Estaba nuestra vida tan pautada

Estaba nuestra vida tan pautada que todos nos fuimos volviendo con los años más corteses los unos con los otros. La Regla de san Benito, que más o menos seguía vigente en nuestra comunidad, tiene un fondo de severidad elegante, un buen tono que nos reeducaba a todos, también en superficie, en las maneras. Trabajar el campo, rezar y convivir más o menos en silencio durante años, refina las innobles maneras de la juventud de este tiempo. Así que se facilitaba la vida en común, no nos hacíamos esperar, había menos envidias, casi no sentíamos celos porque nuestros afectos, al disponer de un objeto inmanente tan puro aunque distante y tan preciso aunque borroso, como es Dios, se desviaban casi automáticamente de las ordinarias expectativas del yo. Esto hacía que mi conciencia experimentara con relativa frecuencia gran paz: no teníamos (o yo al menos no sentía) penas de amor o de ausencia, excepto en lo divino. Vivíamos una vida noble y la comunidad tenía un aspecto laborioso y noble: concentrado, laborioso y noble. Y las habilidades que trajimos de la calle —la carpintería, la enfermería, el cuidado de los enfermos, la albañilería, el laboreo agropecuario, el dar clases de apoyo a los chiquillos del pueblo que quedaba a unos diez kilómetros del convento, no lejos de Vélez de Benaudalla, cerca del caserío de la Gorgoracha— las desarrollamos mucho en el convento todos, menos la que en concreto traje yo y mis dos hermanos mayores: el escribir. Eso lo dejamos a un lado para rezar y aprender a labrar los arroyos de patatas. Creo que yo mismo regresé a una cierta ingenuidad en la acepción de personas que tuve de crío y perdí luego con la vida universitaria y estudiantil. Me refiero a que cuando era chico la gente me parecía increíble: que un hombre que era —creo recordar— el marido de una prima de mi padre, y que fumaba con boquilla, me parecía increíble, fascinante. Eso lo perdí y de algún modo lo recuperé en el convento.

Esta ingenuidad recuperada de Ignacio tuvo mucho que ver con el duelo. Descubrió que no podía vivir el duelo dando tiempo al tiempo, aceptando el curso amortiguador del tiempo inmanente objetivo. No podía ser ahora ingenuo con la muerte del padre Abel por una parte y, por otra, al haber vuelto por obra de la nobleza de la comunidad, a su ingenuidad inicial, no podían no parecerle increíbles los increíbles hermanos mayores que había conocido, uno de los cuales, Abel, acababa de quitarse la vida. La ingenuidad recobrada funcionaba contradictoriamente ahora, queriendo que lo sucedido no hubiese sucedido y, a la vez, viéndose incapaz de consolarse, incapaz de no representarse una y otra vez lo que había sido la vida de Abel y lo que hubiera podido ser de no habérsela quitado. Y recordaba, avergonzado, la línea de Rilke: «Esto es mezquino, pensar lo que no fue». Y lo cierto es que daba vueltas y más vueltas a lo que pudo ser y no fue y lloraba por el pasado que no había dejado de ser una modificación del ahora, del futuro: un vacío que le agujereaba y vaciaba y le trababa en la oración y el trabajo.

Atónitos. Todos se habían quedado así. Las horas conventuales, las horas litúrgicas, se preservaron, como es natural, intactas. Lo inédito en este duelo fue la imposibilidad en que todos se vieron de efectuar la apropiada suspensión de la incredulidad ante la interpretación del desdichado asunto del padre Abel. Los breves paseos, pues, que daban por la huerta Ignacio y Raimundo, se entrecortaron o se suspendieron sin que ninguno de los dos mencionara al otro que era consciente de esa suspensión. Estos paseos tan breves, antes de Vísperas, de pronto les parecieron a ambos interminables, porque, al verse obligados a eludir hablar de la muerte de Abel, con todo y con ser sólo un pequeño distanciamiento, vaciaron las conversaciones de los dos, las precedentes, las que determinaban un antes que era como una gran boca dentada, afilada. Para no parlotear, evitaban a la vez hablar. Lo ocurrido vaciaba de contenido las conversaciones de los dos. Esta tarde, sin embargo, coincidieron en el claustro un cuarto de hora antes de Vísperas. Y pasearon en silencio juntos. Hasta que por fin Ignacio dijo:

—Bueno, a la vista está que no somos héroes ni santos. Y yo casi ni monje. No habiendo hecho aún ni los votos temporales…

—¿Y bien? —comentó Raimundo—. ¿Y qué es lo que, según tú, a la vista está que sí que somos?

—A la vista está que somos frágiles —dijo Ignacio.

—Y mortales —añadió Raimundo secamente.

—Decir eso viene a ser como no decir nada.

—Desde luego —comentó Raimundo—. Sólo que frágiles y mortales a la vista está que somos.

—También somos siervos de Dios —dijo Ignacio, y añadió—: En estos años me he ido haciendo a usar esta expresión: siervos de Dios, siervo, sirviente, servicial, servicio. Odiaba esa expresión tan litúrgica o más que hijos de Dios, siervos de Dios. Me parecía que mediante esa expresión, siervo, o servicio divino, convertíamos al Señor en un déspota, un tirano incomprensible a cuyo servicio estamos en este convento, en esta plaza…

—Somos libres y a la vez estamos en manos de Dios. Fuera de aquí se suele formular de otra manera: se dice: libres y sujetos al azar, a la causalidad, la suerte. Todo eso que se dice, cuando se dice en serio, viene a ser lo mismo que estar en manos de Dios. Tú sabes esto igual que yo, Ignacio. También yo, aunque no lo parezca, estoy agitado estos días. Dejado de la mano de Dios. No como los dejaos aquellos, los molinistas, sino mucho peor, mucho menos santamente, mucho más estúpidamente. Me siento abandonado por Dios. De pronto Dios quebranta su propio protocolo, su propia cortesía. Y todos los sirvientes de su corte, todo a lo largo de la jerarquía, sufrimos el quebranto por igual, el Dios quebrantahuesos.

Atónitos, por supuesto, todos los hermanos de la comunidad a la vez. (Simultaneidad esta que, curiosamente, de pronto apareció como un pre-a la vez, como si lo de Abel se hubiese un poco ya previsto.) Sí, se sintió un alivio funerario, como una convalecencia del ahorcarse y, sobre todo, del haberse ahorcado, al fin y al cabo, sólo uno en vez de todos a la vez en una repentina protensión de la comunidad entera. Todo lo cual, no obstante chusco, resultaba, al verles en comunidad en la recreación o en el refectorio durante las semanas que subsiguieron a la muerte y al duelo, menos descabellado de lo que parece. Como si lo mayor del duelo (el puro vacío que después, despacio, se corrompe) se hubiese confiado sólo a uno o dos, los más amigos, y también, sin duda, al propio prior. Y los demás sólo se estuvieran reponiendo en los camastros de la enfermería, un edificio nuevo, de dos plantas, con su patio propio y una recientemente añadida fuentecilla que fluía día y noche. Sobreponiéndose, en verdad, como es debido, todos ellos, como está mandado. De hecho eso fue lo que el prior mandó que hicieran al darles la noticia en términos de fallecimiento accidental: les mandó que no lo hablaran, que se lo dejaran a Dios, que se sobrepusieran. Y así se hizo. Faltaría más.