—De repente nos sacan de quicio —comentó Ignacio.
—Así es —dijo Raimundo—. Pero ¿por qué?, ¿por qué crees tú que «todo esto» nos saca de quicio? Te fijarás que cada vez usamos con más frecuencia esta frase, esta abreviatura, «todo esto».
—Las abreviaturas son cicatrizantes —comentó Ignacio con un tono apagado.
Y era cierto que se referían a lo ocurrido cada vez más en abstracto: Raimundo tenía razón al decir que mediante la expresión «todo esto» se limaban las aristas, se desdramatizaba la catástrofe y, sí, las abstracciones son cicatrizantes.
El caso es que todo esto se había vuelto cada vez más envolvente y más exterior: a raíz del reportaje emitido en TG7, había habido artículos en la prensa local y en la prensa nacional. Había, incluso, aparecido un reportaje sobre la comunidad hecho con el consentimiento del prior y realizado con una mezcla de buena intención y mala al mismo tiempo. Era un reportaje corto en el cual los hermanos de la comunidad salían fotografiados de espaldas o trabajando en el campo o rezando juntos con las capuchas puestas. Era un reportaje bonito —en eso se veía la buena intención—, inspirado, a qué negarlo, en recientes películas como El gran silencio o De dioses y hombres. La buena intención estaba presente, sin duda, en la cuidada fotografía. Se hacía ver la correlación entre el duro paisaje del contorno, la tierra gris, áspera, en paralelo con la severidad del convento y las horas de oración y de labor de la comunidad. También se veía de refilón a los hermanos por las calles del pueblo, saludando a los vecinos o entrando en sus casas: subiendo y bajando por las callecitas, sin los hábitos, los hermanos se fundían en la imagen con los vecinos. Había una ingenua luminosidad fotográfica, una naturalidad no calculada o impostada, como si los personajes no fueran del todo conscientes de estar siendo filmados. La mala intención venía de fuera, del momento en que se publicó el reportaje. De pronto la remota, casi invisible comunidad de Vélez, se había vuelto noticia, actualidad, un implícito escándalo aunque se mostrasen sólo las más limpias y austeras imágenes. En realidad la mala idea no estaba en el reportaje mismo sino en que apareciese en aquel momento. «Sine tuo numine, nihil est innoxium.»
Parecía increíble que Abel y su muerte apareciesen ahora en este contexto de comineo y reportajes. Se le hacía cuesta arriba a Ignacio tener que dar la razón a Sartre: morimos para el otro. Nuestra muerte no son solo acontecimientos que suceden a cada cual, muertes propias, acontecimientos íntimos que afectan a nuestros amigos. Sino que tienen también una fisonomía pública: la imagen de Abel había quedado cuajada ante la mirada del otro. Y esa visión enfriada, distanciada, noticiable, se colaba una y otra vez en el incomprensible acto de quitarse la vida de un hombre bueno. Estaba dándose ahora una como resurrección maligna del hermano Abel en la memoria de Ignacio, que invertía hacia atrás todas las imágenes que Ignacio conservaba. Sólo en la oración era posible combinar sin encono en una pregunta doliente: ¿Abel impostor? La impostura en que parece consistir de alguna manera el suicidio cambiaba de signo todas las imágenes. La voluntad de matarse parecía en este caso claramente la voluntad de reducir a la nada, a la pura negación, todas las significaciones positivas que el hermano había tenido. Como si de pronto —cabía imaginar esto— el hermano hubiese abandonado toda relación con el Espíritu Santo y se hubiese afirmado a sí mismo mediante una abrupta negación. Esto era lo más insoportable: que en la muerte voluntariamente buscada, en un caso como este, lo que parecía haberse buscado era una destitución del sentido de toda la significación de la existencia vivida hasta entonces.
—¿Por qué crees, Raimundo, que lo hizo? —preguntó de pronto Ignacio.
—Estamos no contando con la angustia que pudo sentir Abel. Recuerda que Abel era el más religioso de nosotros, el menos esteta, el que vivía más impregnado de la sacralidad de nuestra vida monástica, «silentum tibi laus», nos recordaba con frecuencia. Acuérdate de que nos tomaba el pelo llamándonos poetas a ti y a mí. Y es cierto que, en la medida en que lo somos, descansamos más en la contemplación de la belleza del mundo y de nuestras vidas de lo que descansa quien se ha comprometido tanto como Abel con un cambio de vida. Recordarás, sin duda, que la angustia radical puede emerger en la existencia en cualquier momento, no necesita que un suceso insólito la despierte. La angustia está siempre al acecho y, como dice Heidegger, solo raras veces cae sobre nosotros «para arrebatarnos y dejarnos suspensos». ¿Y si fue esto lo que le ocurrió a nuestro hermano? Piensa, Ignacio, en la vejez como angustia. Tú eres muy joven aún, en cambio yo ya no. Pero, en fin. A los sesenta todavía se siente uno fuerte. Aquí hacemos una vida sana, laboriosa, consagrada, sin duda, a Dios y al prójimo pero, a la vez, higiénica. Nosotros, los poetas, podemos ser con frecuencia acomodaticios. Esta vida nuestra tan aparentemente severa vista desde fuera es en el fondo esnob. Es un modo elegante de existir, separados, invisibles, por definición no consumidores, restrictos, estreñidos. Apenas comemos o bebemos, apenas meamos o cagamos, apenas deseamos los deseos, somos puros: la belleza de nuestra dedicación espiritual es como un disfraz favorecedor, Ignacio. Ahora imagina el caso de Abel: estoy seguro de que había llegado mucho más lejos que nosotros, más en silencio que nosotros, y la vejez, el cepo, le trabó de pronto. ¿Tú has visto un cepo? La vida espiritual cristiana puede ser un cepo, nuestras oraciones pueden ser un cepo, nuestras piadosas rutinas pueden ser un cepo. Y Jesús mismo, el Cristo, puede convertirse en un impedimento para ver a Jesús y para ver al Cristo. Y ya eres viejo y sin querer haces la suma o la resta de toda tu vida y dices de pronto: no fui capaz, yo no lo soy, soy incapaz de Dios. Abel era un cordobés fino y seco y estoico, un cristiano antiguo que hacía pocas concesiones a la transfiguración y que se abrazaba a la cruz. Pero la cruz es aterradora, es angustiosa. Nuestro Señor Jesucristo sintió angustia en el Huerto de los Olivos. «Sustinete hic et vigilate mecum», les dijo a los discípulos que se habían dormido en la barca. Pero ¿y si Abel, al final, no se atrevió a decirnos eso a nosotros?, ¿y si nos vio complacidos, pacíficos, serenados, ambientados, luminosos, angélicos, polen de la divinidad en flor como beatas de mediana edad que vuelven de la adoración del santísimo y del rosario y toman en la pastelería local unos almendrados y un Málaga Virgen? ¿Y si realmente amaba a Dios y de pronto se persuadió de que no le amaba lo suficiente, de que no había alcanzado la dejación, la soledad, la cruz suficiente? ¿Y si se ahorcó avergonzado de sí mismo?
—Es una locura eso que dices.
—Explícate.
—Es una locura, ¿qué quieres que explique?
—Es complicado este asunto, sin duda. Va a resultar que Abel murió por nosotros: para que entendiéramos lo que no entendemos, para que viéramos lo que no vemos. ¿No te ha sorprendido nunca, horriblemente, que Jesús les dice a sus apóstoles: ahora me veis, ahora no me veréis, tengo que desaparecer para que el espíritu surja en vosotros? El problema de este duelo es la seriedad de lo negativo. Te acordarás, Ignacio, de que la vida de Dios y el conocimiento divino podían expresarse como un juego del amor consigo mismo: pero esta idea degenera en una simple frase edificante y se hace sosa cuando le falta la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. Esto es puro Hegel. En esta comunidad vivimos como encantados, Ignacio, hechizados por nuestra acción litúrgica, nuestra acción orante, nuestra acción cristiana. Dios es un referente inocuo, Dios es un texto sagrado, una cita citable, una no entidad, un no ser, una simple frase edificante que se vuelve sosa cuando le falta la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. Pero el hermano Abel puso todo esto en cuestión, quizá. Y de pronto tenía setenta y tres años et non est substantia. Dixit insipiens in corde suo: non est Deus: et non est substantia. Se sintió Abel sin sustancia, por eso se ahorcó.
—Pero podía —murmuró Ignacio— haber hablado con nosotros, haber bebido el agua fresca de nuestra fe, nuestra seguridad, nuestra confianza. Podía haber pensado: no mires mis pecados sino la fe de tu iglesia. Nosotros éramos su iglesia, éramos su comunidad.
—Abel se mató para decirnos esto: que la negación era parte del juego, que nosotros éramos simples estetas, simples contempladores. Ahora viene lo grave, lo grave viene ahora tras el suicidio de Abel, tras la negación absoluta. ¿Seremos capaces de soportarlo? —pregunta Raimundo.
—¿Estás diciendo que Abel se mató para explicarnos que la seriedad de lo negativo era, en verdad, seria?
—Sí, estoy diciendo eso.
—Entonces el prior mintió, es más: deliberadamente nos confundió diciendo que lo de Abel fue un accidente. No fue un accidente: fue un acto expresivo. Vivir o morir no vale un duro. Se suicidó para explicarnos que éramos vulgares, no sólo éramos mortales sino que éramos, además, vulgares monjes que han adoptado ritos y palabras hermosas para ocultar a Dios, el inasible, el feroz, el compasivo. Abel quiso explicarnos que la muerte, por muy buscada que sea, no es ningún límite, no es el límite, es la manifestación oscura del Dios incesante. Dios es incesante.
—La incesantía de Dios me deja frío, nos acorrala, somos las ovejas acorraladas que van a ser ordeñadas, que desean serlo, que rehúyen la mano rugosa del pastor, que las agarrará por las tetas, que cagarán en la leche. Las ovejas, los significados. Nada más quebradizo que los significados, ahora entiendo por qué se nos dijo que no escribiéramos nada: porque si escribíamos, cualquier significado resplandecería como un rostro genérico y amado, la belleza, la obra nos inundaría de singularidad y entusiasmo. Dios se iría al carajo.