Están los tres solos, han bajado a la huerta para sentarse en el banco debajo de los pinos. Embutidos en sus monos azules los tres miran al frente. Son pasadas las diez de la mañana, es pleno mes de agosto, ha bajado considerablemente la temperatura aunque hace todavía mucho calor. Se agradece el viento serrano muy pronunciado hoy tras días y días de calima. Los tres miran al frente. Vistos de perfil representan tres generaciones de monjes: los mayores, de la edad del padre Abel, como el padre prior; la generación media del hermano Raimundo; y la joven del hermano Ignacio. Durante un rato guardan silencio. Es el silencio pequeño y fraternal que se guarda como instintivamente con los más íntimos. La bancada de lechugas recién atadas luce frente a los tres con su enérgico aire de huerta y ensalada. Y el tomatal vigorosamente erguido en torno a las cañas trae un olor cálido, una seguridad de labrantío. Se han reunido esta mañana, suspendiendo el trabajo a instancias del prior, para hablar, ha declarado Josefo. Y ahora parece que ninguno de los tres se adelanta a hablar como si cada cual esperase una señal del otro para iniciar una conversación que no puede ser ahora del todo espiritual, ni del todo tranquila. Los tres son conscientes de que han pasado juntos muchos años y, sobre todo los dos mayores, saben que del posconciliar «amor al riesgo» de los años setenta han recorrido ya muchas leguas en su intento específico de devolver a la santidad su valor más humano. Esta es una hora tensa para los tres hermanos del convento de la Gorgoracha. Los tres paladean el aire de Sierra Nevada, la sierra invisible como el silencio invisible de la nieve ausente que, en pleno agosto, Ignacio evoca con los ojos entrecerrados. Como en una nostalgia pasajera del invierno cuando enero se alumbra con nieve silvestre.
—¡Fó, hermanos! No es que no tengamos de qué hablar —comenta el prior con la mirada fija en las lechugas.
—Tenemos y no tenemos tanto de qué hablar —dice Raimundo.
—Lo del Belarte es una cabronada —prorrumpe Ignacio.
—Tiene algo de razón —comenta Raimundo.
—La intención es malsana —declara con firmeza Josefo—. ¿Qué esperaba que hiciéramos? ¿Tenemos realmente que tener una consideración especial con la prensa como institución que somos? A mí me parece que no.
—Ya. Pero el asunto se nos ha ido de las manos —dice Raimundo—. Hay que reconocer que es un asunto público ahora.
—He echado un ojo a lo que hay —dice el prior— y es menos de lo que creíamos. Confieso que he tenido que leerlo y no hay nada que no pueda ser leído por cualquiera.
—¿Quieres decir que es edificante, una lectura apropiada para cualquier buen cristiano? —pregunta Raimundo.
—Eso no sé. No parecen pensados para ser leídos por nadie, están escritos ante Dios.
—Entonces ya está —afirma tajante Raimundo—, si es así se queman, se quema todo. En el mejor de los casos es siempre una indiscreción, una falta de respeto, publicar cualquier cosa que el difunto no haya autorizado expresamente.
—Tampoco dijo lo contrario —comenta Ignacio.
—¿Qué sería lo contrario, según tú? —pregunta Raimundo.
—Lo contrario sería que hubiese dejado dicho que no deseaba que todo eso fuese publicado tras su muerte —dice Ignacio—. Seguro que no contaba con que su muerte se le viniese encima. Lo que ha pasado ha tenido que ser para él lo que para nosotros un accidente.
—No fue un accidente —dice Raimundo—. Claro que tuvo de accidental, lo inesperado, lo absurdo, tuvo toda la violencia de un accidente: pero no sucedió por accidente, por casualidad, fue una elección personal. Ahí está el problema para nosotros. Belarte da igual pero lo sucedido no. Resulta de verdad incomprensible. Justo como un accidente, tan difícil de encajar en la continuación de la vida, de nuestra vida, como un accidente inesperado, solo que más difícil aún. Y Belarte tiene una punta de razón, mala leche desde luego, pero también una punta de razón.
—¿Y cuál es? —pregunta Ignacio.
—Pues que no hemos sabido dar, como institución, una explicación coherente de puertas afuera.
—Es que no tenemos esa explicación —comenta el prior—. Por eso sí es cierto que se puede decir de nosotros que guardamos celosamente un secreto. Puede hablarse de secreto: donde nosotros hablamos de misterio y de incomprensibilidad y del silencio de Dios, la gente habla de secretos y malignidades ocultas. No tienen razón, pero es comprensible.
—También es indignante —dice Raimundo, y pregunta volviéndose al prior—: ¿Es cierto que Belarte y Abel fueron amigos de jóvenes, como asegura en el artículo?
—Belarte tiene mi edad, sí, fuimos compañeros de facultad. Nos reuníamos en los cafés después de clase. Fuimos amigos, puede decirse, porque es verdad.
—En fin —interrumpe Raimundo—, las opiniones son como el culo, todo el mundo tiene uno, que dice Clint Eastwood. Así que Belarte da igual. Pasemos de Belarte y hagamos lo correcto, lo más cristiano de todo, destruyamos los papeles, ¿qué dices a eso, padre prior?
—De acuerdo, yo me encargo.
«El sol está entre nosotros —piensa Ignacio— como una presunción del espíritu, comme une presumption de l’espri —lo repite en francés— / et le soleil est parmi nous comme une presumption de l’espri. El sol tiene un punto ahora —vuelve a pensar Ignacio, distraído— de ano solar. Caga su plomo, su oro emplomado inmisericorde. Un sol maniqueo, gnóstico, cátaro. El sol furioso y aullante de Seth. El violento Seth, que urdió una estrategia para matar a Osiris y acostarse con su hermana.» Toda esta morralla seudoculta le distrae ahora de la profunda cultura, el cultivo, de la huerta, el convento y la oración cristiana. Es como si una lengua desatinada lamiera —alzándose y descendiendo mecánicamente— los bordes de su conciencia de sí. Es como si hubiera allí, entre los tres sentados severamente ante el huerto hermoso donde resplandecen las lechugas y los tomates y los arroyos de las patatas con sus florecillas blancas, un cuarto personaje desfigurado y aullara el dios violento que todo lo ha negado, anegándoles ahora en la líquida luz contradictoria de lo que se dice, los chismes, las habladurías, el Belarte, el Miguel, la gente del Media Luna: como si de verdad fuera, después de tantos años de vida monástica, verdad —y esa fuese la única verdad— que el corazón es un cazador solitario (más recuerdos literarios: en esta ocasión Carson McCullers: «The heart is a lonely hunter»). «¿Es el corazón del monje, es mi corazón, un cazador solitario? ¿Dónde queda ahora la llama de amor viva que tiernamente hiere?» Ignacio tiene que decir algo: no sabe qué. Y dice lo primero que se le ocurre:
—Di algo, Raimundo. Aclárame todo esto, acláranoslo.
De reojo es consciente Ignacio de que el prior apenas ha intervenido en la conversación. Y es consciente de que ahora se ha vuelto bruscamente a mirarle como si de pronto el hecho de que Ignacio apele a Raimundo y no a él mismo, al prior, fuese una indisciplina. Esta cabeza rapada y cana, vuelta hacia él de pronto, es hermosa y pétrea, ondeante como una mala intención, uno de esos cabezones-retratos de nobles romanos desconocidos, hallados entre la tierra, en las ruinas de la domus aurea neroniana. «¿Tendrá de pronto envidia el padre prior? ¿Se sentirá ninguneado por mi absurda interpelación a Raimundo en lugar de a él mismo?»
—Vamos a ver. Diré algo que todos sabemos pero que nos hace falta volver a decir ahora. Lo diré yo pero lo decimos los tres. Belarte nos succiona, nos licua, nos debilita: así nos neutraliza la imbecilidad medio aceptada. También Abel nos ha debilitado. Ahora tenemos que recordar lo que somos, olvidarnos de Belarte y sus habladurías, y recordarnos lo que somos: somos hombres religiosos. Religiosos nos llama la gente. Lo característico de la relación religiosa del individuo con la doctrina transmitida es la recepción puramente aceptada, el puro someterse, la devoción reverente a lo que se ofrece como verdad superior. Los tres sabemos esto. Y cada individuo tiene que adecuar por sí mismo su relación con el poder superior, en esto el espíritu de la religión le deja libertad. Así como en la moral cada uno tiene que tomar decisiones y asumir responsabilidades, así también ahora el individuo es un hijo del espíritu religioso en el cual está. Nosotros estamos en el espíritu religioso católico. Somos parte de la Ecclesia Mater. Ningún individuo por sí solo puede establecer una concepción de Dios y del mundo y del hombre y del destino. Necesita la objetivación que proporcionan las instituciones, los credos. La sacralización de la creencia a través de la fe es el trasfondo sentido como fuerza, en el cual crece la convicción personal. Y el individuo solo puede configurar su relación personal con la divinidad en el marco de lo asumido como firme y sagrado, en el marco de la tradición. Y todo esto viene a cuento, hermanos, ya que nada importa lo que pase fuera, lo que digan de nosotros, incluso lo que nos vaya a ocurrir de ahora en adelante. Solo Dios basta en este seno maternal de la Santa Madre Iglesia.
El padre prior, observa Ignacio, ha clavado los ojos en tierra mientras Raimundo declaraba fríamente, secamente, todo lo anterior. Ignacio —que está sobreexcitado— piensa, una vez más, que el prior está sintiéndose ninguneado por la firmeza, la rigidez eclesiástica de Raimundo.
—No entiendo del todo a qué viene esto —dice Ignacio, por probar, aunque en realidad sí que lo entiende. Entiende que este es un momento en el que tienen que afirmar su pertenencia como individuos a una gran tradición espiritual quebrantada por el duelo y picoteada por los cuervos de la habladuría.
—Sí que lo entiendes, Ignacio, no estamos solos, quiero decir: formamos parte de una poderosa tradición llena de heterodoxias, de individualidades, donde creemos todos nosotros firmemente brilla la luz del Espíritu Santo, la luz de Cristo. Tenemos que hacer memoria de esto ahora, eso es lo que quería decir.