Abajo
el puerto se abre a latitudes lejanas
y la honda plaza igualadora de almas
se abre como la muerte, como el sueño.
JORGE LUÍS BORGES
Qué difícil es olvidar a alguien a quien apenas conoces.
en Cosas que nunca te dije, de ISABEL COIXET.
Una distinción se ha impuesto de entrada: la que separa la ciudad de lo urbano. La ciudad no es lo urbano. La ciudad es una composición espacial definida por la alta densidad poblacional y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia humana densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí. La ciudad, en este sentido, se opone al campo o a lo rural, ámbitos en que tales rasgos no se dan. Lo urbano, en cambio, es otra cosa: un estilo de vida marcado por la proliferación de urdimbres relaciónales deslocalizadas y precarias. Se entiende por urbanización, a su vez, «ese proceso consistente en integrar crecientemente la movilidad espacial en la vida cotidiana, hasta un punto en que ésta queda vertebrada por aquélla[8]». La inestabilidad se convierte entonces en un instrumento paradójico de estructuración, lo que determina a su vez un conjunto de usos y representaciones singulares de un espacio nunca plenamente territorializado, es decir sin marcas ni límites definitivos.
En los espacios urbanizados los vínculos son preferentemente laxos y no forzosos, los intercambios aparecen en gran medida no programados, los encuentros más estratégicos pueden ser fortuitos, domina la incertidumbre sobre interacciones inminentes, las informaciones más determinantes pueden ser obtenidas por casualidad y el grueso de las relaciones sociales se produce entre desconocidos o conocidos «de vista». Hay ciudades poco o nada urbanizadas, en las que la movilidad y la accesibilidad no están aseguradas, como ocurre en los escenarios de conflictos que compartimentan el territorio ciudadano y hacen difíciles o imposibles los tránsitos. En cambio, no hay razón por la cual los espacios naturales abiertos o las aldeas más recónditas no puedan conocer relaciones tan típicamente urbanas como las que conocen una plaza o el metro de cualquier metrópoli. Históricamente hablando, la urbanidad no sería, a su vez, una cualidad derivable de la aparición de la ciudad en general, sino de una en particular que la modernidad había generalizado aunque no ostentara en exclusiva. Desde presupuestos cercanos a la Escuela de Chicago, Robert Redfield y Milton Singer asociaron lo urbano a la forma de ciudad que llamaron heterogénetica, en tanto que sólo podía subsistir no dejando en ningún momento de atraer y producir pluralidad. Era una ciudad ésta que se basaba en el conflicto, anémica, desorganizada, ajena u hostil a toda tradición, cobijo para heterodoxos y rebeldes, dominada por la presencia de grupos cohesionados por intereses y sentimientos tan poderosos como escasos y dentro de la cual la mayoría de relaciones habían de ser apresuradas, impersonales y de conveniencia. Lo contrario a la ciudad heterogenética era la ciudad ortogenética, apenas existente hoy, asociada a los modelos de la ciudad antigua u oriental, fuertemente centralizada, ceremonial, burocratizada, aferrada a sus grandes tradiciones, sistematizada, etc.
Lo opuesto a lo urbano no es lo rural —como podría parecer—, sino una forma de vida en la que se registra una estricta conjunción entre la morfología espacial y la estructuración de las funciones sociales, y que puede asociarse a su vez al conjunto de fórmulas de vida social basadas en obligaciones rutinarias, una distribución clara de roles y acontecimientos previsibles, fórmulas que suelen agruparse bajo el epígrafe de tradicionales o premodernas. En un sentido análogo, también podríamos establecer lo urbano en tanto que asociable con el distanciamiento, la insinceridad y la frialdad en las relaciones humanas con nostalgia de la pequeña comunidad basada en contactos cálidos y francos y cuyos miembros compartirían —se supone— una cosmovisión, unos impulsos vitales y unas determinadas estructuras motivacionales. Visto por el lado más positivo, lo urbano propiciaría un relajamiento en los controles sociales y una renuncia a las formas de vigilancia y fiscalización propias de colectividades pequeñas en que todo el mundo se conoce. Lo urbano, desde esta última perspectiva, contrastaría con lo comunal.
Lo urbano consiste en una labor, un trabajo de lo social sobre sí: la sociedad «manos a la obra», produciéndose, haciéndose y luego deshaciéndose una y otra vez, empleando para ello materiales siempre perecederos. Lo urbano está constituido por todo lo que se opone a cualquier cristalización estructural, puesto que es fluctuante, aleatorio, fortuito…, es decir reuniendo lo que hace posible la vida social, pero antes de que haya cerrado del todo tal tarea, como si hubiéramos sorprendido a la materia prima societaria en estado ya no crudo, sino en un proceso de cocción que nunca nos será dado ver concluido. Si las instituciones socioculturales primarias —familia, religión, sistema político, organización económica— constituyen, al decir de Pierre Bourdieu, estructuras estructuradas y estructurantes —es decir sistemas definidos de diferencias, posiciones y relaciones que organizan tanto las prácticas como las percepciones—, podríamos decir que las relaciones urbanas son, en efecto, estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas —esto es concluidas, rematadas—, sino estructurándose, en el sentido de estar elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y sus propiedades, a partir de los avatares de la negociación ininterrumpida a que se entregan unos componentes humanos y contextúales que raras veces se repiten. Anthony Giddens habría hablado aquí de estructuración, proceso de institucionalización de relaciones sociales cuya esencia o marca es, ante todo, temporal puesto que es el tiempo y sus márgenes de incertidumbre los que determinan el papel activo que se asigna al libre arbitrio de los actores sociales. No en vano la diferenciación, aquí central, entre la ciudad y lo urbano es análoga a la que, recuperando conceptos de la arquitectura clásica, le sirve a Giulio Carlo Argam para distinguir entre estructura y decoración. La primera remite la ciudad en términos de tiempo largo: grandes configuraciones con una duración calculable en décadas o en siglos. La segunda a una ciudad que cambia de hora en hora, de minuto en minuto, hecha de imágenes, de sensaciones, de impulsos mentales, una ciudad cuya contemplación nos colocaría en el umbral mismo de una estética del suceso[9].
La antropología urbana; debería presentarse entonces más bien como una antropología de lo que define la urbanidad como forma de vida: de disoluciones y simultaneidades, de negociaciones minimalistas y frías, de vínculos débiles y precarios conectados entre sí hasta el infinito, pero en los que los cortocircuitos no dejan de ser frecuentes. Esta antropología urbana se asimilaría en gran medida con una antropología de los espacios públicos, es decir de esas superficies en que se producen deslizamientos de los que resultan infinidad de entrecruzamientos y bifurcaciones, así como escenificaciones que no se dudaría en calificar de coreográficas. ¿Su protagonista? Evidentemente, ya no comunidades coherentes, homogéneas, atrincheradas en su cuadrícula territorial, sino los actores de una alteridad que se generaliza: paseantes a la deriva, extranjeros, viandantes, trabajadores y vividores de la vía pública, disimuladores natos, peregrinos eventuales, viajeros de autobús, citados a la espera… Todo aquello en que se fijaría una eventual etnología de la soledad, pero también grupos compactos que deambulan, nubes de curiosos, masas efervescentes, coágulos de gente, riadas humanas, muchedumbres ordenadas o delirantes…, múltiples formas de sociedad peripatética, sin tiempo para detenerse, conformadas por una multiplicidad de consensos «sobre la marcha». Todo lo que en una ciudad puede ser visto flotando en su superficie. El objeto de la antropología urbana serían estructuras líquidas, ejes que organizan la vida social en torno a ellos, pero que raras veces son instituciones estables, sino una pauta de fluctuaciones, ondas, intermitencias, cadencias irregulares, confluencias, encontronazos… Siguiendo a Isaac Joseph, se habla aquí de una realidad porosa, en la que se sobreponen distintos sistemas de acción, pero también de una realidad conceptualmente inestable, al mismo tiempo episódica y organizada, simbólicamente centralizada y culturalmente dispersa[10].
Esa antropología urbana entendida no como en o de la ciudad, sino como de las inconsistencias, inconsecuencias y oscilaciones en que consiste la vida pública en las sociedades modernizadas, no puede pretender partir de cero. Antes bien, debería reconocer su deuda con las indagaciones y los resultados aportados por corrientes sociológicas que, desde las primeras décadas del siglo, anticiparon métodos específicos de observación y de análisis para lo urbano. Estos teóricos de la inestabilidad social tampoco surgieron a su vez de la nada. En cierto modo vinieron a formalizar en el plano de las ciencias sociales todo lo que antes, y en torno a la noción de modernidad, había prefigurado una tradición filosófica que, constatando la creciente disolución de la autoridad de la costumbre, la tradición y la rutina, se fija en lo que ya es ese «torbellino social» del que hablara por primera vez Rousseau. Esa misma impresión será organizada ideológicamente por Marx y Engels —«inquietud y movimiento constantes…, todo lo sólido se desvanece en el aire», como rezaba el Manifiesto comunista y nos recordara más tarde Marshall Berman en el título de un libro indispensable[11]—, pero también por Nietzsche. En literatura, Baudelaire, Balzac, Gogol, Poe, Dostoievski, Dickens o Kafka, entre otros, harán de esa zozobra el tema central de sus mejores obras.
Una biografía de esas ciencias sociales de lo inestable y en movimiento nombraría como sus pioneros a los teóricos de la Escuela de Chicago y el primer interaccionismo simbólico de G. H. Mead, en Estados Unidos; a Georges Simmel, en Alemania, y a discípulos de Durkheim como Maurice Halbwachs, en Francia, Todos ellos coincidieron en preocuparse mucho más por los estilos de vínculo social específicamente urbanos que por las estructuras e instituciones solidificadas que habían constituido y seguirían constituyendo el asunto central de la sociología y la antropología más estandarizadas. Todos ellos fueron testigos de excepción de lo que estaba sucediendo en ciudades como Chicago, Nueva York, Berlín o París, convertidas en colosales laboratorios de la hibridación y las simbiosis generalizadas. Las formas de sociabilidad que interesaron a estos teóricos se definían por producirse en clave de trama, reticulándose en todas direcciones, dividiendo la experiencia de lo real en estratos, sin apenas concesiones a lo orgánico. Asociaciones efímeras, frágiles, sin una visión del mundo compartida sino «a ratos» y perdiendo ya de vista el viejo principio de interconocimiento mutuo, tal y como mucho después supo reflejar Robert Altman en una película cuyo título no podría ser más elocuente: Vidas cruzadas (1993)[12].
Fue la Escuela de Chicago —la corriente a la que pertenecieron William Thomas, Robert E. Park, Ernest E. Burgess, Robert MacKenzie y Louis Wirth entre 1915 y 1940— la primera en ensayar la incorporación de métodos cualitativos y comparatistas típicamente antropológicos, desde la constatación de que lo que caracteriza a la cultura urbana era justamente su inexistencia en tanto que realidad dotada de uniformidad. Si esa cultura urbana que debía conocer el científico social consistía en alguna cosa, sólo podía ser básicamente una proliferación infinita de centralidades muchas veces invisibles, una trama de trenzamientos sociales esporádicos, aunque a veces intensos, y un conglomerado escasamente cohesionado de componentes grupales e individuales. La ciudad era vista como un dominio de la dispersión y la heterogeneidad sobre el que cualquier forma de control directo era difícil o imposible y donde multitud de formas sociales se superponían o secaban, haciendo frente mediante la hostilidad o la indiferencia a todos los intentos de integración a que se las intentaba someter. Un crisol de microsociedades el tránsito entre las cuales podía ser abrupto y dar pie a infinidad de intersticios e intervalos, de «grietas», por así decirlo. Como Wirth nos hacía notar, una ciudad es siempre algo así como una «sociedad anónima», y, por definición, una sociedad anónima «no tiene alma»[13], de igual manera que mucho después Lefebvre escribiría que «lo urbano no es un alma, un espíritu, una entidad filosófica»[14]. ¿Acaso no era la ciudad expresión de lo que Darwin había llamado la naturaleza animada, regida por mecanismos de cooperación automática, una simbiosis impersonal y no planificada entre elementos en función de su posición ecológica, es decir un colosal sistema biótico y subsocial?
George Simmel había llegado a apreciaciones parecidas en el marco de la sociología alemana de principios de siglo, planteándose el problema de cómo capturar lo fugaz de la realidad, esa pluralidad infinita de detalles mínimos que la sociología formal renunciaba a captar y para cuyo análisis no estaba ni preparada ni predispuesta. Para Simmel la sociología debía consistir en una descripción y un análisis de las relaciones formales de elementos complejos en una constelación funcional, de los que no se podía afirmar que fueran resultado de fuerzas que actuaban en un sentido u otro, sino más bien un atomismo complejo y altamente diferenciado, de cuya conducta resultaría casi imposible inferir leyes generales. De ahí una atención casi exclusiva a los procesos moleculares microscópicos que exhiben a la sociedad, por decirlo así, statu nascendi, «solidificaciones inmediatas que discurren de hora en hora y de por vida aquí y allá entre individuo e individuo»[15].
En la estela de esa tradición —aunque incorporando argumentos procedentes de la etnosemántica, de la antropología social, del estructuralismo o del cognitivismo— vemos cómo aparecen en los años cincuenta y sesenta una serie de tendencias atentas sobre todo a las situaciones, es decir a las relaciones de tránsito entre desconocidos totales o relativos que tenían lugar preferentemente en espacios públicos. Tanto para el interaccionismo simbólico como para la etnometodología, la situación es una sociedad en sí misma, dotada de leyes estructurales inmanentes, autocentrada, autoorganizada al margen de cualquier contexto que no sea el que ella misma genera. Dicho de otro modo, la situación es un fenómeno social autorreferencial, en el que es posible reconocer dinámicas autónomas de concentración, dispersión, conflicto, consenso y recomposición en las que las variables espaciales y el tiempo juegan un papel fundamental, precisamente por la tendencia a la improvisación y a la variabilidad que experimentan unos componentes obligados a renegociar constantemente su articulación.
Es en ese contexto intelectual donde Ray L. Birdwhistell elabora su propuesta de proxemia, disciplina que atiende al uso y la percepción del espacio social y personal a la manera de una ecología del pequeño grupo: relaciones formales e informales, creación de jerarquías, marcas de sometimiento y dominio, establecimiento de canales de comunicación. El concepto protagonista aquí es el de territorialidad o identificación de los individuos con un área que interpretan como propia, y que se entiende que ha de ser defendida de intrusiones, violaciones o contaminaciones. En los espacios públicos la territorialización viene dada sobre todo por los pactos que las personas establecen a propósito de cuál es su territorio y cuáles los límites de ese territorio. Ese espacio personal o informal acompaña a todo individuo allá donde va y se expande o contrae en función de los tipos de encuentro y en función de un buscado equilibrio entre aproximación y evitación. Más tarde, y en esa misma dirección, los interaccionistas simbólicos —Herbert Blumer, Anselm Strauss, Horward Becker y, muy especialmente, Erving Goffman— contemplaron a los seres humanos como actores que establecían y restablecían constantemente sus relaciones mutuas, modificándolas o dimitiendo de ellas en función de las exigencias dramáticas de cada secuencia, desplegando toda una red de argucias que organizaban la cotidianeidad: imposturas conscientes o involuntarias en que consiste la asunción apropiada de un lugar social y que reactualizan a toda hora la conocida confusión semántica que el griego clásico opera entre persona y máscara. Algo no muy distinto de aquello que Alfred Métraux y Michel Leiris nombraran, para referirse a la «impostación sincera» que se producía en los trances de posesión, como comedia ritual y teatro vivido.
La aportación de la etnometodología se produciría en un sentido parecido. Inspirándose en la teoría de la acción social de Talcott Parsons, en la fenomenología de Alfred Schutz y en el construccionismo de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, Harold Garfinkel interpretó la vida cotidiana como un proceso mediante el cual los actores resolvían significativamente los problemas, adaptando a cada oportunidad la naturaleza y la persistencia de sus soluciones prácticas. La etnometodología se postulaba como una praxeología o análisis lógico de la acción humana, que concebía a los interactuantes en cada coyuntura como sociólogos o antropólogos naifs que elaboraban su teoría y orientaban sus procedimientos. Obtenían como resultado las autoevidencias, lo «dado por sentado», las premisas de sentido común que, mudables para cada oportunidad particular, permitían producir sociedad y vencer la indeterminación, prescindiendo o adaptando determinaciones socioculturales previas, calculando sus iniciativas en función de las contingencias de cada secuencia en que se hallaban comprometidos y de los objetivos prácticos a cubrir. Tanto la perspectiva etnometodológica como la interaccionista se conducían a la manera de una radicalización de los postulados del utilitarismo y del pragmatismo, matizados por la sociología de Durkheim. Del viejo utilitarismo se desarrollaban las premisas básicas de que el ser humano era mucho más un agente que un cognoscente y de que la racionalidad, como concepto, se refería a los medios y conductas concretas que mejor se adaptaban a la consecución de los fines. De la escuela pragmática norteamericana se llevaba a sus consecuencias más expeditivas la noción de experiencia, entendida como prospectiva para la acción futura, fuente de usos práctico-normativos, una guía para la conducta adecuada, interpretada ésta no sólo como actividad, sino también como proceso de conocimiento del mundo.
La ficción ha provisto de valiosos ejemplos de ese modelo de personalidad que concibe las situaciones concretas como un medio ambiente ecológico al que adaptarse ventajosamente. El cine nos presenta al Zelig de la película homómina de Woody Allen (1983), personaje dotado de la camaleónica cualidad de amoldar automáticamente su temperamento, sus actitudes y hasta su aspecto físico a cada circunstancia particular. Restándole la peyorativización de que era objeto en la novela de Robert Musil —derivada sobre todo de su relación perversa con el poder político—, encontraríamos otro modelo de lo mismo en Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, personaje deliberadamente vaciado de valores, que se muestra predispuesto a pactar con cada una de las facetas y fases de la realidad en que se mueve. Tanto Zelig como Ulrich reproducen el perfil del hombre de acción que los interaccionistas y etnometodólogos analizaban desplegando sus ardides y negociando por los distintos escenarios de la cotidianeidad, manteniendo en todo momento una actitud calculadamente ambigua en que se mezclan la disponibilidad —el «verlas venir», por así decirlo—, la incoherencia interesada, la indiferencia ante las tentacularidades en que se ve inmiscuido y —con todo— la lucha por mantener estados de cierta autenticidad.
Por su parte, el marco teórico que funda la antropología social británica es ya interaccionista. En 1952 Radcliffe-Brown definió un proceso social como una «inmensa multitud de acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones o grupos»[16]. Fue en el medio ambiente estructural-funcionalista donde, más adelante, se vino a reconocer que los contextos urbanos requerían formas específicas de percibir, anotar y analizar. En la década de los 60, Elisabeth Bott, Clide J. Mitchell o Jeromy Boissevain, entre otros, analizaron la vida urbana como una red de redes profesionales, familiares, vecinales, amistosas, clientelares…, a las que se designaba en términos de campos, contactos, conjuntos, intervinculaciones, mallas, planes de acción, coaliciones, segmentos, densidades, etc. Estas tramas de relaciones se trenzaban hasta conformar urdimbres complejas que comprometían a cada sujeto en una amplia gama de situaciones, oportunidades, prescripciones, papeles… ya no sólo bien distantes entre sí y de difícil ajuste, sino muchas veces incompatibles.
Lo que todas esas escuelas tenían en común era la premisa de que —como veíamos al principio— una antropología urbana no solamente no debía limitarse a ser una antropología de o en la ciudad, sino que tampoco debía confundirse con una variante más de una posible antropología del espacio o del territorio. Es cierto que el objeto de la antropología urbana sería una serie de acontecimientos que se adaptan a las texturas del espacio, a sus accidentes y regularidades, a las energías que en él actúan, al mismo tiempo que los adaptan, es decir que se organizan a partir de un espacio que al mismo tiempo organizan. Es cierto también que todo ello podía subsumir la antropología urbana como una más entre las ciencias sociales del espacio. Ahora bien, la antropología del espacio ha sido las más de las veces una antropología del espacio construido y del espacio habitado. En cambio, a diferencia de lo que sucede con la ciudad, lo urbano no es un espacio que pueda ser morado. La ciudad tiene habitantes, lo urbano no. Es más, en muchos sentidos, lo Urbano se desarrolla en espacios deshabitados e incluso inhabitables. Lo mismo podría aplicarse a la distinción entre la historia de la ciudad y la historia urbana. La primera remitiría a la historia de una materialidad, de una forma, la otra a la de la vida que tiene lugar en su interior, pero que la trasciende. Debería decirse, por tanto, que lo urbano, en relación con el espacio en que se despliega, no está constituido por habitantes poseedores o asentados, sino más bien por usuarios sin derechos de propiedad ni de exclusividad sobre ese marco que usan y que se ven obligados a compartir en todo momento. «¿No será el disfrute lo que corresponde a la sociedad urbana?», se preguntaba con razón Henri Lefebvre[17].
Por ello, el ámbito de lo urbano por antonomasia hemos visto que era no tanto la ciudad en sí como sus espacios usados transitoriamente, sean públicos —la calle, los vestíbulos, los parques, el metro, la playa o la piscina, acaso la red de Internet— o semipúblicos —cafés, bares, discotecas, grandes almacenes, superficies comerciales, etc.—. Es ahí donde podemos ver producirse la epifanía de lo que se ha definido como específicamente urbano: lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo oscilante… La urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por la evitación, el anonimato y otras películas protectoras, expuestos, a la intemperie, y al mismo tiempo, a cubierto, camuflados, mimetizados, invisibles. Tal y como nos recuerda Isaac Joseph, el espacio público es vivido como espaciamiento, esto es como «espacio social regido por la distancia». El espacio público es el más abstracto de los espacios —espacio de las virtualidades sin fin—, pero también el más concreto, aquel en el que se despliegan las estrategias inmediatas de reconocimiento y de localización, aquel en que emergen organizaciones sociales instantáneas en las que cada concurrente circunstancial introduce de una vez la totalidad de sus propiedades, ya sean reales o impostadas[18].
La antropología urbana tampoco —y por lo mismo— debería ser considerada una modalidad de lo que se presenta como una antropología del territorio, esto es de lo que se define como un «espacio socializado y culturalizado…, que tiene, en relación con cualquiera de las unidades constitutivas del grupo social propio o ajeno, un sentido de exclusividad»[19]. El espacio usado «de paso» —el espacio público o semipúblico— es un espacio diferenciado, esto es territorializado, pero las técnicas prácticas y simbólicas que lo organizan espacial o temporalmente, que lo nombran, que lo recuerdan, que lo someten a oposiciones, yuxtaposiciones y complementariedades, que lo gradúan, que lo jerarquizan, etc., son poco menos que innumerables, proliferan hasta el infinito, son infinitesimales, y se renuevan a cada instante. No tienen tiempo para cristalizar, ni para ajustar configuración espacial alguna. Nada más lejos del territorio entendido como sitio propio, exclusivo y excluyente que una comunidad dada se podría arrogar que las filigranas caprichosas que trazan en el espacio las asociaciones transitorias en que consiste lo urbano.
Precisamente por su oposición a los cercados y los peajes, el espacio urbano tampoco resulta fácil de controlar. Mejor dicho: su control total es prácticamente imposible, a no ser por los breves lapsos en que se ha logrado despejar la calle de sus usuarios, como ocurre en los toques de queda o en los estados de guerra. Eso no quiere decir que no se disponga, por parte del poder político o por comunidades con pretensiones de exclusividad territorial, de diferentes modalidades de vigilancia panóptica. En ese sentido hay que darles la razón a los teóricos que, a la manera de Michel Foucault, Jean-Paul de Gaudemar o Paul Virilio, se han preocupado en denunciar la existencia, de mecanismos destinados a no perder de vista la manera como la sociedad urbana se hace y se deshace, desparramándose por ese espacio público que reclama y conquista como decorado activo. Sucede sólo que esos dispositivos de control no tienen garantizado nunca su éxito total. Es más, bien podría decirse que fracasan una y otra vez, puesto que no se aplican sobre un público pasivo, maleable y dócil, que ha devenido de pronto totalmente transparente, sino sobre elementos moleculares que han aprendido a desarrollar todo tipo de artimañas, que desarrollan infinidad de mimetismos, que tienden a devenir opacos o a escabullirse a la mínima oportunidad.
Tenemos pues que, si el referente humano de una antropología de lo urbano fuera el habitante, el morador o el consumidor, sí que tendríamos motivos para plantearnos diferentes niveles de territorialización estable, como las relativas a los territorios fragmentarios, discontinuos, que fuerzan al sujeto a multiplicar sus identidades circunstanciales o contextúales: barrio, familia, comunidad religiosa, empresa, banda juvenil. Pero está claro que no es así. El usuario del espacio urbano es casi siempre un transeúnte, alguien que no está allí sino de paso. La calle lleva al paroxismo la extrema complejidad de las articulaciones espacio-temporales, a las antípodas de cualquier distribución en unidades de espacio o de tiempo claramente delimitables. ¿Cuáles serían, en ese concepto, las fronteras simbólicas de lo urbano? ¿Qué fija los límites y las vulneraciones, sino miradas fugaces que se cruzan en un solo instante por millares, el ronroneo inmenso e imparable de todas las voces que recorren la ciudad?
Lo urbano demanda también una reconsideración de las estrategias más frecuentadas por las ciencias sociales de la ciudad. Así, la topografía debería antojarse inaceptablemente simple en su preocupación por los sitios. Por su parte, la morfogénesis ha estudiado los procesos de formación y de transformación del espacio edificado —presentándolo injustamente como «urbanizado»—, pero no suele atender al papel de ese individuo urbano para el que se reclama aquí una etnología, y una etnología que, por fuerza, debe serlo más de las relaciones que de las estructuras, de las discordancias y las integraciones precarias y provisionales que de las funciones integradas de una sociedad orgánica. Los análisis morfológicos del tejido urbano, por su parte, no han considerado el papel de las alteraciones y turbulencias que desmienten la normalidad, papel cuyo actor principal siempre es aquel que usa —y al tiempo crea— los trayectos, arabescos hechos de gestos, memorias, símbolos y sensaciones.
Las teorías sobre lo urbano resumidas hasta aquí nos deberían conducir a una reconsideración de lo que es una calle y lo que implica cuanto sucede en ella. Los proyectadores de ciudades han sostenido que la delineación viaria es el aspecto del plan urbano que fija la imagen más duradera y memorable de una ciudad, el esquema que resume su forma, el sistema de jerarquías y pautas espaciales que determinará muchos de sus cambios en el futuro. Pero es muy probable que esa visión no resulte sino de que, como la arquitectura misma, todo proyecto viario constituye un ensayo para someter el espacio urbano, un intento de dominio sobre lo que en realidad es improyectable. Las teorías de lo urbano deberían permitirnos reconocer cómo, más allá de cualquier intención colonizadora, la organización de las vías y cruces urbanos es el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, los más asistemáticos.
A la hora de desvelar la lógica a que obedecen esos aspectos más inquietos e inquietantes del espacio ciudadano se hace preciso recurrir a topografías móviles o atentas a la movilidad. De éstas se desprendería un estudio de los espacios que podríamos llamar transversales, es decir espacios cuyo destino es básicamente el de traspasar, cruzar, intersectar otros espacios devenidos territorios. En los espacios transversales toda acción se plantearía como un a través de. No es que en ellos se produzca una travesía, sino que son la travesía en sí, cualquier travesía. No son nada que no sea un irrumpir, interrumpir y disolverse luego. Son espacios-tránsito. Entendido cualquier orden territorial como axial, es decir como orden dotado de uno o varios ejes centrales que vertebran en torno a ellos un sistema o que lo cierran conformando un perímetro, los espacios o ejes, transversales mantienen con ese conjunto de rectas una relación de perpendicularidad. No pueden fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada. Tampoco son una contradirección, ni se oponen a nada concreto. Se limitan a traspasar de un lado a otro, sin detenerse.
He aquí algunas de las nociones que se han puesto al servicio de la definición de ese espacio transversal, espacio que sólo existe en tanto que aparece como susceptible de ser cruzado y que sólo existe en tanto que lo es. Un prehistoriador de la escuela durkheimiana, André Leroi-Gourhan, se refería, para un contexto bien distinto pero extrapolable, a la existencia de un espacio itinerante[20]. Desde la Escuela de Chicago, Ernest E. Burgess concibió el mapa de la ciudad como divisible en zonas concéntricas, una de las cuales, la zona de transición, no era otra cosa que un pasillo entre el distrito central y las zonas habitacionales y residenciales que ocupaban los círculos más externos. Lo más frecuente era permanecer en esa área transitoriamente, excepto en el caso de sus vecinos habituales, gentes caracterizadas por lo frágil de su asentamiento social: inmigrantes, marginados, artistas, viciosos, etc. Desde la escuela belga de sociología urbana, Jean Remy ha sugerido, a partir de esa misma idea, el concepto de espacio intersticial para aludir a espacios y tiempos «neutros», ubicados con frecuencia en los centros urbanos, no asociados a actividades precisas, poco o nada definidos, disponibles para que en ellos se produzca lo que es a un mismo tiempo lo más esencial y lo más trivial de la vida ciudadana: una sociabilidad que no es más que una masa de altos, aceleraciones, contactos ocasionales altamente diversificados, conflictos, inconsecuencias[21]. Siempre en ese mismo sentido, Isaac Joseph nos habla de lugar-movimiento, lugar cuya característica es que admite la diversidad de usos, es accesible a todos y se autorregula no por disuasión, sino por cooperación[22].
Jane Jacobs designaría ese mismo ámbito como tierra general «tierra sobre la cual la gente se desplaza libremente, por decisión propia, yendo de aquí para allá a donde le parece», y que se opone a la tierra especial que es aquella que no permite o dificulta transitar a través de ella[23]. Todas estas oposiciones se parecen a la propuesta por Erving Goffman, en relación con el espacio personal, entre territorios fijos —definidos geográficamente, reivindicables por alguien como poseíbles, controlables, transferibles o utilizables en exclusiva—, y territorios situacionales, a disposición del público y reivindicables en tanto que se usan y sólo mientras se usan[24]. Otra concepción aplicable también a los estados transitorios en que se da lo urbano —propuesta desde una embrionaria antropología del movimiento—[25] sería la de territorio circulatorio, superpuesto a los espacios residenciales y ajeno a cualquier designación topológica, administrativa o técnica que se le quiera imponer.
Esos espacios abiertos y disponibles serían también aquellos a cuyo conocimiento podría aplicársele lo que Henri Lefebvre y, antes, Gabriel Tarde reclamaban como una suerte de hidrostática o dinámica de fluidos destinada al conocimiento de la dimensión más imprevisible del espacio social. Se anticipaban así a las aproximaciones efectuadas a las morfogénesis espaciales desde la cibernética y las teorías sistémicas, que han observado cómo la actividad autónoma y autoorganizada de los actores agentes de las dinámicas espaciales suscita todo tipo de estructuras disipativas, fluctuaciones y ruidos[26]. Así, para Lefebvre, el espacio social es hipercomplejo y aparece dominado por «fijaciones relativas, movimientos, flujos, ondas, compenetrándose unas, las otras enfrentándose»[27].
Pero el concepto que mejor ha sabido resumir la naturaleza puramente diagrámatica de lo que sucede en la calle es el de espacio, tal y como lo propusiera Michel de Certeau para aludir a la renuncia a un lugar considerable como propio, o a un lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura posibilidad de lugar, para devenir, todo él, umbral o frontera[28]. La noción de espacio remite a la extensión o distancia entre dos puntos, ejercicio de los lugares haciendo sociedad entre ellos, pero que no da como resultado un lugar, sino tan sólo, a lo sumo, un tránsito, una ruta. Lo que se opone al espacio es la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas, en otras palabras un territorio. Si el territorio es un lugar ocupado, el espacio es ante todo un lugar practicado. Al lugar tenido por propio por alguien suele asignársele un nombre mediante el cual un punto en un mapa recibe desde fuera el mandato de significar. El espacio, en cambio, no tiene un nombre que excluya todos los demás nombres posibles: es un texto que alguien escribe, pero que nadie podrá leer jamás, un discurso que sólo puede ser dicho y que sólo resulta audible en el momento mismo de ser emitido.
Existe una analogía entre la dicotomía lugar/espacio en Michel de Certeau y la propuesta por Merleau-Ponty de espacio geométrico/espacio antropológico[29]. Como la del lugar, la espacialidad geométrica es homogénea, unívoca, isótropa, clara y objetiva. El geométrico es un espacio indiscutible. En él una cosa o está aquí o está allí, en cualquier caso siempre está en su sitio. Como la del espacio según Certeau, la espacialidad antropológica, en cambio, es vivencial y fractal. En tanto que conforma un espacio existencial, pone de manifiesto hasta qué punto toda existencia es espacial. Ciertas morbilidades, como la esquizofrenia, la neurosis o la manía, revelan cómo esa otra espacialidad rodea y penetra constantemente las presuntas claridades del espacio geométrico —el «espacio honrado» lo llama Merleau-Ponty—, en que todos los objetos tienen la misma importancia. El espació antropológico es el espacio mítico, del sueño, de la infancia, de la ilusión, pero, paradójicamente, también aquello mismo que la simple percepción descubre más allá o antes de la reflexión. En él las cosas aparecen y desaparecen de pronto; uno puede estar aquí y en otro sitio. Es por él por lo que mi cuerpo, en toda su fragilidad, existe y puede ser conjugado. Es en él donde puede sensibilizarse lo amado, lo odiado, lo deseado, lo temido. Escenario de lo infinito y de lo concreto. En él no hay ojos, sino miradas.
De ahí se deriva el concepto —adoptado por Marc Auge de Certeau— de no-lugar. El no-lugar se opone a todo cuanto pudiera parecerse a un punto identificatorio, relacional e histórico: el plano; el barrio; el límite del pueblo; la plaza pública con su iglesia; el santuario o el castillo; el monumento histórico…, enclaves asociados todos a un conjunto de potencialidades, de normativas y de interdicciones sociales o políticas, que buscan en común la domesticación del espacio. Auge clasifica como no-lugares los vestíbulos de los aeropuertos, los cajeros automáticos, las habitaciones de los hoteles, las grandes superficies comerciales, los transportes públicos, pero a la lista podría añadírsele cualquier plaza o cualquier calle céntrica de cualquier gran ciudad, no menos escenarios sin memoria —o con memorias infinitas— en que proliferan «los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales»[30]. Las calles y las plazas son o tienen marcas, pero el paseante puede disolver esas marcas para generar con sus pasos un espacio indefinido, enigmático, vaciado de significados concretos, abierto a la pura especulación. Como le ocurría a Quinn, el protagonista de «La ciudad de cristal» —uno de los relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster—, que amaba caminar por las calles de su ciudad convertidas para él en un «laberinto de pasos interminables», en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo: «reducirse a un ojo», haciendo que todos los lugares se volvieran iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio. El ningún sitio, como el no-lugar, es un punto de pasaje, un desplazamiento de líneas, alguna cosa —no importa qué— que atraviesa los lugares y justo en el momento en que los atraviesa. Por definición, lo que produce son itinerarios en filigrana en todas direcciones, cuyos eventuales encuentros serían precisamente el objeto mismo de la antropología urbana. El no-lugar es el espacio del viajero diario, aquel que dice el espacio y, haciéndolo, produce paisajes y cartografías móviles. Ese hablador que hace el espacio no es otro que el transeúnte, el pasajero del metro, el manifestante, el turista, el practicante de jogging, el bañista en su playa, el consumidor extraviado en los grandes almacenes, o —¿por qué no?— el internauta. El no-lugar es justo lo contrario de la utopía, pero no sólo porque existe, sino sobre todo porque no postula, antes bien niega, la posibilidad y la deseabilidad de una sociedad orgánica y tranquila.
Recapitulando algunas de las oposiciones podría sugerirse la siguiente tabla de equivalencias, todas ellas relativas y aproximadas, puesto que los conceptos alineados verticalmente no son idénticos, aúnque guarden similitud entre ellos:
Modernidad | Tradición, rutina |
Sociedad urbana | Sociedad comunal |
Estructura estructurándose | Estructura estructurada |
Movilidad | Estabilidad |
Dislocado | Local |
Anonimato | Identidad |
Espacio | Territorio |
Espacio público | Espacio de acceso restringido |
Espacio de uso | Espacio habitado, construido |
o consumido | |
Zona de transición | Centro, zonas residencial y |
habitacional | |
Espacio intersticial | Centro/periferia |
Tierra general | Tierra especial |
Territorio circulatorio | Espacio residencial |
Espacio/lugar practicado | Lugar ocupado |
Territorios situacionales | Territorios fijos |
Espacio antropológico | Espacio geométrico |
No-lugar | Lugar |
Repitámoslo: si se ha de considerar la antropología urbana como una variante de la antropología del espacio, debe recordarse que la espacialidad que atiende sólo relativamente funciona a la manera de una modelación en firme de los espacios. Más bien deberíamos decir que sus objetos son atómicos, moleculares. El asunto de estudio de la antropología urbana —lo urbano— tiende a comportase como una entidad resbaladiza, que nunca se deja atrapar, que se escabulle muchas veces ante nuestras propias narices. Por supuesto que siempre es posible, en la ciudad, elegir un grupo humano y contemplarlo aisladamente, pero eso sólo puede ser viable con la contrapartida de renunciar a ese espacio urbano del que era sustraído y que acaba esfumándose o apareciendo sólo «a ratos», como un trasfondo al que se puede dar un mayor o menor realce, pero que obliga a hacer como si no estuviera. Además, incluso a la hora de inscribir ese supuesto grupo en un territorio delimitado al que considerar como «el suyo», resultará enseguida obvio que tal territorio nunca será del todo suyo, sino que no tendrá más remedio que compartirlo con otros grupos, que, a su vez, llevan a cabo otras oscilaciones en su seno a la hora de habitar, trabajar o divertirse. Una antropología de comunidades urbanas sólo sería viable si se hiciera abstracción del nicho ecológico en que éstas fueran observadas, que lo ignorase, que renunciase al conocimiento de la red de interrelaciones que el grupo estudiado establecía con un medio natural todo él hecho de interacciones con otras colectividades no menos volubles y provisionales. Dicho de otro modo, el estudio de estructuras estables en las sociedades urbanizadas sólo puede llevarse a cabo descontándoles, por así decirlo, precisamente su dimensión urbana, es decir la tendencia constante que experimentan a insertarse —cabe decir incluso a desleírse— en tramas relaciónales en laberinto.
Poca cosa de orgánico encontraríamos en lo urbano. El error de la Escuela de Chicago consistió en creer todavía en un modelo organicista derivado de Durkheim y de Darwin, que les impelía a ir en pos de los dispositivos de adaptación de cada presunta comunidad —supuesta como entidad congruente— a un medio ambiente crónicamente hostil cual era la ciudad. Cuando Robert Park, por ejemplo, acuñaba su idea de unas regiones morales o áreas naturales en que podía ser dividida la ciudad, lo hacía presuponiendo que éstas se correspondían con la ubicación topográfica de comunidades humanas identificadas e identificables, culturalmente determinadas, nítidamente segregables de su entorno, que se hacían cuerpo encerrándose o siendo encerradas en sus respectivos guetos. De ahí la ilusión, tantas veces revalidada tramposamente después, de la ciudad como un «mosaico» constituido por teselas claramente separadas unas de otras, dentro de las cuales cada comunidad podría vivir a solas consigo misma.
La antropología cultural norteamericana también intentó aplicar a contextos urbanos sus criterios de análisis, basados en la presunta existencia de comunidades dotadas de un sistema cosmovisional integrado, esto es determinadas por un único haz de pautas culturales. Pero hasta los más conspicuos representantes de la pretensión de analizar los vecindarios urbanos como si fueran ejemplos de la little community —por emplear el término acuñado por Robert Redfield—, descartaron la posibilidad de dar con colectividades cuajadas socioculturalmente en las metrópolis modernas. Así, Oscar Lewis reconocía que «los moradores de las ciudades no pueden ser estudiados como miembros de pequeñas comunidades. Se hacen necesarios nuevos acercamientos, nuevas técnicas, nuevas unidades de estudio, y formas nuevas…»[31]. Tal crítica a los community studies no ha podido ser, en cualquier caso, sino la consecuencia de constatar hasta qué punto los espacios de la urbanidad lo eran de la miscelánea de lenguajes, de la comunicación polidireccional, de una trama inmensa de la que cuesta —si es que se puede— recortar instancias sociales estables y homogéneas.
Esa presunción de la ciudad como zonificada en áreas en las que vivirían acuarteladas comunidades con una identidad étnica o religiosa compartida, ha ocultado una realidad mucho más dinámica e inestable. En el caso de las denominadas «minorías étnicas» —y dejando de lado lo que esa denominación de origen tenga de eufemismo que oculta segregaciones y exclusiones que no tienen nada de «étnicas»—, esa visión que las contempla encerradas en enclaves que colonizan en las grandes ciudades escamotea las negociaciones multidireccionales de los trabajadores inmigrantes, su lucha por obtener confianzas y por acumular méritos, las urdimbres interactivas en que se ven inmiscuidos y cuyas canchas e interlocutores se encuentran por fuerza más allá de los límites de su propia comunidad de origen. En cuanto a los contenidos de la identidad étnica de cada una de esas minorías, no respondían tanto a la cultura o la religión que realmente practicaban como a la que habían perdido y que conservaban sólo en términos celebrativos, por no decir puramente paródicos. Se sabe perfectamente, por lo demás, que los «barrios de inmigrantes» no son homogéneos ni social ni culturalmente, y que, más incluso que los vínculos de vecindad, el inmigrante tiende a ubicarse en tramas de apoyo mutuo que se tejen a lo largo y ancho del espacio social de la ciudad, lo que, lejos de condenarle al encierro en su gueto, le obliga a pasarse el tiempo trasladándose de un barrio a otro, de una ciudad a otra. El inmigrante en efecto es, tal y como Isaac Joseph nos ha hecho notar, un «visitador nato»[32]. Los desplazamientos constantes de los protagonistas de la película de Luchino Visconti Rocco y sus hermanos (1963), meridionales en Milán, ejemplifican a la perfección esa naturaleza peripatética de las redes relacionales entre inmigrados a grandes ciudades.
Aceptemos, pues, que lo urbano es un medio ambiente dominado por las emergencias dramáticas, la segmentación de los papeles e identidades, las enunciaciones secretas, las astucias, las conductas sutiles, los gestos en apariencia insignificantes, los malentendidos, los sobrentendidos… Si es así, ¿cuál es la posibilidad, en tales condiciones, de desarrollar una etnografía canónica, como la practicada en contextos exóticos, o al menos respetuosa con ciertos requisitos que suelen considerarse innegociables[33]? Es obvio que cualquier estudio con pretensiones de presentarse como «de comunidad» —en cualquiera de los sentidos que las ciencias sociales han asignado al término— no podría suscitar mucho más que una antropología en la ciudad, pero de ningún modo una antropología propiamente urbana. En cambio, si lo que se primara fuera la atención por el contexto físico y medioambiental y por las determinaciones que de él parten, a lo que había que renunciar era al efecto óptico de comunidades exentas que estudiar, puesto que era entonces el supuesto grupo humano segregable el que resultaba soslayado en favor de otro objeto, el espacio público, en el que no tenía más remedio que acabar diluyéndose, justamente por la obligación que los mecanismos de urbanización imponen a los elementos sociales copresentes de mantener entre ellos relaciones complejas, ambivalentes y confusas, en que nadie recibe el privilegio de quedarse nunca completamente solo, y mucho menos de poder reducirse a no importa qué unidad. A no ser, claro está, de tanto en tanto y a título de autofraude, como cuando ciertos colectivos usan el espacio público para ponerse en escena a sí mismos en tanto que tales, no porque existan, sino precisamente para existir, es decir para intentar creer que la fantasía de poseer un sedimento identitario sólido está de algún modo bien justificada.
Resumiendo: si la antropología urbana quiere serlo de veras, debe admitir que todos sus objetos potenciales están enredados en una tupida red de fluidos que se fusionan y licúan o que se fisionan y se escinden, un espacio de las dispersiones, de las intermitencias y de los encabalgamientos entre identidades. En él, con lo que se da es con formas sociales lábiles que discurren entre espacios diferenciados y que constituyen sociedades heterogéneas, donde las discontinuidades, intervalos, cavidades e intersecciones obligan a sus miembros individuales y colectivos a pasarse el día circulando, transitando, generando lugares que siempre quedan por fundar del todo, dando saltos entre orden ritual y orden ritual, entre región moral y región moral, entre microsociedad y microsociedad. Si la antropología urbana debe consistir en una ciencia social de las movilidades es porque es en ellas, por ellas y a través de ellas como el urbanita puede entretejer sus propias personalidades, todas ellas hechas de transbordos y correspondencias, pero también de traspiés y de interferencias.
El espacio público es, pues, un territorio desterritorializado, que se pasa el tiempo reterritorializándose y volviéndose a desterritorializar, que se caracteriza por la sucesión y el amontonamiento de componentes inestables. Es en esas arenas movedizas donde se registra la concentración y el desplazamiento de las fuerzas sociales que las lógicas urbanas convocan o desencadenan, y que están crónicamente condenadas a sufrir todo tipo de composiciones y recomposiciones, a ritmo lento o en sacudidas. El espacio público es desterritorializado también porque en su seno todo lo que concurre y ocurre es heterogéneo: un espacio esponjoso en el que apenas nada merece el privilegio de quedarse.
Hemos visto cómo esa forma particular de sociedad que suscitan los espacios públicos —es decir, lo urbano como la manera plural de organizarse una comunidad de desconocidos— no puede ser trabajada por el etnólogo siguiendo protocolos metodológicos convencionales, basados en la permanencia prolongada en el seno de una comunidad claramente contorneable, con cuyos miembros se interactúa de forma más o menos problemática. De hecho, la posición y el ánimo de un etnógrafo que quisiera serlo de lo urbano al pie de la letra no serían muy distintos de los de Jeff, el personaje que interpreta James Stewart en La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock (1954). Jeff es un reportero que vive en Greenwich Village y que se está recuperando de un accidente que lo ha dejado incapacitado por un tiempo. Se entretiene enfocando con su teleobjetivo las actividades de sus vecinos, a los que ve a través de las ventanas abiertas de un patio interior. Lo que recoge su mirada son flashes de vida cotidiana, cuadros que tal vez podrían, cada uno de ellos por separado, dar pie a una magnífica narración. Así sucedería en otra película posterior de Hitchcok, Psicosis (I960), cuya primera secuencia consiste en desplazar la mirada de la cámara por las ventanas de un bloque de oficinas, hasta que se detiene como por azar en una de ellas, en la que penetra para encontrar el arranque de la historia posterior. En cambio Jeff, que, por su estado físico, no puede ir más allá de las superficies que se le van ofreciendo, percibe un conjunto de «recortes», por así decirlo, desconectados los unos de los otros, cuyo conjunto carece por completo de lógica: arrebatos amorosos de una pareja, actividad creativa de un compositor, cuidados de una mujer solitaria a su perrito, un matrimonio que discute… El film de Hitchcock está inspirado en una novela homónima de Cornell Woolrich, pero la historia se parece mucho a un relato de E.T.A. Hoffmann titulado «El primo de Córner Window», cuyo protagonista está también impedido y dedica todo su tiempo a mirar desde la ventana de la esquina donde vive a la muchedumbre que discurre por la calle. Cuando recibe una visita, le cuenta a su amigo que le encantaría poder enseñarles a aquellos que tienen la suerte de poder caminar los rudimentos de lo que llama «el arte de mirar», puesto que sólo estará de veras en condiciones de comprender a la multitud alguien que, como él, no pueda levantarse de una silla[34].
Se ha escrito que Jeff es una especie de encarnación sintética del espectador de cine, e incluso, más allá, del propio habitante de las sociedades urbanas. Como en un momento dado de la película dice Thelma Ritter, la enfermera de Jeffries, «nos hemos convertido en una raza de fisgones». Por supuesto —ya se ha subrayado— la analogía entre Jeff y la tarea del naturalista de lo urbano es evidente. En cualquier caso, lo de veras terrible es que lo que Jeff-reportero, flâneur, espectador de cine, antropólogo— capta, paralizado, a través de su ventana no conforma ningún conjunto coherente, sino un desorden en que cada uno de los fragmentos de vida doméstica que atraen su atención no alcanza nunca a acoplarse del todo con el resto. La obsesión del voyeur inmóvil en que Jeff se ha convertido no es tanto la de mirar como la de encontrar alguna ligazón lógica entre todo lo mirado, alguna historia, por atroz que fuere, que le otorgara congruencia a la totalidad o a alguna de sus partes, puesto que sólo demostrar la existencia de ese hilvanamiento que integrase argumentalmente los trozos de realidad le permitiría salvar la sospecha que sobre él se cierne de estar desquiciado o de ser un impotente sexual, tal y como su insatisfactoria relación con su novia, Lisa (Grace Kelly), insinúa. Algo parecido a lo que expresa el protagonista masculino de una de las películas que mejor ha plasmado últimamente la naturaleza azarosa de las relaciones urbanas, Cosas que nunca te dije, de Isabel Coixet (1996). Su voz en off dice, en la secuencia que abre el film: «Es como si alguien te regalara un rompecabezas con partes de un cuadro de Magritte, una foto de unos ponis y las cataratas del Niágara, y tuviera que tener sentido…; pero no lo tiene».
Esa impotencia del observador de lo urbano ante su tendencia a la fragmentación no tiene por qué significar una renuncia total a las técnicas de campo canónicas en etnografía. Es verdad que se ha escrito que «frente a la dispersión de las actividades en el medio urbano, la observación participante permanente es raramente posible»[35]. Pero también podrían invertirse los términos de la reflexión y desembocar en la conclusión contraria: acaso la observación participante sólo sea posible, tomada literalmente, en un contexto urbanizado. Es más, una antropología de lo urbano sólo sería posible llevando hasta sus últimas consecuencias tal modelo —observar y participar al mismo tiempo—, en la medida en que es en el espacio público donde puede verse realizado el sueño naturalista del etnógrafo. Si es cierto que el antropólogo urbano debería abandonar la ilusión de practicar un trabajo de campo «a lo Malinowski», no lo es menos que en la calle, el supermercado o en el metro, puede seguir, como en ningún otro campo observacional, la actividad social «al natural», sin interferir sobre ella.
Es más, el etnógrafo de espacios públicos participa de las dos formas más radicales de observación participante. El etnógrafo urbano es «totalmente participante» y, al tiempo, «totalmente observador». En el primero de los casos, el etnógrafo de la calle permanece oculto, se mezcla con sus objetos de conocimiento —los seres de la multitud—, los observa sin explicitarles su misión y sin pedirles permiso. Se hace pasar por «uno de ellos». Es un viandante, un curioso más, un manifestante que nadie distinguiría de los demás. Se beneficia de la protección del anonimato y juega su papel de observador de manera totalmente clandestina. Es uno más. Pero, a la vez que está del todo involucrado en el ambiente humano que estudia, se distancia absolutamente de él. El etnógrafo urbano adquiere —a la manera de los ángeles de Cielo sobre Berlín, de Wim Wenders (1987)— la cualidad de observador invisible, lo que le permite mirar e incluso anotar lo que sucede a su alrededor sin ser percibido, aproximarse a las conversaciones privadas que tienen lugar cerca de él, experimentar personalmente los avatares de la interacción, seguir los hechos sociales muchas veces «de reojo». Puede realizar literalmente el principio que debería regir toda atención antropológica, y que, titulando sendos libros suyos, Lévi-Strauss enunció como «de cerca y de lejos» y «mirada distante». Porque, al participar de un medio todo él compuesto de extraños, ser un extraño es precisamente la máxima garantía de su discreción y de su éxito.
Se han procurado algunos ensayos de esa etnografía de los espacios públicos, todavía por constituirse en un campo disciplinar autónomo, complementario —sin pretensión alguna de ser en absoluto alternativo— de los ya existentes. Estas investigaciones han tratado de aplicar al espacio público un método naturalista radical, inspirado en la etnometodología y el interaccionismo simbólico y cuyo objetivo han sido sociedades fortuitas entre desconocidos, que pueden ser viajeros de trenes de cercanías, clientes de sex-shops, alumnos de un aula de secundaria, usuarios de plazas públicas o compradores de supermercado[36]. El tipo de actitud que el etnógrafo urbano debe mantener en relación con un objeto por definición inesperado ha sido denominado por Colette Pétonnet, adoptando un concepto tomado del psicoanálisis, «observación flotante», y consiste en mantenerse vacante y disponible, sin fijar la atención en un objeto preciso sino dejándola «flotar» para que las informaciones penetren sin filtro, sin a prioris, hasta que hagan su aparición puntos de referencia, convergencias, disyunciones significativas, elocuencias…, de las que el análisis antropológico pueda proceder luego a descubrir leyes subyacentes. En el ejemplo que la propia Pétonnet presenta, la observación de campo se refleja en anotaciones de hechos aislados unos de otros, que suceden a lo largo de varios días y que tienen como protagonistas a los visitantes asiduos o eventuales del cementerio parisino de Pére-Lachaise. Por brindar una muestra de cómo se concreta este método, veamos la anotación correspondiente a una de las jornadas de la observación de campo:
3 de marzo.— El tiempo frío y cubierto abrevia una nueva exploración en solitario. El viejo, bien cargado de ropa, está sentado en un banco en su lugar habitual. Tiene ochenta y siete años y viene haga el tiempo que haga. Incansable, cuenta el cementerio, «sus 44 hectáreas, sus doce mil árboles y sus doscientos gatos, los 25 000 compartimentos del colombario (el crematorio no se puede visitar, pero si les das una moneda a los enterradores…). Cuesta más caro hacerse enterrar al borde del paseo que detrás». Puede uno evidentemente preguntarse sobre la relación que mantiene con su propia muerte. Pero ése no es nuestro propósito. ¿Es parisino? «¡Y cómo!». Nació en la calle Clignancourt. La mujer de la capa llega de arriba. Maldice a los guardas y cuenta los rumores que circulan a propósito de los espíritus. Empieza a llover pero se sienta en el banco y ambos se quedan charlando bajo sus paraguas que se tocan.
Él es el verdadero vigilante, siempre allí, sabiéndolo todo, y vigilando el lugar sagrado[37].
Fórmulas parecidas, pero todavía más radicalizadas, han sido empleadas para describir lo que sucede en los espacios intersticiales de la ciudad, zonas-umbral marcadas por la fluidez ininterrumpida y la ambivalencia de lo que en ellas acontece. El resultado no puede dejar de ser un retrato de lo hipersegmentado, de lo fracturado, también de lo que brilla y atrae la atención ya sea del mirón desocupado, ya sea del etnógrafo trabajando en contextos urbanos. Así se describe lo que el antropólogo ve en una plaza de Sáo Paulo:
Una treintena de hombres de varias edades comparten el lecho improvisado en el suelo de una bomba de gasolina de luces apagadas, en una calle oscura cualquiera, próxima al centro. El hombre alimenta a su perro amarrado a un árbol en una esquina de la plaza. Dos hombres enrollados de pies a cabeza en viejas cobijas duermen y se calientan al sol del mediodía en la misma acera. Un hombre llora. Otros hablan con él. La mujer peina los cabellos del niño bajo la marquesina de un local al amanecer del día, mientras tanto otros niños duermen abrigados en cajas de cartón. Basuras y ruinas delimitan domicilios donde la intimidad de los gestos y las acciones levantan paredes más presentes, y que al ser atravesadas por la mirada del investigador, lo hacen sentirse intruso, indiscreto, y percibir la fuerza de los límites simbólicos de esos capullos en el espacio. La niña empuja a la fotógrafa-investigadora haciéndose notar, defendiendo su privacidad o tal vez ambas cosas[38].
Debería hacerse notar cómo esa manera sistemática de observar y registrar lo urbano no tiene en realidad nada de nuevo, ni tampoco lo pretende. Sería fácil reconocer —tras la pretensión científica que ostentan— una escritura parecida a la que se ocupara, hace más de un siglo, del caos móvil, desconcertante y a la vez fascinador, en que consistía, para sus primeros cronistas, la modernidad urbana del XIX. De hecho, al trabajo de campo antropológico en nichos urbanizados se le plantea una urgencia no muy distinta de la que atribulaba a Baudelaire en la carta al editor Arsène Houssaye con que prologa su Spleen de París, en la que invocaba un tipo nuevo de poesía que fuera capaz de levantar testimonio de lo nuevo, de la modernidad, «una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia».
No hay duda de que los primeros ensayos de ese nuevo lenguaje literario, pensado desde y para lo urbano, le corresponden a esa mirada que los simbolistas del siglo XIX lanzaran sobre los procesos y formas de configuración de la vida en el espacio público, a partir de la que se elaboran tipologías y fisiologías específicamente ciudadanas, al tiempo que se describen todo tipo de peripecias que tienen lugar de manera imprevista en la calle. De esa «literatura panorámica», como la llamaba Walter Benjamin, un ejemplo podría ser el famoso cuento de Edgar Allan Poe «El hombre de la multitud», en el que el protagonista se halla contemplando lo que discurre ante sus ojos, sentado ociosamente en la terraza de un café londinense, a última hora de la tarde. El personaje describe su estado de ánimo como «el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano». Más adelante, describe el proceso que va siguiendo paulatinamente su mirar: «Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones». En esa muestra de protoetnografía urbana vemos cómo, a partir de una primera impresión indiferenciada, el protagonista del cuento va desmenuzando los elementos que componen la abigarrada multitud que circula y en la que puede distinguir y describir distintos subtipos de oficinistas, carteristas, jugadores profesionales, buhoneros judíos, varias especies de dandys, mendigos… —tal y como haría un etnólogo dispuesto a desfragmentar sobre el terreno una sociedad de transeúntes—, hasta dar de pronto con el perfil de un desconocido que le concita una invencible fascinación y del que intenta inútilmente desvelar el enigma que insinúa, siguiéndolo entre la muchedumbre hasta perderlo.
Ahora bien, el prototipo que mejor prefigura la mirada de un etnógrafo urbano es, sin duda, el de Constatin Guys, «el pintor de la vida moderna» al que Baudelaire consagrará un conocido texto. El Sr. G. es un observador apasionado, que experimenta inmenso placer al sumergirse «en lo ondulante, el movimiento, en lo fugitivo, en lo infinito». El Sr. G. es, de entrada, un flâneur: ve el mundo, está en el mundo, pero permanece «oculto al mundo»; es un «príncipe que goza en todas partes de su incógnito», que concibe la multitud en la que penetra «como un inmenso depósito de electricidad», o como «un espejo tan inmenso como esa multitud…, caleidoscopio dotado de conciencia, que, en cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple y la gracia inestable de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable del no-yo, que, a cada instante, lo refleja y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva». Su actitud de perplejidad ante lo que ve —que debería ser la misma que invadiera a nuestro etnógrafo urbano—, se parece a la de un niño, no muy distinto de aquel que, en la película El imperio del Sol de Steven Spielberg (1987), contemplaba extasiado tras los cristales del coche que lo traslada por las calles atiborradas del Shangai de 1940, la amalgama de visiones que el simple espectáculo de la vía pública le depara. El pintor de la vida moderna —nuestro etnógrafo de lo urbano— debe ser ese niño estupefacto que todo lo ve como novedad, que permanece en todo momento con la vista embriagada y que, al final del día, se inclina sobre ese papel o lienzo en que «todos los materiales de los que la memoria se ha colmado son clasificados, ordenados, armonizados y sometidos a aquella idealización forzada que es el resultado de una percepción infantil es decir de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!»[39]. A la luz de ese modelo, el etnólogo de las calles, un flâneur al que se ha dotado de un aparato conceptual adecuado, puede no sólo reconocer, sino también analizar y comparar las profundidades sobre las que se desliza. Practica lo que Lucius Burckhardt ha llamado una paseología[40], ciencia que estudia los paisajes recorridos a pie, dejándose llevar más por los sentidos que por las piernas.
La literatura nos ha provisto de otros excelentes modelos de esa misma escritura preetnográfica, adaptada a sociedades en extremo efímeras y organizadas en torno al movimiento, similar a ellas. Tómese, por citar un caso, esa extraordinaria pieza de 1917 que es El paseo, de Robert Walser, y se habrá dado con un auténtico manual de etnografía de los espacios públicos, mucho menos naif de lo que cabría esperar de una mera obra literaria. Más radicalmente, renunciando a las servidumbres del relato, pulverizando toda expectativa de totalidad, debería contarse con el precedente de aquella literatura que se dejara inspirar por la defragmentación analítica del cubismo y por el amor de dadaístas y surrealistas por el collage. De ahí ese libro-calle que es Dirección única, de Walter Benjamin. O, más tarde, las ráfagas de percepción y de experiencia que, siguiendo el modelo de los haïkus budistas, le servían a Barthes para su personal ajuste de cuentas contra el lenguaje, pizcas de vida, notas de una etnografía imposible tomadas durante un viaje a Marruecos y recogidas en una obra póstuma, incidentes: «El chaval de cinco años, con pantalón corto y sombrero, golpea una puerta, escupe, se toca el sexo». Italo Calvino profetizó que toda la literatura del siglo XXI iba a reunir las mismas características que le corresponderían a esa antropología capaz de dar cuenta de lo inconstante y lo entropizado de las calles, pareciéndosele: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, consistencia. Por detenernos en un ejemplo particular, ahí tenemos lo que William S. Burroughs llamaba, titulando un relato breve suyo, «Las técnicas literarias de Lady Sutton-Smith», sobre los consejos de una vagabunda que «ennoblecía con su ingenio» una pequeña villa marinera cerca de Tánger. La técnica literaria en cuestión consistía, entre otras cosas, en lo siguiente:
Siéntate en cualquier rincón de un café, toma un pocillo de café, lee un periódico y escucha, no hables contigo mismo… (¿Cómo me veo? ¿Qué piensan ellos de mí?) Olvida tu yo. No hables. Escucha y atiende, mientras lees (cualquier detective privado sabe mirar y oír mientras lee ostensiblemente el Times)… Registra lo que oyes y lo que ves, mientras lees una frase cualquiera. Ésos son cruces, bocacalles, puntos de intersección. Anota esos puntos de intersección al margen de tu periódico. Oye lo que se habla a tu alrededor, y observa lo que se desarrolla en torno. Métete en el papel de un agente secreto, a quien amenazan constantemente la muerte o las cámaras de tortura enemigas, con todos los sentidos en estado de permanente alerta, yendo a lo largo de las calles del miedo siempre oteando, olfateando y tembloroso como un perro bajo la más extrema de las tensiones. Éste es un placentero ejercicio literario (pequeño ejercicio), que le da al escritor lo que más necesita: acción. Atención, repetición. Ustedes comprobarán que un paseo, hacer un par de compras, un corto viaje llenarán páginas enteras, cuando hayan aprendido a observar, a escuchar y a leer.
No sería la literatura la única fuente de inspiración en que una etnografía de lo inconstante debería mirarse y aprender. Una etnografía urbana naif se desprende también de las formas más activas y a ras de calle que adopta la profesión de periodista. No en vano Robert Ezra Park, uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, procedía de ese oficio y enseñó a sus alumnos a concebir la sociología como una forma sofisticada y sistemática de «crónica de actualidad». Siendo lo móvil y lo momentáneo lo que pretende conocer, la labor del etnólogo urbano habrá de parecerse por fuerza a la del reportero de actualidad, siempre atento a lo inesperado, siempre, como suele decirse, al pie de la noticia. La manera como muchos programas de radio o de televisión —los más modestos, con frecuencia— tratan esas áreas temáticas que se dan en llamar «vida local», «sociedad» o «crónica de sucesos» son verdaderas certificaciones de la naturaleza heteróclita y cambiante de los mundos urbanos[41]. Gabriel Tarde, Erving Goffman y Henri Lefebvre advirtieron, cada cual en su momento, cómo la calle se muestra de manera idéntica a un periódico abierto, con sus correspondientes secciones habituales: política, notas de sociedad, sucesos, deportes, pasatiempos, anuncios…
Una etnografía de lo urbano también debería tener presente ese modelo de formato que le prestan las canciones llamadas «de síntesis», piezas de entre tres a cinco minutos en que se esbozan con notable realismo determinados aspectos de la vida cotidiana en las ciudades. El universo de la música moderna, a través de todos sus géneros pero también de una espectacularidad que estimule la percepción y la inteligencia, ha demostrado una gran sensibilidad hacia los personajes y las situaciones que conocen los ambientes urbanos, al mismo tiempo que una no menos remarcable capacidad de transmitir muchas cosas en muy poco tiempo. No hay más que oír algunas canciones de Lou Reed, Bruce Springsteen, Georges Brassens, Leonard Cohen o Bob Dylan —por citar sólo los nombres de algunos clásicos— para darse cuenta de hasta qué punto puede tal presentación resumir la gama de sensaciones y sentimientos de un urbanita cualquiera. Más cerca de nosotros, lo mismo podría decirse de muchas canciones de Joan Manuel Serrat o de Pedro Guerra, por mencionar nuevamente algunos ejemplos entre tantos otros que lo merecerían. Algunas de esas piezas podrían ser consideradas ya plenamente etnográficas, como aquella «Orly» en que Jacques Brel iba describiendo los gestos de dos amantes despidiéndose en un aeropuerto, una tarde de cualquier domingo: «Estoy allí, la sigo / No intento nada por ella / A quien la muchedumbre mordisquea / Como un fruto cualquiera».
Eso no es válido sólo para las canciones «de calidad», debidas a «poetas del rock» o a cantautores de prestigio. Los boleros, los tangos, las melodías románticas más populares, todos los géneros de música juvenil —del ska al rap— e incluso las canciones de éxito que las élites desprecian, pueden devenir, más allá de su aparente trivialidad, auténticas cápsulas de sentido, módulos mínimos de experiencia humana donde cualquiera estará siempre en condiciones de encontrar un testimonio de su propia vivencia personal, puesto que en ellas se describen los sentimientos fugaces, los personajes de a minuto y las situaciones transitorias pero intensísimas que conoce el practicante de la ciudad moderna. Una película de Alain Resnais, On connait la chanson (1997), nos muestra a los protagonistas de un melodrama convencional introduciendo melodías famosas en sus diálogos —Johnny Hallyday, Edith Piaf, Sylvie Vartan, Maurice Chevalier…—, como si todas y cada una de las situaciones en que se vieran involucrados, con sus correspondientes sentimientos y sensaciones, tuvieran también su canción correspondiente. Ese mismo recurso había sido empleado antes por el guionista Dennis Potter en una serie televisiva, de la que luego se derivaría la película Dinero caído del cielo, de Herbert Ross (1985). Un personaje de La mujer de al lado, de François Truffaut (1981), traducía ese misma impresión: «Me gusta oír la radio, porque las malas canciones dicen la verdad».
Y lo mismo para esas estrategias de enunciación que encuentran la forma de transmitir brevemente, como de golpe, como suele decirse en un santiamén, sensaciones, pensamientos, conceptos abstractos o sentimientos al mismo tiempo complejos e instantáneos, fulgores que requieren de una extraordinaria capacidad de síntesis, pero que han de ser también lo suficientemente espectaculares y atractivos como para estimular la percepción y desencadenar la inteligencia. Se trata de formatos como el spot publicitario, el clip televisivo o la cuña radiofónica, capaces de comprimir lo complicado de la experiencia urbana, al mismo tiempo que respetan su brevedad. El referente sería, en el campo filosófico, el de la incisión rutilante de los aforismos. En el de la música, ¿por qué no?, la delicadeza engañosamente trivial, la falsa levedad de las gymnopedias de Erik Satie. En cierto modo, ese tipo de formalización ya ha sido experimentado en literatura antropológica, al menos si reconocemos como ejemplo suyo muchas de las producciones del desaparecido Alberto Cardin. Alberto Hidalgo se refería a éstas como «videoclips etnorreflexivos», suerte de simbiosis «entre el artículo periodístico, el ensayo filosófico, la crítica cultural y el documental cinematográfico», que, por encima de su apariencia zascandileante y superficial —duración ligera, ironía, ritmo frívolo—, eran capaces de desencadenar auténticos «estallidos cerebrales y pinzamientos neuronales»[42].
En resumen, una etnografía de los espacios públicos no debería desdeñar producciones culturales que han nacido con y para la vida urbana, es decir para una existencia hecha de situaciones transitorias y alteradas. La literatura, los mass media y la música ligera estarían llenas de buenos ejemplos de ello, básicamente porque todos estos medios se parecen en extremo al objeto que pretenden captar y describir. Ahora bien, a la hora de apuntar precedentes y paralelos extradisciplinares es inevitable atender al más destacable, al más radical de todos ellos, aquel en que se encontrarían más analogías entre lo registrado y la forma de registrarlo, y también aquel del que la antropología urbana más debería estar dispuesta humildemente a aprender: el cine. Es la necesidad de concebir estrategias alternativas de observación y registro aptas para atender sociedades inestables y lejos del equilibrio lo que debería invitar a la antropología urbana a pensar hasta qué punto el cine podría brindarle sugerencias valiosas, a partir de su manera de recoger y repetir —hasta cierto punto, como veremos, a prolongar, a sustituir o a restituir la realidad.
A esta cuestión se dedicará el próximo capítulo. La vindicación del cine no incide sólo en los beneficios ya probados de usar cámaras como herramientas auxiliares en investigaciones de campo, sino en el tipo de perspectiva sobre las cosas que puede desarrollar un instrumento, al mismo tiempo de ciencia y de arte, que nació no sólo con la modernidad urbana, sino para reproducir sintéticamente su sensibilidad por el detalle, por lo efímero, por lo superficial y por lo sorprendente, en una palabra por lo gláuquico y las metamorfosis. El cine y lo urbano estaban hechos, al fin y al cabo, de lo mismo: una estimulación sensorial ininterrumpida, hecha de secuencias de acción, excitaciones imprevistas, impresiones inesperadas… En la calle, como en las películas, siempre pasan cosas.