Raimundo se queda a solas con estas dos imágenes: la de Abel encomendándose a Dios, es decir, cambiando en el último momento el sentido de su acto suicida. Y la de Josefo, Mariana y Belarte cuchicheando a espaldas de Margareta. Tan intensas son las dos, que tiene que suspender la contemplación de la primera. Dentro de lo que cabe, la segunda imagen es menos hiriente, aunque resulte en conjunto más viscosa: ¿cómo es posible que una confianza de tantos años con Josefo no sirva ahora para detener lo que parece ser un proyecto de publicación insensato? Quizá no hablan de eso. Es un hecho, reflexiona, tratando de calmarse, Raimundo, que cuando alguien nos dice que ve a conocidos comunes cuchicheando, o como en conciliábulo, tiende uno a pensar mal. Es ya tarde, muy pasadas las diez de la noche. Una enfermera le ha tomado las constantes vitales, le ha preguntado si se siente cómodo, ha respondido que sí. Se siente medio incómodo y cada vez que se mueve siente una punzada en el costillar pateado. Incorporarse, por ejemplo, en la cama, sin ayuda, reaviva la intensa molestia. A pesar de eso echa la manta y el cubrecamas a un lado y se sienta con los pies colgando junto a la mesilla, donde está la bandeja con la cena estándar de hace un rato. Apenas ha cenado. Consigue hacerse con el teléfono y marca el número del convento, confiando que no esté desconectado como de costumbre. Está comunicando. Raimundo no puede evitar sonreírse. Son ya las once de la noche. Habrán terminado hace un rato el oficio de lectura, que suele alargarse media hora. Sonríe al recordar una canción de su época: comunicando, comunicando, con quién podías estar hablando. ¿Con quién puede estar hablando el prior a estas horas? Durante un momento escucha, incrédulo, la señal intermitente. Finalmente cuelga. Pero ahora, por primera vez tras años y años de no usar el teléfono, a los diez minutos vuelve a llamar. Esta vez —casi más sorprendente aún que la señal de estar comunicando— la voz del prior dice: «Sí, dígame».
—¿Estás esperando una llamada, Josefo?
—Desde luego no la tuya, hermano. ¿Qué te ocurre?
—No me ocurre nada, solo que me tienes inquieto.
—¿Inquieto por qué?
—Porque estamos en la red, en la Wikipedia, en Wikileaks, en Facebook, en el papel periódico. Y tú y yo, que siempre hemos conectado, nos hemos desconectado ahora. ¿Por qué te ríes?
—Me río porque me tengo que reír, Raimundo. ¿Qué es eso de Wikipedia y Wikileaks? No estamos en ninguna parte, estamos donde siempre.
—¡Sabes que no es del todo cierto! Me consta que estás en comunicación con Mariana y, ¡Santo Cielo, Josefo!, con Belarte. ¿Para qué?
—¿Te parecería mejor que me liara a tortazos?
—Vale, de acuerdo, estoy sinceramente arrepentido. Me dejé llevar por la ira, hermano. Estoy arrepentido, de corazón. Pero contéstame tú a lo que te pregunto ahora. ¡Me duele el puto costillar, hombre!
—¡Merecidamente! —exclama el prior riéndose.
Los dos se ríen. Reírse es casi lo peor que puede hacer Raimundo. Punzadas intensas.
—¿Por qué no te duermes tranquilo? —dice Josefo—. Mañana voy a verte.
—¡Estupendo. Pero ven tú solo y hablamos!
Cuelga el prior. Una enfermera asoma la cabeza asustada:
—¡Pero padre! ¡Qué hace usted así, si no se puede usted mover! ¡Échese, póngase bien, échese ahí!
Raimundo, agotado, deja que la enfermera le suba los pies a la cama, nivele la cama con el mando y le arrope:
—Me va usted a ahogar —dice Raimundo sonriendo.
Se deja arropar, casi acunar, con gusto. Su salud de hierro le ha privado durante todos estos años de esta fraternidad hospitalaria expeditiva, ruidosa, impersonal y, a la vez, tan humana. Raimundo se siente agradecido. Al irse la enfermera deja la habitación a media luz y desde la puerta:
—¡Llámeme si necesita algo, pero no llame por teléfono!
Raimundo coge el sueño de pronto. Aliviado, rendido, se mece en un sueño profundo. De pronto se despierta sin sentir molestia alguna. Sin duda está despierto. Observa la sonda clavada en su brazo como si no fuese su brazo. Como si no estuviese del todo incorporado en su cuerpo. Se siente por un momento confortablemente a distancia del dolor corporal y de las sensaciones físicas que acompañan al estado hospitalario. Mira su reloj de pulsera en la mesilla. Es pasada la una de la madrugada. Corre un aire fresco, campero, en la habitación. La ventana está, sin embargo, cerrada. Huele a cerrado a la vez, como una habitación refrigerada. Siente los pies muy fríos, no siente frío en el resto del cuerpo, solamente los pies helados y húmedos. Súbitamente descubre una figura, una enfermera. ¿Es la misma de antes, la que le arropó al irse? Parece más joven. O, al revés, más vieja. Sólo distingue claramente el blanco de la bata blanca. ¿Tiene una cofia puesta? Distingue claramente la figura humana, la bata, pero no los rasgos del rostro. Se ha instalado, atípicamente, con las piernas cruzadas en el sillón de las visitas. El mismo silloncito incómodo que ocupó esta mañana la condesa de Vélez. La enfermera se revuelve un poco como hizo la condesa. La altivez habitual de doña Mariana hizo pensar a Raimundo que el sillón parecía más incómodo de lo lógico. Esta enfermera parece, en cambio, sentirse a sus anchas. Raimundo se siente él mismo muy incómodo. Los pies helados.
—¿Dónde está tu rectitud, Raimundo? —pregunta la enfermera con un tono de voz un poco alto, no muy distinto del tono de voz de doña Mariana.
Raimundo tiene idea de que ha respondido algo, pero no se oye a sí mismo decir nada. Y la enfermera prosigue:
—Con gusto echaría un pitillo. Un momento: ibas a decir que está prohibido. Ahórrate esa frase tonta. Yo hice las reglas ¿recuerdas? Yo hice todas las reglas y todas las leyes. Por hacer, hice recta la rectitud. Conté contigo para eso, Raimundo. Sin ti en la cabeza ¿cómo iba yo a saber qué significa lo recto de la rectitud? Gracias a ti, con sólo pensar en ti, al pensarte pensé la rectitud de lo recto, ¿qué te parece?
—Yo soy un pecador.
—No, no. Desde luego, no un simple pecador, qué más quisieras tú. «Simul iustus et peccator», que diría el buen Lutero. Pero en tu caso la simultaneidad llegó a desequilibrarse de puro justo que llegaste a ser. Y eres. Y fuiste tú y tu justicia la luz que os guio a todos: la ocurrencia conventual, el ingresar en la orden, perseverar. No fue Abel quien os guiaba. Fuiste tú quien guiaste a todos. Tú eras el más recto. A la luz de tu recta intención, hasta incluso tus propios defectos resultaban, no diré atractivos, pero sí ejemplares: eras ejemplar: dominabas tus impulsos coléricos, despreciabas tus impulsos carnales, no deseabas los deseos, Raimundo. Eso puede ser fascinante para un joven católico de entre dieciocho y veinte años, allá en los sesenta.
—¿Y tú quién eres?
—Me conoces de sobra. Tienes todas mis referencias literarias y teológicas.
—Por favor.
—Haz memoria conmigo, Raimundo. ¿Te acuerdas de cómo erais al principio, cómo fuiste tú quien de verdad persuadió a los demás a entrar en una orden religiosa de estricta observancia? Ese fue tu gran apostolado: convencer a lo mejor de tu círculo de que, lo verdaderamente mejor, se hacía y se decía en silencio. Fuiste tú quien cantó las glorias de la nueva milicia de Cristo, te veían como a un nuevo san Bernardo, eras el fiel de la balanza, el personaje que hacía falta en un momento en que, después del entusiasmo, los católicos de postín habían decidido acoplarse al signo de los tiempos. Tú fuiste fiel al signo de la eternidad y eso, en la práctica, significaba estar un poco out of key. Y eso en aquellos primeros años ochenta se hacía echándoos atrás, haciendo ver las reglas de la vieja liturgia, el viejo latín, algunos trozos selectos de filosofía escolástica, tampoco mucho. No había ningún intelectual serio tampoco entre vosotros: había poetas, hombres de letras, letraheridos, algún abogado, hombres de fe todos vosotros, temperamentos religiosos. Y tú les inclinaste hacia lo que te parecía más brillante: hacia el bien arduo. Frente a lo placentero, lo fácil, lo asequible, lo cómodo, lo alegre, lo profano, tú les hiciste ver la austera belleza de las cumbres peladas, las piedras cuadradas, las cuadraturas de todos los círculos. Dijiste lo mismo que se decía por aquel tiempo: hagamos lo imposible. En las paredes de Vincennes, en la facultad de moda de la época se leía: queremos que nuestros profesores sean genios, queremos que Picasso nos enseñe a pintar, Joyce a escribir. Asistí admirado y fascinado a todo aquel movimiento juvenil tan baboso y tan fuerte, por favor, parecíais verdaderos, inspirados, audaces. Y sobre todo vosotros, vuestro grupo dando aquel viraje de la fe sobrenatural. ¿Te acuerdas de tu consigna: Jesús es el Señor? Y explicabas: nadie puede decir Jesús es el Señor si no es por el Espíritu Santo. Fueron buenos tiempos, chico. Mientras todos pensaban en follar a calzón quitao, vosotros pensabais que Jesús era el Señor. Yo también lo pienso, yo soy creyente, el más creyente de todos vosotros. Pero el mejor de entre todos vosotros, era el más dulce, el más franciscano, el más misterioso, el que parecía más silenciosamente lleno de luz de Cristo: Abel. En fin, Raimundo, fue todo un carrerón el vuestro, una carrera de obstáculos triunfal, ¿a que es eso lo que estabas pensando antes de quedarte dormido? Claro que estabas pensando eso.
Se despierta sobresaltado. Soñaba que discutía con el prior. Soñó que le daba un bastonazo. Ahora la molestia de su costado izquierdo es intensa. Pulsátil. Hace un rápido examen de conciencia: ¿estoy volviéndome colérico? ¿Intolerante? ¿Agresivo? He sido todas esas cosas durante estas últimas semanas. En lugar de sentirme multiplicado, me he sentido dividido y presto a justificarme en mi división. Me he comportado como si yo estuviera libre de culpa y los demás me agredieran. ¿No es cierto que he vivido el suicidio de Abel como una agresión personal? ¿Y las agresiones maliciosas de Belarte a todos nosotros como una herida profunda a mi amor propio? De pronto siento un amor propio que no sospechaba que sentía. La verdad es que me dejé patear la otra tarde. Sé que cuento todavía con fuerza suficiente para levantarme de un salto y defenderme. No me defendí. Porque merecía esos golpes. La bronca de la que fui culpable era tan trivial que recordarla ahora me avergüenza, pero no acabo de arrepentirme porque, en el fondo, no fui contra Belarte sino contra una idea de la disolución de la comunidad implícita en los artículos de Belarte y explícitamente llevada a cabo por Abel: Abel se mató para hacernos ver que hemos llegado al límite de un género de vida y que necesitamos todos una conversión. Una conversión es un cambio de proyecto: es una muestra de que aún somos capaces de ejercitar nuestra libertad. ¿No estábamos demasiado cómodamente instalados? ¿No amábamos nuestra comunidad piadosa, nuestra rutina piadosa, nuestro aislamiento? Impaciencia. Recuerda una línea poética que ha oído recitar a Ignacio: «Nos consumiría la intensidad de este instante si durara otro instante». Durante años he creído que la fortaleza estaba en hacer lo que hacía, hacerlo bien, tratar de mejorarlo, no pensar en los frutos de la acción. Do not look for the fruits of action. Pero la muerte de Abel ha sido equivalente a la negación repentina de todo fruto, el incendio de todo el bosque. Muchas de las gentes que estos días han salido en los periódicos o en las radios dicen y sollozan: esta casa era la obra de toda mi vida y ahora, mire. Miramos y vemos una casa quemada, un cerdo abrasado, un erial donde había un jardincillo gracioso. Una huerta bien trazada con rectilíneos senderos de tierra entre las bancadas de hortalizas que cruzaban hasta el fondo del bosquecillo de pinos que tenían dentro de la finca. ¿La ira en mi caso contra quién va? ¿De verdad es contra Belarte? ¿No es más bien contra Abel mismo o, todavía peor, contra el propio Dios, que parecía bendecirnos en los años de pacífica vida en común, de oración y de trabajo y que ahora, de repente, se ha quedado absorto, ausente, desvaído, abrasado como un cerdo muerto? ¿Qué conversión es posible para mí a partir de ahora? ¿Y por qué me irrita esta historia de los papeles de Abel que, en sí misma, es tan insignificante? Me siento vendido y en falso. Pero aún soy responsable yo de todo lo que nos vaya a ocurrir: no es como si todo se hubiese consumado. Es, al contrario, como si ahora empezase a construir el proyecto. ¿Qué será de nosotros si yo pierdo el aliento ahora? ¿Qué será de nosotros si me convierto en un fraile colérico que responde con violencia a la violencia? ¿Por qué me opongo yo a que se lean esos papeles de Abel? ¿A qué tengo miedo? Quizá en ellos se reconozca abiertamente lo mismo que yo reconozco amargamente ahora: que no amábamos a Dios lo suficiente ninguno. Amábamos nuestra vida conventual, nuestro yo huidizo, desdeñado, quebrantado, pero también dejado en paz. Sin mujeres, sin hijos, sin hipotecas, sin operaciones quirúrgicas graves o leves, contando con la simpatía más o menos difusa de todo el mundo. No éramos frailes rompedores, no echábamos a los mercaderes del templo, no denunciábamos las injusticias que se cometían en torno nuestro, porque todos los días rezábamos y trabajábamos. Ensimismados, no amábamos a Dios sino a una imagen vicaria de Dios en nuestras obras, narcisos. No nos hacían falta espejos, bastaba con contemplar nuestras propias vidas discurriendo santamente en la Gorgoracha para sentirnos justificados ante Dios.