Matías Belarte tiene una sección fija en el Ideal de Granada. Se titula «El rincón de las verdades». Una sección muy leída y comentada en los círculos intelectuales de toda Andalucía. La opinión semanal de Belarte se distingue por su carácter acerbo y la independencia de sus puntos de vista: Belarte no se casa con nadie. Y se le teme un poco, incluso hoy en día que la prensa de papel ha perdido influencia. Belarte se ha negado repetidas veces a colaborar en tertulias televisadas porque se declara pretecnológico y piensa que la televisión e Internet acabarán con nuestras mentes. Sobre el suceso del convento de la Gorgoracha acaba de publicar un artículo titulado «El Gran Silencio»:
¡Qué grande sería el Gran Silencio si no hubiera detrás ningún secreto! ¡Qué grande sería el Gran Silencio si detrás no rebrillaran torpemente los silencios pequeños de las comunidades religiosas! Desde una perspectiva humanista y agnóstica como es la nuestra, esa vieja noción monástica del silencio conserva aún su encanto propio. Es, quiero decir, comprensible estéticamente. Desde un ateísmo actual y consecuente cabe entender incluso —aunque no se comparta— ese raro carisma tripartito de los tres célebres votos: pobreza, castidad y obediencia. Dejando a un lado la pobreza (siempre relativa, por cierto) de la Iglesia católica, podemos comprender el doble voto de castidad y obediencia en términos de una singularidad o rareza individual que se contagia a una comunidad de raros. Y podemos entender, teóricamente al menos, que para escuchar la voz de Dios sea preciso acallar todas las otras voces, propias o ajenas. Así que el concepto de Gran Silencio no solo es comprensible hoy en día sino que tiene además su raro encanto neogótico, tan de moda en este momento con las películas de vampiros, y las series televisivas de gusto arcaizante. Me propongo examinar hoy un ejemplo concreto de ese célebre Gran Silencio monástico que se está dando muy cerca de nosotros, en los eriales de la Gorgoracha, entre Motril y Vélez de Benaudalla. He aquí que en este convento, que tiene ya una cierta tradición local entre nosotros —lleva funcionando unos treinta años—, ha ocurrido una gran tragedia recientemente: uno de los monjes mayores, el padre Abel, ha aparecido muerto colgando de una viga: un accidente según la versión de los frailes, un suicidio según todas las demás versiones, incluida la del que esto escribe. Sea como sea, lo chocante no es tanto el suicidio como el secreto que se ha tendido sobre este asunto. ¿Por qué el prior de esa comunidad, por lo demás pequeña, o algún otro responsable no responde con franqueza a la legítima búsqueda de información de los periodistas? Tenemos derecho a estar bien informados, máxime en un caso como este en que se nos presentan las vidas monásticas como vidas ejemplares. En España aún no nos hemos librado del nacional-catolicismo y hay todavía una mayoría para quienes la idea de orden religiosa de estricta observancia se adorna en el imaginario colectivo con un aura de santidad. Pero la verdadera santidad sin duda es transparente, clara, como el sol, clara como la luz del sol para todo el mundo. Claros también nos parecían estos humildes frailecicos, anticuados pero pintorescos, con sus maitines y sus laudes y su ora et labora y su negocio de hortalizas. En medio de la apacible idea proyectada, en medio del splendor ordinis, de la noche a la mañana se instala el violento desorden. Los responsables se callan como muertos. ¿No es sospechoso este silencio ratonil? ¿No es este el silencio de los secreteos y los galimatías eclesiásticos de toda la vida? ¿Por qué no nos explican ahora lo de la resurrección y la vida? ¿Tienen los suicidas también, dentro de la Iglesia católica, su lugar propio dentro de la economía divina? El célebre ubi est mors victoria tua?, de san Pablo, ¿se aplica también en este caso? ¿Resucitará también el padre Abel con todos los demás santos de su Iglesia, esos santos a tutiplén que elevó a los altares el mediático Juan Pablo II? Si según nos dicen, morimos para Dios, todos morimos para Dios, también los suicidas, los homicidas, los genocidas, ¿o es más bien que unos sí y otros no? Para colmo de escandalera, se rumorea que este buen padre Abel, este suicida, ha dejado una copiosa obra literaria no editada hasta la fecha. ¿No sería justo editarla ahora? Hay una Iglesia católica militante que lleva dos milenios hablando profusamente acerca de sí misma, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, etc., etc. Y la sangre de los católicos suicidas, ¿eso qué? ¿De qué es semilla este escándalo del convento de la Gorgoracha?