III. LA SOCIEDAD Y LA NADA

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es «Nadie».

—¿Perdón?

—Me llamo Xebeche. «El que habla alto y no dice nada».

—Pero ¿no te llamabas «Nadie»?

—Prefiero que me llamen «Nadie».

En Dead Man, de JlM JARMUSH

1. EFERVESCENCIA Y NIHILIZACIÓN DEL SER SOCIAL

Parece imponerse en ciertos circuitos científico-sociales, apremiados por una necesidad de renovar su utillaje conceptual, la vindicación de precursores que enfatizaron antes que nadie las dimensiones más inestables e incongruentes de la vida colectiva. Se les reconocía así mucho más adecuados para el estudio de las sociedades urbanas, crónicamente instaladas en la intranquilidad, de lo que pudieran resultarlo los clásicos de la antropología y la sociología, que habían desarrollado pautas teóricas y metodológicas pensadas preferentemente para ser aplicadas sobre estructuras sociales cristalizadas o procesos de cambio claramente encauzados. Entre estos autores redescubiertos ocupa un papel importante la figura de Gabriel Tarde, un sociólogo francés de finales del siglo pasado que fuera elogiado por Gilles Deleuze, que lo consideraba el último heredero de la filosofía de la naturaleza de Leibniz, y por los teóricos del caos, para los que habría sabido reconocer precozmente cómo intervenía en los metabolismos sociales una extraordinaria cantidad de microfactores en constante agitación, dotada, no obstante, de secretos mecanismos de coordinación altamente eficaces.

Pero ese elogio de Tarde sólo ha parecido posible en detrimento del que fuera su gran rival en las polémicas que fundaron la sociología académica francesa a finales del siglo XIX, Émile Durkheim. Como se sabe, Durkheim y la escuela de L’Année sociologique concibieron la sociedad como un sistema estructurado de órganos cuyas funciones satisfacen las necesidades planteadas por la perduración de la colectividad, sistema cerrado en sí mismo, aunque interdependiente con otros, en el que todas las partes cooperan en una actividad unitaria conjunta, de acuerdo con relaciones regulares, de manera que ninguno de sus componentes puede modificarse sin modificar a las demás. Esta visión vendría a justificar un conocimiento positivo de la sociedad, capaz de diagnosticar las desviaciones y prevenir cualquier fracaso estructural que pudiera hacer peligrar un orden social concebido para permanecer inalterado e inalterable.

Varios eran los referentes que inspiraban el modelo explicativo durkheimiano. En primer lugar, Saint-Simon y su idea de que la sociedad era un ser vivo, dotado de un cuerpo y un alma: «La reunión de los hombres —escribía en 1809— constituye un verdadero ser, cuya existencia es más o menos vigorosa o débil, según que sus órganos desempeñen más o menos regularmente las funciones que les son confiadas»[68]. Este principio se traduce, en Durkheim, en una concepción de la sociedad como ente animado, dotado de un sustrato material cuasi anatómico, una morfología que se revela en los distintos «hechos sociales», así como de un espíritu transpersonal constituido por «formas de hacer, de pensar y de sentir» que se imponen a los individuos a través de la solidaridad o/y la coerción. Luego, el de un positivismo tranquilo, tomado de Comte, que se dejaba guiar por el modelo galileano de mundo, es decir según el referente de una física cósmica basada en majestuosos y solemnes desplazamientos dinámicos. Por decirlo en los términos del propio Durkheim: «Toda vida social está constituida por un sistema de hechos que derivan de relaciones positivas y durables establecidas entre una pluralidad de individuos»[69]. Además, el organicismo biologista de Bichat, Cuvier y, en especial, de Claude Bernard, con su distinción entre «órgano» y «función», a partir de la cual Durkheim interpretaba la sociedad como «un sistema de funciones estables y regulares», en el que eventualmente irrumpían factores que alteraban la armonía interfuncional y que debían ser leídos como desórdenes morfológicos que corregir o, si se prefiere, como patologías que tratar. Por último, las teorías del equilibrio de Maxwell, según las cuales el pequeño acontecimiento es insignificante a nivel global y la actividad molecular carecía de relieve ante una conciencia social concebida en términos casi divinos.

Frente al organicismo de Durkheim, Gabriel Tarde proclamó una suerte de física social de los microprocesos, según la cual al análisis de la compenetración entre elementos integrados debería sustituirle el de las colisiones, los encabalgamientos, los acoplamientos irregulares y provisionales, las perturbaciones y las interacciones entre partículas inestables. Tarde fue, ante todo, un adelantado en la concepción caótica de lo social y de la naturaleza, que opuso a la noción de inestabilidad de lo homogéneo de Herbert Spencer el valor de la inestabilidad de lo heterogéneo. Para Tarde, la sociología debía ser, ante todo, una ciencia de las erupciones, de las emanaciones desordenadas que delatan la constitución confusa de lo social, acaso emparentada con las imágenes que constantemente emplea Marx en sus textos y que remiten a abismos, terremotos, estallidos volcánicos, una extraordinaria presión atmosférica que, estando siempre ahí, no notamos y que debemos aprender a sentir. Una sociología espasmódica opuesta a la de Durkheim, sosegada —se afirma—, obsesionada con el orden y su perpetuación. Escribía Tarde: «Físicas o vitales, sean mentales o sociales, las diferencias que eclosionan en la clara superficie de las cosas no pueden proceder más que de su fondo interior y oscuro, de esos agentes invisibles e infinitesimales que se alían y luchan eternamente y cuyas manifestaciones regulares no deben hacernos creer en su identidad, de igual manera que el silbido monótono del viento en un bosque lejano no nos debe hacer creer en la semejanza de sus hojas, todas dispares, todas diversamente agitadas»[70].

La impugnación de Durkheim en favor de Tarde no ha podido llevarse a cabo, no obstante, si no es a partir de una flagrante injusticia, cual era la de expulsar del sistema explicativo de la escuela de l’Année sociologique toda consciencia de la base aturdida sobre la que lo social se sostenía. Es cierto que, para Durkheim, «la condición de toda objetividad es la existencia de un punto de referencia constante e idéntico», del que se eliminara «todo lo que tiene de variable»[71]. También lo es que, para una sociología positiva, «la vida social es ante todo un sistema de funciones estables y regulares», lo que implica el estudio prioritario de formas sociales cristalizadas. Pero no lo es menos que Durkheim fue consciente de que la sociedad humana sólo relativamente se parecía a la organización morfológico-fisiológica de los seres estudiados por la biología, de tal manera que estaba determinada por múltiples factores de impredecibilidad y se movía las más de las veces a tientas: «La vida social es una sucesión ininterrumpida de transformaciones, paralelas a otras transformaciones en las condiciones de la existencia colectiva». De ahí, esas «corrientes libres que perpetuamente están transformándose»[72], fuerzas que permanecen latentes en todo momento, dispuestas para activarse en cuanto las lógicas sociales las convoquen para hacer de ellas la base energética de toda mutación. En El suicidio, de 1897, puede leerse:

Hay una vida colectiva que está en libertad; toda clase de corrientes van, vienen, circulan en varias direcciones, y, precisamente porque se encuentran en un perpetuo estado de movilidad, no llevan a concretarse de forma objetiva […] Y todos esos flujos y todos esos reflujos tienen lugar sin que los preceptos cardinales del derecho y de la moral, inmovilizados en sus formas hieráticas, sean ni siquiera modificados. Por otra parte, estos preceptos mismos no hacen más que expresar toda una vida subyacente de que forma parte; son el resultado de ella, pero no la suprimen[73].

Todas las censuras dirigidas contra el «neptuniano» Durkheim ignoraron el papel concedido por éste a una lectura energicista de la vitalidad social, de la que más tarde Henri Hubert y Marcel Mauss harían derivar aquel «desvarío colectivo» en el que, paradójicamente, la comunidad era capaz de exhibir sus niveles más elevados de racionalidad. Se trataba de situaciones que Durkheim describía como «compulsiones psicológicas», en las que los individuos se veían arrastrados hacia el exterior de sí mismos, convocados a confundirse en ese ser vivo social que, por tal mecanismo, devenía real, se encarnaba, proclamaba vehementemente su existencia. Era ése el Durkheim que vindica, frente a Comte, la atención que Saint-Simon ya había demostrado por las rupturas y las transiciones sociales. El mismo que adopta metáforas tomadas directamente de la electrónica y la termodinámica, y que hablan de «fuerzas colectivas», de «corrientes sociales», de «fuentes de calor», de «intensidades que buscan sus vías de salida y que acabarán por encontrarlas», etc[74]. En El suicidio Durkheim ya hablaba de «una fuerza colectiva, de una energía determinada […] fuerzas que nos determinan desde fuera a obrar, como hacen las energías físico-químicas», y «que pueden medirse como se hace con la intensidad de las corrientes eléctricas». En Las formas elementales de la vida religiosa plantea la noción de religiosidad siguiendo el referente de las ideas sobre la energía vigentes en aquella época, como la de algo «que no se destruye; no puede sino traspasarse de un punto a otro». Así, las «fuerzas religiosas irradian y se difunden», de igual manera que «el calor y la electricidad que un objeto cualquiera han recibido de una fuente externa son transmisibles al ambiente». Las fuerzas religiosas son, según Durkheim, «fuerzas humanas, fuerzas morales», de tal manera que toda teoría al respecto debe desvelar «cuáles son esas fuerzas, de qué están hechas y cuál es su origen»[75].

El concepto que le serviría a Durkheim para plasmar este estado de excepcionalidad en el que una sociedad existía literalmente en tanto que ente vivo, pero mostrándose como fuera de sí, es el de efervescencia colectiva, ese estado en que una multitud aparecía transfigurada en ser, en las antípodas de las visiones patologizantes y criminalizadoras que por aquel entonces Gustave Le Bon o el mismo Gabriel Tarde habían lanzado sobre la conducta de las muchedumbres. Durkheim identificaba esa efervescencia con una «sed de infinito» siempre presente en toda estructuración social. Las pasiones y las sensaciones que generaban esos cuadros de exaltación psíquica colectiva, en los que los individuos aparecían reunidos y comunicándose de unos a otros los mismos sentimientos y las mismas convicciones, constituían la oportunidad en la que las representaciones colectivas alcanzaban su máximo de intensidad. Eran, a su vez, la materia prima de la que había nacido la idea religiosa o, lo que en Durkheim era lo mismo, la génesis social de todo conocimiento.

Esa fuerza agregativa abstracta, informe, caótica, ajena a sus propios contenidos, preocupada sólo en aplicarse vivificadoramente sobre la realidad para apoderarse de ella, domina toda la primera escuela antropológica francesa. En Maurice Halbwachs se nos aparece como la memoria colectiva, o trambién la sociedad silenciosa, cuya materia prima son las vivencias o las «corrientes de experiencia». Lo que en La división del trabajo social Durkheim llama la «fuente de vida suigeneris, de la que se desprende un calor que calienta o reanima los corazones, que los abre a la simpatía», se convierte en Las formas elementales de la vida religiosa en «movimientos exuberantes que se dejan sujetar fácilmente a unos fines demasiado definidos…, que responden simplemente a la necesidad de actuar, de moverse y de gesticular»[76]. Una imagen de la que habrán de surgir desarrollos mucho más inquietantes, como los relativos a la superabundancia o exceso de energía súbitamente desencadenada de la que hablarán más adelante Georges Bataille o Roger Caillois.

Para Durkheim, esa efervescencia colectiva no tiene por qué responder a un proyecto finalista único, ni se plantea en función de una intencionalidad clara. Es decir, la efervescencia colectiva no se pone al servicio de una teoría de «cambio social», tal y como se ha planteado ese concepto en sociología a partir de Marx, en tanto que actividad teleológica en que una comunidad determinada rompe con la fase socioeconómica en la que se halla para pasar a otra más avanzada, en un esquema evolucionista simple. Los momentos de efervescencia pueden ser hechos informes, que se distribuyen discontinuamente a lo largo y ancho del cuerpo social y que se expresan en forma de brotes o estallidos intermitentes, crisis agudas no muy alejadas de las erupciones de las que hablaba Gabriel Tarde. Las fuentes de energía en que se basaban esos puntos de ebullición podían ser hechos o series de hechos indescifrables e inclasificables, fenómenos que no podían ser conceptualizados ni definidos, puesto que no correspondían ni a la normalidad ni a la anormalidad, que no implicaban la violación de regla alguna porque la propia regla social era puesta en cuestión severamente. En El suicidio, Durkheim tipificaba esos fenómenos dentro del capítulo de las anomias.

La anomia era, según Durkheim, la consecuencia de un desnivel entre las necesidades que experimentan los componentes sociales y la incapacidad que el sistema social podía experimentar a la hora de satisfacerlos. Esas necesidades son, en las sociedades modernas, incontenibles e ilimitadas, justo porque la organización social se muestra incapaz de alcanzar un grado de integración suficiente de sus componentes moleculares que permita ya no satisfacer dichas necesidades, sino sencillamente conocerlas. Eso se debe a que por sus mallas, excesivamente relajadas, se escapan todo tipo de iniciativas, ideas y sentimientos en cierto modo no previstos, para los que ni siquiera existen conceptos capaces de describirlos. La situación generalizada de disgregación, consecuencia del debilitamiento de las estructuras sociales tradicionales, hace que el mundo actual esté atravesado en todas direcciones por esa anomia y conozca con frecuencia expresiones de efervescencia social no finalista, basada en pasiones anárquicas e incontroladas y en ansias humanas no saciables fácilmente. La anomia, en efecto, provoca un estado de exasperación inusitado, sobreexcita fuerzas que no siempre asumen un objeto claro sobre el que aplicarse, puesto que responden a una suerte de malestar o irritabilidad indeterminados. No se trata de accesos de irracionalidad o de locura, sino de expresiones de una pura agitación que parece querer colmar un vacío, reacciones ante la desesperación por no tener nada donde fijarse y encontrar un punto de equilibrio, por no poder saciar una exigencia inespecífica. Las víctimas de la anomia no pueden calmar su inquietud, no les interesa el mundo real, pero, en cambio, pueden mostrarse inmoderamente generosos y altruistas en pos del objeto ideal al que aspiran pero que no podrán alcanzar jamás. Tampoco se trata de manifestaciones propiamente antisociales, puesto que no pretenden destruir el orden societario, ni cambiarlo. Son actuaciones a-sociales, en el sentido de que implican más una indiferencia que un desacato a las normas establecidas. No actúan contra el sistema social, sino al margen de él.

La noción de anomia resulta de suma importancia, por cuanto nos advierte de una intuición durkheimiana de una termodinámica social en la que se registran explosiones de una fuerza destinada a desperdiciarse, eso mismo que la física del XIX empieza a agrupar bajo el epígrafe de entropía. Clausius acuña ese término para representar la idea de «contenido de transformación» o «capacidad de cambio» y para referirse a la energía perdida y a la propagación irreversible del calor, energía mecánica sin rendimiento, conservada pero no invertida. Se trata de los flujos energéticos que el propio Clausius y Carnot establecen como irrecuperables, inútiles, «disipados», que responden a evoluciones espontáneas, intrínsecas e impredecibles de los sistemas vivos e introducen en ellos el vector temporal, lo que los físicos llaman una flecha del tiempo, un proceso incontrolado y sólo parcialmente encauzable de atracción hacia el equilibrio, es decir hacia la muerte.

2. POTENCIA Y PODER

La noción durkheimiana de efervescencia fue recuperada más tarde por Michel Maffesoli, para el que la organización de la socialidad se conforma a la manera de red, como un conjunto inorganizado y no obstante sólido, material primero de cualquier tipo de conjunto organizado, que puede ejercerse también bajo forma de abstención, de silencio y de astucia, mediante los cuales la socialidad se opone a cualquier poder centralizado, identificado como la institucionalización de los intereses de lo económico-político. Tal energía podría ser entendida como fuerza no finalizada que se opone a cualquier forma de autoridad, que no viene «de arriba», sino que sencillamente «está ahí». Esta energía vital de la que depende el «querer vivir» de toda comunidad y que irriga el cuerpo social se concreta en encarnaciones esenciales, cuyo contenido es afectual. Es un dinamismo que transgrede y al mismo tiempo genera y alimenta todo orden social y que se constituye a la manera de un soporte lo suficientemente poderoso como para garantizar vínculos tan permanentes como inestables, constitución de un «nosotros» que es una mezcla de indiferencia y de vigor puntual. La noción se correspondería, a su vez, con la de comunidad emocional en Weber, que no podía tener existencia más que en praesentia, cuya composición era inconsistente, se inscribía localmente, no disponía de estructura organizativa estable y se desplegaba en lo cotidiano. Se la veía aparecer en todas las religiones, al lado —con frecuencia al margen— de las rigidificaciones institucionales.

El aliento primero de una sociedad no viene dado por un proyecto común, orientado hacia el futuro, sino por una pulsión que es resultado del estar juntos. Tampoco tiene por qué tener un fundamento moralizante. Su realización se corresponde con principios proxémicos que modelan durante un breve lapso la agitación de elementos moleculares: darse calor, gritar a coro, hablar en voz baja pero provocando un murmullo, darse codazos o empujarse, sudar juntos, rozarse, bailar un mismo ritmo, compartir una emoción… Esta energía se expresa constantemente en la creatividad de las masas. Si el poder político se ocupa de lo lejano, del proyecto, de lo perfecto, la masa se ocupa de lo cotidiano, lo estructuralmente heteróclito. Porque renuncia a tener un fin y funciona a la manera de una reunión de partículas que se agitan, la muchedumbre constituye una comunidad de seres anómicos, es decir de componentes que se mueven de espaldas a cualquier organicidad, que dan vueltas excitados intentando calmar una necesidad que no pueden saciar porque no saben a qué corresponde. Es como si la sociedad hubiera dejado de ser un ente centralizado y sus moléculas actuaran con plena libertad, abandonándose a sus impulsos. En ese sentido, la muchedumbre se halla en hueco, en un estado permanente de vacuidad. Por ello rechaza toda identidad que haga de ella una unidad cualquiera, buena o mala: proletariado, pueblo, chusma, etc. Su abigarramiento, su aspecto desordenado y estocástico es lo que más intranquilizador resulta de ella. Para evitar su sometimiento, la muchedumbre suele actuar en vaivén, moverse en una oscilación aparentemente irracional, lo que puede dar la impresión de que lo que pretende es despistar, desconcertar a quienes intenten interpretar su gestualidad a la luz de una única razón que nunca coincide con ninguna de las suyas: «A imagen y semejanza de los combatientes en el campo de batalla, sus zigzags le permiten esquivar las balas de los poderes»[77]. Maffesoli habla de viscosidad para referirse a esa promiscuidad en que se confunden quienes comparten de esa manera un mismo territorio, ya sea real o simbólico.

Pero es hacia atrás en la historia del pensamiento occidental donde podemos dar con la significación última de la efervescencia durkheimiana. Su esclarecimiento lo encontramos en una dicotomía que plantea Baruj Spinoza en su Ética, en concreto en las proposiciones XXXIV —«la potencia de Dios es su misma esencia»— y XXXV —«todo lo que concebimos que está en el poder de Dios, es necesariamente»[78]—. Se trata de la oposición entre potentia y potestas, esto es entre potencia y poder, entendido este último como poder centralizado. Este contraste merecería un notable ensayo en que Toni Negri nos recordaba cómo toda la obra spinoziana está tensada por una dinámica de transformación, una ontología constitutiva, fundamentada en la capacidad organizativa de la espontaneidad de las necesidades y de la imaginación colectiva[79]. Mediante la identificación de la potencia de Dios con la infinita necesidad interna de su esencia, la potestas se da como capacidad divina de producir las cosas, pero es la potentia la que representa la fuerza que las produce, de manera que la potestas no puede ser entendida más que como subordinada de la potentia, es decir de la potencia del ser. Spinoza identifica la potentia con la libre actividad del cuerpo social, de la multitudo, sociedad que constantemente reclama ver satisfecha su necesidad de expansividad, de conservación y de reproducción. La multitudo se identifica, a su vez, con el sujeto colectivo, cuyo dinamismo es a la vez productivo y constitutivo. Es ese dinamismo el que permite el paso del poder a la potencia y el que hace que la constitución política de la multitudo sea siempre, de un modo u otro, una física de oposición a todo poder centralizado. El poder del Uno es contingencia, puesto que la esencia reside en la potencia. La potencia se asimila, sin duda, con la noción del sefirot en la mística judía, el conjunto de las potencias o emanaciones de la divinidad en que se funda todo lo real, la dinámica de la naturaleza.

Las expresiones de esa potentia —que coincidirían con las efervescencias colectivas de Durkheim—, sin objeto concreto, desorientadas, inorgánicas, y que constituyen esa fuerza básica de la que podía resultar una articulación cualquiera, requerían para desplegarse y brindar su propio espectáculo, formas de lo que podríamos llamar negativización, nihilización o anonadamiento, es decir de una reducción a la nada, regreso a un vacío parecido al del tehom, océano primordial anterior a la creación en la mitología judía. La naturaleza hiperactiva de esa nada recuerda la idea que del vacío se hace la física cuántica, que contiene potencialmente la totalidad de las partículas posibles y que se asimila a un estado energético fundamental de valor nulo, un universo hueco que se correspondería a un estado excitado del universo, en que éste no haría otra cosa que radiar energía y curvarse. Esa energía de punto cero desmentiría convicciones de la física clásica como la de que no es posible extraer energía de la nada, puesto que las fluctuaciones aleatorias de la mecánica cuántica permiten extraerla de un espacio que está vacío, es decir en el que no hay nada que esté presente. A causa del principio mismo de incertidumbre, tal vacío, paradójicamente, está hirviendo de actividad. Si tuviéramos que pensarlo en términos de algún material, éste sería viscoso, como hemos visto que pretendía Maffesoli, curiosamente la misma imagen que utiliza Jean-Paul Sartre para hablar de la nihilización en El ser y la nada. O, si se prefiere, un magma, según Cornelius Castoriadis: «Un magma es aquello de lo que pueden extraerse (o aquello en lo que se pueden construir) organizaciones conjuntistas en número indefinido, pero que no puede ser nunca reconstituido (idealmente) por composición conjuntista (finita o infinita) de esas organizaciones»[80]. Si hubiera que imaginar esa sustancia de la negación retomando las metáforas que nos presta la física contemporánea, nuestra figura sería la del plasma, ese gas en el cual los electrones se han alejado de sus núcleos y que es capaz de generar una gama infinita de inestabilidades y de fluctuaciones, no siempre controlables en el laboratorio.

Estas situaciones de «puesta entre paréntesis» o «en suspenso» de lo social orgánico, auténticos estados de excepción que implican un regreso a lo social amorfo e indiferenciado —viscosidad, magma, plasma—, suponían una especie de escenificación de una sociedad devenida pura potencialidad, disponibilidad anómica a ser cualquier cosa. La reducción a la nada colocaba a los individuos que componían una comunidad ante la evidencia de que la distribución de roles —por inconmovible que pudiera antojarse—, las evidencias más inexpugnables, los axiomas más fundamentales podrían diluirse de pronto para dar paso a un mundo todo él hecho de incertidumbres, de inversiones, de desvanecimientos, es decir de posibilidades puras. Ante ella, la angustia, el vértigo, pero también la apertura radical, la libertad.

Émile Durkheim lo había enunciado recordando que el ser humano «desde el origen, llevaba en sí en estado virtual —aunque prestas para despertarse a la voz de las circunstancias— todas las tendencias cuya oportunidad debía aparecer a lo largo de la evolución»[81]. Convicción de que cualquier institución, cualquier pensamiento, cualquier ordenamiento, cualquier plausibilidad coexiste con esa negación de sí que lo liquidaría, pero de la que en última instancia depende para existir y que está hecha de lo que no es, es decir de la confusion de todas aquellas opciones posibles o imposibles, imaginables o inimaginables, aceptables pero también abominables, que no son todavía, que ya no son, que no han sido nunca, que nunca serán. Lo desechado, pero también lo todavía no pensado. Es más, también lo no ideable, lo inconcebible. Lo alternativo viable, pero también todas las figuras de monstruos, incluso de aquellos monstruos que ni siquiera pueden ser sospechados. Voces de todo lo otro, que suenan al mismo tiempo, en un alarido enloquecido o en un rumor constante que en sí mismo no significan nada, que no son nada.

Cualquier estado o cosa —es decir todo— exige una negación para existir. Fue Baruj Spinoza quien mejor notó cómo toda determinación implica, por fuerza, una negación. Esa intuición es deudora de todos los creacionismos teológicos o metafísicos, que también contemplan la nada como una especie de clase nula, opuesta pero complementaria y necesaria a la clase universal, es decir Dios, y tan omnipresente como él: un No-Ser tan absoluto como el Ser, una Nada radical e irrevocable sin la que el Todo divino no podría existir. También la filosofía griega coincidía en esa misma apreciación, no como desmentido sino como requisito del principio por ella incuestionado de la eternidad de la materia y la indispensabilidad del ser. En El sofista Platón establece el no ser relativo —lo que llama el héteron— como componente innegociable de todo cuanto pueda ser pensado. Toda cosa finita y delimitable requiere de una cosa complementaria que es su negación, pero que se necesita para constituir dicha cosa. Lo mismo en Aristóteles, cuando describe en el Óganon la naturaleza de las proposiciones apofánticas basadas en la verdad y su dependencia de una operación de negación.

Aplicando al campo de la actividad social esa misma perspectiva, a lo que llegamos es a que la negación de lo social, la anomia, no está del otro lado de lo social, no es lo contrario de lo social. La sociedad exige una no-sociedad que no tiene nada que ver con la antisociedad o la contra-sociedad. La niega, pero no se opone a ella, puesto que es su fundamento mismo. El no-ser social no es lo que se opone al ser social, en términos de «sombra» o «lado oscuro». Podemos afirmar que complementa al ser social, pero lo hace aniquilándolo, borrándolo absolutamente, como el protocolo que permite cualquier generación o regeneración posterior. La negación social no produce la inversión de lo negado, sino un hueco, un vacío en ebullición. Del no-ser social se podría decir lo mismo que se ha dicho del no-ser por los grandes teóricos de la nada. No es, no puede ser, un ser, sino una acción, un proceso y un proceso que tiene en sí su propia fuente de energía. Como había dejado dicho Jean-Paul Sartre, «la nada no es, se nihiliza»[82]. Tampoco se puede decir que esté antes o después del cosmos social creado, a la manera de un principio caótico fundador o un final catastrófico hacia el que se avanza. Esta negación que suprime y funda al mismo tiempo el ser social está siempre presente. Por decirlo como Sartre, «la condición necesaria para que sea posible decir no es que el no-ser sea una presencia perpetua, en nosotros y fuera de nosotros; es que la nada infeste el ser»[83]. Recordándole al ser social, añadiríamos, que él, puesto que se funda en la nada, es también, en el fondo, como quería Hegel del ser a secas, «pura indeterminación y el vacío». Más cruda es la aseveración de Heidegger: «Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada»[84]. Sartre lo plantea magistralmente, por mucho que piense en otra cosa en apariencia distinta del supersujeto social durkheimiano: «La nada no puede nihilizarse sino sobre fondo de ser; si puede darse una nada, ello no es ni antes ni después del ser…, sino en el seno mismo del ser, en su medio, como un gusano». La reducción a la nada de un organismo social coincide con su exaltación, con la puesta en escena de su totalidad, a la manera como lo planteara Hegel en Ciencia de la lógica: «El ser puro y la pura nada son lo mismo». Luego Heidegger: «Es preciso que la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente»[85]. Y, más tarde, de nuevo Sartre, cuando nos hace notar cómo la nada designa «la totalidad del ser considerada en tanto que Verdad»[86].

Esta paradoja de una nada o vacío absoluto que está siempre, incluso que funda y posibilita el mundo a partir de su hiperactividad constante, aparecía resuelta en la tradición cabalística, a la que el pensamiento de Durkheim y el de sus herederos no son en absoluto ajenos. El rabinismo —inspirador en ese aspecto del principio cristiano del cosmos como creado ex-nihilo— entendió que resultaba preciso concebir a Dios como generador del mundo por un acto de libertad y de puro amor, y no como guerrero victorioso que, en la mayoría de mitos cosmogónicos, vencía y sometía las energías caóticas anteriores a la fundación del mundo. Las transiciones ininterrumpidas a que se abandonan las sefirot y el árbol sefirótico —tema en torno al cual gira la Cábala en su conjunto— dan por sentado que no puede existir un vacío o una discontinuidad si no es como parte misma de ese desarrollo de la potencia divina. La nada, concebida como ausencia de cosmos y como predominio de lo informe y lo no ordenado —es decir, de nuevo como un caos—, sólo puede localizarse formando parte de la propia esencia divina, existiendo en su seno desde siempre, de manera que el abismo coexiste con la plenitud de Dios. A partir del siglo XIII los cabalistas emplean con frecuencia la imagen de Dios como aquél que habita en las profundidades de la nada. Se trata de lo que el Zóhar identifica con la luz que rodea al En-sof o infinito, lo sin principio, lo no creado. Pero insistentemente se asocia con la existencia más honda de la divinidad, la profundidad radical de Dios, que se exterioriza como energía creadora en las emanaciones de las sefirot. La nada es, entonces, la raíz primera, la raíz de raíces, de la que el árbol de la creación se alimenta: la esencia misma de Dios.

3. LÓGICAS FRONTERIZAS

Las situaciones en las que ese vacío o nada social eran imaginados escénicamente, evocados como los lugares en que lo social se afirmaba y negaba radicalmente a un mismo tiempo, fueron concretadas posteriormente por la sociología y la antropología herederas de Durkheim. Éstas tuvieron que ver inicialmente con la constatación, por parte del propio Durkheim, de que las relaciones entre la morfología social y los sistemas colectivos de representación no se correspondían de manera perfecta, es decir nunca estaban ajustados del todo. Era precisamente eso lo que constituía un diferencial básico con la premisa marxista de que existía una correspondencia precisa entre superestructura e infraestructura, puesto que, para Durkheim, lo ideal siendo una cosa social, no se limita a traducir, en otro lenguaje, las formas materiales de la vida social y sus necesidades inmediatas. De la consciencia colectiva no basta decir —como habían hecho Marx y Engels— que constituye un simple epifenómeno de la morfología social, de igual forma que no podemos conformarnos con afirmar que la consciencia individual es una mera reverberación de la actividad neuronal. La síntesis de consciencias particulares tiene —nos dirá Durkheim— la virtud de generar todo un universo de sentimientos, de ideas, de imágenes, que una vez originado responde a leyes que le son propias, en las que todos esos elementos gozan de una vida propia en la que se atraen, se repelen, se fusionan, se segmentan, proliferan sin que tales combinaciones aparezcan orientadas ni exista un estado de cosas real subyacente que las necesite.

Estas dos entidades —los sistemas conceptuales y las realidades morfológico-sociales— se mostraban como dos masas amorfas, lábiles, continuas y paralelas. A esas dos masas Ferdinand de Saussure —que trasladara el sistema diádico durkheimiano a la lingüística— las denomina reinos fluctuantes y les asigna el nombre de significado y significante, dos estratos superpuestos, uno de aire, otro de agua. Se trata en realidad de dos sociedades, visible la una, invisible la otra, que forman sociedad entre sí, pero la comunicación entre las cuales no puede ser sino traumática, precisamente por su naturaleza radicalmente dispar e incompatible. El intercambio entre ambos mundos —el visible y el invisible; lo profano y lo sagrado— es hasta tal punto comprometido que aquellos que asumen llevar a cabo físicamente los tránsitos, los desplazamientos, la vulneración de la distancia brutal que los separa han de hacerlo atravesando o habilitando un territorio de nada y de nadie que implica la alteración absoluta de las identidades, el encuentro con una alteridad total, en una experiencia del máximo riesgo. El franqueamiento de esa frontera entre universos aparece protocolizado de distintos modos, según el momento histórico y la sociedad, pero se concreta en las técnicas rituales que la antropología religiosa designa como sacrificio —para aquellos casos en los que el tránsito entre mundos sea hasta tal punto violento que quien lo realice no pueda sobrevivir—, así como en todas las modalidades de trance: chamanismo, posesión, éxtasis místico, etc. La matriz de los trabajos antropológicos sobre las relaciones de intercambio entre lo visible y lo invisible se reconoce siempre en las teorías sobre el sacrificio y la magia de Henri Hubert y Marcel Mauss, correspondiendo sus desarrollos iniciales más importantes a Alfred Métraux y Michel Leiris por lo que hace a la posesión, y a Claude Lévi-Strauss en relación con el chamanismo.

En todos los casos se trata de generar un espacio hueco, una oquedad marcada, que implica, para quien se instala en ella, una destrucción física o moral del yo, del propio cuerpo o cuando menos de la propia identidad, puesto que la violencia del choque se asocia a una disolución de cualquier estabilidad, modalidad extrema de turbulencia provocada por el contacto entre dos masas inestables y a temperaturas radicalmente distintas. Eso que se provoca es —de nuevo— una nihilización, una reducción a esa nada en que cualquier cosa es posible, en la que del yo puedo decir con toda la razón, con Rimbaud, que es otro, donde mi cuerpo no me pertenece, donde puedo estar aquí, pero en realidad estoy lejos, en otro universo, dislocación absoluta, y, en el caso del sacrificio, zona letal de la que de ningún modo podré salir con vida. Con razón Lévi-Strauss habla del sacrificio como de la provocación de un vacío, trampa hueca en la que la astucia de los humanos hace caer a los dioses para que éstos la llenen con sus dones[87]. Lo mismo podría decirse de las estrategias del mago que, a través de los trances que protagoniza, no hace otra cosa que reducirse a nada, dejar de ser quien es para ser un medium, proveedor de sentidos encargado de convertir en real todo lo imaginado, salvar el tramo que constantemente se percibe entre lo pensado y lo vivido. De ahí Lévi-Strauss hace surgir lo que designa como eficacia simbólica, consistente en manipular esa nada activa de que se está hablando y que se concreta bajo el término valor simbólico 0, a partir del concepto lingüístico de fonema 0, fonema que no se opone a otro fonema sino a la ausencia de fonema. La labor de esa eficacia simbólica sería la de aplicar un esquema flotante capaz de organizar de forma significativa vivencias intelectualmente amorfas o afectivamente inaceptables, objetivando estados subjetivos, formulando impresiones que parecen informulables o articulando en un sistema dado experiencias inarticuladas[88].

Lo planteado por Hubert y Mauss respecto de las relaciones verticales entre lo visible y lo invisible se extiende, con Arnold Van Gennep, al ámbito de las relaciones horizontales en el seno de lo visible, es decir en el seno de la estructura de la sociedad humana. En Los ritos de paso, de 1909, Van Gennep describía en términos topológicos la distribución de las funciones y los roles: una casa con distintas estancias, el tránsito entre las cuales se lleva a cabo por medio de distintas formas de umbral. A la circulación protocolizada por los corredores que separan los aposentos de esa «casa social» o a la acción de abrir puertas y traspasar umbrales Van Gennep las llama rites de passage, ritos de paso, procesos rituales que permiten el tránsito de un status social a otro. Sirven para indicar y establecer transiciones entre estados distintos, entendiendo por estado una ubicación más o menos estable y recurrente, culturalmente reconocida y que se produce en el seno de una determinada estructura social —en el sentido de ordenación de posiciones o status—, que implica institucionalización o como mínimo perduración de grupos y relaciones. El rito de paso es una práctica social de transformación o cambio que garantiza la integración de los individuos en un lugar determinado previsto para ellos. Al individuo se le asignan así lugares preestablecidos, puntos en la red social, definiciones, identidades, límites que no es posible ni legítimo superar. El rito de paso establece el cambio de status legal, profesional, familiar, una modificación en la madurez personal reconocida al neófito, o a circunstancias ambientales, físicas, mentales, emocionales, etc.

En realidad, la división global del universo en dos esferas incompatibles —la de lo sagrado y lo profano— en Durkheim y Mauss, como ese otro desglose de la morfología social en compartimentos aislados unos de otros y el tránsito entre los cuales es abrupto, tal y como reconoce Van Gennep, responden a una misma lógica empeñada en crear lo discreto a partir de lo continuo, forzar discontinuidades que hagan pensable tanto la sociedad como el universo entero, a base de suponerlo constituido por módulos o ámbitos que mantienen entre sí una distancia que, por principio, debe permanecer, como ha escrito Fernando Giobellina, «inocupada e inocupante»[89]. El problema básico no es, entonces, el de la existencia «llena», «saturada» u «ocupada» de las distintas regiones de la sociedad o del cosmos —sea la de los «casados» y la de los «solteros», sea la del «cielo» y la de la «tierra», tanto da—, sino cómo estos espacios conceptuales alcanzan una articulación entre sí que no se permite, bajo ningún concepto, que sea perfecta, precisamente para recordar en todo momento su naturaleza reversible, o cuando menos transitable. Lo que importa no es tanto que haya unidades separadas en la estructura de la sociedad o del universo, sino que haya separaciones, puesto que el espíritu humano sólo puede pensar el mundo y la sociedad distribuyendo cortes, segregaciones, fragmentaciones. De ello se deriva que no son instituciones, status sociales, mundos lo que se constata, sino la distancia que los separa y los genera.

En otras palabras, las segmentaciones que reconocemos en la organización de la realidad no son la consecuencia de unas diferencias preexistentes a ellas, sino, al contrario, su demanda básica. Es porque hay diferenciaciones por lo que podemos percibir diferencias, y no al contrario, como un falso sentido común se empeñaría en sostener. Es más, cuantas más fronteras, más probable será encontrar formaciones más organizadas y más especializadas, con unos dinteles más elevados de improbabilidad y de información. Los físicos se han referido a ese «mínimo barroco» —mínimos de variedad y complicación— que cualquier sistema vivo requiere para sobrevivir. De ahí que todas las prevenciones que suscita situarse en la frontera adviertan no del riesgo de que haya fronteras, sino del pavor que produce imaginar que no las hubiera. Todo lo cual se parece mucho a lo que George Simmel escribiera a propósito de las puertas y los puentes, artificios del talento humano destinados a separar lo unido, y a unir lo separado. El puente hace patente que las dos orillas de un rio no están sólo una frente a la otra, sino separadas, implica «la extensión de nuestra esfera de voluntad al espacio», supera la «no ligazón de las cosas, unifica la escisión del ser natural». Todavía más radicalmente, la puerta es algo que está ahí «para hacer frontera entre sí lo limitado y lo ilimitado, pero no en la muerta forma geométrica de un mero muro divisorio, sino como la posibilidad de constante relación de intercambio».

Porque el hombre es el ser que liga, que siempre debe separar y que sin separar no puede ligar, por esto, debemos concebir la existencia meramente indiferente de ambas orillas, ante todo espiritualmente, como una separación, para ligarlas por medio de un puente. Y del mismo modo el hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna frontera. El cierre de su ser-en-casa por medio de la puerta significa ciertamente que separa una parcela de la unidad ininterrumpida del ser natural. Pero así como la delimitación informe se torna en una configuración, así también la delimitabilidad encuentra su sentido y su dignidad por vez primera en aquello que la movilidad de la puerta hace perceptible: en la posibilidad de salirse a cada instante de esta delimitación hacia la libertad[90].

Percepción espléndida de cómo lo que la sociedad y la inteligencia humanas deben ver asegurado no es tanto que existan compartimentaciones, divisiones, diferencias, sino los límites que las fundan y las hacen posibles. De ahí esa obsesión humana no por establecer puntos separados en sus planos de lo real, sino tierras de nadie, no man’s lands, espacios indeterminados e indeterminantes, puertas o puentes cuya función primordial es la de ser franqueables y franqueados, escenarios para el conflicto, el encuentro, el intercambio, las fugas y los contrabandeos. Como si de algún modo se supiera que es en los territorios sin amo, sin marcas, sin tierra, donde se da la mayor intensidad de informaciones, donde se interrumpen e incluso se llegan a invertir los procesos de igualación entrópica y donde se producen lo que Rubert de Ventos llamaba «curiosos fenómenos de frontera»[91], en los que el contacto entre sistemas era capaz de suscitar la formación de verdaderos islotes de vida y de belleza. Honoré de Balzac había dicho lo mismo de otro modo: «Sólo hay vida en los márgenes». Convicción última de que lo más intenso y más creativo de la vida social, de la vida afectiva y de la vida intelectual de los seres humanos se produce siempre en sus límites. Más radicalmente: de la vida a secas, que encuentra en los límites orgánicos de todas sus manifestaciones sus máximos niveles de complejidad. Todo lo humano y todo lo vivo encuentra en su margen el núcleo del que depende.

4. LOS MONSTRUOS DEL UMBRAL

Según la teoría de los ritos de paso debida a Arnold Van Gennep, los tránsitos entre apartados de la estructura social o del universo presentaban una secuencialización en tres fases claramente distinguibles: una inicial, llamada preliminar o de separación, que se correspondía con el status que el neófito se disponía a abandonar; una etapa intermedia, que era aquella en que se producía la metamorfosis del iniciado y que era llamada liminal o de margen, y un último movimiento en el que el pasajero se reincorporaba a su nueva ubicación en la organización social. La primera y la última de esas fases se corresponden con lugares estables de la estructura social, funciones reconocidas, estatuaciones homologadas culturalmente como pertinentes y más bien fijas. En cambio la fase liminal —de limen, umbral— implica una situación extraña, definida precisamente por la naturaleza alterada e indefinida de sus condiciones. Se trata de una concreción de lo que se ha descrito como una nihilización, un anonadamiento, una negativización de todo lo dado en el organigrama de lo social. Quien mejor ha analizado esa dimensión tan indeterminada como fundamental de las fases liminales en los ritos de paso ha sido Victor Turner, un antropólogo de la Escuela de Manchester, discípulo de Max Gluckman, que continuó la tarea de éste de integrar el conflicto en el modelo explicativo del estructural-funcionalismo británico.

En sus trabajos sobre los ndembu de la actual Zambia, Turner sostuvo que si el modelo básico de sociedad es el de una «estructura de posiciones», el periodo marginal o liminal de los pasajes se conducía a la manera de una situación interestructural. Una analogía adecuada para describir esa situación, en la que se reconocería el ascendente de la figura durkheimiana de la efervescencia social sería la del «agua hirviendo». Durante la situación liminal «el estado del sujeto del rito —o pasajero— es ambiguo, puesto que se le sorprende atravesando por un espacio en el que encuentra muy pocos o ningún atributo, tanto del estado pasado como del venidero». Ya no es lo que era, pero todavía no es lo que será. Quienes están en ese umbral «no son ni una cosa, ni la otra; o tal vez son ambas al mismo tiempo; o quizás no están aquí ni allí; o incluso no están en ningún sitio —en el sentido de las topografías culturales reconocidas—, y están, en último término, entre y en mitad de todos los puntos reconocibles del espacio-tiempo de la clasificación estructural»[92]. En cierto modo, la liminalidad ritual implica una especie de anomia inducida en los neófitos, que son colocados en una situación que podríamos denominar de libertad provisional desvinculados de toda obligación social, forzados a desobedecer las normas establecidas, puesto que han sido momentáneamente desocializados. Eso mismo podría aplicarse a otras situaciones no específicamente rituales que Victor Turner distingue de las liminales designándolas como liminoides, a cargo de personajes moralmente ambivalentes, con un acomodo social débil o que se rebelan o cuestionan axiomas culturales básicos, a los que podemos contemplar protagonizando «actividades marginales, fragmentarias, al margen de los procesos económicos y políticos centrales»[93]. En todo caso, en los seres liminales o liminoides podría reconocerse aquella desazón que caracterizaría la consciencia de la nada según Heidegger, puesto que, perdidos de vista todos los anclajes y todas las referencias, sólo les queda «el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse»[94].

El ser transicional en los ritos de paso es «estructuralmente invisible». Se ve forzado a devenir un personaje no clasificado, indefinido, ambiguo. Se le asocia con frecuencia a la muerte, pero también al no-nacido aún, al parto o a la gestación. Muchas veces es un andrógino, ni hombre ni mujer. Su estado es el de la paradoja, el de alguien al que se ha alejado de los estados culturales claramente definidos. Esto es así puesto que las personas que transitan —las «gentes del umbral», como las llama Turner— eluden o se escapan del sistema de clasificación que distribuye las posiciones en el seno de la estructura social. Otra característica es que el transeúnte ritual no tiene nada, ni estatuto, ni propiedad, ni signos, ni rango que lo distinga de quienes comparten su situación. «En palabras del rey Lear, “es el hombre desnudo y sin acomodo”»[95]. Si el tránsito ritual lo protagoniza un grupo, de él puede afirmarse que es una comunidad indiferenciada —y no una estructura jerárquicamente organizada—, definida por la igualdad, el anonimato, la ausencia de propiedad, la reducción de todos a idénticos niveles de status, la minimización de las distinciones de sexo, la humildad, la suspensión de derechos y obligaciones de parentesco, puesto que «todos somos hermanos», la sencillez, a veces la locura sagrada.

Turner explicita la naturaleza nihilizante de la fase de margen en los tránsitos rituales: «Lo liminal puede ser considerado como el No frente a todos los asertos positivos, pero también al mismo tiempo como la fuente de todos ellos, y, aún más que eso, como el reino de la posibilidad pura, de la que surge toda posible configuración, idea y relación»[96]. En otro lugar: «La situación liminal rompe la fuerza de la costumbre y abre paso a la especulación… La situación liminal es el ámbito de las hipótesis primitivas, el ámbito en que se abre la posibilidad de hacer juegos malabares con los factores de la existencia»[97]. Por último, las fases liminales y liminoides funcionan a la manera de «una especie de término medio social, o algo semejante al punto muerto en una caja de cambios, desde el que se puede marchar en diferentes direcciones y a distintas velocidades tras efectuar una serie de movimientos»[98]. De hecho, bien podríamos decir, en general, que esa nihilización de lo social sirve para que una comunidad se coloque ante las conclusiones inherentes a su propia condición orgánica, como si se quisiese recordar que, en tanto que ser vivo, es polvo y en polvo habrá de convertirse. Los ritos de paso hacen así una pedagogía de ese principio que hace de cada ser social una tábula rasa, una pizarra en blanco, arcilla cuya forma ha de ser moldeada por la sociedad.

De hecho, del neófito o pasajero podría afirmarse que se reconoce como nada o como nadie, a la manera como decimos «no somos nadie» o «no somos nada» justamente para recordarnos nuestra finitud y nuestra extrema vulnerabilidad. Premisa fundamental para que aquél que ha sido conducido a la condición de nada o nadie pueda llegar a ser algo o alguien, no importa qué cosa, puesto que el tránsito ritual no se produce tanto entre ser una cosa y ser luego otra, sino para hacer una auténtica pedagogía de que para «ser algo o alguien» es preciso haber sido ubicado antes en una auténtica «nada social». La ritualización del cambio de status se produce a través de un limbo carente de status, en un proceso en el que los opuestos son parte integrante los unos de los otros y son mutuamente indispensables. Uno de los personajes centrales de Dead Man, el western de Jim Jarmush (1997), resume bien esa condición: ejemplo perfecto de liminalidad, marginado de su sociedad por ser un mestizo imposible —madre ungumpe picana, padre absoluca—, luego educado entre los blancos y, por tanto, híbrido cultural todavía menos aceptable, condenado por todo ello a vagar sin fin por territorios intermedios, el indio que acompaña a William Blake —Johnny Depp se llama Nobody, «Nadie». Él encarna de manera inmejorable la personalidad de aquél a quien Eugenio Trías, al principio de su Lógica del límite, llamara liminateus, ser fronterizo por excelencia, nómada por entre todas las franjas, que tiene motivos para reclamarse de ninguna parte como el requisito que le permite ser constituyente de todas.

Detengámonos en qué significa afirmar que el rito de paso es un protocolo que nihiliza o anonada al ser social, que lo reduce a 0, y que le da la razón a la percepción ordinaria de que no somos nada. Gustavo Bueno nos ha recordado cómo la palabra «nada» se ha empleado durante mucho tiempo para referirse a lo creado, lo que ha nacido, lo que ha llegado a ser algo, es decir las criaturas y las cosas distintas de aquél que lo es Todo, que no ha nacido, y justamente para recordarles su fragilidad y su miseria[99]. Nada es res nata, cosa nacida o, lo que es igual, nada cosa, de igual modo que nadie procede de la noción de nati, es decir «nacido», un valor semántico que se conserva en catalán en la imagen del nadó, el «recién nacido». Cada nacimiento es, en efecto, el nacimiento de una nada. Todo ello implica una explicitación cercana de cómo ese ser social 0, ese nadie que es el transeúnte ritual, no es en absoluto algo parecido a una antiestructura, un reverso de lo ordenado, a la manera, por ejemplo, del brujo, el genio maligno o el diablo en las tradiciones mágico-religiosas. Tampoco es lo insuficientemente estructurado o lo imperfectamente ordenado. Es lo a-estructural, lo a-ordenado, algo que no es posible definir en términos estáticos, «que, al mismo tiempo, está desestructurado y preestructurado», según Turner[100]. Pero eso es, como tantos ritos de paso explicitan en tantas sociedades, decir lo mismo que es lo estructurándose, lo que se exhibe ordenándose, viendo la luz. No en vano todo lo dicho con respecto a la nihilización liminal podría corresponderse con la idea de moralidad abierta, equivalente a nivel societario de lo que Henri Bergson había llamado élan vital, el impulso básico del que surgen todas las formas de arte, de piedad religiosa o de creatividad.

La condición ambigua de quienes se hallan en una situación liminal, las dificultades o la imposibilidad de clasificarlos con claridad —puesto que no son nada, pura posibilidad, seres a medio camino entre lugares sociales—, es lo que hace que se les perciba con mucha frecuencia como fuentes de inquietud y de peligro. Mary Douglas nos ha enseñado cómo todo lo nada, mal o poco clasificado es, por definición, contaminante, de manera que existe una relación directa en todas las sociedades entre irregularidades taxonómicas y percepción social del riesgo. El transeúnte ritual es un peligro, puesto que él mismo está en peligro. No es casual que trance se emplee como sinónimo de «situación crítica», «peligro», «riesgo»…, cosa lógica dado que el pasajero ritual es alguien «entre mundos», o, cuando menos, «entre territorios». Previsible resulta entonces que se le apliquen todos aquellos mecanismos sociales que protegen a una comunidad estructurada contra la contradicción, ya que encarna a un personaje conceptual cuya característica principal es su frontereidad es decir su naturaleza de lo que Alfred Schutz había llamado ser-frontera, un límite de carne y hueso.

El transeúnte ritual es ideal para pensar «desde dentro» el orden y el desorden sociales. Es para ello para lo que se le obliga a devenir un monstruo, es decir alguien o algo que no puede ser, y que por tanto tampoco debe ser. Su valor como entidad cognitiva —«buena para pensar», como hubiera dicho Lévi-Strauss— viene dada precisamente porque está al mismo tiempo dentro y fuera del sistema social. No es que esté en la frontera, puesto que es él mismo quien define precisamente esa frontera, quien la encarna: él es la frontera. No es casual que las imágenes monstruosas aparezcan sistemáticamente asociadas a la liminalidad ritual, como el propio Turner ponía de manifiesto para el caso ndembu, en cuyas iniciaciones jugaban un papel muy importante las máscaras y otros objetos rituales definibles por su desmesura o por la dislocación de lo real que implicaban. «Los monstruos se manufacturan precisamente para enseñar a los neófitos a distinguir claramente entre los distintos factores de la realidad tal y como los concibe su cultura». Refiriéndose a la «ley de la disociación» de William James, apunta Turner: «Cuando a y b van juntos como parte del mismo objeto total, sin que exista diferenciación entre ellos, la aparición de uno de ellos, a, en una nueva combinación, ax, favorece la discriminación de a, b y x entre sí». Como el mismo James decía, «lo que unas veces aparece asociado con una cosa y otras con otra, tiende a aparecer disociado de ambas, y a convertirse en un objeto abstracto de contemplación para el espíritu. Podríamos llamar a esto ley de la disociación mediante variación de los concomitantes»[101]. De ahí que los monstruos inciten a pensar sobre personas, relaciones o aspectos del medio ambiente social que hasta entonces habían sido simples datos objetivos o, incluso, más allá, acerca de los poderes y las leyes que rigen el universo y la sociedad. En las situaciones liminales o liminoidales, todo lo que compone la experiencia de la vida social —ideas, sentimientos, sensaciones— es disuelto y reorganizado de una forma aparentemente desquiciada, excesiva, fantástica, paródica, distorsionada…, aislando y descolocando los componentes de las estructuras sociosimbólicas hasta permitir una contemplación distanciada de su significado, de su valor y, por tanto, de la pertinencia de su mantenimiento o bien de su transformación.

Entre nosotros, ese papel de transeúntes «a tiempo completo» que hace de ellos monstruos del umbral —monstruos en el sentido de anomalías inclasificables, desconyuntamientos de lo considerado normal— lo desempeñan personajes que muestran hasta qué punto son intercambiables los estados de anomia y de liminalidad. Se trata de, entre otros, los inmigrantes, los adolescentes, los enamorados, los artistas y los outsiders en general. Todos ellos son útiles para catalizar, bajo el aspecto de su extrañamiento, la mismidad del sistema que los rechaza, y que los rechaza no porque sean intrusos en su seno, sino precisamente porque representan una exageración o una miniatura, una caricatura inquietante en cualquier caso, de un estado de cosas social. La eficacia simbólica de esas personalidades nihilizadas —es decir, a las que no se permite ser algo en particular— procede paradójicamente de su ubicación en los márgenes del sistema: en apariencia postergados, son esos seres anómicos los que pueden ofrecer una imagen insuperable de la integración, una visión de conjunto a la que los elementos sociales presuntamente situados del todo dentro jamás podrán acceder. Su tarea se parecería a la que Marcel Mauss atribuía a los feriantes, a los enterradores, a los locos o a los gitanos, cuya reputación de hacedores de magia venía dada precisamente por esa posición estructuralmente ajena y, en cambio, estructuradoramente central que ocupaban en el esquema de la comunidad. Una marginación o una rareza social que se traducía en una máxima integración simbólica, puesto que, como escribiría Lévi-Strauss al respecto, estaban en condiciones de «llevar a cabo compromisos irrealizables en el plano de la colectividad, simular transiciones imaginarias, así como personificar síntesis incompatibles»[102], demostrando hasta qué punto las conductas «anormales» no se oponen a las «normales», sino que las complementan.

No es casual que a los inmigrantes y a los adolescentes se les aplique como denominación un participio activo o de presente, precisamente para subrayar la condena a que se les somete a permanecer constantemente en tránsito, moviéndose entre estados, sin derecho al reposo. El adolescente está adolesciendo, es decir creciendo, haciéndose mayor. No es nada, ni niño ni adulto. Como suele decirse, se está haciendo hombre o mujer. Todo lo que a él se refiere —sus obligaciones y sus privilegios— es contradictorio, lo que le convierte en reservorio poco menos que institucionalizado de todo tipo de ansiedades que le convierten en un «rebelde sin causa» forzoso. Su situación estructural es una pura esquizofrenia marcada por las instrucciones paradójicas, las órdenes de desobediencia y las exigencias de espontaneidad, todo lo que Gregory Bateson definió como «dobles vínculos».

En cuanto al inmigrante, no es una figura objetiva —tal y como los discursos político-mediáticos al respecto sostienen—, sino un operador cognitivo, un personaje conceptual al que se le adjudican tareas de mareaje simbólico de los límites sociales. Se le llama «inmigrante», es decir que está inmigrando, puesto que se le niega el derecho a haber llegado y estar plenamente entre nosotros. A él, y a sus hijos, que se verán condenados a heredar la condición peregrina de sus padres y a devenir eso que se llama «inmigrantes de segunda o tercera generación». Tampoco el enamorado está entre nosotros, sino «en la luna», absorto en su deseo de ver al ser amado, anhelante crónico de un objeto que nunca posee plenamente. El mismo sentimiento amoroso funciona como una liminalidad. Pedro Salinas lo supo expresar en uno de los poemas de Razón de amor: «No, nunca está el amor / Va, viene, quiere estar / donde estaba o estuvo». Lo mismo para el artista, por definición un soñador cuya tarea es la de saltarse las normas del lenguaje, vulnerar los principios de cualquier orden, manipular los objetos, los gestos o las palabras para producir con ellos sorpresas, nuevas realidades que nos dejen estupefactos, o cuando menos cavilando sobre lo que nos han dado a ver. Y ¿qué decir del outsider?, extraño especializado, puede ser fracasado, poeta, forajido, policía brutal, hereje, aventurero, seductor, vagabundo… Él expresa todos los caminos por los que sólo a él le es dado transitar, no a nosotros.

La ambigüedad estructural del inmigrante, del adolescente, del enamorado, del artista o del outsider, su anonadamiento, resultan idóneos para resumir todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. He ahí lo que les debería constituir en verdaderos modelos para la labor del antropólogo en contextos urbanos, puesto que éste ha de compartir con ellos su mismo extrañamiento con respecto de lo cotidiano, su misma ambivalencia, su misma crónica incomodidad ante situaciones que su presencia suscita y que nunca aparecen claramente definidas. El inmigrante, el adolescente, el enamorado, el artista, el outsider —y el etnólogo urbano a su imagen y semejanza— están dentro, pero algo o mucho de ellos permanece aún en ese afuera literal o simbólico del que proceden o al que se les remite. A todos ellos se les podría aplicar, en definitiva, lo dicho por George Simmel en su célebre «Digresión sobre el extranjero», puesto que su naturaleza es, como la del forastero, la de lo que estando aquí no pertenece al aquí, sino a algún allí. Están entre nosotros físicamente, es cierto, pero en realidad se les percibe como permaneciendo de algún modo en otro sitio. O, mejor, se diría que no están de hecho en ningún lugar concreto, sino como atrapados en un puro trayecto. Son motivos de alarma, pero no menos de expectación esperanzada por la capacidad de innovación y de cuestionamiento que encarnan.

El extranjero, el outsider, el artista, el enamorado o el adolescente —e, imitándolos, el antropólogo de lo inestable— son lo que parecen a primera vista: marginales forzados o voluntarios. Marginal no quiere decir, no obstante, al margen, en el sentido de en un rincón o a un lado de lo social. «Margen» quiere decir aquí «umbral». El marginal se mueve entre dos luces, al alba o en el crepúsculo, anunciando una configuración futura o señalando el estallido de una estructura. Es un ser «del pasillo», de ese espacio transitivo que Goffman detectó como en especial vulnerable de cualquier institución total —cuartel, internado, prisión, hospital, manicomio, fábrica—, allí donde «ocurren las cosas», donde la hipervigilancia se debilita y se propician los desacatos y las revueltas. Samuel Fuller lo entendió bien en su Corredor sin retorno (1963), cuyo protagonista real es el pasillo de un hospital psiquiátrico en que transcurre la acción y donde sucede todo. El umbral o margen no está en una orilla de lo social, sino en el núcleo de su actividad. El marginal —léase ser liminal o liminoidal— se halla en ese centro mismo de lo social, puede vérsele con frecuencia constituyéndose en el corazón mismo de lo urbano. Ya vimos cómo Ernest Burgess hacía de personajes así los asiduos de lo que llamaba las zonas de transición de la ciudad, situadas precisamente como antesala de los centros metropolitanos. No es extraño, puesto que todos ellos eran los protagonistas de cualquiera de las variantes de ese espacio transversal a que nos referíamos en el primer capítulo, y que puede ser llamado espacio de aparición, espacio-movimiento, no-lugar, espacio itinerante, espació antropológico, territorio circulatorio, tierra especial o acaso sencillamente —siguiendo a Kant, a Simmel y a Certeau— espacio. Todos esos personajes podrían antojarse, empleando un símil topográfico, periféricos, es decir en los lados, pero en realidad son transversales, en el doble sentido que tiene la calidad de transverso como algo que atraviesa, pero también como algo que se desvía. El transversor es también un transgresor, y al contrario. El margen es transversal. No tiene, por ello, nada de tangencial.

¿Cuál es el origen y la función de esa insistencia de nuestros sistemas de representación más eficientes en hablar de semejantes personalidades liminales, sin sitio, a las que se muestra abandonadas a su suerte en todo tipo de tierras de nadie? ¿Es que hay alguna película, alguna novela, alguna obra teatral, que no los adopte como protagonistas? La función de esa omnipresencia no podría ser otra que la de hacernos pensar cuáles son las condiciones de esa misma normalidad que ellos se empeñan en desacatar. El adolescente, el inmigrante, el enamorado, el artista y el outsider sólo podrían ver resuelta la paradoja lógica que implican —su monstruosidad— a la luz de una representación normativa ideal de la que, en el fondo, ellos resultarían ser los garantes últimos. Su existencia es entonces la de un error, un accidente: el de seres al mismo tiempo disminuidos y desmesurados, que no corrigen el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados «autóctonos», «adultos» o «integrados», sino que, negándolo, les brindan la posibilidad de confirmarse.

El que los personajes liminales o liminoidales —esos entes anómicos por excelencia— estén en una situación de margen social —no al margen, sino en el margen, recuérdese— no les convierte en portadores de una impugnación general de ese orden social al que parecen darle la espalda. Más bien deberíamos decir que, al contrario, significan un reconocimiento y una exaltación del vínculo social generalizado, que ha dejado de existir en ellos para ser colocado en una situación de paréntesis provisional. Victor Turner nos advierte que es como si existiesen dos modelos distintos de interacción humana. Uno de ellos presentaría la sociedad como un orden estructurado, diferenciado, jerarquizado, estratificado, etc., es decir una sociedad entendida como organización de posiciones y status, institucionalización y persistencia de grupos y de relaciones entre grupos. El segundo, en cambio, aparece en el momento liminal y representa un punto neutro de lo social, sociedad entendida como comunidad esencial, como comunión, sociedad sin estructurar, recién nacida, pura y no deteriorada todavía por la acción humana o del tiempo. Se trata, en una palabra, del vínculo humano esencial y genérico, sin el que no podría existir ninguna sociedad. Una idea ésta con la que ya dábamos en Ferdinand Tónnies, cuando sugería que la sociedad podría subdividirse hasta revelar que está hecha de nadas, es decir de «unidades últimas, los átomos metafíisicos…, algunas cosas que son nada o nadas que son algunas cosas»[103]. Al primero de estos modelos Victor Turner lo llama estructura, mientras que el segundo es designado como communitas. La communitas no es ningún estado prístino de la sociedad al que se anhele regresar, sino una dimensión siempre presente y periódicamente activada, cuya latencia y disponibilidad el marginal recibe el encargo de evocar en todo momento a través de las aparentemente extrañas formas de sociedad que protagoniza con otros como él.

La contraposición communitas o liminalidad a-estructural versus estructura social puede ser conectada con las otras divisiones diádicas que se han aplicado a entidades estructuradas unas, estructurándose las otras. La oposición estructura—communitas en Turner se parece mucho, por ejemplo, a la que sugieren Gilles Deleuze y Félix Guattari entre arborescencia y rizoma. La primera de esas cualidades sería aplicable a realidades extensivas, divisibles, molares, susceptibles de unificarse, totalizarse y organizarse. La segunda —en una definición que remite de manera explícita a las figuras liminares— a entidades «libidinales, inconscientes, moleculares, intensivas, constituidas por partículas que al dividirse cambian de naturaleza, por distancias que al variar entran en otra multiplicidad, que no cesan de hacerse y deshacerse al comunicar, al pasar las unas a las otras dentro de un umbral, antes o después[104]». Lo rizomático está conformado por partículas, que se relacionan en términos de distancia, siguiendo movimientos de aspecto caótico y cuya cantidad se mide en intensidades y en diferencias de intensidad. Suscita dominios elásticos, preorganizados, constituidos por materiales inestables y por formar, submoléculas y subátomos que discurren en flujos sometidos a movimientos impredecibles, singularidades libres dedicadas a un nomadeo constante y sin sentido, partículas sin estructurar que daban la impresión de agitarse enloquecidas.

El outsider, el amante, el artista, el adolescente, el extranjero, el rebelde sin causa en general —y el etnólogo de lo urbano que trata de ocupar el mirador de privilegio desde el que todos ellos contemplan lo social— son seres del rizoma, viajeros interestructurales, tipos que viven lo mejor de su tiempo en communitas. Son nadas caóticas e hiperactivas, entidades anómicas con dedicación plena, personajes que vagan sin descanso y desorientados entre sistemas. Aturden el orden del mundo al tiempo que lo fundan. El imaginario social dominante hace de ellos monstruos conceptuales destinados a inquietar y despertar un grado de alarma variable. Pero ese caos que encarnan no es algo que el cosmos social niegue para reafirmar su perennidad contra lo imprevisto y la incertidumbre, sino lo que proclama como aquello que, antojándose el anuncio de su inminente final, es en realidad su principal recurso vital, su requisito, su posibilidad misma. Puesta a distancia radical que la ubicación liminal implica y que recuerda lo que Sartre escribiera a propósito del anonadamiento del ser, posibilidad con que la realidad humana cuenta de anular la masa de ser que está frente a ella y que no es sino ella misma: «Un existente particular es ponerse a sí misma fuera de circuito con relación a ese existente. En tal caso, ella le escapa, está fuera de su alcance, no puede recibir su acción, se ha retirado allende una nada. A esta posibilidad que tiene la realidad humana de segregar una nada que la aísla, Descartes, después de los estoicos, le dio un nombre: es la libertad[105]».

5. EL ESPACIO PÚBLICO COMO LIMINALIDAD GENERALIZADA

Las características formales y ambientales de la fase liminal o de margen de los ritos de paso —nihilización o negativización de una estructura social cualquiera— pueden ajustarse a aspectos centrales de la vida en las sociedades urbanizadas. Como esa sensibilidad colectiva que, emparentada con la efervescencia colectiva durkheimniana, Maffesoli ve surgir de la agitación de las muchedumbres urbanas, y que da pie a una vivencia esencialmente estética que, a su vez, es fermento de una relación ética. Nada distingue el «agua hirviendo» de la que nos hablaba Turner para referirse a la marginalidad ritual, de la entidad que resulta de esa vida polimorfa, policelular, camaleónica, instancia sin rostro, hormigueante, monstruosa, dislocada, ámbito en el que cabe todo, hasta el infinito, que es rica en posibilidades, sin que en ella haya final, ni razón, y que periódicamente se abandona a la experiencia dionisiaca, confusional, del torbellino de los afectos y de sus múltiples expresiones. Lo mismo podría decirse de la naturaleza de la masa y de su precedente, la muta —esto es, la jauría o la manada—, que, en Elias Canetti, responde al mismo esquema de igualitarismo, indiferenciación y hervor que caracteriza a la communitas liminal.

En el interior de la masa reina la igualdad. Se trata de una igualdad absoluta e indiscutible y jamás es puesta en duda por la masa misma. Posee una importancia tan fundamental que se podría definir el estado de la masa directamente como un estado de absoluta igualdad… Uno se convierte en masa buscando esta igualdad. Se pasa por alto todo lo que pueda alejarnos de este fin. Todas las exigencias de justicia, todas las teorías de igualdad extraen su energía, en última instancia, de esta vivencia de igualdad que cada uno conoce a su manera a partir de la masa[106].

Pero todavía más importa subrayar cómo quienes se han aproximado al estudio de la vida urbana desde la etnografía de la comunicación, la microsociología o el interaccionismo simbólico la han descrito, sin explicitarlo, como en una permanente situación de communitas atenuada, toda ella hecha de liminalidades. Por definición la calle, la plaza, el vestíbulo de cualquier estación de tren, los bares o el autobús son espacios de paso, cuyos usuarios, las moléculas de la urbanidad —la sociedad urbana haciéndose y deshaciéndose constantemente—, son seres de la indefinición: ya han salido de su lugar de procedencia, pero todavía no han llegado allá adonde se dirigían; no son lo que eran, pero todavía no se han incorporado a su nuevo rol. Siempre son iniciados, neófitos, pasajeros. A su vez, veíamos cómo el transeúnte está siempre ausente, en otra cosa, con la cabeza en otro sitio, es decir, en el sentido literal de la palabra, en trance[107]. Por eso podíamos decir al principio que el espacio público es escenario de situaciones altamente ritualizadas pero impredecibles, protocolos espontáneos. Esa aparente paradoja es idéntica a la que conocen las fases liminales en los ritos de paso, en las que todo está perfectamente ordenado, pero en las que, en cualquier momento, puede pasar cualquier cosa. El transeúnte es un desplazado entre sitios que, mientras tanto, crea o se desplaza a otros mundos. Es un doble viajero, porque su tránsito en un plano lineal se acompaña de un desapego del lugar en que realmente está, en favor de otro adonde le conduce su ensoñamiento o su cavilación. No es casual que, en algunos idiomas como el catalán, trance —como «éxtasis»— y tránsito —en el sentido de «tráfico» o «movimiento»— requieran un mismo término: trànsit. La noción de invisibilidad estructural atribuida por Turner a los neófitos se parece mucho, por su parte, a la de no-persona propuesta por Erving Goffman para los personajes asignificativos presentes en el marco de la interacción, aquellos que es como si no estuvieran.

Eso es lo que hace que el usuario del espacio público o semipúblico sea básicamente eso, transeúnte, es decir persona que está en tránsito, en passage. Tránsito, transeúnte, del latín transeo —pasar, ir de un sitio a otro, transformarse, ir más allá de, transcurrir, recorrer rápidamente…—, cuyo participio es transitus: acción de pasar, de cambiar de condición. Transitus, como sustantivo: lugar de paso, paso. ¿O es que acaso no podría decirse de todo usuario del espacio público o semipúblico que es un ser del umbral, predispuesto a lo que salga, extranjero, adolescente, enamorado, outsider, alguien siempre dispuesto a cualquier cosa, fuente, por lo mismo, de alarma y de esperanza? Espacio público, espacio todo él hecho de tránsitos, espacio, por tanto, de la liminalidad total, del trance permanente y generalizado. Fue Baudelaire quien anunció que el flâneur, el paseante urbano a la deriva, era el más celoso guardián del umbral, de igual modo que, evocando de nuevo a Rimbaud, bien podríamos decir que en la calle no sólo yo es otro, sino que todo el mundo es, en efecto, otro. Hay que repetirlo: el espacio público —baile de máscaras, juego expandido— lo es de la alteridad generalizada. Richard Sennet lo expresaba inmejorablemente: «La ciudad puede ofrecer solamente las experiencias propias de la otredad.»[108] En ella, el espacio público es constantemente descubierto a punto de constituirse en territorio, pero sin que nunca acabe por reconocer límites ni marcas. Lo que autoorganiza desde la sombra los barullos de la cotidianeidad, lo que ya estaba ahí, en un secreto a voces.

De algún modo, la sociedad urbana —y su nicho natural, la calle y los otros espacios del anonimato— vienen a ser algo así como una traslación de lo que los matemáticos conocen como teoría de fractales, en el sentido de que, como ocurre con los objetos fractales en matemáticas, sus reglas se basan en la irregularidad y la fragmentación y son las anomalías y los contraejemplos los que, de la marginalidad en la que parecían moverse, pasan a instalarse en el núcleo mismo de la explicación. También es en las fronteras múltiples y en expansión que conforman el espacio público, de espaldas e indiferente a los presuntos centros institucionales y estructurados de la política, de la cultura o de la sociedad, donde suceden las cosas más importantes, aunque también las más imprevistas. Allí todo es anómalo, todo el mundo es extraño y extravagante y uno ha de elegir entre ser «normal» o como los demás.

¿Por qué no atrevernos a proclamar que decir espacio de tránsito o, en este contexto de la secuencialización de los ritos de pasaje, espacio de liminalidad o espacio de margen viene a ser un pleonasmo, puesto que el espacio, en cierto modo, es siempre transitivo, liminal, marginal? El espacio sólo puede ser un ámbito que no es sino un no-ser o un ser-lo-que-sea, algo incierto, indeciso, consecuencia de una nihilización o anonadamiento de lo que había sido o iba a ser un territorio o un lugar cualquiera. ¿Qué puede decirse del espacio?: del espacio no se puede decir nada. El espacio no puede ser ni dicho, ni pensado, ni imaginado, ni conocido, ya que decirlo, pensarlo, imaginarlo o conocerlo lo convertiría de inmediato en una marca o territorio, aunque sólo fuera por un instante.

El espacio se parecería a lo que la semiología llama sentido, el magma inorganizado y anterior cuyos elementos escogidos contraen funciones con el principio estructural de la lengua. El sentido es algo que no está conformado, sino que es simplemente susceptible de conformación, de cualquier conformación, por la lengua. De hecho, bien podríamos decir que, si es cierto que todo tiene sentido, el sentido no lo tiene, puesto que no significa nada en sí mismo, sino una pura posibilidad de significar. Saussure lo llama sustancia; Hjelmslev, materia. Si el signo es aquello que está en lugar de cualquier otra cosa, la sustancia o la materia es justamente esa «cualquier otra cosa». Jacques Lacan y Lévi-Strauss lo llamarán lo real. ¿Qué es lo Real?: «¿Lo real…? —contestará Lacan—: lo real, ni se sabe». Antes, Karl Marx le había dado otro nombre a eso mismo que está siempre ahí, pero que no es nada antes de la relación de apropiación que los humanos establecen con ello: la naturaleza, «el cuerpo inorgánico del hombre».

Sentido, materia, sustancia, real, naturaleza…: espacio, que ya en Simmel es una forma sin efecto, algo que ha de llenarse o ser movido al aplicársele energías sociológicas o psicológicas. Esa misma idea de Simmel de espacio como potencialidad, como virtualidad disponible para cualquier cosa y que existe sólo cuando esa cualquier cosa sucede, reaparece más tarde en la espléndida noción de espacio de aparición, debida a Hannah Arendt. El espacio de aparición es aquel «donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita[109]», es decir en tanto que hombres. Es el espacio de la acción y del discurso. No su escenario, sino su resultado. Es la acción y el discurso lo que lo constituyen. No sobrevive al movimiento que le dio existencia y desaparece con la dispersión de sus protagonistas o incluso con la simple interrupción de la actividad de éstos. El espacio de aparición no siempre existe, no está ahí antes de la acción y el discurso humanos, ni nadie podría vivir en él todo el tiempo. Es ese espacio que se extiende entre las personas que viven juntas y justo para ese propósito. Vuelta en definitiva a Kant y a su concepción del espacio como la posibilidad misma de juntar o como poder universal de las conexiones.

De ahí el valor extraordinario de las intuiciones de Michel de Certeau, cuya noción de no-lugar tan perfectamente se adecúa a todo lo dicho en relación con la liminalidad de los ritos de paso en Van Gennep y Turner, así como a esa espacialidad kantiana, vacante y disponible, junción de diferencias, que retoman Simmel y Arendt. El no-lugar es negación del lugar, deslocalización. No «utopía» —lugar en ningún sitio—, sino a-lugar. Tampoco anti-lugar, no sitio contrario, ni siquiera otro sitio, sino lugar 0, vacío de lugar, lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura posibilidad de lugar y que se identifica con la calle, con el espacio público, aquel territorio todo él frontera, cuyo protagonista es el individuo ordinario, diseminado, innumerable, lo que Certeau llama «el murmullo de la sociedad». Premisa fundamental de toda la vida urbana, que no es sino un espacio completamente disponible, parecido a aquel que centra lo mejor de la obra de De Chirico, y en que fuera posible el vaticinio de los situacionistas: un espacio vacío crea un tiempo del todo lleno[110]. El héroe de ese espacio-horizonte es alguien a quien justamente sólo podemos llamar precisamente eso, alguien; o bien uno, un tipo, un tío o una tía…, única fórmula para expresar el no-nombre, un nombre en blanco, el de un ser sin atributos o, si se prefiere, con atributos cualesquiera. Ese antihéroe es «nada», personaje general, universal abstracto, un «productor desconocido, poeta de sus asuntos, inventor de senderos en las junglas de la racionalidad funcionalista», que se dedica a trazar trayectorias indeterminadas, en apariencia insensatas porque no son coherentes con el espacio construido, escrito y prefabricado por el que se desplazan. Una silueta enigmática que «no tiene dónde agarrarse», pero sí dónde esconderse, por dónde llevar a cabo sus zigzagueos, sus maniobras de despiste, todo lo cual implica saber aprovecharse del terreno y estar atento a las oportunidades con el fin de sacarles partido. Ese ser incógnito es un rey de la astucia, que se presenta donde no se le espera, un ser proteiforme que se mueve con rapidez, cambiando de ritmo o abandonándose a todo tipo de arritmias, imprevisible, que actúa a base de golpes de mano, por sorpresa. De ahí que, como ser de la frontera que es —y al igual que los protagonistas del trance o del pasaje rituales—, el transeúnte anónimo, el hombre de la calle sea, casi por definición, motivo de preocupación para los vigilantes que no pierden ni un momento de vista los corredores por los que lo social campa a sus anchas.

Las imágenes que Certeau emplea para dar cuenta de los usos prácticos —descritos como poetizaciones— de que es objeto el espacio urbano evocan constantemente la descripción de los momentos liminales en los ritos de paso. Michel de Certeau sugiere una analogía entre la relación que establece el peatón con el espacio que recorre y la de los cuerpos de los amantes entre sí, que cierran los ojos al abrazarse. Subraya, a partir de ahí, la paradoja última de la frontera: todo lo que está separado está unido por aquello mismo que lo separa. La junción y la disjunción son indisociables. En el abrazo amoroso, ¿cuál de los cuerpos en contacto posee el límite que los distingue? Certeau se responde: «Ni el uno ni el otro». Es decir: nadie. La frontera, cualquier frontera, por definición no tiene propietario, puesto que es un pasaje, un vacío concebido para los encuentros, los intercambios y los contrabandeos. Toda frontera es eso: un entre-deux[111].

La noción de entre-deux es aquí reveladora, puesto que remite a la idea de intermediación, de terciamiento, así como de intervalo o separación que unen. También a la expresión deportiva que, en francés, alude al saque entre dos del baloncesto o al saque neutral en fútbol. No es por azar por lo que —conociendo o no la obra de Turner sobre los ritos de paso ndembu— Certeau habla de «seres del umbral» para referirse a los peatones que van y vienen, circulan, se desbordan o derivan en un relieve que les es impuesto, «movimientos espumosos de un mar que se insinúa entre las rocas y los dédalos de un orden establecido[112]». Imagen que trae a la memoria los «verdaderos océanos» que, bajo la en apariencia sólida superficie de la sociedad burguesa, Marx adivinaba poniéndose en movimiento «para hacer saltar en pedazos continentes enteros de duros peñascos[113]». De tal corriente regulada en principio por las cuadrículas institucionales que esa agua erosiona poco a poco y desplaza, los estadistas no conocen nada o casi nada. No se trata de un líquido que circula por los dispositivos de lo sólido, sino de «movimientos otros», que utilizan los elementos del terreno, colándose entre las mallas del sistema, desarraigándose de las comunidades fijas y los enclaves, errando en todas direcciones por un espacio que heterogeneizan. Desde esa percepción de la incompetencia de los modeladores de ciudad se ha propuesto una antropología de la movilidad y del movimiento, que «se propone analizar la continua socialización de los espacios, interfaces de las morfologías urbanas y sociales, describir las movilizaciones que permiten a los hombres inscribir el tiempo, la historia y la erosión en dispositivos espaciales y técnicos concebidos para la repetición[114]».

Certeau recurre a categorías como trayectoria o transcurso, para subrayar cómo el uso del espacio público por los viandantes implica la aplicación de un movimiento temporal en el espacio, es decir la unidad de una sucesión diacrónica de puntos recorridos, y no la figura que esos puntos forman sobre un lugar supuesto como sincrónico, Una serie espacial de puntos es sustituida por una articulación temporal de lugares. Donde había un gráfico ahora hay una operación, un pasaje, un tránsito. ¿Qué es lo que tiene ese ser del no-lugar?: como el pasajero ritual, no posee nada. O mejor dicho: posee tan sólo su propio cuerpo. Como Fernando Giobellina explica en relación con los ritos de posesión, el éxtasis indica un lugar social cuyos «ocupantes no tienen otra cosa más que su cuerpo para entender el mundo y para quienes el mundo es poco más que su cuerpo[115]». ¿Qué son los viandantes sino lo que Simmel había llamado «masas corpóreas»? Escribe Certeau: «Entre las tácticas cotidianas y las estrategias, la imagen fantasma del cuerpo experto y mudo preserva la diferencia».

Y son cuerpos amorosos, que se entrelazan formulando poesías hechas de eso, de cuerpos firmados por otros cuerpos. Esos trayectos-cuerpo, esas firmas-cuerpo escriben textos ilegibles, en el sentido de que escapan a la legibilidad. Los trazos de esas escrituras infinitas, infinitamente entrecruzadas, componen una historia múltiple, en la que no hay autores, ni espectadores, constituida de fragmentos, de trayectorias y en alteración de espacios. Son prácticas microbianas, singulares y al tiempo plurales, que pululan lejos del control panóptico, que proliferan muchas veces ilegítimamente, que escapan de toda disciplina, de toda clasificación, de toda jerarquización. Certeau alude a ello como «el habla de los pasos perdidos», o como las «enunciaciones peatonales». Caminar es hablar. Retóricas caminatorias. Los pasos de los caminantes son giros y rodeos que equivalen a piruetas o figuras de estilo. Este estilo o manera de hacer implica un uso singular de lo simbólico pero también, como elemento de un código que es, por definición, un uso social, colectivo. Para describir ese uso estilístico del espacio, Certeau toma de Rilke la imagen de los «árboles de gestos» en movimiento, que se agitan por doquier, incluso por los territorios en los que parece dominar la estabilidad más absoluta. «Sus bosques caminan por las calles. Transforman la escena, pero en cambio no pueden ser fijados por la imagen en sitio alguno». Sin embargo, «si hiciera falta una imagen, ésta sería la de las imágenes-tránsito, caligrafías amarillo-verde y azul metalizado, que aúllan sin gritar y rayan el subsuelo de la ciudad con bordados de letras y de cifras, gestos perfectos de violencias pintadas a pistola[116]».

Lugar: orden cual sea según el cual ciertos elementos son distribuidos según relaciones de coexistencia. Se excluye la posibilidad de que dos cosas estén al mismo tiempo en el mismo sitio. Es la ley del lugar propio, de mi sitio o nuestro territorio: los elementos considerados uno al lado del otro, en su sitio, indicación, estabilidad, mapas. En cambio, espacio designa algo muy distinto. Hay espacio cuando se toman en consideración vectores de dirección, cantidades de rapidez y la variable tiempo, exactamente igual que cuando los ritos de paso de cualquier sociedad les recuerdan a los sujetos psicofísicos que la componen la inestabilidad, el dinamismo hiperactivo, en ebullición, que la funda y la organiza: la nadedad que produce la puesta en escena de su totalidad. El espacio es un cruce de trayectos, de movilidades. Es el efecto producido por operaciones que lo orientan, lo circunstancian, lo temporalizan, lo ponen a funcionar. No hay univocidad, ni estabilidad. Es el ámbito de las operaciones-trayecto, de los desplazamientos, de los tránsitos y pasajes. Esta enunciación sin desarrollo discursivo se organiza a partir de la relación entre los lugares de que se parte o a los que se llega y el no-lugar que produce. Porque ¿en qué consiste, en definitiva, un no-lugar, sino en añadirles a los sitios, a cualquier territorio, ese factor que los disuelve, los trastoca, los subvierte: la variable tiempo? Un lugar no es entonces otra cosa que lo que produce en un momento dado partir de un lugar y que no es sino una manera de pasar.

Caminar es carecer de lugar. Es el proceso indefinido de estar ausente y en busca de un sitio propio. De la errancia que multiplica y reúne la ciudad resulta una inmensa experiencia social de la privación de lugar, una experiencia que, es cierto, estalla en deportaciones innumerables e ínfimas (desplazamientos y caminos), compensada por los lazos que provocan las relaciones y los entrecruzamientos de estos éxodos, creando un tejido urbano, y emplazada bajo el signo de lo que debería ser, al fin, el lugar, pero que no es sino un nombre, la Ciudad[117].

La puesta en paralelo entre el tipo de nihilización-anomización que representan las situaciones liminales en los ritos de paso y el que implican los empleos del espacio público en contextos urbanos encontrarían en ciertas fórmulas musicales su metáfora perfecta. Pascal Boyer ha procurado una interpretación a propósito de la figura de los mbom-mvët entre los fang cameruneses, bardos iniciados que cantan epopeyas acompañándose de una mvët o arpa-cítara tradicional[118]. El título del trabajo de Boyer es Barricades mystérieuses, en alusión a una enigmática pieza de igual título de François Couperin, el orden número 6, del libro II de las Piezas para clavecín. La lógica que anima el uso de las mvët consiste en emplazar al oyente a que capte la «voz» que se oculta tras las extraordinarias complicaciones polirrítmicas a que se abandona el tañedor de mvët, voz en la que se expresan los complejos secretos que guardan los espíritus de los muertos. Esa «melodía secreta» ha de ser captada de entre lo que puede antojarse una avalancha de notas aparentemente desordenadas, una barahúnda entre la que se insinúa la historia oculta a desentrañar. Exactamente como hacen las Barricades mystérieuses de Couperin, una pieza que se organiza a partir de lo que podría parecer una lluvia caótica y accidental de notas, amontonamiento de aspecto desordenado, que evoca, según los musicólogos especializados en el compositor, «una polifonía licuificada, disuelta, extendida como una especie de pasta lisa y uniforme». De la audición de esa masa informe, idéntica a la de la música de las mvët fang, un esfuerzo de abstracción por parte del oyente le permite a éste captar —«detrás» o quizás «debajo»— una organización armónica en extremo simple, un movimiento tonal disimulado que, a pesar de su elementalidad y de su evanescencia —o acaso por el contraste entre éstas y la desorganización que parece dominar el conjunto de la obra—, produce un significativo efecto fascinador.

Lo que sorprende del trabajo de Boyer no es sólo su acierto en poner en paralelo un aspecto de los ritos iniciáticos fang con una pieza musical del siglo XVIII, sino cómo ambas construcciones formales pueden ser puestas en contacto con cualquiera de las propuestas que se han formulado para una etnografía de los espacios públicos. Esa idea de la «melodía oculta» que se nos sugiere en relación con ciertos procedimientos musicales exóticos o del pasado se corresponde a la perfección con un concepto coreográfico de los usos del espacio urbano, que consiste en tratar de distinguir, entre la delirante actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos «secreto», «en murmullo», que enuncian caminando los transeúntes. Algo que ha sabido plasmar en una imagen del todo adecuada Jean Starobinski al notar, en relación con el arte moderno, la existencia de «una polifonía en la que el entrecruzamiento virtualmente infinito de los destinos, de los actos, de los pensamientos, de las reminiscencias puede reposar sobre un bajo continuo que emita las horas del día terrestre[119]». Lo urbano se parecería profundamente a eso, un bajo continuo, un bajo cifrado permanente sobre el que puntúan sus movimientos en filigrana los peatones, sus ballets imprevisibles y cambiantes. He ahí el objeto último de la expectación del observador etnográfico, cazador de las melodías que se insinúan entre el susurro inmenso que recorre las calles.

Se ha insinuado que las categorías teóricas y las sensibilidades observacionales debidas a Durkheim son inútiles a la hora de aplicarlas a las inestables e incongruentes sociedades urbanizadas, atravesadas por todo tipo de fluctuaciones, zarandeadas por sacudidas constantes, en las que es lo inarticulado lo que parece primar. De hecho, bien al contrario, deberíamos apreciar cómo el divorcio que tan frecuentemente se ha formulado desde la antropología entre «sociedades frías» y «sociedades calientes» no se basa en el hecho de que las primeras no conozcan el calor —la agitación desordenada y aleatoria de infinidad de partículas— y sus virtudes transformadoras, sino que sencillamente han optado por no usarlo. Durkheim y sus discípulos de L’Année Sociologique —entre ellos Mauss y Halbwachs— compartieron con los científicos del devenir de lo vivo del momento la convicción de que los fenómenos basados en la fricción, la viscosidad, la combustión o, en general, el calentamiento estaban relacionados con la irreversibilidad, pero sólo en cuanto fenómenos secundarios o errores, es decir sin atreverse a desmentir el principio de una dinámica —la de la época— que no podía dejar de creer en la reversibilidad de los procesos naturales. En paralelo a lo que ha ocurrido en las ciencias naturales, las ciencias de la sociedad y la cultura, que nunca dejaron de ser conscientes de la presencia en su campo de estudio de todo tipo de tumultos, convulsiones y aceleramientos, han acabado por sospechar que también los sistemas sociales dependen de los envites y sacudidas que constantemente los hacen tambalear[120].

Existe en todas las sociedades, una y otra vez renovada y recordada, esa posibilidad de puesta a cero, de reducción a la nada que abre automáticamente la viabilidad de cualquier arranque, a cualquier velocidad, en cualquier dirección[121]. Es esa fertilidad del movimiento y de la fluctuación lo que todas las sociedades —sea cual sea su grado de prosperidad o los niveles de estructuración de que se hayan dotado— cuidan de escenificar cíclicamente para no dejar nunca de tener presente su disponibilidad. Se certifica así el estado óptimo de los recursos que la entropía aportaría en caso de que tal o cual comunidad los requiriera, momento en el que las periódicas exhibiciones de efervescencia podrían convertirse en combustión energética, en el impulso que animaría cualquier transformación, en cualquier sentido. Por ello, todo poder político sabe que nunca tiene garantizada su hegemonía ni su perdurabilidad, que nada está del todo seguro ni totalmente ordenado, que no hay dominio que pueda ser completo, puesto que nunca logrará expulsar de la vida social a su peor enemigo: el tiempo, esa dimensión que hace del espacio por el que transcurre una entidad incontrolable. Una de aquellas películas de vanguardia que en la década de los años veinte rindieron homenaje al azar urbano, una de las más extrañas y fascinantes de todas ellas, la ya mencionada —y tan poco conocida— Rien que les heures, de Alberto Cavalcantti, se cerraba con un rótulo que proclamaba algo incontestable, en 1928 y ahora: «Podrá detenerse el tiempo un instante, fijarse el espacio en un punto; pero nadie jamás podrá dominar por completo ni el tiempo ni el espacio».