Josefo relee, una vez más

Josefo relee, una vez más, los papeles de Abel, que incluyen unas cuantas cartas. Está claro —piensa el prior, apartando la vista del manuscrito y mirando fijamente la pared blanca de su celda— que no se trata, de ninguna manera, de una obra literaria, ni siquiera fragmentaria o incompleta. Todo el mundo, por lo tanto, está engañado. El propio padre prior creyó, antes de comprobar por sí mismo el contenido de estos papeles, que habría ahí, en germen al menos, una obra. Lo que relee, sin embargo, es desconcertantemente escaso y, en cierto modo, trivial. El prior no puede evitar que un otro yo, que es él mismo, entorne los ojos e insinúe con cierta malicia que lo que tiene delante es poco más que una nota de suicidio ampliada. Siente intensa curiosidad, sin embargo. La discreción, la reticencia, la reserva del bondadoso padre Abel, que tanto le habían intrigado años atrás, ahora puede verlas ya a la descarnada luz con que el propio Abel se veía a sí mismo. Es consciente Josefo de que estas ocurrencias suyas no son piadosas ni caritativas, sino sólo vulgares malicias que se nos ocurren cuando vemos desde fuera las vidas ajenas, las vidas de los más próximos. No obstante los muchos años de severa represión de la curiosidad y de la malicia, esta reemerge ahora, adoptando, no la súbita forma de una ocurrencia que puede borrarse con el simple acto de una intención recta, sino que, como una mosca cojonera, ronda el alma y rehúsa ser espantada. Es el tábano gris de una malicia que sólo una conciencia acostumbrada a vigilarse y a suprimir de inmediato las propias malicias, percibiría. Pero el caso es que Josefo está tan trastornado como todos los demás monjes de la Gorgoracha por el suicidio de Abel. Y él es el prior de la comunidad, al menos a él sí que le corresponde entender qué ha sucedido en el interior de esta alma. Una parte de la malicia, pues, está presente en el segundo o tercer nivel de la ocurrencia global del prior como no-malicia, como intención adecuada, como un legítimo tener que saber qué fue lo que pasó en el interior del alma del buen padre suicida. Y para saberlo, no basta, como es obvio, con leer una primera vez el texto, puesto que estos papeles, no obstante su brevedad y relativa falta de hilazón, dicen algo del padre Abel que jamás el padre Abel, ni siquiera en confesión, llegó a decir de sí mismo. Estos papeles dicen el secreto de la taciturnidad del difunto. Y también arrojan sobre su bondad, reconocida por todos, la indirecta luz de una verdad ambigua, espejeante, la verdad de la seriedad de lo negativo, nunca mejor dicho:

Escribo para ocupar este rato tan difícil de ocupar, desde después del almuerzo hasta Vísperas. ¡Ojalá pudiese echar la siesta! Pero eso de la siesta del fraile debe ser una broma anticuada.

Dice el padre Arintero que santa Teresa de Jesús da a entender que la contemplación mística no implica necesariamente el estado de gracia. Si eso fuese cierto, se trataría de un favor gratuito de Dios, que no podría, en rigor, merecerse. Así sucedería que la experiencia de la contemplación mística, en lugar de ser del todo necesaria para nuestra santificación, podría resultar a veces, al revés, perjudicial y peligrosa como todas las gracias extraordinarias, las gracias gratis data. Uno no podría no envanecerse siquiera fuese de reojo. Insinúa la santa, por otra parte, que pueden existir personas muy piadosas que, sin embargo, no sean contemplativas en ningún sentido. Estas personas pueden llegar a ser muy perfectas, mucho más virtuosas incluso que otras muy contemplativas. ¿No se sigue de aquí que podrían darse almas absolutamente excluidas del estado místico que, sin embrago, podrían muy bien igualar y aun superar en perfección a las muy místicas, las contemplativas en alto grado?

¿Implica, o no, la contemplación mística el estado de gracia? Parece que no: la contemplación de Dios sería un favor completamente gratuito que no puede merecerse: nadie merece nada ante a Dios, ¿es esto verdad? Llevo toda la vida dando vueltas a estas cosas: me he esforzado, partiendo de mi singularidad e imperfección, en recorrer la vía ascética sin permitirme nunca el lujo de contar con la unión divina o contemplativa con Dios. Pero sí que me he esforzado en merecerla. Ahora bien, la idea de merecimiento conlleva la idea de comparación: los actos meritorios, las personas meritorias se comparan entre sí. Merecer tiene la misma raíz latina, merere, que meretriz. En latín, meretrix designaría a aquella mujer que se gana la vida por sí misma. Emérito es el jubilado, el que se ha ganado su retiro. Yo soy ya casi un emérito de la vida monástica. ¿Tengo derecho a esperar una jubilación adecuada? ¿Me he ganado el retiro?, ¿he merecido terminar en paz y en luz el servicio divino? La respuesta es que no, nadie merece el retiro y el descanso divino. Dios da su gracia a quien quiere, no es lícito echar cuentas o pedir cuentas a Dios. Pero hay un cierto pedir cuentas en la frase de san Pablo que dice: «He combatido el buen combate, he guardado la fe. Y ahora espero la corona de la justicia que me está preparada». También yo he combatido el buen combate, he sido una buena meretriz que se ha ganado la vida por sí misma, según la etimología. He merecido la gracia de Dios. ¿Pero no es esto blasfemo? Es más, si la gracia sobrenatural no fuera un don gratuito, si pudiera merecerse, entonces no sería una gracia extraordinaria sino ordinaria. Y no sería gracia sino mérito, o incluso trámite: todo aquel que se esfuerza ascéticamente merecería la divina gracia, cosa que no parece verdadero y, sin embargo, lo contrario suena muy injusto.

Bien podría suceder, en un caso como el mío —sé que estoy excluido de la experiencia mística—, que haya merecido por mis esfuerzos algo más que un simple justiprecio. No puedo remediar reírme de mí mismo al escribir esto. Son ocurrencias que me vienen de escribirlas, no de pensarlas o de rumiarlas habitualmente. Es al ponerme a escribir y al recordar, más o menos por casualidad, un texto del padre Arintero sobre santa Teresa, que se me ocurre este revoltijo de los merecimientos y la gracia que no debiera preocuparme. Y es que mi conciencia, al escribir, se torna un pelagartal: una tierra baldía, incultivada, incultivable, pedregosa. Esto sucede al escribir, no al ir viviendo mi vida monástica habitual, mi verdadera vida. Escribir es malsano por eso, porque hace surgir un erial donde antes no había sino acción recta, intención recta: mi vida cotidiana. Y así ahora, al escribir, se me ocurre aborrecer mi atrevimiento, mi celebrado don del consejo. A lo largo de mi vida he dado consejos, buenos consejos, a personas que me han escuchado con devoción y reverencia porque yo era un sacerdote de Cristo, que han hecho lo que yo les decía con firmeza y seguridad: aseveraciones, sin embargo, de las que yo mismo no estaba tan seguro. Aconsejé a muchas mujeres soportar a su inicuos maridos con paciencia cristiana. Les dije: es lo que Dios quiere. ¿Cómo sé yo lo que Dios quiere?

Escribir es un intento impío de autocomprensión que deja a Dios de lado mientras echo cuentas.

Esta celda es de sobra. Al escribir esto vi que todo lo demás (lo poco que había) me sobraba también. Así que la silla y la mesa sobre la cual ahora escribo esto y la pluma estilográfica (un regalo de mi juventud) cerrarían el círculo de lo que tengo y he dejado de tener y no deseo tener más. Pero no se cierra este círculo porque el círculo aún está abierto de par en par por mi tiempo restante y mi propia conciencia irreducible, mi mismidad impía. Con ese resto aún abierto todo lo demás se reabre a la vez. Y me saca fuera y me rodea de posesiones, deseos, incumplimientos. Es un lleno vacío, un relleno. Un relleno, movedizo por inmóvil que parezca, un ruido atronador por callado que esté yo mismo, o silencioso, en torno mío, este convento mío que he llegado a amar por apego a mi existencia. Ahora es la hora de decir: he fabricado cuidadosamente la nada. Y no he llegado a ningún sitio. Ni veo cosa alguna. Da igual que cierre los ojos o que los abra, no veo ninguna de las cosas que se ven. Pero esta ceguera en mi caso no es la que súbitamente afectó a Pablo como se cuenta en los Hechos de los Apóstoles. «Saulo se levantó del suelo y, con los ojos abiertos, nada veía.» En mi caso la ceguera no procede de Dios, es mi propia privación espiritual. Hubo un tiempo en que leyendo al maestro Eckhart me consolaba leer esto que tengo aquí delante copiado en mi cuaderno de notas: Por la luz del cielo entendemos la luz que es Dios y que ningún sentido humano puede percibir, por eso san Pablo dice: «Dios habita en una luz inaccesible que nadie ha podido ver». Con ello dice: Dios es una luz a la que no hay acceso. No hay camino hacia Dios. Quien todavía anda en el subir y en el crecer en la gracia y en la luz ese aún no ha llegado a Dios. Dios no es una luz creciente, aunque hay que haber llegado a él mediante el crecer. En el crecer no se ve nada de Dios. Si Dios tiene que ser visto tiene que ser en una luz que es Dios mismo. Un maestro dice: en Dios no hay ni menos ni más, ni un esto ni un aquello. Mientras estamos en camino no llegamos. Lo mío es mucho más trivial, mi ceguera es connatural: soy ciego de nacimiento. Y recorrer de aquí hacia atrás mi vida aquí en este convento no es posible (ni sería consolador) porque los hitos de mi vida, los que puedo enumerar, no me dicen nada acerca de quién soy ahora o qué debo hacer. ¿Y qué otra cosa podría recordar a excepción de esos hitos? Esos monolitos, la decisión de venir aquí, la decisión de perseverar, la inicial sensación de haber sido inmerecidamente agraciado por la gracia divina (esto duró años enteros), la experiencia de la oración litúrgica, cada vez más mecánica, el escrupuloso examen de conciencia (esto duró años enteros), la decisión de dejarme impregnar por la máscara de mi figura monástica, parecer amable, parecer piadoso, parecer bueno incluso, o hacer incluso el bien a algunas personas, así cuando hablaba con Margareta, sentirme rodeado de la admiración y el afecto de los monjes más jóvenes, la imposibilidad de rezar, la decisión de no contar nada de esto, la primera impostura: empecé a fingir que yo era el monje que los demás querían que fuera. Creer en Dios y cumplir puntualmente con mis deberes monásticos no me iluminaba, el objeto divino seguía tan oscuro como siempre, pero hacía sentido: daba sentido a la vida. Me ayudaba a vivir en un mundo ordenado desde afuera cuyas normas de circulación yo sabía de memoria y podía cumplir con toda exactitud. Y durante muchos años no me impacienté, me sentía estéril, me sentía inútil, y recordaba miles de textos como el anterior que me animaban a seguir sin dar vueltas alrededor de mí mismo. Recordaba que nuestro Señor dijo: «Acordaos cuando os hablé, no visteis ni imagen ni semejanza. Cuando el hombre abandona la muchedumbre, Dios se da al alma sin imagen ni semejanza». Y yo pensaba: yo he abandonado la muchedumbre, ¿y se está Dios dando en mi alma sin imagen ni semejanza?

La peor decisión fue no querer hablar de esto con nadie. Hubiera podido hablar con Josefo, hubiera podido hablar con Raimundo. Pero yo era el mayor de todos ellos y hubiera tenido que empezar por el principio. ¿Valía la pena? Cuando se llega a un nudo en la vida, para empezar a desatarlo tenemos que ir desanudando uno por uno todos los nudos que componen el nudo. Y en ese desanudar, en ese hablar de la propia vida, a la vez que los nudos se deshacen se atan nuevos nudos. Son nuevos porque se anudan al hablar con los demás, quienes, por íntimos que sean, no acaban de entenderlo todo bien. En realidad uno no tiene una historia que contar excepto el entorpecimiento progresivo de uno mismo, la lentificación, la sensación de no haber llegado a ningún sitio. Pero si contara esto a cualquiera de mis amigos dirían: pero no ves que has llegado a un sitio ya, estamos aquí y nosotros estamos contigo. Nuestra vida común es la prueba, por lo menos para nosotros tres, de que estamos aquí y hemos llegado a alguna parte: a esta parte de España, a este pueblo de Vélez, a este convento un poco cómico que es el convento de la Gorgoracha. ¡Está todo bien, deja de ser tan complicado! ¡Que tu ojo sea sencillo! Esto me dirían. Pero si me dijesen eso yo asentiría y les diría que me han convencido para no seguir la conversación. Les daría la razón para evitarles. Para no tener que entrar a discutir la cerrazón indiscutible, intransitable en que me encuentro. Por eso prefiero no contar nada y arriesgarme solo a no ver nada. Sin embargo, cuanto más me callaba y cuanto más idéntico al yo que todos conocían trataba de ser, menos capaz me sentía de creer en lo que rezaba o en lo que suplicaba. Repetía una y otra vez las oraciones de siempre, lo repetía todo veinte veces. No puedo ya rezar la oración vespertina, ha llegado mi hora. Tengo que librar a mis hermanos de la presencia viscosa en que me he convertido para mí mismo. Si no tengo cuidado acabaré contagiando a todos de esta parálisis viscosa que cada vez me hunde más como si estuviera siendo atacado desde fuera por un estribillo monótono persuasivo: termina de una vez, no des más vueltas, termina de una vez.

Querido padre Abel:

He acompañado a Mariana a una reunión en lo alto de Serrano y he preferido regresar a pie a nuestro piso de Alfonso XII. Llevaba ya varios días pensando escribirle esta carta y, ahora que me pongo, solo se me ocurre volver a darle las gracias por la alegría y la seguridad que me dejó la conversación que tuvimos hace un mes paseando por el claustro de la Gorgoracha. Al llegar a la Puerta de Alcalá ya atardecía y las arboledas del Retiro se inclinaban del lado del viento con un rumor visual (porque el ruido de los coches no deja oír los árboles) y otoñal, que me hizo pensar en lo que usted dijo de la manifestación de Dios en las criaturas y en los paisajes. Ahora que estoy mayor y algo peor del corazón que antes, acompaño menos veces a Mariana a sus asuntos y tengo más tiempo para mí, como le dije. Tengo la sensación de estarme preparando como quien va a irse de vacaciones y antes de irse recoge sus cuadernos y sus libros y sus labores y deja su cuarto ordenado hasta el regreso. Tengo esta continua sensación confortable pero a la vez excitante de acabamiento. Dentro de no mucho, cuando sea, yo me acabaré. Y siento, como ante unas vacaciones, ganas de empezar a terminar, ganas de dejar tranquilamente todo esto que es mi vida y entregarme en manos de la compasiva y recta muerte. Como le dije este no es un sentimiento triste sino, más bien, alegre aunque no lleve consigo dilatación sino, más bien, recogimiento y entrega. Usted diría, supongo, que esto es que he aceptado dejarme en manos de Dios. No tengo inconveniente en expresarlo así aunque me hace sonreír (yo soy guasona, como usted sabe) esta imagen tan antropomórfica de las manos de Dios: no creo que haya nada parecido al acogimiento tras nuestra muerte o tras mi muerte, solo la pacífica disolución de todos los recuerdos y de mí misma. Tuve una vez un pretendiente cuando era muy joven (más bien la pretendiente era yo) y el chico, en aquel momento, solo alguien de quien estaba enamorada. Pero sin embargo el encanto de la situación consistía en que aunque yo era la más interesada en que la relación continuara, él se mostraba más interesado que yo en hacerme creer que aquello duraría y sería algo definitivo: yo no lo creía. Era un chico muy guapo y muy moreno que estaba acabando Derecho y que conocí en uno de aquellos guateques que se organizaban en las casas en el Madrid de los años cincuenta. Durante algunos meses (en realidad solo duró medio año) no podía pensar en otra cosa. Recuerdo que le seguía con la vista cuando salía de la sala donde estábamos y que esperaba, como suspendida, que volviera a entrar. Y durante algún tiempo siempre volvía, con una copa en la mano o con un cigarrillo o ambas cosas. Y recuerdo que desde un principio contaba yo con que nada sucedería y que aquello se acabaría. Y recuerdo que ese sentimiento, esa resignación si quiere usted llamarla así, me servía para disfrutar más lo que tenía a mano cada instante. Pensaba: la poca duración de este amor lo vuelve todo más intenso, más resplandeciente, me transfigura, como a veces nos hacen sentir los paisajes, olvidados de nosotros mismos, embebidos en su sustancia terrenal, inconmensurable, cruzados por el aire y la luz, transfigurados ellos mismos en lugar de nosotros. Esto nunca dura mucho rato. Y se parece mucho a la emoción amorosa que yo sentía entonces: era intensa, era sincera, era muy profunda, y yo era consciente de que tenía que aceptar que tenía fecha de caducidad o de vencimiento. Y me sentía tranquila porque no deseaba apropiarme del chico aquel, solo estaba contenta de que lo que en aquel instante sucedía me sucediera a mí. No esperaba nada más. Oyéndole hablar a usted de Dios en nuestra última conversación entendí que se parecía a lo que sentía yo con el chico aquel que a la vez estaba muy cerca dentro de mí y, a la vez, muy alejado pues no acababa de poseerlo. Y esto me llenaba de insaciabilidad y, a la vez, de paz. Todo había sucedido ya y yo lo contemplaba desde lejos: me veía a mí misma en el pasado desde lejos. Como me veo ahora. Siento haberme alargado tanto en esta carta que solo tiene por objeto mantener con usted la comunicación que tanto bien me hizo la última vez que hablamos.

Suya afectísima, Margareta.

Las cartas de Margareta siempre me dejan agotado. He aquí un alma que no ha deseado ser nada ella misma y ahora resplandece ante mí con todas las virtudes de un alma de Dios. Le dije lo que pensaba cuando hablamos y era eso: que a pesar de su agnosticismo tenía una connaturalidad con lo mejor del mensaje cristiano: anima naturaliter christiana. Pero sus cartas me dejan exhausto porque brotan de una fuente de agua a la que yo no tengo acceso: no tengo acceso a la sencillez de corazón. Lo he complicado todo tanto en mi interior que ni siquiera puedo ahora (ni debo) contar todo esto que soy a nadie. ¿Cómo podría entenderme Josefo o Raimundo o, incluso, el joven y bienintencionado Ignacio? ¿Cómo podrían dirigirme si yo mismo circulo en todas las direcciones a la vez esparcido en una insubordinada muchedumbre de intenciones contradictorias? He logrado cerrarme tanto y disimularme tanto en la vida rutinaria y verdadera de esta casa que ahora solo puedo ya ser un escándalo. No puedo ya revelar nada o decir nada de mí tranquilamente y por partes, solo puedo deshacerme de golpe. Deseo dejar de ser, deseo no ser. Y que Dios haga de mí lo que quiera.

Querido padre Abel:

En su breve carta (tan llena de benevolencia) me decía que morimos para Dios, aunque quien se muere no sea consciente de que es así, o no lo crea, como es mi caso. Esta observación suya, sin embargo, en su sencillez (viene a ser como el final feliz de una película) me vale para entender esta cómica falta mía de interés o preocupación por mi propia muerte. Así que pensar, como usted me indica, que tendrá lugar en Dios o para Dios (da igual lo que yo crea) cabe dentro de la lucidez tranquila, sonriente, soñolienta, con que aguardo la hora de mi muerte. De tanto acompañar a Mariana a reuniones de alto nivel filosófico y teológico estos años he ido quedándome con cosas: por ejemplo que el hombre es un ser para la muerte. En esta frase parece darse por supuesto que la muerte, como tal, tiene para el hombre que muere o la mujer que muere un significado específico. «Señor, da a cada cual su propia muerte», decía Rilke. Esta última frase del poeta checo-alemán me ha gustado siempre mucho aunque, una vez más, no haya llegado a creérmela del todo. ¿Cómo va a haber una muerte para cada cual? Ni aun la hipótesis del Dios más providente y omnisapiente podría estar al tanto del azar de todos nuestros millones de vidas y muertes, tantas veces, accidentales e impropias. Muertes súbitas como dicen los médicos que el súbitamente muerto no ha podido apropiarse porque se le echó encima su cese, una insuficiencia respiratoria mientras nadaba. Y también sé lo contrario, es decir, que lo he oído contar: lo contrario de lo que usted, padre, me decía que morimos para Dios es que morimos para los otros y no para nosotros mismos, morimos para nada. Y la muerte es absurda. Esta idea de que sea absurda mi muerte o la muerte en general, perdone el atrevimiento, casa más con mi sentido de la vida que la idea de final feliz que usted tan amablemente me proponía en su carta. Moriré para nada de la misma manera que he vivido para nada, para ser adoptada y acompañar a Mariana a los sitios. Que conste, padre, que este ir y venir de Mariana siempre me ha encantado. Al fin y al cabo era una versión religiosa del going places que diría la propia Mariana.

Agradeciéndole su atención, suya afectísima, Margareta.

En una entrevista que leí hace ya años decía Sartre que le gustaría terminar los muchos libros que tenía empezados. Y añade que le gustaría lo mismo escribir otra cosa. Por ejemplo, decir la verdad. Y dice: «Es el sueño de todo escritor que envejece». Esto me fascinó hace años cuando yo aún no me sentía envejecer, no tenía achaques. Tanto me gustó que apunté lo que sigue: Decir la verdad, en una entrevista con Sartre: «Piensa que no la ha dicho jamás (y no ha hecho más que decirla) está desnudo». Ahora yo soy ese que envejece: «I grow old, I grow old, I shall wear the bottoms of my trousers rolled». Este sueño es también mi sueño al envejecer. Pero a diferencia de Sartre (o de la intención de Sartre, da igual que él mismo fuera mentiroso, sus textos nunca mienten) yo no he hecho más que callar la verdad. Y ahora ya no se trata de decirla sino de hacerla ver: mi muerte buscada tiene que ser eso, un decir la verdad que siempre he evitado: un acto final que no me iluminará ya a mí (salvo negativamente) pero que dejará a los demás, a mis hermanos de la Gorgoracha, con la certeza de quién fui realmente, el impostor que fui. ¿Y Dios? ¡Qué más da Dios! Seguro que Dios puede entender todo esto por sí solo. «¡Cuánta verdad soporta, cuanta verdad osa un espíritu, el error no es ceguera, es cobardía!» (Nietzsche/Sartre, p. 21). Entré en el convento para no ser libre, para detener la verificación, que diría Sartre. Había en mí dos cosas contrarias: (escribo con fruición, poner por escrito todo esto es fruitivo y es una experiencia rara: la perplejidad es como una fuente de agua viva estos días. ¿Cómo podría explicarle esto a Margareta? Esta alegría de vivir, repentinamente, de escribir, lo mal pensado que me rebosa por todas partes como un eccema, la impiedad): dos cosas contrarias: había una exigencia de no detención de la verificación aplicada en mi caso a una verdad (la verdad revelada) que me había sido dada por los otros. Yo amaba esta verdad dada, revelada, acomodada en dogmas y en virtudes. Y por otra parte yo percibía que era una verdad esclerótica que se hundía en la no verdad, al menos en lo que a mí respecta porque yo solo tenía que repetirla, adorarla, ceder: no tenía que imponerme, no tenía que ser yo. Cristo vivía en mí y me camuflaba. En el convento me volví invisible, camuflado, a salvo, estaba a salvo. Todos los sacrificios me parecían poco. La Regla de san Benito entera me parecía laxa, una selva de preceptos y de subordinaciones y consejos que me acunaban en el Espíritu Santo como en una madre equívoca. Y rezaba como un niño en el pecho de su madre: así está mi alma ante ti, Señor. Y así estaba. ¿Cabe una impostura mayor? Era estupendo, aquello era estupendo, era el seno materno, el útero abrigado, la blanda, amorfa indiferencia donde todo lo que había que decir y pensar y sentir estaba de antemano ya dicho y pensado y sentido en los salmos, en el Cantar de los Cantares. Era tan fácil. Y nadie me veía. El único sacrificio que no hice (contra lo que pensaban los catetos de la provincia) fue el sacrificio de mi inteligencia o de mi voluntad o de mi yo, ¿qué yo? Soy consciente de estar enviscándolo todo, confundiéndolo todo. ¿Es eso lo que estoy haciendo? Recuerdo que yo leía absorto: «Ecce mitto angelum meum»: Mirad que yo os envío a mi ángel. ¿Qué significa en un escrito silenciar la palabra yo? Se refiere a la inefabilidad de Dios, que Dios es innombrable y que está más allá de toda palabra, en la pureza de su fondo en donde Dios no puede contener ninguna palabra ni discurso, en donde es inefable e indecible para todas las criaturas. Por otro lado quiere decir que también el alma es inefable y sin palabras; cuando se la comprende en su propio fondo, entonces es indecible e innombrable y allí no puede tener ninguna palabra pues allí está más allá de todo nombre y palabra. Eso quiere decir cuando es silenciada la palabra yo, pues allí no encuentra ni palabra ni discurso. Recuerdo que me sentía transportado y exaltado por estos textos: yo no era yo, había desaparecido. ¡Había tanto que ocultar! Entré en el convento para no ser libre, para ocultarlo todo, sepultarlo todo, clausurarlo todo en el claustro. ¿Quién quiere ser libre? ¿Quién quiere ser un yo por grande que sea, por brillante que sea? La delicia de no ser yo. Y escapar. Salvarme. La Santa Obediencia. Apártate de tus deseos, nos recuerda san Benito en la regla. Todas mis ansias están en tu presencia, por tanto hay que guardarse del mal deseo porque la muerte está apostada al umbral del deleite. Era fácil. Guardarse del mal deseo era espléndido. Fácil. Era un agujero donde yo huroneaba a salvo en la obediencia, en la castidad, en la pobreza, en la fabricación de la nada, en mi interior no había nada: lo que había era un mal deseo. Me acostumbré a fingir. Y pensaba: «Si durante tiempo y tiempo finjo e imposto la voz que habla de Dios, acabaré yo no teniendo voz ninguna y salvándome». De eso se trataba. Y, a la vez, descubrí que Sartre (una vez más este dichoso personaje) distinguía entre el proyecto de la buena fe versus el proyecto de la ignorancia, la abdicación de la verificación que va unida a la abdicación de la libertad. La mala fe y la buena fe. Yo tenía mala fe, yo era un impostor. Y así pasaron los años. Decidí no contar nada, no contarme nada ni siquiera a mí mismo. Y alcancé la bahía de la tranquilidad sosa y vacua y leve y aparentemente bien formada de la perfecta impostura, yo era el buen Abel.

Querido padre Abel:

Me ha sorprendido agradablemente que me pregunte por qué no busqué otro chico después de aquel chico. Sus cartas, padre, son siempre cortas y muy frías, cosa que yo agradezco. Agradezco el frío, agradezco la nieve. De todos los poemas del mundo el más bello es uno de Guillén: «Enero se alumbra con nieve silvestre / si verde si blanca». Yo amo la nieve silvestre. Dada mi artrosis o reúma o como se llame (hay cuatro mil trescientas veintisiete clases de reúma, así que el mío no es nada singular, soy una del montón). Me ha sorprendido intensamente que me pregunte usted en su breve carta por qué no proseguí. Me pregunta usted por qué no me puse a tiro de otro chico, por qué no busqué a otro (al fin y al cabo, como usted bien dice todos los chicos son iguales, todos los gatos son mortales). Desearía poder decir que no busqué a otro porque no pude olvidar al primer chico que me dijo qué buenos ojos tienes. Pero eso sería mentira. ¡Es extraño que en su breve carta me pregunte usted semejante cosa! Me pregunta usted por qué no proseguí. Al fin y al cabo yo no era un buen partido, pero no era fea, era corriente, aún lo soy. Así que hubiera podido jugar mejor mis cartas. Dar con uno en mi línea, uno como yo. Y usted quiere saber por qué me cerré en banda. Tampoco yo lo sé. Lo natural hubiera sido desear ser fecundada, tener un hijo, una casa, una mantelería de nipis, un hogar (según se dice), ser madre, todas las cosas tontas y verdaderas y convencionales que se dicen. Lo natural hubiera sido ser igual que todas las chicas de mi edad y mi generación. Solo que yo era una excepción, yo era una rara. De puro rara que era, no seguí, lo dejé todo para ser la acompañante de Mariana, cuyos padres al fin y al cabo, cuya familia, me había acogido viniendo yo como venía de la guerra y el descalabro y el fracaso. Me acogieron porque yo era una pobre niña austriaca que no sabía hablar español, solo sabía decir: «Muchas gracias» y «Yo nací en Viena, una ciudad que no recuerdo, bombardeada». Era natural que yo pensase que ahora era lo mejor: Mariana tenía tanto que decir, tanto que hacer. Yo era la escudera de Mariana, la Sancho Panza de Mariana. Y fui feliz así. Su pregunta, padre Abel, hace que me sienta una impostora. Sé de sobra que no es esa su intención pero la pregunta me sorprende. Es como si quisiera usted acusarme de no haber sido auténtica, de no haber deseado, de no haber seguido deseando los deseos. Y tendría usted razón, padre Abel: yo no seguí deseando los deseos. Era preferible acompañar a Mariana y ser segunda, y ser no-ser y ver el mundo, entornado, desde esta perspectiva apocada de que yo era una niña adoptada, una niña austriaca con el pelo muy rubio y la piel muy blanca que fui envejeciendo dulcemente siendo quien no era. Por eso no seguí pensando en ningún chico y aquel chico que me olvidó no es ahora nadie ni yo tampoco, padre. He adoptado la dulce imagen de la recta muerte que se avecina y me invade.

Sus cartas y mis cartas que le escribo son, últimamente, mi sustancia. Esto durará tan poco tiempo que cuando respiremos de nuevo, no habré sido, eso es estupendo: no haber sido. Afectísima, Margareta.

Estas cartas me sacan de quicio. Esta imbécil. La sinceridad me saca de quicio, la autenticidad me saca de quicio. Si pudiera matarla, negarla. Esta estúpida feminidad borboteante, esta estúpida lujuria borboteante. Estoy tan confundido. Margareta dice la verdad. Ella ha sido consecuente, ha sido libre. En cambio yo elegí no ser libre, ahora veo claramente la falta de sustancia de mi elección: elegí lo más fácil, elegí el dogma, la Iglesia, la sumisión, la negación. Y una figura diminuta que es consciente de su muerte me agobia porque me dice la verdad, la verdad que yo no. Pero a la vez yo creía sinceramente que había un acceso al ser mayor que el cual nada puede pensarse. Yo elegí trascender esta existencia. ¿Quién no quiere trascender esta existencia? Cuando llegó Ignacio al convento decidí que no podía decirle la verdad, tenía que conservar a Ignacio en su engaño. Yo decidí que Ignacio permaneciera engañado en su engaño. ¿No es esto suficiente? ¿No explica esto de sobra lo que voy a hacer ahora? Ahora le desengañaré. Desengañar es dar un gran golpe, inolvidable, mortal. Si no sobrevive a este golpe Ignacio, no vale un duro lo que cree. Yo creo que lo que cree no vale un duro. En el mar de níqueles centelleantes todos los destellos se parecían y yo me he confundido: Dios no existe. Yo le hago existir suicidándome. La amargura de todo esto, ¿no es de sobra prueba de la falsedad de mi vida? He aquí que no he amado la hermosura de tu casa ni el lugar en que habita tu gloria. Pierde mi alma, Señor, con los impíos, con mi conciencia impía. Si tú existes sabrás que yo te amaba vagamente, imperfectamente, como aman las criaturas, ¿no es esto suficiente explicación?

¿Y cómo he llegado a esto? Yo estaba envuelto en el catolicismo (ni siquiera en el cristianismo sin más), que era envolvente en mi juventud. Lo que yo era al empezar la universidad, de joven era cristiano, es más, católico. Eso no fue una opción sino un envolvimiento. En cierto modo el catolicismo me hizo ser quien era, me hizo pasar de mi juventud literaria, seudofilosófica, ambigua, a una conciencia más firme de mí mismo, más claro fue de pronto saberme católico que saberme casi cualquier otra cosa. Eso y mi singularidad, mi yo singular, que permanecía velado u oculto, mis inclinaciones, mi particular torcimiento que no era más que otra vez lo mismo, yo mismo. Nunca fingí, eso es cierto, haberme liberado del catolicismo. Pero si no me había liberado tenía que tomarlo en serio. Así que pensé que era honrado por mi parte convertirme al catolicismo, que era lo que yo ya era desde que fui bautizado en la fe católica. Al hacer esto y al decidir entrar en religión me sentí libre: no me sentí violentado ni forzado sino que me sentí a gusto como alguien que por fin se reconoce a sí mismo. En realidad sentirme integrado en la fe de la Iglesia católica fue la gran revelación de mi juventud, el gran reconocimiento. Entrar en la orden fue quizá un exceso, como el exceso de alguien que, teniendo mucho que decir, no acaba de acertar a explicarse bien del todo y adopta una posición relativa cualquiera: se elige miembro de una profesión o se elige casado en vez de soltero. Yo me elegí monje católico. Ahí quedaba integrado el envolvimiento que desde un principio presidía mi vida más mi yo singular que no daba juego ya por sí solo. Me ahogaba la subjetividad, la mía en especial, y decidí tomar en serio lo creído en el credo, los dogmas, la fe de la Iglesia, de tal manera que mi conciencia, mi entendimiento y mi corazón se especificaran por mi objeto, lo creído, lo pensado, la tradición en la que me hallaba y no por mi subjetividad, irritada, alborotada, insuficiente. Convertirme en un monje fue al principio una posición maravillosamente adecuada que resolvía todas mis contradicciones y me permitía ser libre en el sometimiento. Ser yo mismo en la obediencia a los otros. Y por extraño que parezca ahora, aquello fue un principio fecundo cuya irradiación, como un auténtico don del Espíritu Santo, permaneció en mí vigorosamente creciente durante muchos años. El caso fue que llegué todo lo lejos que se podía llegar en la actitud natural: me convertí en un buen asceta y eso no es suficiente. Y entonces quise hacer una suma que fuera totalizadora, que abarcara todo lo anterior, toda mi vida, y quise dar el salto al otro lado. El otro lado era un muro infranqueable. La oración de reconocimiento y de quietud, yo había llegado ahí. Y no había consecución, no había progresión. Lo que hubo, en cambio, fue que cobré muy buena fama entre mis hermanos. Empecé a parecer lo que no era o mejor de lo que era o más pleno de lo que yo mismo me consideraba: empecé a ser para los otros más y más cada vez y menos y menos a ojos de Dios, ante mí mismo, porque no había en mí raíz ninguna de verdadero amor, solo arrogancia, solo impaciencia, solo sentirme llamado a un progreso espiritual que de pronto se hundía en la arena como un riachuelo, se secaba. Y, a la vez, es verdad que yo era un buen asceta, solo que eso es insuficiente. La omnipotencia de Dios, su gracia, tendría que haberme vuelto dependiente por completo, pero ocurre, como subraya Kierkegaard en su diario, que la omnipotencia absoluta implica al mismo tiempo el poder de retirarse y no ejercer presión, ceder para que la criatura pueda ser independiente. Es lo que Dios haría al ser, por definición, Dios-madre. Porque la bondad maternal de Dios consiste en dar sin reservas pero conteniendo la propia omnipotencia, confiriendo independencia a la criatura. Este es el momento de la angustia. Dios mismo provoca esa angustia, abandona al ser a la posibilidad prohibida de elegirse finito, limitado, por un brusco retroceso de lo infinito: recuerdo el comentario de Sartre a este texto de Kierkegaard: «Nos hallamos ante la interiorización del desamparo que termina con la libre realización de la única posibilidad de Adán abandonado: la elección de lo finito […] yo es la finitud elegida, es decir, la nada afirmada y cercada por un acto, es la determinación conquistada por el desafío, es la singularidad del extremo alejamiento».

En aquellos años, en el entorno de la condesa un proyecto como el nuestro parecía chic, de un buen gusto posconciliar a tono con los nuevos tiempos de Juan Pablo II por una parte y lo suficientemente poco comprometido políticamente (teología de la liberación incluida) como para resultar autorizado tanto por la orden como por la jerarquía eclesiástica: éramos una joven rama de una antigua orden monástica (esta fue la versión oficial) que ha tomado suficientemente en serio la oración y la contemplación como para no oponerla superficialmente a la acción pastoral. Íbamos a ser un poco contracorriente, un poco anacrónicos, pero eso podía presentarse en determinados circuitos eclesiásticos como una bienvenida variación a la Iglesia militante del compromiso social y político de la época.