Entre las tres y las cuatro de la mañana es la hora de las cisternas, de los canales subterráneos, de los pozos profundos. Las calles subacuáticas son túneles transparentes por donde transitan, resbaladizas, figuraciones híbridas y figuras duales, galopan los centauros, y aún no trinan los pájaros. Se enfrían los rescoldos en las chimeneas de las casas de campo, aún no han encendido con maderitas cortadas el fogón de la cocina, las placas frías de las cocinas de hierro despiden un aliento obseso. Los viejos consumidores de anfetas cruzan varias veces el mismo paso de peatones. El estrépito de un automóvil desalado que se estampa contra una farola, enmudece hasta ser solo la onda circular de una piedrecilla arrojada al estanque japonés. Parpadea el ámbar de un semáforo queriendo decir: el alma en franquía. Desorientado también y embebido en la tersa nocturnidad que precede al alba, Raimundo se despierta una vez más, ahora le duele todo el cuerpo y se le agranda el brazo incautado por el flujo pulsátil de la sonda.
—¿Por qué no volvemos, compae, una vez más, al Jacin y a su estremecedora facundia teológica popular? Le oí que te decía, justo antes de irse, que quitarse la vida no es muy santo que digamos. Hacía referencia, sin duda el Jacin, a una distinción afamada entre pecados mortales y pecado ad mortem, ¿recuerdas esa distinción, Raimundo?
—Sé de qué va, sí, no estoy tan febril ni tan dormido, ni tan débil, como para no reconocerte con tu bata de falsa enfermera y tu desfigurado rostro en carne viva, ahora tu cara es la careta de un cerdo, expuesta en la tabla sanguinolenta de una casquería.
—¡Ya saltó el vegetariano! A lo que iba: lo que el Jacin quiso decir es que igual Abel cometió el único pecado verdaderamente ad mortem, el único capaz de llevar a la condenación eterna, el único pecado sustraído a las llaves de la Iglesia. La potestad de perdonar los pecados recibida de Cristo no habría llegado a ese momento de la decisión final de Abel, porque en el momento siguiente ya estaría muerto. A diferencia de los pecados mortales corrientes que cometió Abel en la vida terrena y que le privaron momentáneamente del estado de gracia, este último pecado en este último instante supuso la condenación eterna. No es un pensamiento consolador que digamos.
—Ni tampoco verdadero. Esa es la falsedad de la noción de último instante, un hombre tiene al morir toda su vida por delante.
—¡Qué dices, illo!
—Todo el pasado de Abel le precedió en el instante de su muerte, se le adelantó, se entregó en manos de Cristo a quien se había entregado toda su vida, ¿qué te parece?
—Me parece inverosímil, compae.
—Tú eres inverosímil.
—¿Qué significa inverosímil, padre Raimundo? —ahora Jacin es el sentado frente a Raimundo en el sillón del hospital.
Raimundo disfruta ahora de esa aguda percepción sensible que se alcanza en los sueños que preceden al despertar. Jacin se ha instalado justo en el borde del sillón sin apoyar la espalda en el respaldo, con las rodillas juntas, un poco como si vistiera una falda de tubo y tacones. Raimundo tiene la sensación de que se estira ligeramente la falda para cubrir las rodillas. Es Jacin pintarrajeado o maquillado toscamente, como si le hubieran pintado los labios para una fiesta de disfraces. O le hubieran puesto pestañas postizas. ¿Adivinas quien soy?, parece que va a decir aunque se limita a poner morritos con un aire pensativo, pringoso:
—Ahora soy inverosímil porque soy irreal, porque estoy siendo imaginado y pensado y cambio de forma muy rápidamente a efectos escénicos, entregado como estoy a la vivacidad de las memorias.
El Jacin de la butaca es ahora un imposible onírico. Retiene la figura de Jacin con el esquematismo de su disfraz aparente impreso en su rostro como un maquillaje. Travestido. Ahora dice:
—Observarás, Raimundo, que procuro estorbarte la soledad y el recogimiento con jugos y juegos sensibles. Dicen que tengo gran mano en el alma por medio de las noticias de la memoria. Dicen, así tengo entendido, que nunca le nacen al alma turbaciones si no es de las aprehensiones de la memoria. Yo quisiera hacer memoria contigo ahora, sólo un ratito: contigo, que has desmemoriado tu memoria para no distraerte del sumo recogimiento consistente en poner toda el alma según sus potencias en solo el bien incomprensible y quitarla de todas las cosas aprehensibles. Se refiere el santito a las noticias y discursos de la memoria. Te recordaré una noticia que tú ya has olvidado: ¿te acuerdas de fray Juan, el hermano Juanillo? Con aquella pluma que se la pisaba. Eso fue poco más o menos cuando se unió Ignacio a la comunidad de la Gorgoracha, ¿te acuerdas ahora? ¡Lavincompae, cómo te pusiste! ¡Te ponía de los nervios! ¿Lo recuerdas ahora? Pusiste a todos contra él, eso sí lo recordarás, porque tu decisión, tu convicción de que sería una influencia tonta para el convento les infectó profundamente a todos: a todos, por tu culpa, les pareció impropio aquel chico de ojos redondos, orejudo como un angelote que, a todas luces, tenía una verdadera vocación. Pero eso sí, emplumada, era una vocación con mucha pluma.
Raimundo se despierta avergonzado. Amanece. A través de la persiana de plástico una llamarada tenue, leve como la piel, pronuncia la lucidez del sol, la tibieza de la esperanza solar, la luz de Cristo, como un aleteo de gorriones alrededor de las copas de los cerezos de junio, cargados de cerezas aún blancas que enrojecen lentamente como el amanecer del fruto. Nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por el Espíritu Santo, dice san Pablo en la Epístola a los Colosenses.
—Jesús es el Señor —musita Raimundo.
Y la enfermera de primera hora de la mañana entra estrepitosamente a tomar sus constantes vitales. Le da unas palmadas en el hombro:
—Le veo a usted mejor, padre.
—¡Con sólo verte, chiquilla!
Los dos se echan a reír.