Están atando las lechugas

Están atando las lechugas para que no nazcan, llevan los junquillos en un cubo que van moviendo a medida que avanzan por los bancales de lechugas. Van a buen ritmo. Hay que coger con una mano toda la lechuga abierta y cerrarla sobre sí a la vez que con la otra mano se anuda el junquillo. En una pausa Ignacio comenta:

—Por fin están los papeles bajo llave.

—Bien —dice Raimundo—, así debieron estar siempre y nos hubiéramos evitado la charlotada del otro día.

—Solo son varios cuadernos, no es lo que creían, una obra literaria, solo son varios cuadernos y unas cartas.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Se lo he preguntado al prior. Ha dicho que no ha leído nada.

—Como debe ser —interrumpe Ignacio.

—Lo lógico es destruirlos —continúa Raimundo.

—Sería horrible hacer eso, sería inquisitorial.

—Sería lo lógico, Ignacio, ¡y vamos, que nos dormimos!

Prosiguen en silencio inclinados sobre las lechugas. El sudor empapa la espalda de Ignacio como un gran mapa oscuro sobre el Mahón azul del mono. Se alegra de estar con esto estos días, la huerta en verano es exigente y se reparten el trabajo casi solo entre ellos dos. Al cabo de un rato Ignacio vuelve con lo mismo:

—¿Por qué dices que lo lógico sería destruirlos?

—¡Y dale! Porque son documentos privados, no fueron pensados para ser leídos por nosotros ni por nadie.

—¿Y si lo fueron? —insiste Ignacio.

—No lo fueron.

—Nos consta —declara Ignacio incorporándose— que el padre Abel tenía un gran talento literario.

—¿Te consta eso a ti de verdad? ¿Te leyó a ti algún texto?

—No, eso no.

—¡Entonces!

—Una vez me dijo —fue casi una amonestación, con tono amable, pero era una riña, yo creo— que me dejase de poesías y de Hopkins, que me dejase de personas interpuestas, de terceras personas, que me quedase con las palabras que solo designan cosas, las palabras utensilio, quería decir, y que no me dejase llevar por la extensión de todas las palabras escritas. Sé de qué hablo, añadió el padre Abel, la letra mata. Ahí lo dejamos.

—Y ahí lo vamos a dejar también ahora, Ignacio, o no acabamos esta bancada.

—Soñé con él de madrugada, estábamos en la cocina como al principio. Fregábamos los platos. No hablábamos. Yo fregaba malamente, gastando mucha agua con el grifo abierto. Me reprendía por eso: «Hay que no ser gastoso, Ignacio». Sonaba la voz más ronca, como acatarrado o bebido. El cacharreo de la loza me despertó con la campana de maitines. Me embutí el mono y bajé corriendo.

La minúscula comunidad se nos ha dividido —piensa Ignacio—. Qué pasaría, ¿eso no pudo preverlo Abel? ¿Cómo no darse cuenta de que le necesitábamos, que nos tranquilizaba su presencia? Todo lo largo de este mes la desazón del duelo cambia y cambia de forma en la conciencia de Ignacio. Interfiere en su oración, interfiere en los trabajos manuales. Le desconcentra a la vez que le reconcentra en el asunto. Ha confesado este sentirse alterado varias veces ya, lo ha declarado en confesión a Raimundo y al prior, los dos le han dicho que no hay pecado en ello, que no es más que el último estertor de la marea de lo sucedido. Pero la marea ha subido y bajado a lo largo de todo el mes con una aceitosidad mecánica, mansa y ausente, como un émbolo lubricado por el aceite de la conciencia inquieta de Ignacio.

La verdad es que Ignacio no lo ha contado todo. Su relación con el padre Abel fue desde el principio mucho menos distante de lo que se consideraba apropiado en la vida conventual. Ignacio recuerda al menos, según cree, con gran precisión una confidencia de Abel: por un instante, en una recreación dominical, Ignacio se sintió depositario de una parte de la reserva del padre Abel: recuerda que le dijo: «Sé que me contemplas con admiración, en eso se nota tu ingenuidad y tu juventud (cuando esto sucedió Ignacio acababa de llegar al convento, no habría cumplido aún los veinticinco) pero soy el menos indicado, el menos conveniente para ti: porque no soy lo que parezco: yo también estoy lleno de dudas y no son dudas de fe, eso sería, dentro de lo que cabe, comprensible. Son dudas de la angustia, vaivenes de quien se ahoga o siente que se ahoga. Afortunadamente nuestra estricta vida monástica impide, de hecho, intimar: lo envenenado mío es eso que llaman los psicólogos o los psiquiatras o los filósofos el yo individual y concreto, el yo mío, con eso no he podido. Y sé que hago mal ahora hablándote de esto a ti que ingenuamente admiras a un Abel que solo existe en el imaginario colectivo de esta comunidad: el buen padre Abel, abierto de par en par, desnudo como un crío en los brazos de su madre. Yo nunca estuve desnudo en brazos de mi madre, y tú preguntarás: ¿y eso? En aquel tiempo no estábamos desnudos, no nos bañábamos desnudos, no nos mirábamos tanto como ahora. Seguro que tu madre te acaricia, Ignacio. En cambio yo vengo de un mundo distanciado emocionalmente, lo más emotivo de mi vida fue la Trapa, los compañeros, este convento de la Gorgoracha y tú mismo y Margareta». E Ignacio recuerda haber dicho: «Y naturalmente el amor de Dios». Entonces el padre Abel dijo: «Desde luego. Ahí, sin embargo, es donde lo tengo menos claro: es como si ofreciera resistencia, no quisiera ser amado, no quisiera dejarme querer. Pero todo esto que hoy te cuento tienes, por favor, que olvidarlo y si te perturbara, que no lo creo, olvidarlo doblemente». Y el hecho fue que Ignacio obedeció al padre Abel: olvidó la confidencia entregándose a la cotidianeidad, a aquella aventura espiritual de la Gorgoracha que era exaltada pero que tenía un perfil adrede bajo. Las seis horas de oración preceptivas se intercalaban con el trabajo y con la labor social de la comunidad. Era una vida llena de certezas concretas, cotidianas, una vida amistosa con amplio espacio, como decía Ignacio al principio, para hablar de Dios, para hacer sitio a Dios.