Josefo fue siempre un mindundi. Esta ocurrencia de Raimundo, que es muy antigua, casi tanto como la amistad que los une, es pulsátil ahora como una jaqueca ligera: no acaba de írsele este mediodía. Ya van a dar las doce y llevan dos horas reunidos en la huerta. Ser algo mindundi era parte de su encantogato. Elegante y gatuno nos encantó a todos —piensa Raimundo una vez más—, a mí el primero: su entusiasmo religioso tras el Concilio, antes de la gran desilusión: los años de la euforia católica posconciliar. Todos la sentimos. Nos reuníamos con Abel en los pisos. La idea de entrar en el noviciado fue una maduración, más emotiva para Josefo que para mí. A mí me parecía razonable entrar en religión, darle de una vez la espalda a lo que llaman mundo. Mi padre lo tomó muy mal: cobarde y maricón me llamó cuando dije que me iba al noviciado. Yo le miré por encima del hombro. Despreciar a mi padre, que me despreciaba porque le había salido rana según él, fue parte del juego: en el noviciado tuve que rearmar todo esto: ir hacia atrás, hacia mi padre, el noble socialista de primera hora comprometido con la lucha antifranquista, con las luchas sindicales de la Transición. Lo de maricón fueron ganas de provocar, eso no lo creía. Y acertaba. Pero sí es cierto que resultaba para él desagradable, incomprensible, antinatural, que quisiera entrar en el convento, en esa particular orden religiosa. Llegó a decir: es que no estás ni de moda, chico, vale que quieras ser católico como tu madre, lo entiendo, siempre lo he entendido, pero católico al día y no esa rata rezona de un convento, encapuchados como viejas. Descubrí que nos queríamos en el fondo. Se llevaba mejor con mis hermanas, que salieron de su cuerda: políticas, ugetistas, graciosas con sus minifaldas y su aire callejero y sus pancartas y sus panfletos. Mi madre lloró mucho, fue insoportable. Éramos una familia sentimentalmente de izquierdas, la izquierda era mi abuelo, que luchó contra los nacionales, que estuvo preso hasta el 46, que conoció a José María de Cossío, a Joselito y a Alberti, los tres de una tacada. En el convento tuve que rehacer la imagen heroica de mi padre agresivamente de izquierdas, faltón y buen padre de familia. Mis hermanas le adoraban, mi madre le adoraba. Estudié concienzudamente la filosofía tomista de la época para demostrarle que Dios existía. En el fondo nos parecíamos en eso, en la ingenuidad. Y ahí me tuve que apoyar, en la ingenuidad de los dos, para salvarme del aborrecimiento que de joven sentía por él. Todo era rehacerse allí, desarraigarse y arraigarse. Lo hice lo mejor que pude y al final salí adelante. Cuando nos volvimos a ver al final del noviciado abracé a un padre a quien quería. Quizá esa haya sido mi victoria espiritual más profunda: rehacer, recontar la figura paterna. Aprendí de Abel esta valiente idea: el futuro no está hecho pero el pasado tampoco. Ya sé que es contraintuitiva: ¡claro que hay un pasado, de hecho, imborrable! Y sin embargo si el pasado, el de cada uno, estuviese hecho y no fuese tan inestable como la propia memoria y como el futuro que depende de nuestra voluntad, la oración sería inútil, la contemplación de Dios imposible.
Al pensar en Abel vuelve Raimundo a pensar en sus dos compañeros y en sí mismo. Los tres ya se encaminan al convento para las oraciones de la hora sexta. Vuelve ahora lo de haber pensado una vez más que Josefo es un mindundi. Esta ocurrencia es una mosca cojonera. ¿Por qué lo piensa, respetándole, obedeciéndole y queriéndole como lo ha hecho todos estos años? Hay en Josefo, en opinión de Raimundo, un lado teatrero, tanto más incisivo a ojos de Raimundo cuanto menos consciente parece ser a ojos del propio interesado. Cuando los tres, más o menos por la misma época, decidieron entrar en el convento la vocación de Abel guio la de Raimundo. En cambio, la vocación de Josefo tenía un dejo indeseable de actualidad, de fervor católico de moda. Una excitación por la novedad, un gusto o un regusto por hacerse ver en su espectacular cambio de laico a monje de estricta observancia. Sin duda eso desapareció con el noviciado y los tres largos años de teología que siguieron tras las pruebas inmediatamente posteriores a la ordenación sacerdotal.
Raimundo se siente ahora tan desagradable y chinche como se sintió entonces cuando pensaba que Josefo era un trapense chic, un católico elegante, que no duraría en la estricta observancia. Se equivocó, a la vista estaba. Y equivocarse fue una honrada alegría que sintió Raimundo. Y ahora vuelve este tono despectivo del mindundi a colarse en la conciencia de Raimundo, que está irritado con el asunto de los papeles de Abel. El concepto de legado literario —y más si como parece es, involuntario además de mínimo— irrita a Raimundo. En fin, ya están los tres en la capilla y rezan. ¿Dónde ha leído Raimundo lo que ahora recuerda? Un ensayista español contemporáneo que ha puesto en relación la ópera aperta con un texto de Gregorio Magno: «La Sagrada Escritura crece con quien la lee». Ver esto asociado por este ensayista tan rápido y sagaz (a quien no obstante su declarada fe cristiana la jerarquía eclesiástica ha puesto tanta veces en solfa) emociona a Raimundo. Si este texto de san Gregorio pudiese verificarse subjetivamente al menos —y Raimundo, apoyándose en su experiencia de monje trapense, sabe que se puede—, entonces uno de los graves problemas de la experiencia de la oración litúrgica quedaría resuelto por completo: la Sagrada Escritura crece con quien la lee. Esta ocurrencia le anima ahora. Absorto en su recitativo pasa todo este día. El recuento autobiográfico ha sido refrescante. Y, sobre todo, ha sido rápido. Ahora el día a día, las horas litúrgicas reaniman los enseres del cortijo, los frutos de la huerta. Recuerda Raimundo una de las cosas que dice san Pablo a los fieles de Corinto: «Cada uno de vosotros tiene salmos, tiene enseñanza, tiene lengua, tiene revelación profética». Un sentimiento de plenitud acompaña a Raimundo durante todo este día, se siente acompañado, acogido, reconfortado por la presencia de sus hermanos en esta capilla cortijera de la Gorgoracha y recuerda una y otra vez lo que dice santo Tomás al hablar del don de lenguas: «Que la revelación profética se extiende al conocimiento de todas las cosas sobrenaturales». Que esto implica que, paradójicamente, por su misma perfección, no pueda poseerse en esa vida perfectamente, a modo de hábito sino imperfectamente como una cierta pasión. Esta pasión la reconoce ahora Raimundo como un latido, se siente uno inmovilizado, casi suspendido en el aire cuando en compañía de quien ama hablan de cualquier cosa, contemplan cualquier cosa o guardan silencio juntos.
Así que la reunión de esta mañana ha sido fructífera después de todo. Y Raimundo se siente libre de la irritación y de la ira que tantas veces le acomete: ahora puede pensar en su pequeña comunidad como una comunidad cristiana remota, aventurada, en peligro y a salvo.