Dos sentimientos se están entrecruzando en Raimundo: la irritación ante esta pasividad del prior e ira ante los improperios de Belarte. Ambos sentimientos son parte aún de este duelo retranqueado por la muerte de Abel que como un herpes explota de pronto en los labios o en las ingles. Ya el duelo mismo —reflexiona Raimundo— está siendo excesivo por su parte, le está durando más de lo apropiado. Está, además, ocupando más sitio en su conciencia del que corresponde a un hombre de fe. En fin, la duración del duelo es serpenteante, sus meandros se dilatan a veces por debajo de la conciencia, reapareciendo como Guadianas súbitos con cualquier pretexto. Belarte no es, en opinión de Raimundo, un pretexto cualquiera: es un grano en el culo. Le tranquiliza recordar a Belarte, de estudiantes los dos: y recordar que ya de joven era eso mismo. No se puede decir que en oración pero, sí, desde luego ante Dios: Raimundo ha recordado a Belarte con frecuencia: todas las evidencias de Raimundo están ahora inundadas de presencia de Dios, también la expresión forúnculo, también grano en el culo. Pero ahora no acierta Raimundo a entender el porqué de esos artículos agresivos que, a todas luces, no van a ninguna parte: no explican nada, no ilustran a nadie, son casi por completo exabruptos, por muy que se les conceda, casi solo por cortesía dialéctica, un punto de razón. Esta nihilización del motivo, este sin porqué negativo (la rosa es sin porqué pero también la injusticia resulta a veces intensamente sin porqué), esta retracción de la gratuidad de la belleza o del bien en la injusticia, en el insulto inmotivado, le subleva. En su caso la ira tiene, como recontó santo Tomás de Aquino, tres significados: es un hábito: un acto del vicio opuesto a la mansedumbre; es un deseo de venganza y es una pasión. Y hay tres grados de ira: en el corazón, en la boca y en la obra. Esta tarde, pasada la hora nona, son alrededor de las cuatro y media, la ira del corazón encharca la conciencia de Raimundo. Así que deja la azadilla —estaban quitando hierbas malas del patatal Ignacio, Pablo y él— y se sube al cortijo; no da explicaciones a los otros dos, que suponen que se encuentra indispuesto, cosa rara pero verosímil sin duda. Mientras sube a buen paso por el sendero de las dos terrazas, se engancha con las púas del azofaifo, que cabecea a consecuencia del enganchón. Vertiginosamente recuerda la leyenda popular que dice que con las espinas de este árbol se le hizo la corona de espinas a Cristo: son ciertamente afiladas y largas, color cereza oscuro. Una vez al año, cuando maduran los frutos, los suben al comedor como un postre. La cuestión es: ¿pedirá permiso al prior para hacer lo que va a hacer? Decide no pedir permiso. Sube a su celda, se quita el mono y se pone ropa de civil: un vaquero, una camisa, un jersey. Son pasadas las cinco, Raimundo se monta en la camioneta. Ha dejado una nota en el comedor diciendo: «Compromiso urgente. Volveré tarde esta noche. Raimundo». Es cuesta abajo hasta la autovía. La camioneta, conducida con cierta precipitación, emboca la autovía a Granada, cuarenta y cinco minutos de viaje.
Hace años que no viene por aquí. Son las seis de la tarde. Enfila directo al Alarcón, un café cantante donde en los años cincuenta había un tablao y se bailaba ya al anochecer hasta la madrugá. Raimundo recuerda de pronto la gracia de las bailaoras. La tierna belleza otoñal de las conocidas calles atardecidas le conmueve. La irritación sube de punto ahora. Las hijas de la ira son las seis bailaoras de entonces: la riña, el desorden de la mente, el ultraje, el clamor, la indignación, la blasfemia. La ira por celo, que no previene el juicio de razón, existió en Cristo; pero no la ira por vicio. El motivo de esta ira es lo que se ha hecho contra él, contra todos, contra el habitare frates in unum: Raimundo detiene bruscamente la furgoneta en Pedro Antonio de Alarcón, a veinte metros del Alarcón. A través del ventanal del café-bar ve a Belarte tomándose un café y un tortel. Es un hombre de la edad de Raimundo solo que canijo, a la vez que es, como dicen los franceses, un faux-maigre. El Alarcón está vacío a esas horas. Raimundo empuja resueltamente la puerta giratoria y entra en el café y se sienta de golpe junto a Belarte en un taburete de la barra:
—¡Joé, compae! Tú por aquí —dice Belarte.
—Fitetú.
—Ea, de pura cepa. ¿No habrás venido a verme a mí? No creo.
—A eso he venido —contesta secamente Raimundo.
—Lo suponía, hermano. Pero que te conste: soy más valiente que tú, más torero y más gitano.
Se le ve de buen humor a Matías Belarte. Velozmente se le ocurre a Raimundo que a Belarte le está divirtiendo la situación. Hay una conjunción de factores esperpénticos, piensa Raimundo: el fraile, el intelectual de provincias, el café de chinitas, la torería de la situación. Siente deseo de venganza.
—No vengo de broma —dice Raimundo.
—Paquiro, compae, ¡qué me cuentas!
—¿A qué vienen esos artículos?
—¿Cuáles artículos?
—Lo sabes de sobra, tus artículos contra nosotros. Tienes que dejarlo.
—¿Cómo que tengo que? Será si me sale de la polla.
—Vamos fuera —la frase de Raimundo suena chulapa.
—A las siete de la tarde se salieron del café y era Raimundo en la calle un torero de cartel —recita guasonamente Belarte.
—Te conozco de sobra, lo sabes. Conozco tu mala follá y tu buena intención de fondo.
—¡Ya salió el fraile! Soy perro mordedor, no lo olvides, y no tengo buena intención. Los dos tenemos ya una edad que nos importa una polla lo que pase.
Lo de la edad es cierto. A la luz del atardecer relucen viejunos los dos. Más erguido, mucho más flaco, algo más alto Raimundo: la ascética conventual ha preservado algo del buen mozo de antaño.
—Tienes que dejar esta estéril agresión contra nosotros. Ni tú mismo te crees ese papel —dice Raimundo.
—¿Qué sabes tú lo que yo creo? ¡Típico dogmático, creer que saben lo que creen los otros! De creer algo yo, no es lo que tú crees que creo.
Caminan un poco por la acera. Tres figuras arracimadas les observan desde el ventanal del Alarcón.
—Vamos a ver, seguro que tienes otros temas, miles. Tu ingenio era inagotable de estudiante y sigue siéndolo. ¡Qué coño te importa lo que digan o hagan unos pobres frailes!
—¡Wrong again, my dear! ¿Cómo no me va a importar? Soy un comecuras a la antigua usanza, un agnóstico a la antigua. Y vosotros, tan píos, sois la presa ideal. Por eso salís en El Ideal de Granada día sí día no. ¿Cómo es que dejáis que se os ahorquen los frailes? Y más este, este gran manso, el Abel. Se ahorcó de puro manso. Recordarás que santo Tomás de Aquino desconfiaba de los mansos, ¡bienaventurados los mansos, sí pero con peros!
Raimundo sabe que esta diatriba puede continuar horas y horas. Es la misma rabieta juvenil de Matías Belarte que ahora se ha retorcido con los años. Sí es cierto, como él mismo ha reconocido, que la mala follá se le va y se le viene, entreverada con una remota buena intención. En este caso la buena intención de corregir a los perfectos. Como si Matías Belarte adivinara su pensamiento ahora intercala:
—Tanto cabreo con lo mío ¿a qué viene? No te entiendo. Oye, ¿qué me dices de la correctio fraterna? Mis artículos al fin y al cabo son una columna, que el título por cierto no lo elegí yo, «El Rincón de las Verdades», el director me dijo que la escribiese, que tenía que ser fuerte, verificante, ¡a la vista está que lo está siendo! ¡Te ha traído a ti del puto coro hasta Graná en un pispás! Correctio fraterna: la hice con Abel muy al principio, le dije: ¡no te metas en dibujos, no te metas en la Iglesia que te acabará dando por el culo!
El tortazo a mano abierta reseca de golpe como un estampido toda la calle de Alarcón. La gente se vuelve a verlo: ¡Lavincompae, qué hostia le ha metío!, se oye decir. Ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo, que decía, con razón, el granaíno. Le coge a contrapié. Belarte da un traspié y se cae de espaldas. Se le ve que tiene fuerza cero. Se incorpora sin llegar a levantarse.
—¡Io puta, me cago en tu casta entera! ¡Me has querido matar!
Del Alarcón emergen atropellados ahora Ana, el Miguel y otro tipo cuarentón que se da un aire, modernizado, a Curro Jiménez. Raimundo tiende la mano derecha a Belarte. Belarte la rechaza. El trío que acaba de salir del Alarcón rodea a Raimundo y Belarte: Raimundo piensa aceleradamente: ya hemos montado el Callejón del Gato, soy un imbécil. Se inclina hacia Belarte, aún en el suelo: está como recostado, con un aire de colegial ofendido. A Belarte se le hincha el ojo izquierdo, ahora palpa el ojo con la mano izquierda. Está encantado de la vida. Al palparse el ojo hace como un puchero. Va a haber pocas palabras. Miguel mete un puñetazo en el pecho a Raimundo. Raimundo no se cae, retrocede un paso, monta por un instante la guardia adelantando los largos brazos con los puños cerrados.
—¡Puto fraile salta al ring! ¡Primera plana! —grita Belarte desde el suelo.
—Te vamos a meter un cohete por el culo —amenaza el clon de Curro Jiménez.
Y efectivamente le mete una patada en el culo al fraile. Es una patada certera, entre las nalgas, que le roza los cojones y hace que Raimundo se incline hacia delante. Matías Belarte ya está de pie. Al inclinarse Raimundo, Miguel le da una patada en la boca, buenas patadas de kárate las dos. Los tíos saben lo que vale un peine. No hay dos sin tres. Así que al caer Raimundo al suelo el propio Belarte le mete una patada en las costillas.
—Lo que te tienes merecido, tío, no es más que eso —declara Belarte.
Raimundo piensa: después de la ira esto es lo mejor que podía pasarme. Se relaja. La sangre le empapa la cara, siente un dolor intenso en el costado izquierdo, un patadón en las costillas que le hace perder la respiración por un momento. Cuando recobra la respiración no hay nadie alrededor, los tres han desaparecido. Para junto a él un coche de la policía nacional. Bajan dos policías.
—Caballero, ¿qué ha pasado? —inquiere uno de ellos.
—Nada, que me han querido robar —dice Raimundo con los labios hinchados.
En ese momento se da cuenta de que no lleva identificación ninguna.
—Vivo ahí, en Vélez —masculla—, vivo en el convento de la Gorgoracha.
—¡Pues anda que le han puesto a usted como un Cristo! ¿Reconoció usted a los agresores?
—No, me atacaron por la espalda. No es nada.
Trata de moverse y se desploma en el suelo. Los policías llaman a la ambulancia. Llega la ambulancia. Unos paseantes se acercan a una distancia prudente. Nadie ha visto nada, solo pasaban por allí. El enfermero, que le reconoce rápidamente, dice entre dientes:
—Tiene dos costillas rotas, por lo menos. Hay que llevarle a urgencias. ¿Puede usted andar algo, caballero?
Mal que bien le arrastran hasta la ambulancia y le tumban en la camilla. Dolerá cuando se enfríe. En la ambulancia piensa que tiene que avisar al convento. Golpea el cristal que le separa del conductor y el enfermero y dice en voz alta:
—¡Tengo que llamar!
—Estese quieto que ahora le arreglamos —dice el enfermero.
La sirena, como un familiar escalofrío, recorre a todo lo largo Alarcón, desemboca en el camino de Ronda. Raimundo siente una punzada violenta, pierde el conocimiento. Lo recupera en el hospital. ¿Qué hora es ahora? Le han reconocido en urgencias y han telefoneado al convento. La policía se ha hecho cargo de la furgoneta. Le han puesto un opiáceo, gota a gota, una jeringa grande. Dos horas más tarde llegan, consternados, Ignacio y el prior. Medio en sueños, medio narcotizado, Raimundo acierta a decir: «Lo siento mucho, no tenía que haber pasado, ha sido culpa mía». Lo único que oye en el vayviene del opiáceo es una frase de Ignacio:
—Pero, Raimundo, hermano, ¿se ha ido usted de pilinguis?
Raimundo sonríe y se queda una vez más frito.