El convento tiene una huerta atrás. Una media hectárea de huerta en cuesta con bancales de hortalizas. Es media tarde antes de Vísperas. Es una tarde al borde del verano que aún reluce con los rebrillos tenues de la primavera tardía. El padre Raimundo e Ignacio han subido y bajado por la huerta hasta el muro y vuelto a subir y ahora lentamente rodean el bancal de patatas. Ignacio lleva un delgado libro en la mano. Lee en voz alta:
Encontré esta mañana al rey de la mañana,
al príncipe del reino de la luz, al halcón embebido
en el alba moteada, galopando en el aire,
firme embridando el viento en las alturas. […]
Mi corazón se alegra por un pájaro:
todo maestría y destreza.
Tosca hermosura y valor y hacer, aire, orgullo, plumaje
embridados aquí. Pero el fuego que en ti salta,
mi Señor, es mil veces más bello y peligroso.
Ignacio se ha detenido y observa de reojo al padre Raimundo.
—¿Qué te parece? Es «El halcón», de Hopkins, dedicado a Cristo Nuestro Señor.
—Me parece impresionante.
—¿De verdad? ¿Qué crees tú que quiere decir Hopkins con esa comparación? ¿Te parece equiparable la belleza sensible, visible del halcón en vuelo con el Señor, mil veces más bello y peligroso? Sin duda el Señor no es más bello que un halcón porque no es visible de ninguna manera. Acuérdate, hermano, del texto latino: «Pulchrum est quod visum placet». Bello es lo que complace a la vista. El Señor es invisible.
—No en nuestros corazones, hermano. El Señor arde en nuestro corazón. Nos vuelve ardientes, compasivos, amables, inteligentes. En el halcón que vuela resplandece el Señor, que vuela invisible.
—Por consiguiente, no le vemos.
—No, pero sentimos sus efectos en el corazón. Y ese efecto, esa visión interior es mil veces más bella, dice tu poeta, que la visión de un halcón planeando en el aire.
—Naturalmente, hermano. ¿Cómo no voy a estar de acuerdo? El halcón es una imagen sensible de Cristo Nuestro Señor, es una analogía de proporcionalidad impropia, ¿no se dice así? Es una metáfora. Sin embargo, para cualquiera que no tuviese las claves cristianas que tú y yo tenemos la palabra «Señor» o la expresión «Cristo Nuestro Señor» no le remitiría a nada. Un chino no entendería la comparación. Esta comparación es comprensible dentro de nuestro contexto cristiano.
—Eso es verdad, estamos los dos dentro de un mismo contexto, dentro de un mismo sistema de significados. Lo que sorprende en tu poeta es la viveza de la comparación. La vivacidad, la repentina quiebra propia de un halcón bellísimo desde los mil metros hasta el suelo, una quiebra absoluta, desde el halcón hay un tajo de mil metros y aparece el Señor, es una gran audacia.
—¿Cómo explicas, si este texto te gusta, que el maestro de novicios prohibiera escribir a Hopkins cuando entró en los jesuitas? Solo podía escribir con permiso de sus superiores. ¿Cómo explicas tú eso?
—Quizá sea fácil explicar eso aquí donde estamos, en este monasterio consagrado a la oración y al silencio. La palabra literaria, la palabra humana sin más, se encuentra aquí vigilada por el silencio, cercada por el silencio, clausurada para que no llene el borbotón del alma, del corazón o de la inteligencia de imágenes y emociones distintas al gran silencio, al gran vacío, a la gran noche purgativa donde Dios, de algún modo, se muestra. Hay que pasar por el vacío y el vaciamiento del yo para dar con un yo que, según nos dicen, es más interior a cada cual de lo que cada cual lo es a sí mismo.
Suena la campana de Vísperas y los dos monjes contemplan por última vez el macizo de petunias y la atardecida que resbala por detrás de los cipreses y de los abedules dejando como un vaciamiento en el aire, una impresión de despedida y de recogimiento. El monje mayor le dice al joven:
—Mane nobiscum domine quoniam advesperascit: quédate con nosotros, Señor, porque atardece.
Así sea, hermano.
—Da más paz y es de mayor santidad, hermano Raimundo, no ser célebres. ¿A que sí?
El hermano Raimundo sonríe y comenta guasonamente:
—Tú ibas a ser una celebridad literaria. ¿Estás seguro de que no estarías más tranquilo ahora siéndolo que no siéndolo, como no lo eres?
—Hubiera sido una celebridad menor. Esa cursilería que llaman letraherido. La verdad es que no sacrifiqué gran cosa.
—Diste lo que tenías. Eso es suficiente. Dar lo que se tiene es suficiente. Y lo que tú tenías era ilusiones, la convicción de que tus textos eran originales, que tu visión del mundo era vigorosa y renunciaste a expresar eso, no sólo a no publicarlo sino, sencillamente, a expresarlo.
—Lo que yo quería hacer era poesía pura. Y raramente la poesía pura es un método utilizable para la gloria de Dios. Podemos descontar algunos casos excepcionales que no es el mío.
—Tú te lo dices todo, hermano Ignacio. Es cierto que la literatura se hace y se publica para mayor gloria del autor. Para entrar en la feria de las vanidades. Publicar es un impulso en gran medida de vanidad, en eso estamos de acuerdo. También es entrar en un diálogo con los contemporáneos. Pero nosotros queremos entrar en un diálogo con Dios, con nosotros mismos, a través de textos específicamente religiosos, por eso miramos con desconfianza los elogios del escribir que se hacen en nombre de una explicación del mundo valedera para todos. No acaba de ser del todo cierto que escribir sea una experiencia comunicativa completa, puede serlo o no, a contrapelo de lo que el propio autor quería hacer. Realmente nos son más útiles las obras escritas que la relación con los escritores que las escribieron, quizá.
—No te desvíes, que yo empecé hablando de paz y, ciertamente, nadie quiere la paz fuera de aquí y ningún presupuesto pacífico serviría para vivir fuera de aquí: la palabra de moda en todos estos años ha sido competitividad. El elogio continuo de esa palabra y de todo el mundo intencional que lleva detrás fue una de las cosas que me inclinó a meterme en este convento. Competitividad ¿para qué? Ganar ¿para qué? Aquí tengo la paz, la facilidad y la paz de no querer ya nada. Lo que me atrajo del convento fue la posibilidad de decapitar la insaciabilidad que yo sentía. Aquí, ahora, no deseo los deseos: no deseo tomar una copa, no deseo tomar un helado, no deseo tener relaciones sexuales tan vehementemente como lo deseaba cuando estaba fuera, porque vivo en suspensión, estoy atento a un interior cuyo contenido con frecuencia se me escapa pero la intención inicial, la intención de poner el mundo entre paréntesis, me sirve para hacerme la vida más sosegada.
—Pero eso es banal, hermano. Es la huida del mundo, sin más. Y, en cierto modo, demuestra que tienes un alma temerosa, temerosa de Dios, temerosa del mundo. Vives encogido y en paz. Pero ese no es el camino de la santidad, ese es el camino de la anulación de la voluntad. Órdenes como fueron los jesuitas u hoy en día el Opus Dei, no han huido del mundo sino que al contrario han estado siempre en medio del mundo. Nosotros somos los raros, hermano Ignacio, los especialitos. Nuestro carisma es raro. Especial y discutible. Mucha gente, buena gente, nos llamaría, sin más, extravagantes, excéntricos, estamos aquí porque no hemos hallado un sitio más raro donde situarnos, el último esnobismo es el convento. Aquí ves la perpetua película de ti mismo ascendiendo hacia una cumbre de paz y santidad. Y esa película te favorece, sales guapo ahí.
—¡Hermano Raimundo, te has puesto contra mí!
—Ya sabes que no, pero un repaso a los motivos de nuestra vocación no nos viene mal a ninguno de los dos. Si no lo hiciéramos correríamos el riesgo de considerarnos puros o perfectos, que como sabes es uno de los riesgos de los hombres espirituales. De un lado estamos nosotros, los puros, los abnegados, los dejados, y del otro toda la chusma de los mortales que no han buscado a Dios y que se las arreglan como pueden. Nosotros no queremos separarnos de nadie al dejarlo todo ahí afuera. No queremos parecer mejores ni creemos que podamos sin más serlo o llegar a serlo, no sin la ayuda de Dios. Y aquí entramos en el lado más enigmático de nuestra existencia: la relación con Dios.