«Concédenos, Señor —reza el prior

«Concédenos, Señor —reza el prior—, concédenos, Señor, que sepamos reprimir la malicia de nuestra voluntad y cumplir en todo la rectitud de vuestros preceptos.» El prior rumiaba esta oración desde que le anunciaron esa misma mañana que por fin Raimundo había aceptado la visita de un periodista del TG7, un periodista granadino de la televisión pública que había llamado veinte veces. El asunto no es, pensó el prior, lo de saber mejor o peor reprimir la malicia de nuestra voluntad. Decidió que con un buen entrenamiento y tiempo —él mismo llevaba ya muchos años en ello— reprimir la malicia era fácil. Lo difícil es no quedarse en esta sensación de trivialidad cotidiana que me embarga ahora, la tentación más grave es este sentimiento de banalidad, de inutilidad.

Este periodista era un hombre más joven que el prior, quizá en sus primeros cuarenta. Iba siempre muy pincho a todas partes, iba muy pincho ahora. Venía acompañado de otro joven, el cámara, más desbaratado y con coleta. El periodista cargó el micrófono y preguntó:

—Estamos, como usted sabe, consternados. Hay toda una corriente que hoy en día entiende que estos sitios, este convento y demás, son, en el fondo, luteranos. O sea, se pide lo imposible, se fracasa y punto. ¿Está usted de acuerdo?

—No pedimos lo imposible. Sólo una serena retirada del mundo, que no es un imposible. Para regresar al mundo. Siempre se trata de eso, de volver, esto no es una encerrona, no es un cautiverio o cosa por el estilo.

—Hemos tenido noticias de primera mano de que en parte sí que es un cautiverio. Algunos no lo pueden resistir, entran de jóvenes, pasado el primer entusiasmo se sienten atrapados y hartos. ¿En qué se diferencia, padre, esta clausura de las encerronas de una secta?

—Se diferencia en que no es una encerrona. Ni nos encerramos ni se nos encierra. Es una situación libremente aceptada, una decisión que puede, sin duda, corregirse o sustituirse por otra. Debería usted saber eso.

—Ya. Supongo que tiene razón, pero, en fin, no sé cómo decirlo. Hemos tenido, yo he tenido, noticias de primera mano de que este convento es el menos democrático de todos. Se nos dice que funciona tiránicamente. Se nos ha llamado por teléfono incluso. Personas que conocen esto de primera mano.

—¿Me puede usted dar los nombres?

—No, por supuesto que no. Eso sería revelar mis fuentes.

El prior se impacienta. No cree que el periodista tenga ningún informante. Cree que es un bluf. Se da cuenta de que no está llevando bien el asunto. Tendría que hacer alguna clase de declaración para la prensa, tendría que lanzarse de lleno a justificar la accidentalidad del suceso. O, por el contrario, admitir públicamente que todo ello se les ha venido encima y que no dice nada porque no tienen nada que decir y no hay nada que decir. El prior se da cuenta, al mismo tiempo, de que todo el mundo, la prensa, la televisión, los amigos que los visitan e incluso los propios monjes, nadie ha creído en la explicación del prior, en el cuento de la muerte accidental. Ahora el prior tiene que decidir si insiste en esta línea o en si da marcha atrás, caso de que pueda. Podría levantarse y dar por terminada la entrevista, pero comprende que serviría de poco: este periodista u otro acabarán huroneando en el asunto. Más vale ser sincero, tácticamente sincero. Es imposible, sin embargo, sincerarse. El prior no considera esto una posibilidad real. Tenía más o menos cabida o posibilidades con doña Mariana y Margareta, pero a este hombre la sinceridad y la insinceridad le dan igual, lo que quiere es la noticia. En cualquier caso se hablará del asunto tanto más cuanto menos quieran decir los interesados, la espiral mórbida crecerá aproximadamente igual tanto si hablan como si no hablan. El asunto está, de alguna manera, sentenciado ya en la pública opinión. Así que dice:

—Voy a ser yo franco con usted: lo ocurrido nos ha sorprendido a todos y no tenemos una explicación preparada. Puede usted decir eso en su periódico o en su programa y puede usted, por supuesto, inventarse toda clase de historias, motivos y contramotivos. Pero en última instancia dará igual: dentro de unos días, unas semanas como mucho, este suceso se convertirá en una simple nota de prensa, habrá otras historias que darán que hablar y, por fortuna, da igual lo que usted o yo decidamos decir o callar ahora. Yo he decidido no dar explicaciones.

—Usted puede decidir lo que quiera, padre prior. Yo le conozco a usted por referencias porque yo soy de aquí. Pero si no es hoy será mañana, tendrá usted todas las cadenas nacionales queriendo sacar esta noticia.

—Sería mejor para todos, para nosotros y para todo el mundo, que no se diera demasiada publicidad a este asunto.

—Perdone, padre, la publicidad que nosotros damos a un suceso sólo accidentalmente la damos nosotros, el suceso mismo es de interés público. La publicidad que se le da corresponde a su interés objetivo. Usted sabe que en Granada hay una seria y profunda tradición religiosa y católica y que muchas cofradías prestarán atención a este insólito suceso. Así que, por favor, padre, no me diga que no le demos publicidad. El asunto es público por definición.

—Cuando emitan su reportaje, si es que va a ser un reportaje, verá usted cómo se queda en nada: a los dos días dejará de tener interés. Y todos habremos salidos perjudicados.

—Que un suceso deje de tener interés al cabo de dos días no es culpa de los periodistas sino de la vida pública: todo deja de tener interés al cabo de dos días. ¿Quién se acuerda ahora de los ministros de Economía de Zapatero? Hace dos días que los teníamos en las noticias.

—Aun suponiendo que pudiéramos decir con precisión qué pasó, nadie, empezando por usted mismo, lo interpretará correctamente, y nadie, ni usted mismo, lo recordará con precisión dentro de un tiempo. Puesto que dice usted que los granadinos y los españoles son personas muy religiosas, y eso es verdad aunque con matices, yo le rogaría que dejara correr este asunto, usted es el primero que va a informar de lo ocurrido. Si usted omite esta información, no tendrá eco más allá de este pequeño entorno. En el momento en que convertimos esto, lo ocurrido, en un asunto eclesiástico o civil y lo sacamos de su contexto espiritual, estamos perdidos. «Sine tuo numine, nihil est innoxium», permítame este latinajo: sin tu luz nada es inocente.

—Recuerde, padre, que estamos grabando todo esto. Por supuesto que esto puede quedar entre nosotros, yo puedo no emitir este programa pero me parecería un fraude: mi obligación es dar noticias de interés provincial. Y, por otra parte —el joven periodista se está airando un poco y el prior es consciente de que no está llevando bien el asunto—, ¿no le da en cara a usted mismo toda esta circularidad, padre prior? Acaba de decirme que con Dios todo es inocuo, y que sin Dios nada es inocente. Son ustedes maestros de la circularidad. ¿Cree usted, padre prior, y esta pregunta es muy importante, que Dios en el supuesto de que exista, garantiza la inocencia y evita la toxicidad de las, digamos, serpientes venenosas?

—Mire usted, este asunto, o se ve desde dentro, y llegaremos más o menos a entendernos, o se ve desde fuera, y entonces no entenderá nada ni nos entenderemos.

—¡Pero, padre, cómo voy a ver esto desde dentro! No hay dentro, lo que hay dentro eso hay fuera. Ustedes son lo que se ve desde fuera, cómo no van a serlo. Todos somos lo que parecemos aunque no seamos sólo eso. Ustedes parecen ahora, a ojos de todo el mundo, incluidos todos los católicos variopintos de España, unos personajes raros, incomprensibles. Más bien aburridos de ver, francamente. No me tome usted esto a mal. Una parte de su retiro es posible porque verles u oírles a ustedes nos aburre mucho a todos. Pero, lamento decirlo, son ustedes ideales para unos cuantos días de noticias, de escándalo si quiere: monje ahorcado en un convento próximo a un pueblo de Granada. En un verano tan desastroso y deprimido como este, no podía darse nada mejor.

El cámara, ofendido, pide permiso para tomar unas imágenes del convento y declara, como despedida, que la publicación o no de la conversación dependerá de su jefe de redacción, no de él, y del director del TG7.