovido mucho. Es verdad que la Iglesia católica tradicional puede ofrecer, vista desde fuera, un aspecto hosco, normativo, prohibitivo. Pero yo le recomendaría a Silvia, quien, a juzgar por su mensaje, parece una persona espiritual, en la línea un poco de los Beatles, como la célebre canción de George Harrison, «I really want to see you my lord, I really want to know you», le recomendaría que pensara que creer solo en la forma en que ella ve a Dios es condenarse al solipsismo: sería como decir que cree solo en lo que ve, en las impresiones que tiene del mundo real, sin contrastarlas con las experiencias de todas las demás personas. ¿Cómo distinguir en este caso el ver real del soñar, por ejemplo? Una buena manera de distinguir entre el ver y el soñar es ser consciente de que ver es un ver intersubjetivo, vemos-con-todos los demás. Ver es una experiencia intersubjetiva. Me atrevería a decirle a Silvia que también creer es una experiencia intersubjetiva: no es posible creer solo, a solas, y únicamente en aquellas cosas que nos parecen santas a nosotros mismos. Tenemos que hacer un esfuerzo por tratar de ver / creer con la fe y en las evidencias que los demás nos proporcionan.

A Julio José, que confiesa entender solo la religión católica que le han enseñado los buenos y sacrificados curas de Entrevías, le diré que estoy de acuerdo con él. Y que si lo que yo digo en estas charlas fuera solo un esteticismo de señorito, no seguiría ni un día más. Pero yo no creo que lo sea. Yo le rogaría que me siga escuchando porque entre esa fe del pueblo y con el pueblo, que hace de los pobres los auténticos vicarios de Cristo, y la fe en la Santa Madre Iglesia, no hay una barrera infranqueable.

Todo lo anterior es excitante, estimulante. Es, a la vez, trivial. Josefo no puede librarse, como de un regusto, de una impresión general de trivialidad pegajosa que dificulta ahora su comprensión de sí mismo como un chicle entre los dientes. No hay nada que objetar al contenido de lo que ahora Josefo predica y aconseja en las antenas de la Cope. Su éxito como locutor ha ido discretamente en aumento desde que empezó. E insensiblemente ha ido, a la vez, disminuyendo su autoestima. Le resulta imposible —por lo menos a ratos— persuadirse de que lo que hace es en sí mismo valioso. ¡Pero sin duda es valioso! ¿Cómo no va a ser valioso poner al alcance de tantísima gente la relación entre la Iglesia católica y el mundo contemporáneo? Mejor eso ¿que qué? No echa de menos el convento. Dejó la Gorgoracha persuadido de que, para él al menos, esa experiencia espiritual había concluido. Pensaba hacer lo que dijo que haría: contar su vida, contar su experiencia cristiana como monje trapense, contar, con gran discreción, la trágica muerte de Abel. A la vez se dejó llevar por el entusiasmo de Mariana y aceptó el empleo de la Cope. Ahora dedica un par de horas diarias a preparar esas charlas, a repasar la actualidad, a luchar contra lo que Benedicto XVI describe como la desertificación espiritual y la difusión del vacío. El papa se ha preguntado recientemente: ¿por qué el Camino de Santiago sigue seduciendo a hombres y mujeres en el siglo XXI? ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizá porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, nuestro sentido de estar en el mundo? Josefo ha fruncido el ceño al leer esto: hay un cierto tufo optimista en estas preguntas papales. Alguien, otro yo que es el propio Josefo, contesta por él a las preguntas retóricas del papa: la gente hace el Camino de Santiago más o menos por el mismo motivo por el que viajan a Calcuta, visitan el Santo Sepulcro en Jerusalén, van y vienen de Roma a Nueva York y de Nueva York a Lourdes: viajan porque pueden, son vacaciones con Kodak: es turismo espiritual. Hay una contestación tercamente trivial a esas preguntas del pontífice. Viajan porque viajan, si no viajaran se aburrirían como monas, se arremolinan por cientos de miles dentro del espacio presuntamente sacral de la columnata de Bernini, lo mismo que en los conciertos de U2: «One man come in the name of love». Hubieran podido decir igualmente: «One man come in the name of god». Los dos términos son intercambiables ¿o no? Tan intercambiables, le parecen esta noche al padre Labordieu: god, love, Dios, amor y las multitudes yendo y viniendo en rituales espiritualistas por todos los santuarios del mundo que casi echa de menos de pronto el áspero silencio de la huerta de la Gorgoracha después de Completas. El silencio del catre de su celda, el silencio de una comunidad que fraguaba, invisible, en el pelagartal, inmóvil. Una comunidad muy pequeña, los nombres de cada uno de cuyos componentes el expadre prior recuerda ahora, disolviéndose en el ritual cotidiano, en las palabras de la liturgia de las horas, en la invisibilidad de la rectitud del corazón. Esta peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo llevando consigo solamente lo que es esencial también, piensa Josefo, él lleva consigo sólo lo que es esencial: el evangelio y la fe de la Iglesia católica. ¿Dónde está la diferencia? ¿Hay alguna diferencia? ¿Qué más da estar en un sitio u otro? ¿Qué más da, si se es fiel, serlo en la Gorgoracha o en la Cope? Y, sin embargo, hay, para Josefo en particular, algo ganso en la Cope. No, ciertamente, el proyecto de esa emisora episcopal ni los proyectos vitales de cada uno de los colaboradores de ese proyecto. Solo él, José María Labordieu Cabeza del Val es absurdo. La pureza mortificante de la negación, la nihilización, procede entera del hecho de que le afecta solo a él en persona, cada uno de los demás colaboradores con sus motivos personales, con sus salarios, con su inspiración religiosa etc., tendrán o no tendrán su justificación correspondiente. Pero él en particular, Josefo, está de más ahora y siempre. Dejar la Gorgoracha fue aceptar, saltar de un brinco, de lo lleno, lo rutinario, el piadoso silencio, a la estrepitosa nada que solo Josefo percibe ahora en torno suyo y que se burla de él reflejándole en un espejo invertido: ahora tiene que bregar Josefo con un reflejo torcido, con una intención doble, con una teoría torcida, una idea zigzagueante de sí mismo, el puro desasosiego de un jubilata eclesiástico.