La idea de entrar en el convento y robar la maleta —si es que se trataba de una maleta— le pareció excelente a Miguel. Lo que no le gustaba del plan era la decisión de Belarte de hacerse cargo de todo: tú y el Jacin me traéis la maleta a mí —fue lo que dijo—, yo sabré qué hacer con ella. La verdad es que Miguel —que era listo— reconocía que no sabría qué hacer con una maleta llena de papeles. Ya el solo hecho de leerlos planteaba dificultades. La gracia era robarlo pero al no tener, a ojos de Miguel, un valor económico claro (era imposible decidir si todo aquello valía algo o no valía nada y la idea de publicarlo por respeto al difunto que es lo que le había dicho a Ignacio era un argumento verbal, sin peso real para Miguel) toda la expedición se convertía en una travesura, un capricho: jodamos al puto prior, algo así.
Al contar el plan a Belarte, Miguel se sitúa, sin querer, en un segundo plano: se convierte en ejecutor del plan. Pero eso le basta de momento. Miguel entiende la malicia de la trastada, como romper el retrovisor de un coche, un acto gratuito de malevolencia. La malicia, en el caso de Miguel, viene de la gratuidad. En el caso de Belarte, la malicia viene de la seguridad con que afirma que lo contenido en esos papeles tiene a la fuerza que ser un secreto vergonzoso o vergonzante.
Jacinto no llegó a lego. Ni quisieron los frailes ni quiso él, eso es cierto. Permaneció durante mucho tiempo, Ignacio le recordaba desde siempre como una mezcla de recadero y de manitas del convento. Tenía un motocarro y cobraba un estipendio complementario por usarlo al servicio de los frailes. Y tenía una relación muy continua con Vélez y los parroquianos de la Media Luna. Era, por otra parte, santurrón: le gustaba hablar de cosas de la Iglesia, hablaba maravillas de los monjes —demasiadas maravillas—, de todos los cuales decía que eran santos. Pero con ese pretexto hablaba siempre más de la cuenta. Hablar sin ton ni son era lo que mejor hacía Jacinto. Así que a Miguel se le ocurrió enseguida convertirle en cómplice de la trapacería que planeaban. Se trata —le explicó Miguel— de que entres al convento a una hora apropiada, tú verás cuándo. Y que saques la dichosa maleta. Te estaremos esperando en la puerta con el coche.
Que Miguel hubiese, desde un principio, contado con Jacinto venía de que Jacinto, a la vez que hablaba maravillas de los monjes, se quejaba con frecuencia de la rigidez de la vida conventual y de que le pagaban poco. Esto último era verdad. Lo lógico hubiera sido que preguntara: «Y qué saco yo de esto». Pero no formaba parte de la mentalidad de Jacinto esta clase de cálculos: a su manera trivial tenía un instinto, un olfato prerracional por los secretos y secreteos eclesiásticos. Nunca había contado nada sobresaliente porque no había casi nada que contar que pudiese entretener a los veleños. Con los frailes es alabancioso. Pero, en el fondo, le parecen tacaños, en especial el prior. En el Media Luna se le ha oído murmurar que si no fuera por el amor de Dios no haría lo que hace en el convento porque los frailes no le dan ni la mitad de lo que vale su trabajo. En fin, Miguel ha retraducido todas estas impresiones en que Jacin está hasta las narices del convento y que es un simplón. Miguel no ha prestado atención a la rapidez con que Jacinto ha aceptado este plan, que es, al fin y al cabo, una grave falta de respeto a los frailes que tanto dice venerar. Miguel está ahora ya en el torbellino de la planificación y ha conseguido meter ahí a Jacinto. Deciden que se hará en tiempo de Completas aprovechando que los frailes a esas horas están en la capilla y no suben a las celdas. La información de que había una maleta extraña en la celda del prior procede de Jacinto. Jacinto fue, da la casualidad, uno de los primeros en descubrir el cuerpo sin vida de Abel en la cuadra.
No pueden contar con la noche porque los frailes se acuestan temprano, tienen que hacerlo todo con luz del día.
Belarte, Miguel y Jacinto están ahora dentro del coche frente al convento. Jacin, que es el encargado de sacar la maleta, muestra un cierto nerviosismo.
—Bueno, Jacin, ha llegado tu hora —dice Miguel.
—Me siento algo mal con esto, nervioso —contesta Jacinto.
—¡Sí, hombre, ahora te vas a rajar! —dice Belarte.
—Hombre…, es que del dicho al hecho… —contesta Jacinto hasta que le interrumpe Belarte.
—Del dicho al hecho hay diez metros. A por ello. Aquí estamos.
Jacinto entra en el convento. Llega al cuarto del prior. Mira debajo de la cama, ve que no está la maleta. Y nerviosamente echa un vistazo a su alrededor. Descubre una maleta encima del armario. Jacinto se encarama a la silla del prior, que resulta ser inestable. Agarra la maleta por el asa pero se atranca en el reborde del techo del armario. Jacinto tira de la maleta sin medir sus fuerzas. Sin resultado. El tiempo apremia y suda copiosamente, así que vuelve a tirar de la maleta y el armario amaga con venírsele encima. Entonces decide dejarlo. Pero ya es tarde para dejarlo: la maleta, que ha conseguido levantar por encima del remate, cobra peso de pronto. El armario se contagia del tembleque del ladrón. Armario y maleta se le vienen encima a Jacinto, que cae a plomo sobre la silla, que se rompe. Confiando en hacer una jugada rápida, no ha cerrado la puerta de la celda y el estrépito llega hasta la capilla. Raimundo es el primero que sube y se encuentra a Jacinto inmóvil debajo del armario y con la maleta abierta encima, inundado de papeles. Sangra por la nariz y parece desnucado. Entra el prior en su celda y detrás de él los demás frailes:
—¿Pero qué pasa? —pregunta.
—Es evidente, Jacinto, por alguna razón, se ha subido a la silla y ha querido bajar la maleta del armario —explica Raimundo—. Ahora hay que llevarle a la enfermería.
Ahora el Jacin emite un quejido bulboso, como de cañería atascada. Gime. En realidad exagera para no tener que dar explicaciones. En la enfermería le cortan la sangre de la nariz y le exploran para ver si tiene algún hueso roto. Solo tiene un chichón como un huevo en la cabeza. Se incorpora en la camilla y a la luz del neón el prior le pregunta lo que ya es evidente:
—¿Qué pretendías hacer con la maleta?
—Yo, nada —contesta Jacinto.
—¿Cómo se te ha venido el armario encima?
—Yo es que estaba limpiando…
—Pero criatura, ¿qué limpiabas a estas horas? —pregunta Raimundo.
—Este, padre prior, quería curiosear o robar la maleta —declara secamente Raimundo.
—No acuses, déjale que lo explique él —contesta el prior—. A ver, Jacinto, cuéntanos qué hacías subido en el armario. —El prior adopta un tono de broma, se trata de no asustar a Jacinto.
—Es que pensé que el armario igual no resistía el peso de la maleta, la quise cambiar de sitio para evitar males mayores.
—¡Pero Jacinto, qué nos estás contando!, ¿qué males mayores? A las nueve de la noche ¿qué haces subido en una silla con el armario encima?, ¿qué esperabas encontrar?
Ignacio ha salido al jardín y se ha llegado hasta la puerta del vallado. Tiene la sensación de que les espían o acechan de alguna manera. En cualquier caso está el coche de Miguel, que, al intuir la figura del monje, se pone en marcha y arranca bruscamente. Chisporrotea la grava con la aceleración y dejando dos rodadas se pierde en dirección a Vélez. Ignacio no necesita más para saber que Miguel, de algún modo, ha intervenido en el asunto. Ha reconocido el coche e, incluso, el modo violento de conducir de Miguel.
Creyeron que se cerraría en banda y se equivocaron. De pronto Jacinto declara con un tono entre compungido y travieso:
—Me dio curiosidad ver lo que había.
—Pues ya es raro, chico —comenta bruscamente Raimundo—. ¿Cómo puede nadie sentir curiosidad por lo que el padre prior guarda en una maleta encima de su armario? En este caso sentir curiosidad no es verosímil.
—¿Verozímil qué eh lo que eh?
—Verosímil —explica con cierto detalle Raimundo— es lo razonable, lo adecuado para una situación determinada. Verosímil, por ejemplo, sería que el padre prior te despidiera ahora mismo.
—¿Me va usted a despedir, padre?
Los velados ojillos de Jacin rebrillan repentinos en la oscuridad, como los de los gatos, alzándose hacia el prior, en demanda de protección.
—En los pueblos se es curioso.
—Eso no es disculpa en tu caso —prosigue implacable Raimundo—. ¿No ves que has quebrantado la confianza del prior con esta imbecilidad de mirar qué había en la maleta? Y, además, yo no te creo. Tienes alguien detrás, ¿a que sí?
—Detrás no. Pero alguien sí que hay. Yo, lo que me han mandao que haga.
—¡Imposible este dichoso Jacin! —exclama impaciente el hermano Raimundo.
—Dinos los nombres y te vas en paz.
—Er Migué y er zeñó Belarte.
—¡Acabáramos! —exclama el hermano Raimundo.
—Anda, anda, vete en paz —dice el prior— y no vuelvas a hacer lo que te manda nadie, nos preguntas a nosotros primero.
Dejan a Jacinto bajo supervisión del hermano Pablo y salen pensativos.
—La tenemos bien montada, padre prior.
—Digo, y tan montada.