Matías Belarte leyó todo

Matías Belarte leyó todo lo relativo al suicidio. Vio el documental y dijo: «Lo dije». Esto lo dijo entre sí pero en tono suficientemente alto como para que Dolores, la gerente del Generalife, comentara: «Pupila que usted tiene, don Matías». Y, sí, Matías había hecho carrera en la provincia y en la capital de la provincia con sus artículos zumbones y su ojo crítico: tenía fama de no dejar pasar nada por alto.

—Esto es distinto, Dolores —se vio obligado a corregir Matías. Este caso lo llevo viendo desde mi juventud. Y no digo más.

Y fue verdad que ni ese día ni ninguno de los siguientes hizo más comentarios. La procesión iba por dentro. Abel y Matías habían sido muy amigos de jóvenes. La verdad es que Matías Belarte había observado de lejos, con gran interés y con característica malicia, la fundación de la comunidad. Recordaba haberle dicho al propio Abel hacía muchísimos años: «Eso no te saldrá bien, Abel. Esa entrada tuya en religión tiene que tener doble fondo. Porque lo tienes tú. Además de gatos en la tripa».

No recordaba Matías ahora la respuesta de Abel. No le hacía falta recordarla. Matías Belarte siempre hacía sus preguntas con respuesta incluida. Así que la pregunta que presentaba al interlocutor sólo servía para confirmarle en lo que desde un principio había decidido que era el caso. Este agudo crítico no era autocrítico. Es más, tenía a gala no serlo. Y ofrecía toda una pequeña teoría acerca del porqué: la autocrítica está bien, quién lo duda, pero bordea siempre lo inseguro y lo mórbido. En el fondo es enfermiza. Uno decide qué hacer o qué no hacer. Uno piensa lo que piensa, lo da vueltas y juzga, toma su decisión, sus decisiones. Uno reacciona racionalmente ante los propios juicios. Ahí acaba la autocrítica. Todo lo demás son en el fondo remordimientos, dubitaciones, debilidades de gente insegura. Nunca dudó de que Abel no tenía vocación religiosa. Lo que tienes, le dijo, es un empeño religioso. Te empeñas en ser más de lo que eres, o quien no eres, ni llegarás a ser nunca. Matías estaba seguro de que Abel se le parecía mucho, era un escritor, un intelectual, un hombre de letras, como él mismo. Y Belarte estaba persuadido de que la luz de las buenas letras era lo suficientemente buena y clara como para no necesitar de otra, sobrenatural, sobreañadida, que solo podía venir de una emotividad oscurecida, viscosa. O, como mucho, secretamente seducida por una ilusión espiritualista. Cercana, en opinión de Matías Belarte, a las convicciones de los Jesus Freaks. En lugar de las buenas letras, las bellas letras, ponéis ahora un vago misticismo, un anhelo de superracional consciousness. Una conciencia sobre-racional, que es, en el fondo, sólo infra-racional. Todo este discurso parecía entrarle por un oído y salirle por el otro a Abel y a sus amigos trapenses. Habéis sustituido la claridad del humanismo por la veleidad carismático-litúrgica de moda. Acabaréis como el rosario de la aurora.

Después de aquello —aquellas opiniones, aquella vehemencia de Matías, que era tanto más vehemente cuanto más benevolente y fría era la acogida que Abel le prestaba— pasaron los años y los frailes olvidaron a Matías y Matías —que, en cambio, no olvidó a los frailes— se ocupó de zaherir a otras gentes: había mucho que zaherir aquellos años, cuarenta años de crítica despiadada dieron mucho de sí. Y Matías Belarte se hizo un célebre columnista local y escribió unos cuantos libros, uno de ellos que indirectamente tenía que ver con sus antiguos amigos, titulado, un tanto mayestáticamente: La Iglesia católica, una mediación autorreferente. Esa fue su única incursión en eclesiología, escribió después algunas biografías literarias. Un elogio de las bellas artes y el espíritu humano. Escribió una novela larga que todo el mundo compraba y nadie leía porque la prosa narrativa de Belarte era sumamente indigesta. En fin, pasaron los años. Lo cierto fue que la comunidad de la Gorgoracha dio siempre poco que hablar, era bien considerada en Vélez, eran casi invisibles. La muerte de Abel lo cambió todo.

Entonces, Matías hizo sus averiguaciones. Recordaba perfectamente a la familia de Abel, en cuya casa había estado de joven. Y así fue como se encontró con Miguel, que le refirió su conversación con Ignacio. Matías se quedó encantado con este encuentro. Ahora iba a enterarse de verdad. La historia de los supuestos manuscritos del fraile y su secuestro por parte del prior le pareció suculenta.

—Aquí hay asunto, Miguel, y hay que tomar cartas en el asunto.

Miguel se sintió estupendo con esto. Él también pensaba que había que tomar cartas en el asunto.

—Excita todos tus peores sentimientos —comentó Ana Fernán.

—Bueno, si los excita no es mi culpa. Y lo cierto es que yo lo dije. Hace cuarenta años ya lo dije: que no podía salirles bien. Sobre todo que Abel no se saldría con la suya.

Estaban tomando una cerveza en el Generalife sobre las tres de la tarde. Había muy pocos parroquianos. Era la hora de comer y de la siesta, hacía mucho calor, ellos dos estaban sentados debajo de un ventilador de techo que, con cierta indiferencia sureña, iba y venía en círculos sobre ellos, deshaciendo el bochorno en dos partes iguales. Ana era una chica muy joven, renegrida, que tomaba su cerveza a sorbos. Belarte estaba enamorado de esta chica, un enamoramiento tardío, quizá el primero de su vida, que vivía con desesperación. Su escepticismo no lograba ser del todo eficaz en este caso. Apareció desde un principio veteado por los celos y azotado por ese castigo de la incesante inestabilidad. Ana Fernán combinaba atractivos terrenales y aéreos. Parecía frágil a la vista pero era fibrosa al tacto. Parecía cálida y cercana, pero podía ser desapegada y distante. Por primera vez en su vida, Belarte no las tenía todas consigo. Era, además, una chica lista y astuta. Por cerca que estuviesen uno del otro, Belarte tenía siempre la sensación de que había un secreto entre los dos, había una separación entre los dos, que Ana mantenía aparte algún secreto. Belarte sentía, enojado, que con Ana se le escapaba lo esencial. Lo esencial es aéreo y no puede ser objetivado. Esa es su gracia. Un secreto baila fuera de sí en el ámbito de lo sospechado y lo presunto. Puede ser grave o trivial pero nos tortura en ambos casos como aquello infinito a lo que se tiende en la inmovilidad. Y es lo contrario de una meta o de un blanco, en el sentido de que, al ser revelado, se sustituye inmediatamente por otro secreto que secretea aún más que el anterior.

—Esa última frase —comentó Ana— ¡es tan tuya! ¡Salirse con la suya, salirte con la tuya! Esto es muy tuyo. Esa preocupación por ganar a toda costa, ganar el café jugando a los chinos, ganar al mus, al ajedrez, llegar antes que nadie a ver un descalabro, creer que todo el mundo está a eso sólo: a salirse con la suya. Sueles tener razón, lo reconozco. Eso es lo más cutre de todo, que piensas mal y aciertas, es cutre.

—¿Soy yo cutre? —preguntó Belarte con el tono de quien siente herido el amor propio.

—¿Y por qué no? Todos lo somos, según tú. Es imposible que seas tú la excepción. ¿Soy yo misma cutre? Estar contigo es sentir que nunca nadie confirma la excepción, que nadie es nunca excepcional. Así que yo tampoco.

—Tú eres maravillosa, no eres cutre.

—¡Anda ya! ¿Por qué he de ser yo especial? Caso de que lo fuera, además, tú no podrías saberlo: sólo puedes verme como ves a todos los demás. Tú estás ciego para la excepción, ves lo que todos ven, ves lo que se ve. Y lo que se ve, claro, no merece la pena ser visto. Si tuvieras un escudo nobiliario, Belarte, el motto de ese escudo sería «Para lo que hay que ver». En fin, que yo no creo que ese amigo tuyo, ese Abel, ese fraile, entrara en el convento para salirse con la suya, no lo creo, no entiendo por qué nadie entra en conventos, ni tampoco dejo de entenderlo. Sea por lo que sea, lo que sí sé es que seguro que tú no lo sabes. Nunca lo has sabido.

—Ana, no seas inmisericorde conmigo. ¡Miserere mei!

—Aquí estoy. Estoy aquí contigo, ¿o no? Esto debería ser prueba suficiente de que te compadezco.

—¡Oh, Ana, eres terrible!

Estos repentinos discursos de Ana encantaban a Belarte pero le sorprendían mucho: Ana era taciturna. Consentía en reunirse con él discontinuamente y le resultaba difícil saber qué hacía en los tiempos intermedios, tanto más difícil cuanto más interés tenía en saberlo. Yo soy la esfinge sin secreto, tío, le dijo en una ocasión. Cuanto más buscas en mí, menos encuentras. Querer saber de mí equivale a vaciarme, ya te cuento yo, no me preguntes. Y era cierto que Belarte tenía —con otra gente, con sus víctimas— el arte del interrogatorio. Parecía que no preguntaba y que no quería saber y se las arreglaba siempre para saberlo todo y preguntarlo todo. Ana, que, para asombro suyo, lo adivinó de inmediato le dijo un día: tu incesante curiosidad es repulsiva. Si consiguieras reprimir la curiosidad una sola vez en tu vida, verías a Dios. Pero no puedes reprimir tu curiosidad, por eso eres agnóstico. Habían quedado con Miguel en el Generalife, traía noticias frescas.

—Tengo un plan —exclamó—. Tengo uno dentro. Un fraile o un hermano, como se llamen, uno que está hasta las narices, me ha contado que lo que pasó fue porque no le hicieron prior, se suicidó para mandarlos al carajo.

—Inverosímil, eso que dices —comentó Belarte.

—¡Que sí, que sí! ¡Que se llama Jacinto!

—Te ha timaillo —apostilló Belarte—. Ese no es fraile. Pero es interesante que hayas ligado con alguien de dentro. ¿Cómo te apañaste?

—¡Vino él! Se me presentó una mañana en Vélez. Contó que me había visto con Ignacio, contó de todo. O sea, que ahí hay mucha mierda.

—Si dijo eso —intercaló secamente Ana— y no dijo nada más, nos quedamos como estábamos.

—Hay más, bonita, hay más. Dice que sabe dónde están guardados los papeles.

—¿Dónde están guardados? —pregunta Belarte.

—En la celda del prior, por lo visto, en una maleta debajo de su cama. Es así de fácil.

—Suena demasiado fácil —comentó Belarte—. ¿Tú qué propones: entrar en el convento hasta la habitación del prior y llevarnos la maleta?

—Básicamente sí. Lo único que hay que escoger bien la hora y este amigo mío tiene que abrirnos la puerta, que se cierra con llave, de la huerta y hacernos un mapa del cortijo-convento, que eso es fácil.

—Es un poco ridículo el plan, yo creo —observó Ana entornando la cabeza.

—Entonces di tú, bonita, cómo quieres que nos hagamos con eso. Aquí Matías cree que es indispensable ver lo que hay escrito ahí.

—¿Cómo vais a meteros en eso, tío? Que ese mismo Jacin os saque los papeles y le dais la propinilla.

—Reconozco que siento curiosidad —murmuró Belarte para sí mismo—. Igual nos encontramos con todo un tratado de mística y ascética cristianas. Pero lo dudo. Lo que hay ahí es un volcado del Abel, un diario íntimo, revelaciones procaces. Aunque sólo hubiese un relato de treinta años de inservible vida espiritual, con tal que él lo reconociese por escrito, ya tendríamos un libro fascinante. Y habrá más, seguro que hay más. Todo el proyecto monástico de estos ascetas silenciosos, por bien intencionados que estuvieran al principio, ¿cómo ha podido mantenerse? ¿Por cuánto tiempo? No me cabe duda de que a estos, como a los demás mortales, les acechan las neurosis, las obsesiones compulsivas, el sentido del fracaso, eso es lo que quiero ver. Uno no puede esperar que estos hipócritas lo cuenten por sí mismos, pero puede haberlo contado sin querer el garbanzo negro, el Judas, el suicida. ¿Qué no daríamos todos, un editor, la sociedad entera, por tener el diario íntimo de Judas? Lo que se cuenta en el relato evangélico es sólo un aperitivo. En aquellos tiempos no se hacían relatos psicológicos, se contaban hechos aproximados, los hechos de los apóstoles, o eso es lo que ellos creían que contaban. En nuestros días lo que cuentan es la interpretación de los hechos, cuentan lo mismo que se contó siempre, solo que ahora lo sabemos con claridad. No habrá experiencia religiosa, pero habrá el relato de cómo no llegó a haberla nunca. Eso es lo que quiero leer, el espejismo divino.