Hubo en el convento un gran revuelo

Hubo en el convento un gran revuelo silenciado en torno al levantamiento del cadáver, el funeral, el entierro en el cementerio conventual. Se consideró que se trataba de un trastorno mental repentino y que no era suicidio.

—El hermano Abel —declaró el prior— ha sufrido una de esas terribles conmociones que nuestra naturaleza psicosomática sufre a veces y que nos vuelve tristemente inconscientes de nuestros actos. Nosotros creemos que la muerte del hermano Abel es un accidente y que ahora está tranquilo en el seno de Cristo. Entre nosotros sólo cabe encomendarle a Dios, encomendarle a Dios tendrá para nosotros dos partes, una primera que es encomendarle a Dios en nuestras oraciones diarias, pensar en él en Dios, y una segunda que consistirá en no hablar de él trivialmente entre nosotros. En esto todos vosotros debéis, como hombres consagrados al Señor y como monjes, ser especialmente cuidadosos, no sólo evitar las habladurías, sino también las habladurías del corazón acerca de lo ocurrido con el hermano Abel. Entra dentro del sentido del misterio encomendarle a Dios y se pierde el sentido del misterio hablándolo. Su muerte es para nosotros parte del misterio.

El prior no hizo referencia a la nota del hermano, que, sin embargo, sí leyó Ignacio. Todos supieron de la nota acerca de la cual inevitablemente pensaron, más o menos involuntariamente la mayoría, porque si había habido una última nota era difícil considerar aquella muerte como una muerte accidental, era imposible evitar pensar que la había buscado o deseado el hermano de alguna manera. No se podía, por otra parte, pensar que esta muerte no fuese para Dios también, como todas las demás, por desorbitada que pareciese a nuestros ojos humanos.

El hermano Ignacio no pudo evitar recordar el texto de Hopkins, tomado, por supuesto, fuera de contexto y, encima, alterando, casi sin querer, la última línea:

«¡Ah!, era un corazón recto, un ojo sencillo, leyó la aterradora noche informe y supo el quién y el porqué».

La versión del hermano Ignacio consistía en no poder no pensar la última línea invertida: «y no supo el quién y el porqué». ¿Puede un corazón recto y un ojo sencillo leer tan mal el significado de la propia vida, de la vida de la comunidad, del misterio del amor divino? ¿Puede el silencio de Dios ser a la vez tan profundo y alejador que el desalejamiento sea imposible? No hacía mucho, al fin y al cabo, que Ignacio declaró, hablando con el hermano Raimundo, la belleza y la peligrosidad del Señor. Tanto en aquella ocasión reciente como ahora, se refería a la conocida frase que destellaba con frecuencia en su conciencia: «El ser es lo más familiar y al mismo tiempo el abismo. La belleza es lo más familiar y al mismo tiempo el abismo.» El hermano Ignacio tenía motivos personales para entender mejor que el resto de los monjes estas frases aplicadas al caso del hermano Abel.

—Hay que dejarlo estar, hermano —declaró Raimundo, mientras ambos daban su breve paseo antes de Vísperas—. Tenemos que sobreponernos y no balancearnos de una suposición a otra, de un deseo piadoso a otro, de un recuerdo a otro, de un porqué a otro, en este caso concreto.

—Así debe ser, hermano —respondió Ignacio—, pero a la vez es imposible, no puedo liberarme, por más que lo intente, de una inmensa tristeza, de una inmensa incomprensión por mi parte, que gira violentamente sobre sí como un tornado y que a veces es empatía con el hermano Abel y a veces al contrario, antipatía y desapego, y que vuelve a empezar otra vez como ternura, como censura, como deseo de olvido, como esfuerzo ascético por aceptar las recomendaciones del prior, como rebelión contra las palabras del prior, como duelo por el hermano Abel, que ahora me parece un duelo sin partes e inextinguible e informe.

—Te entiendo muy bien, Ignacio. Recemos juntos una vez más: «Quédate con nosotros, Señor, porque atardece».

Mientras se encaminaban a la capilla, se diluía el sol aurificando el monasterio y los abedules. El tintineo de los álamos blancos, entre el trinar aurificado del recogimiento de todos los pájaros a esa hora. Los últimos vencejos chiando al entrecruzarse en lo alto de las dos espadañas, la de la campana y la de la cruz, trajeron a la memoria de Ignacio, una vez más, frases de otra conversación, lejanísima de pronto:

—Vivimos en un estado de excepción, en este espacio reducido, en este tiempo reducido, hermano. A veces me parece como un tiempo de prórroga en un partido empatado, siempre es el último cuarto de hora. Regateamos esforzadamente durante todo el partido, regateamos y chutamos a gol, erramos. Nuestra errancia es disonante en esta desconfianza irreprimible en cuyo interior nos elevamos a Dios y nos caemos de Dios como ciruelas maduras, aplastadas, pisadas, asediadas por las últimas abejas en el sendero de la huerta. Es un estado de excepción y un tiempo reducido, hermano Ignacio.

La voz de Abel, su tono de voz, estaba nítidamente ahí como un campaneo que convoca a la oración y que cesa. El fraseo no era exacto del todo, era —pensó Ignacio— demasiado elocuente y doliente. Era un fraseo de oración fúnebre, de exequias, solemne y, de algún modo, falsificado, poético y, de algún modo, inauténtico. Expresivo y, de algún modo, inexpresivo y prosaico. La voz del hermano Abel era apagada en las conversaciones, afinada, hecha al gregoriano, pero siempre más baja, más arenosa y pegadiza que otras voces. No era la voz de un orador elocuente. Al reoírla ahora, el tono y el contenido se rehuían por sí solos, como atardeceres. Se desenhebraban inaudibles e intransitables quizá como la cabecita de oro de una aguja de repasar. Eran frases no continuadas y no argumentadas, como si la lucidez de Abel fuese equivalente al eliotiano «On Margate Sands. / I can connect / Nothing with nothing».