Josefo se ha sentido contento durante la oración. Ahora es de noche. Contento de ver tan recuperado a Raimundo, y con él a toda la pequeña comunidad de la Gorgoracha. Solo le pesa un poco, sin agobiarle pero sin del todo ceder, el peso de su secreta intención que a lo largo de la semana confiará a Raimundo y a Ignacio. De momento le oprime una cierta angustia, ligera como la angustia de los niños, que casi se confunde con una mala digestión. Por un instante el prior ha pensado: ojalá pudiera decir que me duele la tripa. Esto sería una molestia localizada. Las mejores molestias del mundo son esas: las localizadas o localizables como la artrosis que uno puede siempre decir e indicar con el dedo donde le duele: me duele la rodilla por ejemplo. Por mucho que duela, por agudas que sean las punzadas, no es comparable de ninguna manera con la sencilla angustia que se experimenta ya de crío. Y que ahora experimenta de nuevo el prior al pensar que, con su ocurrencia, su itinerario, va a cambiar el curso del destino. El propio destino, por supuesto, pero quizá también el del propio convento. Afortunadamente —el padre prior ha pensado este pensamiento como quien mastica un alimento correoso o recocido— su cargo no es perpetuo como el prior de las grandes priorías, que se elige de por vida, un prior de una comunidad se elige cada cuatro años. Esto quiere decir que la relación del cargo con la necesidad, con la forzosidad del destino, es flexible. De esta implosión dulce en el corazón del prior, procede estos días una bonhomía nueva, un buen humor que es en el fondo angustia pero infantil, como tener que presentar las notas a su padre en los tiempos del colegio de los Escolapios. Había angustia tanto si eran buenas como si flojeaba. Nunca suspendió ninguna asignatura. Pero a veces flojeaba. Y se imaginaba a sí mismo suspendiendo como otros niños que suspendían física y química o matemáticas o latín. Les imaginaba presentando las notas e imaginaba la desesperación de aquellos condiscípulos como uno imagina los efectos de una súbita tormenta, de un súbito nublao con pedrisco a mediados de agosto en Castilla desde detrás de los cristales: de pronto huele a húmedo en todo el secarral y las huebras regresan deprisa con las figurillas de los mozos encogidas bajo la manta. Era un terror del tiempo de la siega: que de pronto se tronzaran todas las espigas de los trigales aún no segados y se quedara en nada la cosecha, solo encharcada y perfumada diabólicamente, fresca y diabólica y desbaratada como un alma en pena. No es un egotrip, se ha repetido varias veces a sí mismo el prior. En esto doña Mariana está más en la realidad que Raimundo e Ignacio, que aborrecen los diarios íntimos y las confesiones, excepción hecha de las de san Agustín. Uno no acaba de imaginarse a san Agustín escribiendo sus confesiones en un ataque de satisfacción intimista. ¿Y por qué no? A fuerza de rechazar el yo, acabó matándose Abel. Eso es lo que pasó: Abel se persiguió a sí mismo, persiguió su libertad con un deseo apasionado de mantener lejos de sí la culpa, de tal manera que ni siquiera una sombra de culpa rozara su libertad y sintió angustia, tuvo que sentirla: se persiguió a sí mismo, su culpa, con la ambigua insistencia de la angustia, que diría Kierkegaard: «pues dentro de la posibilidad hasta el evitar es un apetecer». Y este evitar apetente es risueño ahora: por eso el prior, no obstante la apariencia de elegante distancia que ha conservado a lo largo de todos estos años, se siente cercano, humano, demasiado humano. Sabe que sus hermanos no han percibido su ligereza todavía: ni Lorenzo ni Pablo ni, por supuesto, Jacin, ven diferencia entre el prior de antes y el de ahora. Este que ahora se inclina hacia ellos desde su elegante metro noventa para preguntarles cómo lo llevan. Cosa distinta son Ignacio y Raimundo: y en particular Ignacio. Porque Raimundo está entontecido aún con las secuelas de la paliza. Aunque no lo dice, deben aún de dolerle las costillas. Y la cara amoratada. Pero Ignacio le ha mirado dos o tres veces ya fijamente, sorprendido. Todo ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Al fin y al cabo un buen monje mira al suelo y no a la cara de sus hermanos. El rostro de Dios, el rostro del prójimo: es placentero ahora, piensa el prior, discurrir para sí mismo, acerca de estos tópicos monásticos que al fin y al cabo son temas de gran actualidad. Ahí está Lévinas y su meditación sobre el rostro humano. Si el hombre —como Ortega recordaba— es un spiraculum vitae, cuánto más no será el rostro, el órgano respiratorio de la vida humana. ¡Y la conciencia individual, el auténtico respiradero de la existencia sin lo cual regresaríamos al ser salvaje, al en-sí, sin para-sí!
—Tenemos que hablar, Ignacio, tengo que hablar con vosotros dos, con los dos.
—Cuando usted quiera, padre prior.
La bonhomía es un melón demasiado maduro. Huele un poco a podrido. Ignacio se sorprende a sí mismo desconfiando ahora. Así no es como era al principio ni durante estos años atrás. El prior convocaba reuniones periódicas, nunca dijo tenemos que hablar, o tenemos que reunirnos. Eso no es lenguaje conventual. Seguro que hablan así en las oficinas, pensó Ignacio. Tener que hablar no era una frase de la Gorgoracha, uno iba a las convocatorias periódicas sin preparación ninguna, sin ese como preludio de buen natural con que ahora le parecía al prior que todo tenía que ser antedicho. Tuvo una sensación, Ignacio, como de diplomacia, una desagradable sensación de preparativo y circunloquio y buenos modales, como si el prior, convertido de pronto en arzobispo, preparase el terreno para un asunto difícil, dorando la píldora. Le hubiera preguntado con gusto: de qué, de qué tenemos que hablar. Pero hubiera sido una falta de respeto. No habría sido apropiado preguntar eso. Así que se limitó a recordar este extraño fraseo cuando los dos, Raimundo y él mismo, se reunieron con el prior después del almuerzo en el refectorio. Estaban los tres solos a un extremo de la mesa, el prior dijo:
—He tomado una decisión importante que quisiera consultaros, someter a vuestra consideración.
—Si ya la has tomado no necesitas consultarnos —intercaló con una cierta sequedad Raimundo.
—Cierto, debería haber dicho que estoy a punto de tomar una decisión que, en cierto modo, nos envuelve a todos y que quisiera consultaros. No he tomado la decisión todavía.
—Bueno, cuéntanos —dice inclinándose hacia el prior, Raimundo.
—Creo que todos necesitamos después de este tiempo que ha pasado repensar lo sucedido, volverlo a pensar.
—Quieres decir la muerte de Abel, preguntarnos por qué se quitó la vida, eso es lo que quieres decir —dice Raimundo.
—Eso es. Así es.
—¿Y?
—He comenzado ya a escribir un libro, un relato, no llega a ser un libro, que incluye lo más esencial de sus cuadernos. Una explicación proactiva de su acto.
—Una justificación quieres decir.
—Una explicación que incluiría su acto, con su desesperación propia, con su violencia propia, dentro del cuadro general de nuestra vida monástica, de nuestra vida espiritual.
—Se tratará entonces, según entiendo, de una redención, ¿no es eso? La salvación de Abel.
—Oh, no. No llega a tanto. La salvación y la condenación están en manos de Dios.
—Eso creo yo. ¿Entonces de qué se trata? Si todo ello está en manos de Dios como los dos creemos, ¿qué falta hace tu libro o, como tú dices, tu relato? Seguro que Dios no necesita oírlo.
—Puede que Dios no, pero nosotros sí, mi querido Raimundo.
—¿Nosotros? ¿Qué entiendes por nosotros?
—Esta comunidad, toda la Iglesia, todos los fieles que han asistido horrorizados a este acto violento, inverosímil.
—Fue un acto violento pero, yo al menos, no sé si fue inverosímil. La verosimilitud no es una categoría religiosa, por cierto. Dios no es verosímil ni inverosímil. Y nuestra experiencia religiosa a duras penas resulta verosímil fuera de aquí para los no iniciados. Yo no creo que haya nada que decir. Pero me gustaría saber qué es lo que quieres tú decir, que no quede ya concentrado y dicho en el acto mismo de matarse Abel.
Es obvio que la bonhomía del prior se está enfriando. Percibe un tono agresivo en Raimundo. Un tonillo de incomprensión que le escandaliza. Por un instante permanece en silencio. Los tres guardan silencio. El prior por fin sonríe y retoma, como quien recobra el hilo de un discurso que se había repentinamente interrumpido, la bonhomía que ahora suena estrafalaria: como alguien que repentinamente se disculpa excesivamente, o a destiempo, por haber llegado tarde o cualquier otra falta menor.
—Veamos, hermanos, es bueno estar los tres juntos aquí y hablar de todo esto. ¿No te parece, Ignacio?
—Sí, es bueno, eso es bueno. Lo único que no sé de qué queremos hablar ahora: si del padre Abel y de su muerte o de su libro, padre prior, el suyo de usted.
—No, no, claro que no, por supuesto, no de mi libro. Mi libro es, por decirlo así, un complemento, una como si dijéramos percha…
—Donde colgar a Abel por segunda vez, solo que ahora en público —concluye secamente Raimundo.
—No nos estamos entendiendo, padre —declara, repentinamente sombrío, el prior.
—No, no nos estamos entendiendo.
—Lo que yo —declara Ignacio ahora con vehemencia— personalmente no entiendo, es por qué han de ir las dos cosas juntas: me parece razonable, padre prior, que escriba usted un libro sobre su experiencia monástica, eso es un asunto. Y otro asunto es la muerte de Abel. Ese asunto nos sobrepasa a todos. No veo la relación entre ambas cosas. Yo al menos no la veo.
—Es que no hay relación ninguna —comenta Raimundo—. Son dos asuntos que se combinan ad lib para deleite del consumidor, por exigencias del guion, como en nuestra juventud se decía de los desnudos de las películas de la Transición: la chica tenía que salir duchándose fuese como fuese. Aquí el fraile tiene que salir ahorcándose convenga o no.
—Ya veo, Raimundo, que estás en contra de mi proyecto.
—Totalmente en contra. Me parece un dislate que nos traerá quebraderos de cabeza a todos y, sobre todo, a ti. Si escribes eso desnaturalizarás tu vocación. Te convertirás en el trapense que por fin lo contó todo. Y como estoy seguro de que no hay nada que contar, tendrás que inventarlo todo y escribirás ficción, una ficción, una novelita neocatólica con profundos pensamientos neocatólicos sobre la vida monástica. Con suerte será un éxito de público y crítica, con suerte te entrevistarán en la dos, una entrevista seria, pensada, respetuosa. Y tú mismo aparecerás allí contándolo todo respetuosamente: se titulará Luces y sombras de la nueva Trapa.
—No estás siendo precisamente comprensivo o caritativo conmigo, Raimundo.
—Desde luego que no. Como mucho se trataría de correctio fraterna, pero no llega a eso. Es simple disgusto estético. Tu idea me da grima, lo siento. Me pone de los nervios y no veo, con toda sinceridad, la utilidad espiritual. Ni siquiera para ti mismo, por no hablar del público en general. Es todo lo que tengo que decir y ya lo he dicho.
—¿Y tú, Ignacio? ¿También tú piensas así?
—Bueno, padre, como suele decirse: no soy quién pero sí, en el fondo sí estoy de acuerdo con el padre Raimundo en que debemos de dejar al padre Abel en paz, en Dios, quiero decir, como nos dijo, por cierto, usted mismo el primer día. Nos dijo que rezáramos y le encomendáramos a Dios. Hacer eso, sentir esa compasión, por lo que valga, a mí me resultó, no sé cómo decirlo, inteligible, pude integrarlo en nuestra experiencia de la comunidad y en mi propia experiencia. Lo que usted nos dice ahora no acabo de saber cómo encajarlo. Así que sí, en realidad estoy de acuerdo con Raimundo.
El prior estira el cuello un poco, consulta el reloj, da la reunión por terminada. Los tres se levantan. Los tres regresan a sus tareas pautadas en silencio.