¿Cómo se sabe que ha llegado la hora de tu muerte?, piensa Margareta. Esta indiferencia se debe parecer mucho a lo que se siente antes de morir: gana de acabar, gana de dejarlo todo. No tener que ir ya nunca más a ningún sitio, no volver a ver ningún paisaje, no sentir simpatía por nadie —o antipatía—, solo querer que todo acabe: el cansancio, el malestar, estas punzadas del reúma que duran todo el día y que no se alivian con cafiaspirina y que ningún antinflamatorio calma en el fondo. Hay días que piensa que lo más vivo que tiene, lo menos muerto que le queda son las punzadas del reúma, la cojera y el cansancio, la desgana. Y, sin embargo… Esta es la gran adversativa, este sin embargo. Y, sin embargo, hay el resol por las tardes y dormitar al amor del brasero eléctrico de la mesa camilla. Y hay también la costumbre de acompañar a Mariana de un lado a otro, y de escuchar sus interminables monólogos, y el placer de darle siempre o casi siempre la razón. Saberla llevar es un arte menor que Margareta aprendió hace muchísimos años. Y ahora piensa que está cansada y que prefiere ya de una vez dejarlo todo, echarlo todo a un lado y dejarse ir. Y, sin embargo no me dejo ir, piensa Margareta, no estoy dejándome. Prefiero este malestar y el sol que viene como un gato a sentarse en mis rodillas por las tardes antes de irse, dejado el sol también entre la noche, entre las nubes de los atardeceres madrileños. Siempre ha tenido modestamente a gala Margareta esto: vivir conscientemente, ser consciente, ser libre. Y siempre ha pensado que Shakespeare bromeaba cuando escribió «consciousness makes cowards of us all». Ser consciente nunca ha acobardado a Margareta. Iba acompañado de un sentimiento de inmensa fragilidad y dependencia pero nunca le faltó la lucidez. Aceptó desde siempre su carácter adoptivo. Siempre hizo todo lo que pudo para ser simpática, para ser útil en casa de Mariana, ser una buena compañera, y lo fue. Y Mariana, a cambio, ha sido una amiga fiel y a su manera abacial, una amiga generosa que ahora cuida de Margareta. ¿Son estos, de verdad, mis últimos días?, piensa Margareta. Hace tiempo que dejó de consultar a los médicos. Toma las pastillas que tiene que tomar para controlar los dolores reumáticos o su debilidad cardiaca, sus arritmias, ¿qué más se le puede preguntar a un médico una vez que ha prescrito un tratamiento adecuado y ha recomendado la mejor medicación disponible? No hay ninguna cura. Cuando hablaba con el padre Abel solía decirle: mientras pueda valerme por mí misma, estos padecimientos crónicos son una suerte. Te dejan como espacios, como islas en el tiempo de la vida y una se pasea por esos espacios de pronto sin dolencias con la indolencia de los convalecientes. Ahora aprovecho el tiempo cada vez más, de joven era más tonta, se me pasaba el tiempo, me distraía con cualquier cosa. Seleccionaba unas cosas y dejaba otras. Prefería pasear en una dirección y no más bien en otra cualquiera. Disfrutaba más con unas amigas que con otras. Siempre eran las amigas de Mariana, esto era una suerte: no tenía que elegirlas yo: aceptar lo que viniese —que era en general una buena vida, tranquila— era estupendo.
Y ahora también lo es, aceptar la muerte que viene de puntillas, que sin cesar se le acerca como una enfermera solícita. Siempre pensó que lo esencial era la lucidez. Ver con claridad el pasado, el presente. Aceptar con tranquilidad el contenido del futuro. Pero ahora a esto se añade una sensación de estar disfrutando de un regalo inmerecido, el tiempo restante, con la tranquila inconsciencia de un animal doméstico, como la sombra de un gato que una vez hubo en casa, así el sol le deslumbra esta tarde a Margareta un momento. Se refleja en una cornucopia, saca los colores de un elegante cacharro de porcelana donde ha colocado hace unos días una gran hortensia azul. Se retira dulcemente.
Pero en el resol de esta tarde de otoño no todo es claro ni todo se ha dejado ir sin más. La conciencia de Margareta no es todavía una lámina lisa y celeste, un resbaladero fácil que sin cesar se incline. Ahora hay zonas boscosas que el anochecer agiganta, ahueca, siembra de ruidos y chasquidos, presencias. Margareta sabe que no podrá contar esta noche con el sueño porque lleva muchos años de sueño saltón y tendrá que tranquilizarse a contrapelo y, si lo logra, solo será un ratito al final, al amanecer, con ayuda de las pastillas. Pero mientras tanto: ¿qué va a pasar ahora?, se pregunta Margareta, ¿se interrumpirá en la Gorgoracha esa oración continua en la que yo, agnóstica, he confiado tantos años? Y sí se interrumpirá, si la incansable Mariana se alía con Josefo y sale ese libro absurdo sobre el padre Abel y la vida monástica. Margareta está al tanto de todo eso, Mariana le ha contado casi todo lo esencial: que no es en realidad nada más que muy poco: Josefo está pensando dejar el convento en vista de las críticas de sus compañeros y consagrarse durante un tiempo a la confección de este libro. ¿Qué quedará del convento entonces? ¿Qué quedará de la espiritualidad de Josefo? La inquietud de Margareta es ahora aguda pero, a la vez, muda. Margareta desearía ahora poder aferrarse a una idea agradable, la idea de un viaje agradable, un recuerdo agradable, una frase graciosa. Esto sería un lenitivo y le serviría, como un calmante, para atravesar el tiempo que queda, como una laguna movediza e inquietante, el rato que va desde la caída del sol a la entrada agitada del anochecer metalizado. Hay las lámparas de la sala, la que tiene junto a su butaca para leer y la otra lámpara en el centro de la mesa redonda donde está la hortensia azul y los elegantes libros de arte que hojea Mariana. Y le traerán dentro de un rato una taza de tila y llegará Mariana a última hora, después de cenar a charlar un rato antes de irse a la cama. Pero ahora hay un espacio vacío e intranquilizado que, como una ilustración de un libro, anula las páginas de letra impresa y sobresale ante los ojos a la luz de la lámpara: es la imagen del ahorcado, una figura pintarrajeada, agitada, un dibujo naif, como si el pintarrajo hubiese sido hecho con rotuladores de colores y se hubiesen mezclado los colores siguiendo una estética de lo pobre, lo andrajoso, lo que se echa a la basura, las botellas de plástico, un jersey, que sin embargo, se ha convertido en tema de esta ilustración que no quiere decir nada especial: los restos de toda la basura y el ahorcado tienen en la ilustración un aire unánime. El ahorcado muestra una cara redonda y risueña. Es un emoticón risueño. Que cambia: ahora no es risueño, ahora se curva hacia abajo como los labios apretados, curvados y finos de la decepción, de la determinación. Hizo lo que creyó que tenía que hacer, piensa Margareta. Fue un impulso ahorcarse, con lo cual quería decir que todo lo anterior también fue un impulso que ahora otro impulso, el último, emborrona y clausura. No hay más. Margareta tiene la sensación de haber cerrado el libro con violencia en ese instante. Pero no había ningún libro: solo ha cerrado las manos con un sonido seco como quien da una palmada para llamar la atención. Y he aquí que se siente mucho mejor, más animada y que, a la vez que hay más luz en torno a su sillón, disminuye toda la luz de la elegante sala y la puerta de entrada se abre silenciosamente y se cierra. Margareta es consciente de que tiene alguien a la espalda justo detrás de su sillón de orejas.
—¿Mariana? ¿Eres tú? Qué pronto has vuelto.
—Soy yo.
—Me encuentro mucho mejor ahora. El reúma es lo que tiene. De pronto es como si nunca hubiera tenido molestias ni dolores, nada. Estoy en paz. De buen humor.
—Yo estoy de buen humor.
—Tú también, ¿verdad?
—Desde luego.
Margareta recuerda un baile en una casa no muy lejos del piso que ahora ocupan. Era divertido al entrar, y mientras tomaban el cup aquel tan refrescante con las frutas. Luego dejó de ser divertido cuando se quedó un poco a un lado y no conseguía interesarse en la conversación que le daba uno de los chicos invitados. Ahora de pronto siente que le tapan los ojos, que Mariana (porque son las manos de Mariana sin duda, tan largas) desde detrás le tapa los ojos. Ahora solo percibe la ligera presión de ambas manos e instintivamente vuelve a abrir los ojos que había cerrado al sentir la presión. Percibe el entramado vegetal de los dedos entrecruzados que son, sin duda, los dedos de Mariana.
—¿Sabes quién soy? —oye que le preguntan al oído.
Hay un rumor apagado, como de fiesta en la sala.
—¡Mariana!
—Soy yo, querida.
—Me agobias un poco al taparme así los ojos.
Margareta hace un intento de separar las manos con sus manos pero no puede separar las manos que le cubren la cara.
—¡Por favor! —exclama.
—Soy yo, Margareta. Es la hora. Cierra los ojos dentro de la cueva de mis manos. Y déjate ir. Contén la respiración como la primera vez que te enseñamos a bucear: tenías que cerrar los ojos y contener la respiración. Hazlo ahora.
—¡Por favor, estoy asustada!
—No, no lo estás. Así es como llega.
Margareta siente una ligera presión sobre los ojos cerrados, un sobresalto, una falta de aire repentina. Y luego nada.
Si aún pudiera oír algo Margareta, oiría una voz masculina, quizá la voz de Abel, que susurra en su oído: there is nothing serious in mortality.