Su muerte —había dicho el prior— es para nosotros parte del misterio de Dios. Era esto, más o menos —recordaba Ignacio— y también lo otro: entra dentro del sentido del misterio encomendarle a Dios y se pierde el sentido del misterio hablándolo. A Ignacio le pareció que, en su afán de reglamentar lo ocurrido, el prior se había quedado corto. Incluso sin hablar de lo ocurrido con nadie, ni siquiera con Raimundo, resultaba imposible no representarse una y otra vez la vida del padre Abel. Una vida que incluía ahora una muerte específica (la idea de la muerte accidental solo valía para despistar a los simples: la idea de un súbito trastorno de los neurotransmisores). El caso era que todo lo relativo a Abel (al hundirse este en su muerte, en ese hiperpasado que corresponde a los difuntos) se había vuelto representación. Y lo característico del representar es que es cosa de la libertad. Representar —dice Husserl— es un libre recorrer. Representarse una y otra vez la vida, la muerte de Abel, era, para Ignacio, una opción de su libertad. No quería no representárselo ante sí mismo. Hubo en esto una explosión de rebeldía como jamás Ignacio había sentido desde que entró en el convento. Lo que se les había recomendado, el no hablarlo, ni siquiera con su maestro espiritual, con Raimundo, era sensato. El propio Raimundo a pesar de su humor guasón y reservado, a pesar de la impasibilidad fisiognómica que había alcanzado con años y años de monacato, cambiaba de cara, al rozar ese asunto. Y era imposible no rozarlo por más que se hubiese procedido con una eficacia y un silencio sepulcral. Claustral. Había dos momentos en que la representación se transformaba en percepción inmediata: uno sacro y otro profano. El sacro tenía lugar al encomendarle a Dios en el memento de difuntos de la misa. El profano tenía lugar en el refectorio el día que tocaba potaje de garbanzos. Cuando Abel estaba en el servicio de cocina este potaje salía exquisito. Era una cuestión de punto y tiempo de cocción. Normalmente los potajes conventuales era nutritivos pero sin gracia. Los garbanzos bailaban en un líquido viscoso sin trabar, un salsirimoje. Ignacio no podía contener las lágrimas, las primeras de su vida, al introducir a Abel en el memento y recordar en plural, en latín: «Qui nos praecesserunt cum signo fidei, et dormiunt in somno pacis». El asunto es que esto podía decirse: el plural famulorum famularumque tuarum podía utilizarse, sí, pero quedaba descompuesto al introducir el nombre propio del padre Abel. A lo largo de las semanas que siguieron al veloz funeral, Ignacio observó de reojo a los otros hermanos para ver si ellos también se conmovían llegado ese instante. Era difícil saber lo que pasaba por las cabezas de los siervos de Dios con sus manos juntas, su inclinación y su recogimiento protocolarios. Solo se me ha muerto a mí —llegó a decir, escandalizado de sí mismo, Ignacio—. Y, sí, había entre los más jóvenes al menos, Pablo y Lorenzo, una visible sensación de impostura, un incómodo silencio al no haber habido levantamiento del cadáver ante un juez ni presencia de la policía. El médico de Vélez certificó que se trataba de muerte accidental, un fulminante ataque cerebral. Pero la ocurrencia de que no había habido accidentalidad ninguna cundió en silencio entre todos ellos como una gripe. El esfuerzo por negar la sospecha de suicidio producía un raro estrépito carcelario en las ritualizadas maneras de la comunidad. Una cosa es obedecer y aceptar que lo ocurrido ocurrió como lo contó el prior y otra creérselo. Evidencias víricas de que había sucedido justo lo contrario infectaron a todos —eso al menos le parecía evidente a Ignacio.