El prior recuerda cómo construyeron la comunidad en los primeros años setenta. Además de él mismo, dos de los que le acompañaron fueron Abel y Raimundo. Ese fue el grupo que con el consentimiento del obispo de Granada y a partir de la donación que hizo a la comunidad trapense la condesa viuda de la Vela, se decidió a fundar un convento. Se aprovechó una de las fincas que los condes de la Vela tenían en el Caserío de la Gorgoracha. Lo que movió a esos tres fue la idea del recogimiento y de dar el paso arriesgado que dentro de la espiritualidad cristiana supone hacer una vida de contemplación. Era un proyecto ambicioso pero, a la vez, modesto. Estaban los tres animados por la idea de la gratuidad de sus donaciones. La plena gratuidad de lo donado, ellos mismos, sin intención alguna de recompensa o devolución. No el do ut des sino sencillamente el paso adelante abierto a una causa firme y a la vez espejeante, que en la ascética cristiana está muy claramente definida. La idea de ocupar esa zona del sur de la Alpujarra vino a la vez que la donación de la condesa, que había sido una antigua amiga del prior en el mundo. La finca estaba en ruinas, con su convento del XVII esbozado, que parecía como pedir una prolongación, una reapropiación, la restauración. La idea que presidió toda esa empresa de reconstrucción fue la idea de rehabilitación. La prioría de la cual procedían estos trapenses no puso dificultades: parecía una excelente idea esta de rehabilitar un viejo lugar de oración ahora que por todos lados florecían comunas y una espiritualidad difusa se adueñaba de las conciencias. La espiritualidad sesentayochista, que era en parte heredera de las espiritualidades polimorfas de los flower children y de influencias orientales no siempre seriamente entendidas. La idea de rehabilitación es poderosa porque viene directamente de la traumatología. El cuerpo humano accidentado se rehabilita con ejercicios constantes, sabiamente orientados.
Fue aproximadamente por esas fechas y los tres jóvenes frailes que se instalaron en la Gorgoracha tenían muy presente que rehabilitaban un edificio a la vez que rehabilitaban sus almas y las de quienes les acompañaran para hacerse cargo de Dios, para, como Zubiri escribía, deificarse. Así que el proyecto fue visto con simpatía por la jerarquía eclesiástica de la provincia y también por la orden trapense. Se les tenía por frailes ilustrados pero se confiaba en ellos, en la sinceridad de su fe católica. Por eso se les dejó en cierto modo trabajar siguiendo sus inspiraciones naturales que, en un par de años, produjeron el actual convento, esa mezcla graciosa y atrevida de convento y cortijo en donde fue instalándose la nueva comunidad.
Los primeros años transcurrieron deprisa. La madurez solar y sus propias maduraciones individuales les daban a los tres primeros fundadores, y a los que se unían a ellos, una impresión de humilde victoria, de estar siendo capaces de sobreponerse a las fatigas cotidianas, a la finitud de cada cual, en aras de un proyecto que les superaba por todas partes. Fueron estrictos trapenses, se hicieron ajenos a la conducta del mundo, no anteponían nada al amor de Cristo. Procuraron, siguiendo a san Benito, no satisfacer la ira, no guardar resentimiento, no tener doblez de corazón, no dar paz fingida, no abandonar la caridad, no jurar por temor a hacerlo en falso: procuraron decir la verdad con el corazón y con los labios. Procuraron poner la esperanza en Dios y procuraron, cuando veían algo bueno en sí mismos, atribuírselo a Dios y no a sí mismos. Procuraban recordar, en cambio, que el mal es siempre obra propia.
Entre los muchos asuntos que en el camino de perfección se planteaban había uno que presentó desde un principio características especiales, a saber: la cuestión de si un monje que vive y habla la palabra de Dios puede también, a la vez, vivir y hablar sus propias palabras. Cualquiera que desde fuera vea el asunto diría desde un principio que esta discusión solo puede ser el resultado de una chifladura equivalente, por cierto, a la de vivir en castidad o en perfecta obediencia o en silencio o con la mayor pobreza posible.
Esta discusión acerca de si había dos hablas: una con Dios mediante la acción espiritual y otra con uno mismo mediante la acción expresiva, literaria, era en parte una discusión bizantina que al prior nunca había preocupado en exceso. Sus propios impulsos literarios habían sido siempre de poco alcance y le fue fácil olvidarse de ellos. En cambio, en el caso de Abel, el interés por la expresión atinada de las cosas, por la expresión del yo, era mucho más profundo y, en cierta manera, más oscuro: la oscuridad provenía del hecho de que Abel cumplía sus votos como lo hacían los demás: en cierta manera Abel era impenetrable. Y el prior se sentía culpable cada vez que sentía la tentación de penetrar en la conciencia de Abel, de ver lo que él veía. Durante los años iniciales la gran cantidad de trabajo que tuvieron que hacer todos, eliminaba estas preocupaciones. Pero en la medida que la vida monástica fue organizándose, volviéndose rutina, Abel se fue volviendo más bondadoso, más cumplidor, más afectuoso que nunca y, a la vez, más impenetrable. Como si no tuviera conciencia de sí mismo, casi como si no fuera autoconsciente.
Esta preocupación, o curiosidad, por la impenetrabilidad de su compañero de vida religiosa no era obsesiva para el prior, ni siquiera constante. Era más bien un repunte, una y otra vez, de la pregunta acerca de si el bien, la bondad tiene lugar, en efecto, en plena inconsciencia, en plena transformación del espíritu de tal manera que el hombre bueno se olvida de sí mismo. La posición radical «que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda» (psicológicamente inverosímil) cobraría en la vida espiritual poderosa realidad: ¿lo que le estaba ocurriendo al padre Abel era que se había vuelto tan de una pieza, tan limpio de corazón, como parecía? De aquí que ejerciese tanta fascinación entre los frailes más jóvenes que se fueron uniendo a la comunidad a lo largo de los años. Era un hombre silencioso y afable, accesible a todos y, como un día luminoso, indescriptible. Uno sólo puede dejarse inundar de la luz del sol sin tratar de explicar a qué don del Espíritu Santo obedece.
Esta tarde el prior recuerda los primeros años de Ignacio cuando a Ignacio aún le costaba trabajo cumplir con la recomendación de san Benito de no ser amigo de hablar mucho. Uno de los descubrimientos de Ignacio, lo que más inverosímil le parecía, fue que la lectura atenta de la Regla —y su práctica modulada por la inexperiencia inicial— diese lugar a un intenso sentimiento de bienestar, de alegría. El prior recuerda al Ignacio aquel del principio que se afanaba tanto en los trabajos de la comunidad que había que frenarle e instarle a seguir el ejemplo de la diligencia mesurada de los demás hermanos dentro del recinto de la comunidad y en el horizonte de la estabilidad en la comunidad. Por aquel entonces Ignacio aún escribía versos: «Alegría es una salamanquesa entre la hiedra / se traslada de la hiedra a la pared jalbegada / extraterrestre, instantánea, flexible se pierde entre las macetas de geranios / esto tuvo lugar hace un rato / y yo lo vi / Dios sea alabado»… Era curiosa la vocación de aquel Ignacio: parecía tan sincera que el prior se veía en la obligación de combinar la relativa taciturnidad que se exige en la Regla con el texto de la Suma Teológica donde se dice: «La lengua graciosa (la lingua eucharis) abundará en el hombre bueno». Pero la bondad del hombre proviene de la gracia. También, por lo tanto, la gracia de la palabra tiene que venir de la gracia de Dios. La alegría, la gracia, era un ensanchamiento del corazón. Esta exaltación de Ignacio representa, de pronto esta tarde, el cénit de la comunidad de la Gorgoracha. Llevaban ya años allí y cuando entró Ignacio aún conservaban la energía inicial (la imagen de un cohete interrumpe la imagen de Ignacio en la conciencia del prior. La imagen de unos fuegos artificiales, la cruda imagen de lo instantáneo, de lo artificiado, que no se hace sólo con motivo de una fiesta, sino que se confunde en su brillantez con la intención recta que parece también instantánea. Un fruto instantáneo del Espíritu Santo, una rareza). Ahora el prior tiene que desenredarse, casi con violencia, de la proliferación de las imágenes negativas: turbias, ladeadas, mareantes y, sí, instantáneas. Él, que es el responsable de la estabilidad en la comunidad, se siente inestable e incapaz de librarse de las ocurrencias de un yo imperioso que de pronto resulta no haber sido dominado del todo. ¿Cómo pudo creer que podía controlar del todo el flujo incesante de una conciencia finita? Y, sin embargo, lo creyó. Todos lo creyeron. Todos creyeron que Dios ama al que da con alegría. Todos vigilaron sus caminos para no pecar con la charla. De pronto el ahora del prior es como un borbotón, como un vómito que no puede ser retenido, como una diarrea que no puede ser cortada, y recuerda: he enmudecido y me he humillado, me abstuve de hablar de cosas buenas, incluso de las cosas buenas. Ahora no puede abstenerse de hablar consigo mismo en una charla tarumba, en una ebriedad sin alcohol que viene de lo que de pronto le parece el fracaso de toda su vida: la desgracia que de pronto se ha echado sobre ellos con la muerte de Abel, desventrándoles. Tiene que centrarse en parecer tranquilo, en parecer seguro, en parecer estable. Pero él mismo se siente inestable ahora.