Ignacio espiaba en silencio

Ignacio espiaba en silencio ahora los ratos de silencio, como se espía, en silencio, a ciertas horas, la veloz entrada y salida de un vencejo en su agujero del muro. Bendecía, al mismo tiempo, la rutina monástica que proseguía férreamente su curso y que le libraba de oír los latidos de su propio corazón. Ahora pasaba por una fase regresiva, escolar: hacer sus deberes con aplicación era un fin en sí mismo. Había que desoír los retumbos del camino del entusiasmo. Había que optar por el recogimiento en lugar de la expansión. Venía a ser como un tener que ahorrarse, un control del gasto a fin de no hallarse, después de la descarga expansiva, con un descalabro excesivo. Ahora Ignacio se sentía medroso y desinclinado a la meditación espiritual.

El prior adivinó que el silencio y la rutina no estaban haciendo bien al hermano Ignacio. Se le veía reconcentrado y, sí, silencioso, pero con el ceño fruncido de quien no está en paz, de quien está intranquilo, de quien, por lo tanto, yerra. Entre las muchas encomiendas que el convento tenía por el pueblo, una era visitar a los Calderilla. Los Calderilla eran asiduos del convento, lo habían sido durante muchos años, y ahora la madre había caído en cama con una dolencia que parecía reumática pero que presentaba, en opinión del prior, todas las características de una depresión. La depresión no es una enfermedad que se entienda en los pueblos, se suele confundir con pereza o con aburrimiento y cuando las personas se hacen mayores se confunde sin más con la vejez: «Está triste de viejo —se dice—, ya no tiene gana de vivir». Pero eso no suele ser verdad y el prior le dio a Ignacio el mandao de que fuera a hablar con la señora Aurelia. El mandao se duplicó de pronto: uno era visitar a la señora Aurelia y el otro era ver qué le sucedía a la furgoneta del convento que se había quedado de pronto como muerta. La verdad es que Ignacio emprendió con alegría a pie los seis kilómetros de camino hasta Vélez, después Laudes: una alegría que provenía del ejercicio físico y del cambio de lugar casi únicamente. Lo del taller mecánico le ocupó poco tiempo. Se limitó a avisar al mecánico que subiera al convento a ver por qué no arrancaba la furgoneta. En cambio la situación en casa de la señora Aurelia, como el prior había supuesto, era melancólica: estaba efectivamente en cama, asistida por una de las hijas y ahí suspiraba. Al ver a Ignacio, se echó a llorar desconsoladamente.

—Llora por lo que ha pasado —dijo el Calderilla padre—. Dice que este pueblo está dejao de la mano de Dios.

—¡Pero, madre, si nos tocó el Gordo en 2010! —intercaló la hija.

—¡Pues por eso lo digo, dejaos de la mano de Dios!

Ignacio se echó a reír y el asunto de la lotería animó la reunión: volvieron a contar otra vez toda la historia de los dos años consecutivos de suerte, salió por intercesión de san Antonio de Padua, un santo milagrero.

Desde la ventana del Media Luna vieron al hermano salir del taller y encaminarse a casa de los Calderilla. El mecánico aprovechó para entrar en el bar a tomarse un chato de dulce.

Seguían en la casa con lo del premio y en si san Antonio de Padua había tenido parte en el milagro. Se había rezado concienzudamente para que cayera el Gordo en la localidad. Y cayó el segundo premio. Ignacio se sentía contento en el ambiente reanimado de la familia. Entra ahora el hijo mayor que ha dejado el tractor en la puerta de la casa. Se empeña en llevarse a Ignacio y a su padre al Media Luna.

—¡A este, hermano, se le cae la casa encima! —comentó la madre, a quien se le había ido la neura con la charla de la lotería.

Ignacio se sentía cómodo ahora y se dejó persuadir.

Se consideraba importante en el convento que las relaciones con el pueblo fueran distendidas y alegres. Era más importante llevarse bien con la gente que adoctrinarles. El prior pensaba que la fe sobrenatural emergería por sí sola al hilo de la buena fe, incluso del ejemplo de austeridad de los frailes. Tomar un vino dulce entraba dentro de la austeridad como una variación bienhumorada de la vía recta. En la taberna recibieron al hermano con familiaridad y considerable deferencia. Le observaban de reojo los que no le conocían personalmente y que sólo sabían quién era. Ignacio se sintió confortado. De pronto entendió por qué el prior le había mandado estos recados: el prior sabía de sobra que sin esta afable convivencia con los vecinos de Vélez, la vida monástica tendía a volverse un tanto irreal, incluso en los buenos momentos.

—Por cierto, hermano, un primo mío que viene por aquí mucho, habló de llegarse al convento porque siente gran admiración por ustedes —el que hablaba era vagamente conocido de Ignacio, le había visto en otras ocasiones: era un hombre de su edad, de rostro curtido, que parecía más al tanto de la situación que los demás, parecía menos del pueblo, más viajado—. Este primo mío estudió para cura —añadió el mozo, que dijo llamarse Miguel.

—Pues ya es un caso raro hoy en día —comentó de buen humor Ignacio—, no es que haya muchas vocaciones.

—Este primo mío —contó Miguel— es que ya desde niño era espabilao: ayudaba a misa, daba la catequesis a sus compañeros. Mismamente parecía un poco cura ya de crío.

El tema no acababa de gustarle a Ignacio: este primo de Miguel tenía toda la pinta de ser un chaval listo, con talento para las imitaciones. E Ignacio sabía que la imitación de la piedad cristiana es un impulso muy natural en críos de temperamento sensible y despierto.

—La María le cogió en Graná y le quitó las tonterías esas de la cabeza, ¿qué le parece, hermano? —Dos tetas tiran más que diez carretas —intercaló un parroquiano.

—¡Me parece estupendo! —exclamó Ignacio—. Lo que tiene que ser es un buen chico, da igual que sea cura o panadero.

—Buen chico es, la mala es ella —añadió el mismo de antes.

—¡Ya estamos! —exclamó Ignacio.

—Y no es panadero, es electricista ahí en los molinos del Conjuro —subrayó un tercer parroquiano con referencia a la estación eólica instalada en uno de los montes que rodean Motril, en la sierra del Conjuro.

Se había formado un grupo alrededor de los Calderilla e Ignacio. Era un mediodía caluroso ya. Y dentro del Media Luna se estaba bien, fresco, olía a mosto y a fritanga.

—¿Se queda a comer con nosotros, hermano? —sugirió el Calderilla hijo.

—No, que tengo que subir y me queda una hora de caminata.

—De eso nada —interrumpió Miguel—, yo mismo le subo.

Salieron. La repentina luz del mediodía se le estampó en la cara al hermano Ignacio como un gavilán blanco. Miguel sacó del bolsillo las llaves del coche y lo bordeó hasta la puerta del conductor con aire orgulloso.

—¡Vaya coche que te traes, Miguel! —comentó Ignacio.

—Es un Audi Q5, el de los jugadores del Real Madrid. Es el que lleva Cristiano Ronaldo.

Se encaramó Ignacio al asiento del copiloto y vio la calle abajo. Comenzaron a sonar en el salpicadero multitud de señales.

—Parece un avión —comentó Ignacio.

—Póngase el cinturón, hermano. A las titis se lo suelo poner yo, pero con usted es diferente. —Y añadió sin venir a cuento—: Hoy en día, hermano, las mujeres que están bien, la mayoría pijas perdías, les gusta sentarse en el buen cuero.

—No te sabría decir, Miguel —comentó, guasón, Ignacio.

—¡Anda ya, ustedes sí que saben!

—¿Pero este supercoche de dónde ha salío?

—Pues de la lotería, ¿de dónde va a ser?

—¿Dónde trabajas tú?

—Soy encargao de un invernadero en el llano de Carchuna.

El Audi de Miguel, imaginariamente también el de Cristiano Ronaldo, se movía instantáneo. Los diez años de convento habían modificado las percepciones sensibles del hermano Ignacio. Se había ido haciendo a la lentitud, a los paisajes secos de Vélez, de los alrededores de Vélez, a la delicia disfrutada con cuentagotas del convento y de la huerta. Aunque por supuesto había salido muchas veces al mundo, como suele decirse, esta era la primera vez que un coche de este porte le trasladaba de golpe de un lugar a otro.

—¡Pero si ya estamos! —exclamó Ignacio.

Era verdad que ya estaban ahí ante la puerta del convento, que le pareció de pronto a Ignacio abstrusa, rígida, como de otro siglo, con su pulcritud de madera buena encerada y sus bellos herrajes de hierro. Una clausura, todo le volvió de golpe a la cabeza, una cerrazón, un suicidio, una imposibilidad de ser. Sintió estos sentimientos como golpes que le venían de fuera, como si de pronto le metieran un palo en las costillas.

—Muchas gracias, Miguel, por el viaje, ha sido visto y no visto.

Miguel se arrellanó en su asiento de cuero y se volvió hacia el hermano. A doscientos metros del cortijo para toxicómanos de la Asociación Betel, en el camino de la Gorgoracha sin número, el convento parecía un cortijo dormido. Desde la altura del Audi se alcanzaba a ver la espadaña de la capilla y una parte de las tejavanas del claustro. La serenidad conventual de hacía diez años, de cuando entró Ignacio a la comunidad, se estaba alterando ahora. La nueva autovía en construcción, los Caterpillar los días laborables, el transporte de tierra, auténticos montes que se trasladaban de un lado a otro, una desfiguración tecnológica del paisaje primitivo que se volvía irreconocible. Betel había sido concorde con el paisaje. Los hermanos de la comunidad habían ayudado mucho charlando con los toxicómanos. Pero ahora esta fuerza exterior, técnica, deshacía el paisaje, lo cambiaba de un día para otro. Era un bien para la provincia, la históricamente olvidada Motril parecía que iba a convertirse ya en una ciudad bien comunicada en medio del mundo, en medio de la poderosa técnica objetivante, inhumana. Y, a la vez, demasiado humana, lo más humano de todo: reducir o cancelar de una vez por todas el aislamiento de Motril y toda la Granada subtropical. Era digno de verse, digno de hacerse. Pero a la vez perturbaba el silencio del dulce monacato. Hacía que Ignacio se sintiera ahora, de pronto, un señorico acomodado a quien perturban las obras de los vecinos. Solteros, rentistas de la Iglesia católica consagrados al oficio divino y al silencio, antes había sido fácil, ahora el silencio tenía que atravesar los Caterpillar y los camiones de tierra que horadaban el silencio con su inconsciencia mecánica y laica. Ignacio recordaba la primera vez que atravesó el túnel de la Gorgoracha en la furgoneta, sacó la cabeza y gritó: «La Gorgoracha». Le encantaba la palabra. Y el eco repitió «la Gorgoracha» como un animal límpido e invisible, cercano al espíritu que veía con todos sus ojos lo abierto. Ignacio estaba ahora muy emocionado. Se sentía estúpido, verboso y estúpido, como un poeta menor que ha tomado unas copas. Miguel se arrellanó en su asiento, se volvió a mirarle e Ignacio pensó que así haría con las titis que llevaba de paseo a los chiringuitos de la playa. Se sintió una titi rubia y delgada que da conversación al Miguel, que le encanta. Se desabrochó el cinturón de seguridad, Miguel se lo había desabrochado ya.

—Muchísimas gracias por el viaje —repitió Ignacio.

—De nada, hermano. Que le tengo, por cierto, yo que hablar. ¿Le molesta que fume?

—No, por Dios. Me tengo que ir, Miguel.

—Ya lo sé, hermano, deme usted un momento. ¿Cómo es aquello: «escuchar al que no sabe»? Escúcheme a mí, que no sé nada de nada, solo de las berzas sé y de los moros y rumanos que me curran mal…

—¡Dicen que son buenos currantes, Miguel! No seas racista. Sacan el trabajo que los de aquí no quieren.

—Por cierto, hermano, ¿sabía usted que Abel era tío mío por parte de mi madre? Debió de dejar bastante obra escrita. ¿De eso qué hay? Ustedes los frailes, como son como son, lo mayor lo evitan de cojones. Con todos los respetos. La fama que tenía mi tío Abel en el pueblo era que era un escritor místico y que no paraba de escribir. Mi tío Abel, que en paz descanse, debió de dejar muchos escritos que hoy en día pues tienen un valor, ¿eh, o no eh?

La aspiración de la consonante hizo sonreír al hermano. Le pareció tan de la tierra que se inclinó hacia Miguel con infinita benevolencia, con demasiada buena fe.

—La verdad es que yo le quise mucho. Era un hombre bueno y benevolente con nosotros, de novicios. Yo era un novicio torpe, desmañado, urbano. No sabía rezar, no sabía labrar los canteros de patatas, era híspido, cultivado, estúpido, creído, y el padre Abel, tu tío Abel, me llevó la mano de novicio para que la caligrafía me saliera clara y sin borrones. Yo le quería mucho.

—Bueno, lo que es yo, la familia, quererle no es que le quisiéramos. El tío Abel, por lo que cuentan mis tías y mi madre, era esquinao, un punto soberbio, descastao. Y ellas, mis tías y las amigas de mis tías, pues bueno, era un tío como los demás, un buen partío. Su familia eran ricos para entonces: tenían tierras y aparceros. Y mis tías y las amigas de mis tías eran las titis de entonces, lo normal, aunque ahora estén chochonas todas, pero en las fotos hay que verlas, con los cinturones que se ponían y las faldas de vuelo y los tacones. Y el tío Abel no las hacía ni caso, ¿es eso normal?

—Seguro que las quería mucho.

—¿Seguro? Seguro que no. Ustedes son especialitos, con perdón, hermano. A las mujeres no catarlas no es normal. Pero en fin, a lo que voy, con lo que escribió ¿qué pasa? ¿Eso van ustedes a editarlo, publicarlo o qué? Porque un poner: a mi madre, que es una mujer de cuerpo entero, mismamente una santa Teresa de Jesús, modestia aparte, le cuesta creer que los papeles que dejó el tío Abel no se hayan tan siquiera mencionado, no se ha dicho apenas nada, la verdad. Eso, reconozca, hermano, que lo tienen ustedes: secretismo. En comparación con la KGB me río yo del secretismo que se gasta el prior de su convento. Espero que esto no le esté ofendiendo.

—No me estás, desde luego, ofendiendo, Miguel, claro que no. Se ha hecho lo que el prior ha considerado más oportuno que se haga. Todos estamos conmovidos y confusos, no sé, tú esto lo entiendes, seguro que entiendes que no sepamos bien qué hacer.

—Entenderlo, sí, o sea, lo entiendo y no lo entiendo. Ahora todo hay que decirlo, las cosas salen en televisión, las cosas se hablan, esto no es como con Franco. Con Franco no pasaba nunca nada. Sin novedad en el Alcázar, esa era la frase. Había novedades pero había que decir sin novedad. Eso ya es historia antigua, hermano, ahora las cosas se hablan y se dicen y, bueno, ¿dejó o no dejó mi tío Abel una obra escrita? Eso tendrá un valor ahora, digo yo. Para una biografía de un alma. Lo que sufrió, lo que le pasó, por qué se suicidó, hablando en plata, ¿por qué se suicidó? Vamos a ver.

—No lo sé, Miguel, solo Dios lo sabe.

—Anda ya.

Ignacio se había quedado sin palabras. Tenía la boca seca, sentía el calor confortable, desagradable a un tiempo, de los sillones de cuero del Audi. Notó que transpiraba mucho, le transpiraban las manos y le corría un goterón de sudor espina abajo hasta el culo. Se sentía impuro, como violado, el entrecruzamiento del usted y el tú, el fuerte acento de Miguel, sus acusaciones —porque eran acusaciones— le revolvían, el humo del tabaco le ahogaba. Había una intimidad intimidante en el interior lujoso de aquel coche, un no estar en condiciones de responder nada, de defenderse, de bromear, de tomar a la ligera lo que Miguel acababa de decirle y, a la vez, un sentimiento de indignación, de irritación, de impropiedad, de haber sido agredido. Este cateto listo —pensó con furia Ignacio—, malpensado y listo, anticlerical en el fondo, que se las sabe todas. Sintió aborrecimiento y se sintió culpable por sentir aborrecimiento y sintió que tenía que decir algo limpio, claro, certero acerca de Abel, acerca del convento, acerca de una presunta obra literaria, que si efectivamente existía, no podía ser dejada en manos de la indiscreción del público en general, que tenía que ser expurgada: leída con caridad, interpretada de acuerdo con la piedad con que habría sido escrita, el hermano Abel era un hombre de fe. Se sentía desbordado por aquellas verdades del barquero, del Miguel. Y el hecho de que, como a borbotones, en su conciencia se fraguaran insultos, que pensara: es un hortera de bolera, un ignorante que no sabe de qué habla, un cateto rico que se liga a las titis en el Audi, un insustancial. Todo esto, que no era decible, lo sentía además Ignacio como injusto, una acusación que procedía de su ego herido, violado, maltratado, trivializado e igualado por aquel democrático tuteo entremezclado con el debido respeto.

—Tengo que irme, Miguel —dijo Ignacio, y abrió la puerta del coche y saltó del coche.

Mientras hacía sonar la campanilla del convento oyó la voz zumbona del sobrino de Abel que le gritaba:

—¡Hasta más ver, hermano, vaya usted con Dios. Pero no se olvide de lo que hay! ¡Lo que hay es lo que hay, ni más ni menos, hermanito!