Yo soy exactamente lo que ves —dice la máscara—
y todo lo que temes detrás.
Masa y poder, ELIAS CANETTI
Si ya de por sí es comprometido explicar en qué consiste la antropología, y cuáles son sus objetos y sus objetivos, mucho más lo es tener que dar cuenta de su papel en contextos en los que, en principio, no se la esperaba. En efecto, es obvio que los motivos que fundaron la antropología como disciplina —el conocimiento de las sociedades exóticas— carecen hoy de sentido, en un mundo crecientemente globalizado en que ya apenas es posible —si algún día lo fue de veras— encontrar el modelo de comunidad exenta, culturalmente determinada y socialmente integrada, que la etnografía había convertido en su objeto central. Ya no hay —si es que las hubo alguna vez— sociedades a las que aplicar el calificativo de «simples» o «primitivas», al igual que tampoco se puede aspirar a encontrar hoy culturas claramente contorneables, capaces de organizar significativamente la experiencia humana a través de una visión del mundo omniabarcativa, libre de insuficiencias, contradicciones o paradojas, con la excepción, claro está, de ese refugio para la claridad de ideas que son en la actualidad los fanatismos ideológicos o religiosos de cualquier signo.
Disuelto su asunto tradicional de conocimiento, puede antojarse que el antropólogo debe comportarse como una especie de repatriado forzoso, que procura infiltrarse entre las rendijas temáticas sin cubrir del mundo moderno y adaptarse a trabajar en todo tipo de sumideros y reservórios de no se sabe exactamente qué, aunque lo que acabe estudiando se parezca a los saldos y restos de serie que las demás ciencias sociales renuncian a tratar. Como si el antropólogo que hubiera optado por estudiar su propia sociedad sólo estuviera legitimado a actuar sobre rarezas sociales y extravangancias culturales, algo así como los residuos del festín que para la sociología, la economía o la ciencia política son las sociedades contemporáneas. Puede vérsele, entonces, observando atentamente costumbres ancestrales, ritos atávicos, supervivencias religiosas y otros excedentes simbólicos más o menos inútiles, o, y eso es mucho peor, grupos humanos que la mayoría social o el orden político han problematizado previamente, con lo que el antropólogo puede aparecer complicado involuntariamente en el mareaje y fiscalización de disidencias o presencias considerarlas alarmantes. La tendencia a asignar a los antropólogos —y de muchos antropólogos a asumirlas como propias— tareas de inventariado, tipificación y escrutamiento de «sectores conflictivos» de la sociedad a saber, inmigrantes, sectarios, jóvenes, gitanos, enfermos, marginados, etc. demostraría la inclinación a hacer de la antropología de las sociedades industrializadas una especie de ciencia de las anomalías y las desviaciones.
Lejos de esa contribución positiva que se espera de ella para el control sobre supuestos descarriados e indeseables, lo cierto es que la antropología no debería encontrar obstáculo alguno en seguir atendiendo en las sociedades urbano-industriales a su viejo objeto de conocimiento, es decir la vida cotidiana de personas ordinarias que viven en sociedad, todo lo que sólo a una mirada trivial podría antojársele trivial. No existe ninguna razón por la que el etnólogo de su sociedad deba renunciar a lo que ha sido la aportación de su disciplina a las ciencias sociales, tanto en el plano epistemológico como deontológico: aplicación del método comparativo; vocación naturalista y empírica, atenta a lo concreto, a lo contextualizado; planteamientos amplios y holísticos; desarrollo de técnicas cualitativas de investigación —trabajo «hecho a mano» en una sociedad hipertecnificada—, y, por último, un relativismo que, al querer ser coherente consigo mismo, no puede nunca dejar de ser relativo.
De esa vocación de la antropología de mirar «a su manera» la vida de cada día ahora y aquí, surge lo que la compartimentación académica al uso reconoce como antropología urbana. Como ha señalado Ulf Hannerz, en lo que continúa siendo el mejor manual para introducirse en esa subdisciplina[1], los antropólogos urbanos pueden ser considerados como urbanólogos con un tipo particular de instrumentos epistemológicos, o, si se prefiere, como antropólogos que analizan un tipo particular de ordenamiento. Se entiende, a su vez, que la contribución específica de lo urbano a la antropología consiste en una gama de hechos que se dan con menor o nula frecuencia en otros contextos, es decir en sus contribuciones a la variación humana en general. Al tiempo, el método comparatista le permite al antropólogo aplicar instrumentos conceptuales que han demostrado su capacidad explicativa en otros contextos. Sin contar, a un nivel moral, con la importancia que la antropología puede tener a la hora de hacer pensar sobre el significado de la diversidad cultural y hasta qué punto nos son indispensables sus beneficios.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cuál es el objeto de esa antropología urbana cuya posibilidad y pertinencia se repite? ¿Puede o debe ser la antropología urbana una antropología de o en la ciudad, entendiendo ésta como una realidad delimitable compuesta de estructuras e instituciones sociales, un continente singular en el que es posible dar —como se pretende a veces— con culturas o sociedades que organizan su copresencia a la manera de algo parecido a un mosaico? ¿O deberíamos establecer, más bien, que la antropología urbana es una antropología de lo urbano, es decir de las sociedades urbanizadas o en proceso de urbanización, siendo los fenómenos que asume conocer encontrables sólo a veces o a ratos en otras sociedades, lo que obligaría a trabajar con estrategias y predisposiciones específicas, válidas sólo relativamente para otros entornos?
Está claro, en este orden de cosas, que la ciudad no es lo mismo que lo urbano. Si la ciudad es un gran asentamiento de construcciones estables, habitado por una población numerosa y densa, la urbanidad es un tipo de sociedad que puede darse en la ciudad… o no. Lo urbano tiene lugar en otros muchos contextos que trascienden los límites de la ciudad en tanto que territorio, de igual modo que hay ciudades en las que la urbanidad como forma de vida aparece, por una causa u otra, inexistente o débil. Ya veremos cómo lo que implica la urbanidad es precisamente la movilidad, los equilibrios precarios en las relaciones humanas, la agitación como fuente de vertebración social, lo que da pie a la constante formación de sociedades coyunturales e inopinadas, cuyo destino es disolverse al poco tiempo de haberse generado. Una antropología urbana, en el sentido de lo urbano, sería, pues, una antropología de configuraciones sociales escasamente orgánicas, poco o nada solidificadas, sometidas a oscilación constante y destinadas a desvanecerse enseguida. Dicho de otro modo, una antropología de lo inestable, de lo no estructurado, no porque esté desestructurado, sino por estar estructurándose, creando protoestructuras que quedarán finalmente abortadas. Una antropología no de lo ordenado ni de lo desordenado, sino de lo que es sorprendido en el momento justo de ordenarse, pero, sin que nunca podamos ver finalizada su tarea, básicamente porque sólo es esa tarea.
De lo que se trata es de aplicar métodos y criterios antropológicos a hechos que, hasta cierto punto al menos, tienen bastante de inéditos. Buena parte de estos hechos en apariencia nuevos están relacionados con la generalización, a lo largo del siglo XIX, de una división radical de la vida cotidiana en dos planos segregados a los que se atribuye una cierta cualidad de incompatibles: la de lo público versus lo privado, versión a su vez del divorcio entre lo interior/anímico y lo exterior/sensible que es herencia común de la teología protestante y del pensamiento racionalista moderno. Si el ámbito de lo privado está definido por la posibilidad que supuestamente alberga de realizar una autenticidad tanto subjetiva como comunitaria, basada en lo que cada cual realmente es en tanto que persona y en tanto que miembro de una congregación coherente —el hogar, una comunidad restringida de afines—, el espacio público tiende a constituirse en escenario de un tipo insólito de estructuración social, organizada en torno al anonimato y la desatención mutua o bien a partir de relaciones efímeras basadas en la apariencia, la percepción, inmediata y relaciones altamente codificadas y en gran medida fundadas en el simulacro y el disimulo. El hecho de que el dominio de lo público se oponga tan taxativamente al de la inmanencia de lo íntimo como refugio de lo de veras natural en el hombre, hace casi inevitable que aquél aparezca con frecuencia como insoportablemente complejo y contradictorio, sin sentido, vacío, desalmado, frío, moralmente inferior o incluso decididamente inmoral, etc.
De la vivencia de lo público se derivan sociedades instantáneas, muchas veces casi microscópicas, que se producen entre desconocidos en relaciones transitorias y que se construyen a partir de pautas dramatúrgicas o comediográficas —es decir basadas en una cierta teatralidad—, que resultan al mismo tiempo ritualizadas e impredecibles, protocolarias y espontáneas. Su conocimiento obliga al estudioso a colocarse ojo avizor, puesto que, por naturaleza, tales asociaciones son con mucha frecuencia inopinadas e irrepetibles, irrumpen en el momento menos pensado. Son acontecimientos, situaciones, ocasiones… que emergen en los cruces de caminos o carrefours que ellos mismos provocan, y que hacen del estudioso de esos fenómenos una especie de cazador furtivo, siempre al acecho, «a la que salta», siguiendo el modelo del reportero ávido de noticias que sale a la calle presto a captar incidentes y accidentes significativos, o del naturalista que aguarda pacientemente desde su punto de vigilancia que suceda algo significativo en el entorno que observa.
Los protagonistas de esa sociedad dispersa y múltiple, que se va haciendo y deshaciendo a cada momento, son personajes sin nombre, seres desconocidos o apenas conocidos, que protegen su intimidad de un mundo que pueden percibir como potencialmente hostil, fuente de peligros posibles para la integridad personal. De la inmensa mayoría de esos urbanitas —en el sentido no de habitantes de la ciudad sino de practicantes de lo urbano— no sabemos casi nada, puesto que gran parte de su actividad en los espacios por los que se desplazan consiste en ocultar o apenas insinuar quiénes son, de dónde vienen, adónde se dirigen, a qué se dedican, cuál es su ocupación o sus orígenes o qué pretenden. El sentimiento de vulnerabilidad es, precisamente, lo que hace que los protagonistas de la vida pública pasen gran parte de su tiempo —y en la medida en que les resulta posible— escamoteando u ofreciendo señales parciales o falsas acerca de su identidad, manteniendo las distancias, poniendo a salvo sus sentimientos y lo que toman por su verdad. La desconfianza y la necesidad de preservar a toda costa lo que realmente son del naufragio que les depararía una exposición excesiva ante los extraños, hace de los seres del mundo público personajes clandestinos o semiclandestinos, perfiles lábiles con atributos adaptables «a la ocasión», entregados a todo tipo de juegos de camuflaje y a estrategias miméticas, que negocian insinceramente los términos de su copresencia de acuerdo con estrategias adecuadas a cada momento. La vida urbana se puede comparar así con un gran baile de disfraces, ciertamente, pero en el que, no obstante, ningún disfraz aparece completamente acabado antes de su exhibición. Las máscaras, en efecto, se confeccionan por sus usuarios en función de los requerimientos de cada situación concreta, a partir de una lógica práctica en que se combinan las aproximaciones y distanciamientos con respecto a los otros.
Más que representar un guión preescrito, lo que hacen los protagonistas de las relaciones urbanas es jugar, y hacerlo de una manera no muy distinta de como lo haría un niño, es decir organizando situaciones impersonales basadas en la actuación exterior, regidas por reglas —es decir en las que la espontaneidad juega un papel mínimo—, pero en las que existe un fuerte componente de impredecibilidad y azar. El juego es precisamente el ejemplo que G. H. Mead —el padre del interaccionismo simbólico— propone para explicar la noción de otro generalizado[2], es decir esa abstracción que le permite a cada sujeto ponerse en el lugar de los demás al mismo tiempo que se distancia, se pone a sí mismo en la perspectiva de todos esos demás.
En tanto en cuanto el espacio público es el ámbito por antonomasia del juego, es decir de la alteridad generalizada, los practicantes de la sociabilidad urbana —al igual que sucede con los niños— parecen experimentar cierto placer en hacer cada vez más complejas las reglas de ese contrato social ocasional y constantemente renovado en que se comprometen, como si hacer la partida interminable o demorar al máximo su resolución, manteniéndose el mayor tiempo posible en estado de juego, constituyeran fuentes de satisfacción. Los jugadores son siempre conscientes, claro está, de la posibilidad de cambiar las reglas de su juego, así como de la posibilidad de sustituirlo por otro o dejar de jugar. En esa generalización del juego que es la urbanidad, en una apoteosis tal de la exterioridad absoluta, de la más radical de las extraversiones, se alcanza a reconocer el valor anticipatorio del pensamiento de Gabriel Tarde, el primer gran teórico de lo inestable social, que en 1904 escribía: «Ese yo no sé qué, que es todo el yo individual, tiene necesidad de ocuparse en lo exterior para tomar conciencia de sí mismo y fortalecerse; se nutre de lo que le altera[3]».
La persona en público puede parecer dominada por un estado de sonambulismo o antojarse víctima de algún tipo de zombificación, hasta tal punto actúa disuadida de que toda expresividad excesiva o cualquier espontaneidad mal controlada podría delatar ante los demás quién es en verdad, qué piensa, qué siente, cuál es su pasado, qué desea, cuáles son sus intenciones. Se sabe, no obstante, que su discreción aplaza gesticulaciones inimaginables, rictus, mohines, espasmos, violencias, bruscos cambios de dirección, efusiones que en cualquier momento podrían desatarse y que, en tanto que virtualidad o amenaza, nunca dejan de estar presentes. El hombre de las calles es un actor que parece conformarse con papeles mediocres, a la espera de su gran oportunidad. Es cierto que los seres del universo urbano no son «auténticos», pero en cambio pueden presumir de vivir un estado parecido al de la libertad, puesto que su no ser nada les constituye en pura potencia, disposición permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa. De ahí el desprecio que suscitaran en pensadores como Ortega y Gasset, para el que el hombre-masa es «sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori», ser sin interioridad, vacío, simple oquedad…, «siempre en disponibilidad de fingir ser cualquier cosa[4]». Pero también de ahí la inmensa inquietud que despierta, la desconfianza que provoca el descaro de su disimulo, todo lo que se agazapa tras el puro disfraz con el que se camufla. Al transeúnte, como a la máscara, se le conoce sólo por lo que enseña. Como de ella, al decir de Elías Canetti, del viandante se podría afirmar que su poder descansa en que se le conoce con precisión, sin saber jamás qué contiene: «Yo soy exactamente lo que ves —dice la máscara— y todo lo que temes detrás[5]».
Esa mutabilidad del señor del secreto, que puede ser visto moviéndose taciturno como un merodeador, en nubes parecidas a enjambres, en grupos poco numerosos que se mueven como jaurías o en masas que pueden desplazarse en manada o en estampida, es lo que hace de una posible antropología del espacio público una especie de teratología, es decir una ciencia de los monstruos. Si la antropología de las sociedades contemporáneas es cada vez más una antropología de las hibridaciones generalizadas, de las difusiones por polinización capaces de producir las más sorprendentes distorsiones, una antropología que tuviera que aplicarse sobre las cosas que suceden en las calles, en los vestíbulos de los edificios públicos, en los andenes del metro no podría ser sino una especie de muestrario de entes imposibles: seres medio-medio, camaleones capaces de adoptar cualquier forma, cimarrones de media hora, embaucadores natos, mentirosos compulsivos, conspiradores a ratos libres.
He ahí, por cierto, lo que resuelve el enigma de uno de los grandes protagonistas de la mitología contemporánea, Jack Griffin, el Hombre Invisible. ¿Por qué él, que por fin ha logrado una fórmula que le permite no ser visto, envuelve su rostro con vendas y usa gafas ahumadas y guantes[6]? La respuesta a esa paradoja es que el personaje de H. G. Wells y de la película de James Whale (1933) actúa así para que, en un momento dado, se sepa que es invisible, puesto que si lo fuera literalmente nadie estaría en condiciones de tomarlo como lo que desesperadamente quiere continuar siendo: un sujeto. Ha enloquecido por no poder hacer reversible su virtud de desaparecer. Puede estar entre la gente sin ser percibido, pero no puede devenir denso, dejar de ser transparente, a voluntad. Sin saberlo, el Hombre Invisible deviene metáfora perfecta del hombre público, que reclama una invisibilidad relativa, consistente en ser «visto y no visto», ser tenido en cuenta pero sin dejar de ocultar su verdadero rostro, beneficiarse de una «vista gorda» generalizada; que alardea de ser quien es sin ser incordiado, ni siquiera interpelado por ello; que quiere recordar que está, pero que espera que se actúe al respecto como si no estuviera. Como el protagonista de la novela de Wells, el ser de las calles ostenta su invisibilidad y, justamente por ello, se convierte en fuente de inquietud para todo poder instituido: es visto porque se visibiliza, pero no puede ser controlado, porque es invisible.
Toda esa muchedumbre que se agita por el espacio público «a su aire», que va «a la suya» o, como suele decirse hoy, «a su rollo», la conforman tipos que son poco más que su propia coartada, que siempre tienen algo que ocultar, que siempre planean alguna cosa; personajes que, porque están vacíos, huecos, pueden devenir conductores de todo tipo de energías. Una inmensa humanidad intranquila, sin asiento, sin territorio, de paso hacia algún sitio, destinada a disolverse y a reagruparse constantemente, excitada por un nomadeo sin fin y sin sentido, cuyos estados pueden ir de la estupefacción o la catatonia a los espasmos más impredecibles, a las entradas en pánico o a las lucideces más sorprendentes. Victoria final de lo heteronómico y de lo autoorganízado, esa sociedad molecular, peripatética y loca, que un día se mueve y al otro se moviliza, merece tener también su antropología.
Esa antropología de lo urbano —antropología de las agitaciones humanas que tienen como escenario los espacios públicos— ha de hacer frente a algo que, como se acaba de hacer notar, no se ve, un objeto de conocimiento en muchos sentidos opaco, del que cabe esperar cualquier cosa, que está ahí, pero cuya composición cuesta distinguir con nitidez. La imagen de la niebla resulta inmejorable para describir un asunto que sólo se deja entrever, insinuar, sobrentender. De ahí las dificultades que los sistemas dispuestos para su vigilancia encuentran para realizar su trabajo. De ahí también los problemas con los que, a la hora de saber de qué está hecha esa bruma espesa o qué sucede en su interior, se encuentran saberes concebidos para conocer estructuras societarias coaguladas o procesos lo suficientemente lentos y macroscópicos como para resultar perceptibles a simple vista y lo bastante claros en sus objetivos como para ser comprensibles. En cambio, de lo que se trata ahora es de trabajar con mutaciones instantáneas, transfiguraciones imprevisibles, cuerpos sociales que se conforman y desintegran al instante. En un espacio público definido por la visibilidad generalizada, paradójicamente el antropólogo ha de moverse por fuerza casi a tientas, conformándose con distinguir apenas brillos y perfiles. Indispensable para ello dotarse de técnicas con que registrar lo que muchas veces sólo se deja adivinar, estrategias de trabajo de campo adaptadas al estudio de sociedades inesperadas, pero también artefactos categoriales especiales, conceptos y maneras de explicación que, para levantar acta de formas sociales hasta tal punto alteradas, deberían recabar la ayuda tanto del arte y la literatura como de la filosofía y de todas las disciplinas científicas que se han interesado por las manifestaciones de la complejidad en la vida en general.
Una síntesis de ese tipo es la que he querido sugerir aquí —no sé con qué éxito— con objeto de avanzar algo en el camino hacia una antropología de lo urbano, en cierto sentido todavía por diseñar como subdisciplina con proyecto propio. Tampoco es que esté todo por hacer. Provocando el alboroto de los perros guardianes de las diferentes fincas epistemológicas, ha habido y hay quienes han abordado el conocimiento de las sociedades mínimas, todo ese barullo de hechos que la macrosociología, la historia de las instituciones, la gran política o la antropología de las culturas y las estructuras sociales desdeña injustamente. Esa antropología de los espacios públicos, que lo es por tanto de las incongruencias, los falsos movimientos y los nomadeos, puede trazar un árbol genealógico en cuyas raíces y ramificaciones principales aparecerían autores de los que yo tampoco he podido prescindir: Gabriel Tarde, George Simmel, G. H. Mead, los teóricos de la Escuela de Chicago en general, Henri Lefebvre, Michel de Certeau, así como disciplinas en bloque, como la sociolingüística interaccionista, la etnografía de la comunicación, la etnometodología o la microsociología, un marco éste en el que la figura de Erving Goffman brilla con luz propia. Por otra parte, mi aportación quisiera sumarse a las procuradas por antropólogos y sociólogos europeos —franceses y belgas sobre todo— que han abierto una línea de estudios urbanos respecto de la cual no quiero ocultar mi deuda. Entre aquellos de quienes más he aprendido quiero destacar a Jean Remy, Georges Gutwirth, Colette Pétonnet y —de una manera especial— Isaac Joseph.
La obra que sigue interpela de algún modo —al tiempo que se reconoce como deudora suya— lo dicho hace tres décadas por teóricos como Jane Jacobs y Richard Sennet[7], que denunciaron la decadencia de un espacio público que sólo merecía la pena por lo que conservaba del caos amable en movimiento y de la disonancia creativa que habían conocido a lo largo del siglo XIX. De la riqueza de aquel hervor sólo quedaba lo poco que las políticas urbanísticas, las vigilancias intensivas en nombre del «mantenimiento del orden público», la zonificación, la suburbialización y el despotismo de los automóviles habían respetado. Al respecto, se debe reconocer que la situación del espacio público ha cambiado de manera sustantiva desde entonces, de forma que muchas de las prácticas que le eran propias y que podían antojarse en crisis están reapareciendo con extraordinaria fuerza en los últimos años. Se vive un momento en que la calle vuelve a ser reivindicada como espacio para la creatividad y la emancipación, al tiempo que la dimensión política del espacio público es crecientemente colocada en el centro de las discusiones en favor de una radicalización y una generalización de la democracia. Todo ello sin contar con la irrupción en escena de nuevas modalidades de espacio público, como el ciberespacio, que obligan a una revisión al alza del lugar que las sociedades entre desconocidos y basadas en la interacción efímera ocupan en el mundo actual.
Cabe preguntarse también —y la obra que sigue así lo hace— si lo que se pretende estudiar constituye un cuadro tan inédito como podría darse por supuesto, un asunto exclusivo de las sociedades modernas urbanizadas, altamente entrópicas, inestables, generadoras de incertidumbre en la medida en que son generadas por la incertidumbre, y que conocerían su expresión más genuina en la animación constante y con frecuencia frenética de las calles. ¿Es que ninguna sociedad hasta ahora había percibido lo volátil de toda organización, lo precario de cualquier estado de lo social, la vulnerabilidad de todas las certidumbres que la cultura procura? ¿Es que la nuestra es la primera civilización en practicar formas de anonadamiento, de nihilización, de puesta a cero que representen la conciencia de que todo orden social es polvo y en polvo habrá de convertirse?
De manera aparentemente paradójica, es en la jurisdicción de la antropología simbólica y la etnología de la religión donde podemos encontrar materiales con los que el antropólogo puede jugar —también en la ciudad— a lo que mejor sabe, que es comparar, experimentar ese déjà vu del que no puede sustraerse. Cosa curiosa. En ese mismo ámbito que integra los ritos y los mitos, en que todas las sociedades instalan sus principios más inalterables, los axiomas de los que depende su continuidad y la del universo mismo, es donde pueden encontrarse técnicas destinadas a poner de manifiesto cómo no hay nada en la organización del mundo que no se perciba como susceptible de desintegrarse en cualquier momento, para volverse a conformar de nuevo, de otra manera. Como si todas las sociedades dieran a entender que todo lo que es, incluso lo más aparentemente intocable, podría ser de otro modo, o ser al revés, o no ser. Sociedades pensadas para no cambiar jamás saben hacer periódicamente un paréntesis en sus más sólidas convicciones con objeto de contemplar la posibilidad —y aunque sólo sea esa posibilidad— de que, en cualquier momento, se barajen de nuevo las cartas que posibilitan la convivencia ordenada y se reinicie, de otra forma, una parte o la globalidad del orden de las cosas. Por ello, me he permitido convocar, para esa antropología de los espacios públicos que aquí se propone, a autores centrales en la antropología de los simbolismos rituales: Émile Durkheim, Arnold Van Gennep, Marcel Mauss, Claude Lévi-Strauss, Gregory Bateson, Michel Leiris, Alfred Métraux o Victor Turner, entre otros.
He ahí al antropólogo de vuelta a casa. No se le pide que renuncie ni al patrimonio ni a la identidad de su disciplina, ni que se reconvierta a los requerimientos de un mundo supuestamente imprevisto para él, sino todo lo contrario: que reconozca ahora y aquí, alcanzando una intensidad inédita, generalizándose, lo que ya había tenido la ocasión de contemplar antes, en otros sitios, en otras dosis: lo insensato de las sociedades, las agitaciones inesperadas que de tanto en tanto sacuden el orden del mundo, lo deforme o lo amorfo de los organismos sociales, la impotencia de las instituciones…, todo lo extraño e incalculable que está siempre debajo, sosteniendo en secreto las estabilidades aparentemente más sólidas, las congruencias, los equilibrios siempre en falso que le permiten a las comunidades sobrevivirse a sí mismas. Todo lo que, en silencio, pacientemente, aguarda su momento: el instante preciso de revelarles a los mortales de qué es de lo que está hecha en realidad su sociedad.
El grueso de las disquisiciones de que se compone este ensayo han sido fruto de mi trabajo como profesor en el Posgrado de Estética de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Colombia en Medellín, entre 1994 y 1998, donde aprendí mucho más de lo que fui a enseñar. Quisiera evocar aquí mi extraordinaria deuda con la inteligencia y la sensibilidad de mis anfitriones antioqueños, los profesores Jairo Montoya, Juan Gonzalo Moreno y Jaime Xibillé, que me acompañaron en discusiones apasionantes ante un público que raras veces se resignaba a permanecer en su papel, pero también en otros contextos no precisamente académicos. Agradezco a Pere Salabert la persistencia de su confianza en mí. Dos de los capítulos de la obra fueron adelantados parcialmente en forma de sendas conferencias. «La sociedad y la nada» se dio a conocer como ponencia invitada al XXXV Congreso de Filósofos Jóvenes, reunido en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en abril de 1998. «Actualidad de lo sagrado» se expuso dentro del XVIII Curso de Etnología Española «Julio Caro Baroja», en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, un mes más tarde. Agradezco a Jordi Delgado y al Grupo de Sistemas Complejos de la Universidad Politécnica de Cataluña que hayan sabido excitar en mí el interés por las teorías sobre sistemas críticos autoorganizados y lejos de la linealidad. No obstante, lo que de inapropiado o excesivo pueda haber en mi apropiación de figuras adoptadas de la física y en las analogías que se irán proponiendo corre del todo de mi cuenta y debe considerárseme a mí su único responsable.
Decididamente, las mujeres han marcado mi existencia. No lo he podido evitar, y no me importa. Quisiera dedicarle este libro a las cinco, con mucho, más importantes, que menciono por orden de aparición en mi vida: María, Carlota, Ariana, Cora y Selma. Yo soy su obra.