Ignacio contó al prior su conversación con Miguel. Aunque el prior se mostró interesado en el asunto desde un principio, dejó pasar más de una semana antes de charlar con Ignacio. El prior, por cierto, no era amigo de charlas prolongadas. Entendía que la vida de la comunidad era ya una continua conversación en presencia de Dios y con Dios. Y prefería reducir las conversaciones particulares al mínimo. Había la confesión de los pecados, que en virtud de su carácter sacramental, rara vez se adentraba en la psicología individual. Tenía que ser lo más llana, directa y simple posible. Pero nunca regateaba el prior el cuarto de hora o los veinte minutos de conversación a nadie. Era, sin embargo —y así se hacía notar aun sin decirlo expresamente—, siempre una ocasión excepcional que tenía lugar con irregularidad, con la menor cantidad posible de vehemencia o exaltación, y que tenía que quedar siempre piadosamente cerrada y como dejada siempre en parte para una próxima ocasión. Entre una y otra entrevista privada con el prior, llegaban a transcurrir hasta seis meses. Y para subrayar aún más su falta de excepcionalidad (y, en cierto modo, también de intimidad) solían tener lugar estas conversaciones paseando por el claustro o por la huerta, rara vez sentados en los bancos, rara vez en su despacho. Ignacio había bromeado alguna vez con Raimundo acerca de la distanciada cualidad de estas conversaciones, observando que el prior tenía en poco la mismidad de las almas y más bien se regía por un criterio institucional al departir en privado con cada una de ellas. El protocolo era tratarse de usted y referirse al padre prior mediante la expresión padre prior.
Quiere decirse que, al dejar pasar más de diez días entre lo sucedido y lo narrado, a Ignacio le dio tiempo de limpiar, casi inconscientemente, el relato del fuerte malestar que la conversación con Miguel le había causado y de su sentirse inmundo, fragmentado y violentado por el estilo aquel directo y cateto de Miguel. Tanto, pues, se sustrajo del relato el aura emotiva, que las frases de Miguel quedaron reducidas a un par de líneas, aquellas que hacían referencia a por qué no se había hecho pública la noticia de que el padre Abel había dejado un manuscrito de considerables dimensiones al quitarse la vida. Tras su resumen, sólo se atrevió Ignacio a preguntar:
—Me gustaría saber si es cierto que el padre Abel escribió durante todos estos años de vida religiosa una larga obra literaria. Simultáneamente, me refiero. Ambas cosas a la vez.
—Y a usted qué más le da, hermano Ignacio.
Nunca fue el padre prior menos Josefo y menos accesible que en esta ocasión. La respuesta, sin embargo, fue hecha con amabilidad y sonriendo.
—El caso —prosiguió Ignacio— es que su sobrino, este Miguel, ¡insistió tanto! En mi opinión son fantasías de cateto listo. Me chocaría que existiese semejante escrito. Me resulta extraño. Como si Abel se hundiese ahora en una turbia doble intención, pendiente todavía ante nosotros de la viga y la soga. Perdone, padre, que hable así.
—Te recuerdo, joven Ignacio, que escribir no es hablar solo. Quien habla solo, espera hablar con Dios un día. Recordará usted los versos de nuestro gran poeta castellano.
—Desde luego, sí. Pero, en este caso particular, entiendo, padre, que me dice usted que sí, que hay un manuscrito, aunque por motivos obvios se ha reservado el derecho a no mostrarlo.
—¿Y cuáles serían, según tú, hermano, esos motivos obvios míos?
—Lo he dicho ya: la discreción, la seriedad de nuestra vida monástica, la seriedad del padre Abel, la seriedad de su muerte propia, su muerte buscada —titubeó Ignacio con la voz ahogada.
—Debes entender, hermano, que en lo referente al padre Abel, e incluso a los documentos que pudiera haber dejado escritos, no hay nada que ocultar. Pero tampoco, en mi opinión, nada que mostrar. No necesito recordarte que el motivo de estar aquí es sobrenatural. No vivo yo, sino Cristo vive en mí, nos dice san Pablo. Un texto escrito que no ha sido explícitamente pensado para la publicación no tiene por qué ser publicado póstumamente o dado a conocer, salvo por motivos espurios: la vanidad o la codicia de los herederos.
—También la gloria de la orden, padre prior. Ha habido escritores ilustres que han dado gloria…
—Mundana —intercaló el prior sonriendo.
—Mundana, sí, pero legítima. Si en ese manuscrito brillara una parte al menos de la devoción y la autenticidad con que nos iluminó Abel a todos nosotros, ¿no sería eso suficiente para procurar darlo a conocer, al menos en parte?…
—¿Y si no fuera así? —La voz del prior era amable, el tono era razonable, diurno, equilibrado, sonreía. Pero al mirarle Ignacio (a veces se paraban y miraban cara a cara, otras se miraban de reojo a compás del paseo) creyó advertir en la curvatura de los labios del prior, en su rostro aguileño y enjuto, una terquedad rara que no acababa de salvarse del todo en la mente de Ignacio calificándola de institucional. La comunidad de Vélez, al fin y al cabo, heredaba al difunto, y el prior, en concreto, venía a ser su albacea testamentario, aunque es de suponer que no hubiese testamento ninguno. La vislumbrada dureza de la expresión del prior ¿qué designaba? ¿Tenía intención este hombre de destruir o condenar al olvido el manuscrito del difunto?—. ¿Y si lo que hubiese podido dejarnos el hermano —prosiguió el prior— fuese, como de hecho son las obras literarias, en gran medida, una producción inconsciente, un desahogo, un testimonio ambiguo de esos momentos vacilantes de su conciencia? Porque entiendo, hermano, que coincides conmigo en que la expresión literaria de una conciencia individual puede ser, y con frecuencia es, escandalosa y vana. El pudor y el recato pueden muy bien no ser las cualidades de un texto escrito por un monje. Puede haber violencia, contradicción, ciertamente sentido de la propia finitud, desesperación, angustia, diabólica soberbia, aún más diabólica vanidad porque lo diabólico no siempre es luciferino y brillante, a veces es sólo estúpido y romo y repugnante.
—¡Pero, padre prior, seguro que Abel empleó su talento de escritor para comunicarse consigo mismo y con Dios a su manera!
—¿Crees, hermano, que una conciencia individual muy consciente de sí misma que emplea sus ratos de ocio para volcar su yo, lo hace siempre para ponerse en relación con Dios? ¿Qué me dices del narcisismo que envuelve toda creación literaria, la contemplación de la propia obra, el recrearse en las imágenes creadas por uno mismo? Una de las ventajas de la oración litúrgica, el breviario, es que no hay nada que no podamos sentir todos juntos, somos una comunidad orante que nos dirigimos a Dios como comunidad y que nos hemos embebido en la oración común justo para liberarnos de los espejismos del yo, ¿está usted de acuerdo con eso?
—Desde luego, padre, sí. Pero a la vista de lo que el hermano Abel acabó haciendo, siento, perdone la expresión, curiosidad por saber qué ocurrió, qué le pasó.
—Sé que sientes curiosidad, ese es el problema. En estos largos duelos, y en particular en este caso, hay muchas fases, todas ellas muy interesantes, una de las cuales es saber qué ocurrió de verdad en esa alma. Nada podría ser más impúdico ni más indigno que adentrarnos en ese territorio de una conciencia desgraciada, una conciencia finita que en su camino hacia el ser absoluto se autolesiona hasta matarse. Recuerda que la conciencia desdichada está muy presente en todos nosotros hoy en día.
El prior había consultado su reloj de pulsera ya dos veces. Era la señal, la conversación terminaba. Sin llegar a nada, como en otras ocasiones, sin acercamientos que no fueran institucionales, casi sin compasión, pensó Ignacio con un estremecimiento.
—Me arrepiento de haber sentido curiosidad, reconozco que la he sentido. Seguramente que este Miguel volverá a insistir, quizá se ponga en contacto con usted, quizá otra vez conmigo.
—No hay ningún problema, hermano. Ya torearemos al Miguel si hace falta, pero de momento quédate en paz, entrégate a tus ocupaciones, encomiéndate al Señor, encomienda al padre Abel al Señor. En realidad, ni siquiera al apartarnos de Dios dejamos de estar en Dios, ¿no te parece, hermano?