Cuando le conocí

Cuando le conocí, era ya un hombre mayor. No éramos muchos en aquel gran convento. Nos veíamos todos todos los días. Dentro de aquella atmósfera de silencio, la comunidad, el todos nosotros, era más visible que la individualidad de cada uno. Los primeros meses de postulantado fueron casi cómicamente agitados para mí, me sentía desasosegado y anhelante y me esforzaba por cumplir todas las indicaciones del maestro espiritual que nos recibió, a mí y a otros cuatro. La verdad es que apenas reparé en mis compañeros, y ni siquiera me preguntaba qué motivos les habían conducido a ellos a entrar en una situación tan especial como la que envolvía a todo el grupo. Yo era un joven callado en aquel entonces. Muy joven. Acababa de terminar una insatisfactoria carrera de letras y había entrado en este monasterio un poco porque me pareció fascinante la liturgia de un convento próximo a mi ciudad natal. Debo decir que fue un impulso muy imperfectamente definido. Y que tenía más de complacencia en experimentar aquella situación, aquella asidua dedicación a los trabajos manuales y a la oración, que de experiencia religiosa. Imantados por el silencioso aire del monacato con sus áridas tierras alrededor, sus pelados alcores. Era embriagador al principio, una gran novedad en una vida normalmente joven, agitada y trivial, sin perspectivas de ejercer mi profesión. Procedía yo de una familia católica, me había educado en un colegio de frailes. Había oído hablar del gran silencio. El silencio es el lugar del espíritu, había leído. Me había impresionado la célebre línea de una de las Elegías: «Comienza siempre de nuevo la nunca suficientemente alcanzada alabanza». Quizá fuese esta idea de alabanza lo único que de verdad tenía de religioso o religioso / poético mi emoción inicial: la llegada al convento, los meses del postulantado todavía con nuestras ropas civiles, hasta el día de la vestición. En la idea de convertirme en un novicio, y en la idea misma —ligeramente cómica— de la vestición, había mucho de juerga mística por mi parte: un ramalazo teatral. Yo había sido un chico solitario y callado, imaginativo, y quizá también temeroso del mundo que exploraba mentalmente en inconexas aventuras imaginarias.

El primer año del noviciado me encontré con el padre Abel, que vino desde Granada. Me sorprendió entre los monjes de su edad por lo callado que era. Había yo leído unas cosas y otras sobre el sentido de la existencia monástica, semejante a la de los ángeles. Para mí esto era familiar, una imagen derivada de la poesía que más me interesaba. Encontrar ya en la tierra, en la medida de lo posible, al propio ángel y gozar de la visión que este tiene de Dios. Me seducía esta idea del ángel convertido en imagen de la adoración y del amor puro, de la existencia que se transforma en pura alabanza.

Durante meses nos saludábamos sólo con una inclinación de la cabeza o una sonrisa. El recogimiento, los ademanes del silencio, su aura, pueden ejercer mucha más fascinación en una inteligencia y una sensibilidad juveniles, que el más desaforado de los grupos musicales. Uno se deja llevar dulcemente a la observación y a los detalles como si hiciera una minuciosa colección de sellos, de sigilos, de atenciones, de súbitas revelaciones microscópicas: todo esto me pareció encarnado en el ambiente de los primeros dos años de noviciado.

Me acostumbré al silencio, que no era, desde luego, absoluto. Había una dialéctica de contención de la locuacidad. Toda la Regla de san Benito, que nos leían en el refectorio o que nosotros mismos releíamos, estaba impregnada de contención interiorizante. Así, en el capítulo cuarenta y tres se leía: «En el instante en que se oyere la señal para el Oficio divino, dejando lo que tuvieren entre manos, acudirán a él con toda presteza, pero con gravedad, para no dar lugar a la desenvoltura». Estas indicaciones me fascinaban, lo confieso: presteza, con gravedad, para evitar la desenvoltura. La desenvoltura corporal emanaba de mí en todo momento, la agilidad, la habilidad, la fuerza física, el cuerpo joven, vibrante, de señales instantáneas, impulsos contradictorios. Dar rienda suelta a esa soltura había sido en mí natural y, por decirlo de algún modo, naturalmente desmesurado. Controlar ahora tan deliberadamente, en la acción cotidiana, la fogosidad, un cierto descaro espontáneo, inclusive dentro de mi timidez siempre presente, me resultaba gozoso. Cuando uno calla —había leído— la respiración devora la palabra. Controlar la desenvoltura corporal era equivalente al silencio meditativo del cuerpo. Hablar lo menos posible era controlar la voz y de ahí se pasaba, no sin gran dificultad y sólo a pasitos muy cortos y rutinarios, al silencio del pensamiento. El más callado me recordaba, cada vez que le veía más o menos de cerca o de lejos, esta aspiración a entrar en el silencio más profundo de mi ser y de todos mis seres. Reconozco que viví aquellos primeros años con gran ingenuidad y con gran exaltación.

A decir verdad, los primeros años fueron muy arduos y con frecuencia me veía ridículo a mí mismo representando aquel papel de novicio con más intensidad de la debida, como un actor que sobreactúa. Tenía yo entonces la idea, sin embargo, de que sobreactuar no es nunca casual y que siempre o casi siempre es mejor que lo contrario, porque lo contrario es siempre la pasividad: no la sumisión o la obediencia —en que nos ejercitábamos en el convento— sino simplemente un dejar irse los días, un matar el tiempo. En comparación con los compañeros de mi edad, que parecían tener objetivos profesionales definidos de antemano, que querían llegar a ser abogados o ingenieros, yo solo tenía un confuso sentido de implosión emotiva. Un querer llegar a ser algo, fuese lo que fuese. Serlo a la manera grande. Como si el entendimiento humano no se especificase por su objeto sino solo por su voluntad de querer ser. También yo en mi noviciado quise ser diferente y grande, profundo e insondable, exagerado: lo único que conseguía, en verdad, era una sobreactuación: un novicio que representa el papel de novicio en una comedia muy moderna, asimétrica, disonante, entrecortada, una finalidad sin fin, una finalidad estética. Ser grande, ser santo, ser un ejercitante que se aproxima lentamente a lo absoluto como quien lee y lee un enredoso texto de filosofía sin dar con un argumento principal, un tema definido. Así me había sentido al leer El castillo de Kafka. El agrimensor no consigue entrevistarse con el señor del castillo, igual que yo no conseguía entrever en aquellas prácticas monásticas nada de Dios, solo mi propia soledad, mi propio silencio, mi vigoroso cuerpo ejercitándose sin finalidad determinada alguna.

—¡Pero está clara la finalidad de tu ejercicio ascético! —comentó mi confesor en una ocasión—. ¡Es evidente que tú quieres ver a Dios, hacer la voluntad de Dios, ahí tienes la finalidad bien clara!

De estas conversaciones salía consolado. Y me consolaba, a la vez, ver cómo los demás compañeros se afanaban silenciosamente en las mismas tareas que yo, sin dar, al menos en apariencia, la impresión de tener dudas o de hacerse demasiadas preguntas.

—Haz lo que haces —me recordaba el confesor— y al hacerlo verás que la significación de tu acción se esboza por sí sola: es como si escribieras la biografía de un personaje histórico, acumularas datos y más datos sobre su vida y su época, sobre sus amistades o sus escritos y, en medio de toda esa acumulación, el personaje se te fuera de las manos, se disolviera, careciera repentinamente de importancia, qué mas da este que otro. Y al revés: a la vez que se disolvía se integraba.

El asunto es que uno quiere ver la significación antes de la acción. La finalidad de la acción antes de la acción misma. Y esto que en un primer sentido obvio es muy natural (¿para qué emprender una acción cuya finalidad no se conoce?) acaba siendo un impedimento, cuando la acción no se justifica ante sí misma a medida que va ejerciéndose.

Tenía yo grandes dificultades para acostumbrarme a las nuevas costumbres: lo cual venía a ser lo mismo que las dificultades que se tienen para acostumbrarse a las maneras de ser de alguien que conocemos desde hace poco tiempo. Deseamos conocerla mejor y para eso, con gran impaciencia, la asaltamos para que nos diga de una vez todo lo que ve en nosotros, todo lo que nosotros vemos en ella. Pero esto es por definición imposible: no pueden verse las cosas reales más que dando vueltas alrededor, por lados. Y para algunas personalidades como la mía esto causaba gran sufrimiento y me hacía sentirme muy culpable.

—¡Tienes que darle tiempo al tiempo! —me dijeron—. ¡Además, tiempo tendrás de dejarlo, de momento solo eres un postulante que ejerces una actividad casi sin compromiso, no tienes que preguntarte por la significación de lo que haces más allá de lo razonable para cualquier ser racional!

En cualquier caso, la imagen de continuidad y sensatez de la vida que veía alrededor mío, la vida de los demás compañeros, la contención —precisamente— de toda sobreactuación, era un constante refuerzo de mi intención inicial, una confirmación de que me hallaba en un camino recto, un camino que me convenía especialmente a mí y que era el mío, mi vocación, como vulgarmente se dice.

Una de las primeras veces que hablé con el padre Abel, coincidimos en la cocina, en el friegaplatos. Él fregaba los platos y yo los secaba e iba disponiéndolos en la rejilla donde después se recogerían y se distribuirían por las mesas. En la Regla se indica explícitamente que el monje nunca hable hasta ser preguntado y este es el grado noveno de la humildad. Así que guardé silencio y sequé los platos con una bayeta húmeda ya en exceso que no secaba ya. Y Abel me dijo:

—¿Estás seguro de que secas los platos o solo los humedeces más aún con esa bayeta empapada?

—Es que no tengo otra —dije yo.

—Hay bayetas secas en el armarito del fondo del refectorio.

Fui a buscar la bayeta. Y cuando volví encontré un montón de platos lavados que había que secar y que fui secando debidamente.

—Entiendo que te va bien, hermano —comentó Abel.

—Me va bien, padre, me alegro de estar aquí. Y más ahora. Pero no sé de qué voy.

—Vas de novicio, novicio.

—Ya, pero no sé de qué voy, ni de qué vas tú, hermano, eso tampoco, aunque te admire.

Y contra todo pronóstico y, sobre todo, contra lo mandado en la Regla, en el décimo grado de la humildad, el padre Abel se echó a reír. Nunca había visto reír a ningún hermano. Y alcé los ojos y le miré a la cara y dije:

—El necio en la risa levanta la voz, padre Abel.

Y el padre volvió a reírse y me dio un golpe en la cabeza. Recuerdo todavía el golpe seco de sus manos fuertes en mi cráneo y la súbita reacción de todo mi cuerpo y mi alma.

—A la vez que te alegras, hermano novicio, seca bien los dichosos platos, que tienes ya una docena sin secar.

Así lo hice y esa fue la primera vez que hablamos. Durante todos los días siguientes solo podía pensar en lo que había pasado. En lo gracioso de aquella rápida conversación.

Era un ambiente cordial. Y yo podía rezar con toda sinceridad con los demás hermanos: «Dilexi decorem domus tuae et locum habitationis gloriae tuae». Ese fue un tiempo de exaltación. Era consciente de que en aquella exaltación había una inmanencia irreprimible que me separaba del sentido religioso de todo lo que hacíamos. Pero a la vez, al contrario. Me sentía alegre y confuso. Se me pasaron los meses del noviciado muy deprisa.

Al cabo de un año, el padre Abel nos reunió a Lorenzo, a Pablo y a mí para llevarnos a un convento fundado en los años setenta en Granada. Cuando llegué me impresionó porque no tenía nada que ver con el de Palencia. Esto, realmente, era un convento-cortijo. Construido, eso sí, en la desértica ladera de unos montes que bordean el pueblo de Vélez de Benaudalla.