Doña Mariana de Mansilla y Laerte, condesa viuda de la Vela, acudía con regularidad a los oficios divinos. Se alojaba en la hospedería en compañía, casi siempre, de Margareta, la adoptada austriaca en el 47 con seis años: cuando se supo todo lo ocurrido, cómo los bombardeos aliados diezmaron a las familias católicas austriacas. Margareta fue bellísima de niña. No era muy alta. Era una niña rubia, muy dulce a los ocho años, que cantaba la Salve latina con un fuerte acento austriaco al principio y que después se adaptó como un guante a la devota, pero también agitada, vida multimillonaria de los Laerte. Que se puso de largo a la vez que doña Mariana, las dos igual vestidas. Siempre se recuerda que el baile de las debutantes que se dio en el Tenis, lo presidió la propia doña Carmen: y que asistieron ministros azules, por lo menos uno, y un obispo. Y así siguieron las dos toda la vida viajando juntas, yendo juntas a los sitios, doña Mariana y doña Margareta, a quien pronto llamaron los españoles doña Margareta. E iban con frecuencia a visitar este convento, que las traía el chófer, sólo diez años, a la sazón, más joven que las dos, directamente desde el Parador de La Alhambra al convento.
Tenía doña Mariana este punto abacial, un atractivo supersustancial, que en cambio el padre prior tenía en bien poco. Es más, solía enervarle: todo lo contrario Margareta, que a todos encantaba y persuadía de la propiedad y oportunidad de la vida monástica hoy en día.
En el mundo, habíase el padre prior llamado José María (Josefo) Labordieu Cabeza del Val. Y fue un chico guapo en los cincuenta en el Madrid aquel donde emergían el Opus y los Kikos, a la par en pos del Dios del cielo y reconquista del mundo temporal para Jesús, llamado el Cristo: fueron los tiempos de espiritualidad laical, de la teología del laicado del padre Congar, de los hermanitos de Jesús, de los curas obreros y del elogio de la liturgia preconciliar que dio lugar, entre mil cosas más, a la bella capilla del Aquinas con su Virgen románica en el ángulo de los paneles de madera. Entonces fueron las misas coram populo y la sustitución de las casullas decimonónicas por las casullas góticas. Acababa de acabarse la guerra mundial y acababa de acabarse nuestra guerra civil. Y se leía La Espera, de José María Valverde y sus Versos del Domingo. En aquel tiempo escribía Leopoldo Panero: «¡El más pequeño / minuto del vivir en Dios empieza!». Y: «Estoy solo, Señor. Respiro a ciegas / el olor virginal de Tu palabra / y empiezo a comprender mi propia muerte; / mi angustia original, mi Dios salobre». Fue el tiempo, arrumbado ahora, de Lilí Álvarez y las conversaciones de Gredos. Y entre los muchos que hubo, hubo el ahora padre prior, el Josefo, y doña Mariana de Mansilla y Laerte todavía soltera, riquísima ya entonces por parte de su madre, con el allure de los litúrgicos cincuenta. De ahí vino la gran amistad que ahora enerva al padre prior. Los años, pues, pasaron con su viscosa mierda y muerte. Josefo se salió del mundo y se marchó al convento. Y doña Mariana se casó con el conde de la Vela, repeinado con la gomina de aquel tiempo y el requilorio prebélico de las bodas de los años treinta en los Jerónimos. Fueron, en el subsuelo, los años del amor sin hilos. Pero en el entresuelo y en todos los grandes pisos de Espalter y de Serrano y de la calle de Velázquez y los chalets del Viso, hubo una como vida espiritual imitada del catolicismo literario francés de la época, los novelistas católicos ingleses y franceses. No exento de energía espiritual todo ese mundillo madrileño, acabó definiéndose a favor o, subrepticiamente, en contra de la dura ascética cristiana que contenía un resplandor remoto de espiritualidad nonata que podía leerse no sólo en los lejanos textos de los Padres Orientales, sino también en los cercanos textos esotéricos del Naturaleza, Historia, Dios del primer Zubiri y su admirable artículo acerca de la deificación en la teología paulina. Josefo decidió que él se embarcaría en esta audacia, en esta grande y peligrosa belleza de la acción espiritual. En fin, razonable o no, encaminado o desencaminado, se fue al convento. Y dejó ahí de ver venir al guapo Lucifer, aquel brillante arcángel que toreaba, suicida, como Joselito.
De todo lo anterior se sigue que las visitas de doña Mariana, acompañada de Margareta o sola, al convento de la Gorgoracha no fueran del gusto del prior. Y mucho menos hoy. En este ahora inopinado repentinamente cruel, dominado hasta los tuétanos por el ahorcamiento del más dulce, delicado y convincente de todos los hermanos de la comunidad, el padre Abel, el hermano, sin embargo, que se impacientó y dio la espalda al Dios vivo, al mismo a quien, durante años y años, a solas y en la oración común, se había encomendado. El prior no lo entendía, siguió sin entender lo sucedido un mes después, y la repentina reaparición de la condesa de la Vela y de su adlátere fue hiriente. ¡Qué diablos vienen a buscar! No hay nada aquí que ver, solo miseria, pensó el prior para sus adentros, al saludarlas como de costumbre, amablemente, e invitarlas a sentarse en la parte sombreada del claustro donde solía llevar a las visitas a fin de hacerles ver, sin mediar palabra, la espiritualidad físicamente visible de aquel claustro y aquellos cipreses y acacias que habían crecido de la greda amarga, últimamente de la lava del volcán, que dejó láminas grises en la costa, placas tectónicas y rebabas molidas en el interior de la provincia.
Doña Mariana era lo contrario de indiscreta. Como queda dicho, era abacial. Más abacial, si cabe, que el propio padre prior, con aquellos zapatos de tacón bajo y aquel vestido de seda abotonado hasta el cuello y enramado en negro y blanco. Imposible ser más claramente distinguida y no chismosa. E imposible ser más reumática y más envejecida que Margareta con poco más de setenta años, habiendo sido guapa como fue y siendo ahora equivalente al gris volcánico de las pendientes y costanillas que rodeaban el convento. El prior presintió que una vez consumidos todos los tópicos relativos al tiempo atmosférico y a las facilidades que hoy en día proporciona al viajero el Ave Madrid-Málaga, la charla recaería en un hiato, como en un bostezo, y saldría el tema del hermano Abel como un eccema.
Lo que el prior presentía que había de ocurrir, de sobra sabía que no iba a decirse bruscamente. El estilo conversacional de doña Mariana —como por otra parte el del propio prior— tenía un alza oficial, mundana y eclesial al mismo tiempo, que impedía dejar ver a las claras el asunto que primariamente ocupaba a los interlocutores. Para eso estaba el alza, el tono oficial, que incluía un mutuo preguntar por conocidos y parientes, hacer un poco de conversación banal.
—¡Aquí se está tan bien, al aire libre y a la vez tan recogidos! De verdad que esto me encanta —declara, por fin, doña Mariana.
—¡A mí también! —asegura Margareta.
—A todos nos encanta este lugar —prosigue la condesa de la Vela—, este convento tan del sur, con este aire un poco de cortijo y de convento rehabilitado. En fin, fue una suerte que tuviéramos un sitio así, que por cierto fuiste tú, Josefo, quien dio la idea al obispo y a todos los demás. Qué voy yo a contarte.
—¡Así es, así fue. Tuvimos suerte! Además de tu generosidad proverbial, Mariana, que nos regaló la finca.
El prior fijó la vista en un laurel que tenía al lado de su asiento. Este laurel, por cierto, con su maceta, sus macetas (porque hubo que trasplantarlo varias veces) fue un regalo de doña Mariana. En cocina echaban a veces sus hojas secas a los guisos.
Los tres permanecen en silencio un buen rato. El tema saldrá de un momento a otro, piensa el prior, y decide que lo traerá a colación él mismo si tarda en salir, para acabar con ello de una vez. Examina el perfil de la condesa: un perfil más atractivo ahora, de mayor, que de joven, con aquella nariz larga y sus labios severos.
—Todo fue —declara meditativa doña Mariana— aéreo como el encanto de este sitio. ¿No te parece a ti también, Josefo, que fue aéreo? El aire y los sueños.
—Quizá sí —asiente el prior—. Aunque el paisaje en torno nuestro es más bien terrenal que aéreo, yo diría. Tierra empujada desde los subsuelos de esta provincia. Aéreo quizá sólo parezca serlo a estas horas este humilde claustro, que se parece, como tú dices, es verdad, al patio de un cortijo.
—¡Este encanto tan vuestro, tan español, de las paredes blancas! —comenta, como entre sí, Margareta.
—Admite, Josefo, que lo vuestro fue en gran medida un re-encantamiento religioso —dice la condesa.
—Yo no lo veo así, querida.
—¡No. Ni yo. Yo tampoco! —exclama Margareta.
—¡¿Cómo que no?! —exclama doña Mariana, abacial una vez más, dirigiéndose, alternativamente, a sus dos compañeros—. Tuvisteis un momento fuerte, preconciliar, ¿qué me vas a contar? Y otro, todavía más fuerte, posconciliar. Fuisteis la Iglesia orante, enclaustrada y orante, del gran teatro global de Juan Pablo II. Y ahora, qué. ¡Y encima ahora, esto! Ahora encima en la picota, precisamente vosotros. En los papeles, en los medios. No hay columnista de chichinabo que no haya dado su opinión. Todos la han dado, y es lógico. ¿Tienes algo que decirme, o no?
—Mariana, desbarras. Aquí no entran periódicos ni medios. No entra nadie, no sale nadie. «He visto sólo una ciudad por dentro / fuera no hay nadie.»
—¡Que te crees tú eso!
—Mariana, querida mía. Si, como tú dices, tuviera algo que contarte o creyera que tenía que contarte algo, te hubiera llamado por teléfono, te hubiera ido a ver, estaría fuera de aquí. Aquí no hay nada que contar, estamos en silencio. ¿No lo ves?
Permanecen en silencio los tres. La luz de Pentecostés entre el segundo y el cuarto domingo de Pentecostés, se ha templado ahora con la caída de la tarde. Dentro de nada el prior se levantará para ir a Vísperas. La luz tenue y nítida, la pulcritud del cielo azul, rebota tenue en la pared jalbegada. Les envuelve como el don de una elocuencia inaccesible. El prior sabe que ha estado violento, agresivo, desagradable, irritable. Tiene que decir algo amable a Mariana y a Margareta.
—Perdonadme las dos. Supongo que os quedaréis a la oración. «No pierdas, Señor, mi alma con los impíos.» No lo digo por vosotras. Lo digo porque también yo estoy desolado y me cuesta estos días cantar las alabanzas del Señor. Eso es todo lo que hay que contar, Mariana. Nuestras pobres almas, que no pueden vivir la gloria de Dios aunque la vean, aunque tengan su gracia. Porque en todas nuestras manos, también en las mías, a veces parece también que no hay más que crimen. Y nuestra mano derecha parece a veces que nos engaña con engaños de mayor tamaño que las verdades resplandecientes. Los engaños nos engañan porque son evidencias vehementes que no podemos negar ni contradecir. Estamos en manos de Dios, hermanas.
Acompaña a las dos amigas a la puerta y hasta el coche. Es un hombre alto que, a pesar de sus años, próximo a los sesenta y cinco, se mueve con agilidad y con gracia.
—Nos es muy grato hablar contigo, padre prior, siempre —dice Margareta al despedirse.
—Nosotras estamos contigo, Josefo, de sobra lo sabes —concluye doña Mariana de Mansilla y Laerte.