Raimundo e Ignacio han charlado

Raimundo e Ignacio han charlado largo rato esta tarde. Ignacio ha hablado con su vehemencia de siempre y Raimundo con más calma pero también con vehemencia se ha entregado de lleno a la conversación. En esta ocasión se han sentado en uno de los bancos de piedra de la huerta dejando que tintinee el sol entre el monedero verde de los álamos. La extensión de esta charla ha sido excepcional, el prior se ha unido a ellos durante un rato. Cuando el prior estaba presente hablaron de la huerta que resplandecía junto a ellos, las bancadas de las patatas con su flor blanca que se riegan por pie, llega a ellos el olor del tomatal. La huerta es la gran satisfacción del prior: cubre las necesidades de la comunidad e incluso les sobran verduras y hortalizas que reparten a los visitantes: hermosos tomates carnosos que son ya una comida partidos en dos con un poco de sal. El prior se ha despedido de los dos frailes diciendo:

—Ahí os dejo, que lo acabéis de hablar y no acabaréis que ya nos conocemos, Ignacio.

Sonríe mientras dice esto. Ignacio piensa que la charla con ellos ha relajado al prior, que últimamente parece caviloso en sus intervenciones ante la comunidad. Y como dubitativo, no obstante ser persona de palabra fluida y cortante. Ahora, al quedarse solos, dice Raimundo:

—Recordarás, Ignacio, el sermón diecisiete de san Bernardo sobre la triple vigilancia: de las manos, de la lengua y del corazón. La vigilancia de la lengua. Tiene gracia la descripción de la lengua que hace Bernardo, empezando por el órgano, la lengua física que dice es un órgano muy pequeño, fino y aplanado y el medio por excelencia para vaciar el corazón, ¿te acuerdas de eso?

—Me acuerdo muy bien, yo mismo leí ese sermón hace unos meses durante la comida.

—Como no somos perfectos, hermano Ignacio, tras una larga conversación como la nuestra sentiremos, dice san Bernardo, el espíritu vacío, la meditación menos devota, el afecto más árido y la ofrenda de la oración menos fecunda. ¿Y por qué? Porque esa es la consecuencia de las palabras que hemos dicho u oído. Al fin, palabras. ¿Qué te parece?

—Me parece exagerado, francamente.

—¡Pero Ignacio, si lo dice el propio san Bernardo! —se echa a reír Raimundo.

—Es una exageración, insisto, que llevo dando vueltas desde que entré en el convento y tú lo sabes. Y no se aplica en el caso de nuestra comunidad porque somos pocos y nos llevamos bien.

—Mmmm —gruñe Raimundo como si pusiera en duda lo anterior.

—¿No nos llevamos bien?

—Sí, nos llevamos bien, sobre todo nosotros dos y el prior. Nos llevamos bien pero no somos pocos. Somos una comunidad, como sabes de sobra, numerosa. No somos solo los seis frailes, somos también los de la huerta, los albañiles que van y vienen, las visitas, el mismo Vélez es parte de nuestra comunidad. Nosotros guardamos silencio para oír la voz de Dios, las señales de Dios, los ruidos que hace Dios que se confunden con el ruido de los álamos y pinos de este soto. Pero somos muchos, nuestra comunidad es también Vélez y también nuestras familias. Tenemos toda una comunidad de hablantes que nos hablan y a quienes hablamos. La gente que sube a misa los domingos y que escuchan nuestros sermoncillos después del evangelio…

—Esa es la comunidad social —dice Ignacio con el tono un tanto ingenuo de quien descubriera por primera vez algo que ha sido obvio siempre.

—Esa fue la comunidad en que inicialmente pensábamos cuando nos metimos en este convento de la Gorgoracha: pensábamos que el silencio se haría en contrapunto con el ruido de nuestra ruidosa comunidad. Quisimos, a la vez, las dos cosas. Abel y el prior y yo y algún otro fraile que tú conoces quisimos hacer el silencio en medio del tráfago de estas duras tierras arriscadas de los alrededores de Vélez. Y ahora, cuando no contábamos con ello, se ha vuelto más ruidoso y destartalado y violento el ruido que nunca. Ahora nuestro silencio no se oye, Ignacio. Por eso Bernardo en ese mismo sermón decía que no hay por qué sospechar de nadie, pero que debemos desconfiar de la lengua, sobre todo cuando hay muchas personas juntas. Estamos en una situación con la trágica muerte de Abel y la presencia de nuestros numerosos visitantes y murumuradores amigos muy bernardiana en realidad. Tenemos que tener cuidado y, a la vez, oír y desoír todo lo que nos daña. Y todo lo que hace referencia a Abel nos daña.

—Así es, Raimundo, eso es cierto. Me desdigo de lo que antes dije de que Bernardo exageraba. ¡Igual no exageraba!

—¡Ignacio, no seas ñoño! San Bernardo es el exagerado por antonomasia, el más exagerado de todos nuestros hermanos, del pasado y del futuro.

—¿Crees tú que peligra nuestra comunidad?, ¿crees que nos pueden aniquilar solo con que hablen de nosotros?

—No parece verosímil. Algo más tendrá que hacer quien quiera aniquilarnos.

La conversación se queda en el aire.