Le han puesto en una habitación individual

Le han puesto en una habitación individual. Doña Mariana, que se hará cargo de todos los gastos, ha conseguido la mejor habitación: una que hace esquina con dos ventanales. Ahora que le han rebajado la dosis de opiáceo, Raimundo se siente lúcido, ridículo y mareado por el jubileo en que se ha convertido la habitación del hospital. Durante las horas de visitas desfilan todos ellos, solos o en parejas o en tríos. Doña Mariana, Margareta y Josefo vuelven hoy por segunda vez. Josefo parece aturdido. De ordinario Josefo está al tanto de todo y muy en su papel de prior. Está al cargo. Ahora, sin embargo, parece distraído y habla menos, situación que la condesa de la Vela considera admirable: así se explaya a gusto. La reticencia de Raimundo, sin embargo, a la hora de explicar lo sucedido produce en estos dos una visible incomodidad. No lo dicen. Pero Raimundo sospecha que se sienten marginados. Preferiría hablar un poco con Margareta a solas y tiene intención de retenerla un momento cuando el grupo dé señales de irse.

—Entiendo que estas visitas tienen que ser breves —declara la condesa—. Visitar a los enfermos solía ser una obra de misericordia que siempre se malentendía, en mi opinión, ¿no estás de acuerdo, Josefo?

—Se convertían en acontecimientos sociales, es cierto. Todavía recuerdo las visitas que hacíamos a mis primas de parto, aquello era temible. Se consideraba que había que obsequiar a las visitas con vinos y con sándwiches, era muy absurdo, estoy de acuerdo contigo.

—Lo cierto es que Raimundo, no te parece, Josefo, se ve como más joven en pijama, más mundano. Una tiene la impresión de que agradece la small talk que le libra un poco de nuestra, no sé cómo llamarla, curiosidad por lo ocurrido, ¿verdad, Raimundo? La ventaja que tiene el voto de silencio es que una se ahorra dar explicaciones. Lo que más me gustaba del Sagrado Corazón era la obligación de estar callada en clase. Recuerdo que las niñas lo llevaban peor que mal, todo el tiempo querían saberlo todo: que por qué te traía el mecánico en coche y no venías con tu madre, que por qué te despeinabas tanto o al contrario. ¡Las ñoñas aquellas! ¡Cómo no te ibas a despeinar saltando a la comba, por favor!

Raimundo entrecierra los ojos. Doña Mariana advierte el gesto y aprovecha para despedirse. También Josefo. Al levantarse los tres, Raimundo le dice a Margareta:

—Quédate un momento, Margareta, sólo un momento.

Margareta, que no ha dicho nada en todo el rato, sonríe y vuelve a sentarse en su silla. Salen los otros dos.

—Dime que estás bien, Margareta, te veo más pálida que de costumbre. Tienes un poco mala cara esta mañana.

—¡Oh, no es nada! Estoy cansada últimamente, estoy vieja, es eso, no te preocupes.

Los dos guardan silencio. Es agradable estar en silencio por un momento con Margareta. Margareta extiende el brazo derecho y aprieta levemente la mano de Raimundo que reposaba sobre la colcha. El silencio se prolonga un instante, entonces Margareta dice:

—Me siento culpable. Sabes que Abel y yo hablábamos bastante. Y también por carta. Creo que no le animé lo suficiente. Sus cartas eran muy espirituales siempre, como él era. Las mías no sé qué decían. Quizá eran melancólicas. Quizá, sin querer, le deprimía con mis cosas.

—Yo no lo creo. No creo que tus cartas le deprimieran. Es difícil imaginar qué le pasó por la cabeza.

—Perdona la pregunta, ¿tú has leído los cuadernos que dicen que ha dejado el padre Abel?

—La verdad es que no. El prior lo ha guardado todo.

—Lo sé, es lo justo. Pero me siento inquieta, no siento curiosidad por saber qué decía, al contrario, prefiero no saberlo. El padre Abel se me va hundiendo en la memoria como un verano que se acaba. Para mí fue muy importante su consejo, poderle yo hablar de lo poco que me pasa. Yo le echo de menos. Tú también.

—Desde luego. Mucho.

—Y hay otra cosa: todo este revuelo de los artículos del Ideal, toda esa agresividad que se despierta contra vosotros de repente y, no sé cómo decirlo, no lo tengo claro, también esta reanudación de la amistad entre Josefo y Mariana. Yo no soy suspicaz, como sabes, pero tengo la impresión de que se traen entre ellos una conversación que me excluye. Insisto en que me da igual, de verdad, Raimundo, pero es de Abel de quien hablan. Abel se ha convertido en un tema de conversación incesante: sus papeles, su muerte, los motivos de su muerte, si fue intencionada, si había perdido la fe, si no la había perdido. Sé que hablan de todo eso que da igual y veo a Mariana como fuera de sí un poco, menos altiva que otras veces, mucho menos distante, con ganas de palique. ¡Y de toda la gente imaginable con quien pudiera hablar tiene que hablar ahora más que nunca con este personaje absurdo, este Matías Belarte! Le llama por teléfono, se reúnen. Afortunadamente yo no me encuentro muy bien ahora y este pretexto de la salud es el mejor posible con Mariana, que está fuerte como un roble: le parece estupendo que me quede en casa y que lea o que finja leer, ya sabes, soy una cosa suya que ahora hay que mimar un poco, cuidar los achaques. Comprendo que se sienta aliviada un poco, más libre sin mí. Estoy hablando demasiado, tenía gana de hablar contigo.

—También yo, Margareta. Con lo de Mariana, de todas maneras, más vale que no te ralles mucho. No entiendo lo de Belarte bien pero es igual. Es de suponer que le ha consultado acerca de qué debe hacerse con lo que llaman el legado literario de Abel, si es que existe.

—¿Y existe? ¿Tú crees?

—Yo creo que no. Mi opinión es que había que quemarlo todo, sin mirarlo, ni comentarlo. Y en eso quedamos con el prior, él dijo que se encargaría.

—Yo es que creo que los papeles no se han destruido: creo que es al revés, creo que el prior lo ha leído todo, lo ha comentado con Mariana y, de algún modo, el propio Belarte está al tanto de esa historia, no sé hasta qué punto. Tengo una sensación de doble fondo ahora. No es como si tuviera la sensación de que me engañan, ¿quién se tomaría la molestia de engañarme?, tengo la sensación de que se omite delante de mí toda referencia a ese asunto. También tengo que reconocer que yo misma ahora tengo gana de estar sola, pocas ganas de hablar, poca energía.

Raimundo está perplejo. Lo que Margareta acaba de comentar confirma una sospecha que él mismo ha tenido acerca de la, posiblemente involuntaria, doblez de Josefo: no acaba de querer quemar los papeles y no acaba de saber qué hacer con ellos. Al decir que se encargaría de quemarlos se limitó a posponer la decisión y quedarse así, de paso, en libertad de proceder como él quiera. Pero justo esto: este repentino creer que el prior tiene una doble intención con respecto a los documentos de Abel, o el simple creer que el prior tenga otra intención, aunque tal vez sean figuraciones suyas, todo eso junto inyecta un veneno paralizante en la comunidad: eso es parte de lo que ha supuesto el suicidio de Abel: como en un juego de ilusionista donde se hace un trucaje hábil para hacer creer al espectador que el hacha ha partido en dos a la rubia ayudante del prestidigitador. Todos engañados y encantados.

Doña Mariana entreabre la puerta y asoma la cabeza, su voz resuena ahora como de costumbre autoritaria y decisiva:

—¿Pero qué hacéis? Llevo dos horas con Josefo en el pasillo, vámonos. —Y añade—: Mañana volvemos a verte, Raimundo.

Jacin apareció a última hora de la tarde cuando faltaba escasamente media hora para acabarse la hora de visitas. Raimundo, que ya no esperaba ver a nadie, leía incorporado en la cama. Le sorprendió la aparición de Jacin, de quien se había olvidado estos días.

—Hombre, Jacin, tú por aquí.

—Es que pasaba por aquí. Pensé subir a ver qué tal le iba.

—Pues muchísimas gracias. Me va bien como ves. Otro par de días y ya me tenéis en el convento.

—Pues yo estoy arrepentío.

—¿Que estás arrepentido? ¿De qué te arrepientes?

—Pues que estoy arrepentido y ya está.

—Pero arrepentido estarás de algo, ¿qué has hecho?

—Hice mal en querer mangar la maleta.

—Desde luego, muy mal. Me alegro de que te arrepientas.

—Pues eso. Me arrepiento.

—Pues nada, hombre, me alegro de verdad.

—Entonces me tendrá que echar la bendición.

—No faltaba más, hijo —Raimundo traza la cruz con la mano derecha en el aire.

—Así no sirve.

—¿Cómo que no sirve?

—Hay que primero confesar.

Algo en el rostro de Jacinto alerta a Raimundo. Quizá una imagen de torpeza que le parece fingida. Como si Jacinto hubiese venido en busca de un milagro, una repentina explosión: después de lo de Abel todos piensan en prodigios o en maldades.

—¿De qué quieres confesarte?

—Me quiero confesar que yo lo vi…

—¿Viste qué?

—Le vi ahorcarse. Patalear, echar la mano al cuello. Lo que es que por el peso ya no tenía remedio.

—Desgraciadamente así es, Jacin. No sabía que lo habías visto. Sé que fuiste tú quien avisó al prior.

—Lo que decía, lo oí, eso además.

—¿Lo que decía Abel?

Raimundo se siente alerta y desdichado. No tiene más remedio que oír este relato que será sangriento y será inútil. Resultará imposible, una vez oído, separar lo real de lo inventado.

—Le oí que decía: ¡Virgen de las Angustias, llévame contigo!

—¡Pero Jacin! Si el pobre padre Abel se estaba asfixiando. No creo que fuese capaz de pronunciar una frase tan larga. Quizá se encomendó a la Virgen. Pero es imposible que llegara a decir nada.

—¡Pues dijo Señor mío y Dios mío!

—¡Pobre Abel! Quizá le dio tiempo de decir eso con todo el corazón.

—Pues lo dijo.

—¿Por qué me lo cuentas ahora?

—Pues porque pasaba por aquí y pensé que le gustaría saber que no murió como un perro —el Jacin hace una pausa con un cierto dramatismo y se queda mirando de hito en hito al fraile—. Si dijo eso que digo ¿también iría al infierno, o en ese caso no?

—Seguro que se arrepintió al final. Con eso es de sobra. Todo esto es más misterioso y serio de lo que se nos alcanza. Tú y yo debemos pensar que pasó lo que era razonable que pasara con un hombre tan santo, como fue el padre Abel toda su vida.

—Igual no.

—¿Eso qué significa?

—Pues que igual no. Igual se condenó por quitarse la vida. Eso no es que sea muy santo que digamos.