11

Me enteré de la muerte de Morgan Schuyler a medía tarde y conduje hasta Ravenswood a la mañana siguiente. La puerta se abrió de golpe, Constance bajó corriendo los escalones del porche y se me arrojó a mis brazos Se quedó unos segundos abrazada a mí y yo le noté a través de la blusa que el corazón le latía muy deprisa. Luego acercó los labios a mi oído y me susurró una palabra: «Gracias». Recordé que ella me había dicho una vez, hacía una eternidad, que solo se recuperaría cuando el viejo estuviera muerto. Cruzamos el camino de entrada hasta la casa. Me rodeaba la cintura con el brazo y yo a ella los hombros. Solo habían pasado tres meses desde su regresó a Ravenswood y su sueño ya se había hecho realidad: Papá estaba muerto.

En cuanto entramos en la casa descendieron las sombras. Qué oscuro estaba. Las galerías tapaban gran parte de la luz del sol y los paneles de madera sucia de roble absorbían la poca que se filtraba en el interior. ¿Dónde estaba Mildred?

Nos sentamos en la cocina. La puerta de atrás estaba abierta y el aire tenía un aroma dulce a césped recién cortado y árboles en flor. Muy por debajo de nosotros, el Hudson centelleaba bajo el sol. Las vías del tren relucían. Constance estaba sentada de cara a mí, con las manos juntas. Intenté detectar en ella alguna clase de shock, pero no lo había. Parecía estar en paz, sí, pero yo no estaba convencido de que la muerte del viejo pudiera haber eliminado tan deprisa su considerable neurosis, de manera que la vigilé meticulosamente. No estaba seguro de si ella estaba actuando o no, y saltaba a la vista que ella tampoco lo sabía,

—¿Cómo está Howard? —me preguntó.

—Habla de ti todos los días.

Aquello la animó más,

—¡Pues pronto me tendrá todos los días! Sidney, podemos volver a empezar, ¿verdad? Cuando me he despertado esta mañana me he sentido como si fuera el primer día de mi vida.

—¿No estás destrozada?

—Él se quería morir. ¡Pero ahora yo puedo vivir! ¡Quiero hacer muchísimas cosas! Nos llevaremos a Howard a Europa. Será educativo. Iremos a todos los grandes museos. Nos sentaremos en las terrazas de los cafés y veremos cómo vive otra gente.

Tuve un presentimiento. Yo estaba en lo cierto. Constance no había asimilado nada,

—Primero enterremos a tu padre —le dije.

La intrusión de la brutal realidad no consiguió desinflarla.

—Sí, por supuesto, primero enterremos a los muertos, pero ¡celebremos la vida también!

¿Acaso se imaginaba que me iba a contagiar aquel grotesco estado de positividad exultante? Yo había venido a organizar el funeral. Constance advirtió lo que yo estaba pensando. Ya hablaríamos del tema en otro momento de más sobriedad. Ahora, sin embargo, quería que yo le mandara una señal.

—Estás aliviada de que se haya acabado —le dije.

Le cogí las manos. Tenía que contarle lo que sentía, o lo que temía.

—No será pasajero, ¿verdad? —dije—. ¿No irás a bajarte de golpe de la nube y decidir que me odias otra vez?

Constance se quedó mirándome a través de una película de lágrimas. Se llevó un puño a la boca y negó con la cabeza. Dio la vuelta a la mesa y acercó una silla a la mía. Nos sentamos muy juntos y me sonrió mientras le caían las lágrimas por la cara. Yo quería que me derritiera el hielo del corazón, pero no lo iba a poder hacer en un solo instante. Era demasiado viejo para eso.

A continuación entró en la cocina Mildred y todo volvió a oscurecerse. Constance se levantó de la silla para calentar el agua del café. Me puse en pie y me dirigí a Mildred, que me observaba con ojos atormentados y sobresaltados. Iba toda vestida de negro. Tenía cara de no haber dormido.

—Lo siento, Mildred.

Ella asintió con la cabeza. Me apartó para llegar al fregadero. Si había que preparar café, lo haría ella. De pronto tenía la espalda encorvada. Había envejecido una década en una noche. Volvía a ser viuda. Constance había perdido a dos personas cercanas, Iris y Papá, pero Mildred también, y además Morgan Schuyler, su amor verdadero, el amor de su madurez, a quien se había pasado todos aquellos años sirviendo en silencio, se le había muerto delante. Esta no va a durar mucho, pensé yo.

Constance estaba de pie en la puerta, dándonos la espalda y contemplando las montañas.

—Sal un momento —dijo.

Mildred estaba lavando la cafetera. Encorvada, concentrada, con los párpados hinchados y las manos ocupadas, ni absorbía luz ni la emitía. Salí por la puerta de atrás y Constance se volvió hacia mí y me cogió la cara con las manos. Con una delicadeza cuidadosa y tierna, me besó en los labios. Noté el sabor fugaz de su lengua húmeda, veloz como una víbora. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez? Si ella era capaz de mantener aquello, si era capaz de calentarme una vez más con sus besos, yo no tardaría en perder todo el resentimiento y la desconfianza que tenía encenagados dentro. Era lo único que yo quería.

—Tenemos que cuidar de ella —me dijo.

Hubo que volver a hacer trámites. Me pasé la mayor parte de la tarde al teléfono. Hablé con Hugo Friedrich. Me había enfrentado a él en el pasado, pero no dio la impresión de que ahora importara. Fue un poco brusco en sus condolencias, pero porque era un hombre práctico. Me dijo cómo funcionaba todo y lo que tenía que hacer.

Aquella noche todos nos retiramos temprano. Hacía mucho que Constance y yo no compartíamos cama. Le pregunté si prefería que yo durmiera en otra parte.

—¿Y dónde ibas a dormir? —me preguntó.

Solo había dos posibilidades. El cuarto de su padre se había quedado vacío, pero sugerirlo parecía un poco indecente.

—Podría dormir en el cuarto de Iris —le dije.

Constance estaba apartando la colcha. Yo estaba de pie al otro lado de la cama. Mi maleta estaba junto a la puerta. Ella me echó un vistazo. De pronto se la veía muy asustada y muy joven, y una vez más vislumbré la fragilidad que ya había visto cuando nos habíamos conocido y enamorado. Qué remoto parecía todo aquello ahora.

—Dormiré aquí contigo —le dije.

Nos metimos en la cama cada uno por su lado. Nos pusimos de costado para apagar nuestras lámparas respectivas. Nos dimos la vuelta. Nos acercamos el uno al otro en la oscuridad. El mundo estaba muy quieto y muy silencioso. Qué silencio tan profundo, en todos los sentidos, siempre que yo llegaba de la ciudad.

—Tengo frío —susurró ella.

Tenerla en brazos, tocarla aunque fuera a través del camisón, fue como una descarga eléctrica para mi pobre cuerpo reseco, inerte durante tantos meses. Nos besamos y yo volví a notar la humedad fugaz de su lengua. Luego el asunto se volvió apremiante y bastante turbulento, y no tuve oportunidad para reflexionar en lo que comportaba para nosotros, ni tampoco le di mucha importancia al hecho de que, después de unos momentos jadeantes, ella me susurrara una extraña petición: que la llamara por el nombre de su hermana.

Enterramos a Morgan Schuyler al lado de su mujer y su hija aquella misma semana. Constance estaba junto a la tumba con una rosa silvestre que había cogido aquella mañana en el jardín. No había cumplido los treinta años y ya era la única superviviente, la última de la estirpe. Pero me daba miedo lo que vendría después. Temía que, después de ascender tanto y tan deprisa de las profundidades en las que había estado sumida, acabara produciéndose una caída. Ella había visto a su padrastro morir bajo las ruedas de una locomotora. Había visto reventar su cuerpo como si fuera un saco de sangre.

Al día siguiente volvimos a Nueva York. Constance estaba ansiosa por marcharse de Ravenswood y yo lo interpreté como una buena señal. Ya me había dicho que tenía intención de vender la casa, pero no había prisa, ni siquiera se había leído todavía el testamento del viejo. Mildred nos dijo en voz baja que ella se quedaba. Me pareció una mala noticia. La mujer estaba de luto y la casa era vieja y se encontraba muy aislada. Me pareció una situación malsana y me temí que su luto diera un giro hacia lo morboso. La morbosidad se aferraba a aquel lugar y a aquella familia como la fría y húmeda niebla de un río. Constance no hizo caso de mis reservas.

—Mildred es fuerte —me dijo.

Seguía peligrosamente exaltada. De hecho, junto a la tumba se produjo un curioso incidente. Después de que ella tirara la rosa silvestre sobre el ataúd, se giró hacia mí y, agarrándome de la solapa, soltó una carcajada amortiguada. Escondió la cara en mi hombro. Le tembló el cuerpo entero. Yo la rodeé con los brazos. Me pareció que nadie más se daba cuenta de lo que estaba pasando, de que aquello no era un acceso de dolor tremendo. Yo era el único que lo sabía, pero Constance era presa de una risa incontrolable. Lo atribuí a un estado de estrés histérico. Era una mujer enferma. La noche anterior me había vuelto a pedir que la llamara Iris.

Nuestro regreso a la ciudad se vio retrasado por una avería. Al entrar en Staatsburg, el Jaguar empezó a perder potencia. Sospeché que se habría bloqueado un manguito de alimentación. Al final encontré a un mecánico, pero fue humillante tener que conducir aquel coche por la calle principal a diez por hora, como si fuéramos parte de una procesión fúnebre.

Howard se alegró de darle la bienvenida a Constance. Aquella noche cenamos juntos en la mesa de la cocina y nadie mencionó para nada a Papá. Yo, sin embargo, seguía esperando la recaída. Me preocupaba que Constance se negara a hablar de él, y también de Iris, claro.

Pero la recaída no llegó. Constance se despertaba todos los días en un estado de fervor vitalista. Le brillaban los ojos de la mañana a la noche. No parecía sentir ni fatiga ni ansiedad, y ciertamente tampoco dolor, ni por su padre ni por Iris. El nombre de su hermana solo se oía de noche, en la cama, durante los momentos íntimos. Mi teoría era la siguiente: ella creía que yo me había equivocado de hermana al casarme y estaba intentando enmendar aquel error. Me estaba permitiendo que le hiciera el amor a Iris para expiar lo que me había hecho pasar. Qué equivocada estaba. Pero yo no sabía cómo decirle esto sin degradar su espléndida generosidad sexual.

Entretanto, ella se hizo cargo de la casa como nunca. La pobre Gladys se enfurruñaba por tener que limpiar armarios que no se usaban, abrir ventanas para airear habitaciones y tirar cosas a la basura. Al final hasta Howard se cansó de aquel brío jovial e implacable. Después de diez días de lo que ella denominó hacer Empieza, Constance regresó al trabajo. Por la noche me explicó qué tenía que hacer Cooper Wilder para modernizarse.

—El mundo está cambiando, y como no cambies con él te mueres —me dijo.

Yo había empezado a trabajar en Un grito en la noche. La tendencia progresista que había adoptado Constance no casaba para nada con mi punto de vista. La transformación de Manhattan en una ciudad supuestamente moderna me parecía un chiste malo. Nueva York se estaba viniendo abajo. Yo catalogaba sus estertores a diario. La gente me decía que vivir allí era una pesadilla. Los que se lo podían permitir se estaban marchando. En su decadencia, la ciudad no solo era más peligrosa y más sórdida, sino que encima se estaba volviendo más mediocre.

A Constance no le afectaba nada de todo esto. Una mañana me metí en un portal para observarla mientras se alejaba por nuestra calle hacia el metro. La acera estaba cubierta de desperdicios de los cubos de basura volcados en plena noche. Ibas por la calle pisando cristales de las farolas rotas. La acera estaba llena de grietas y desniveles. Había baches, baches en la acera. Constance no se daba cuenta de nada. Caminaba con la cabeza alta, y entre su abrigo amarillo y un gorrito de paje a juego que llevaba desenfadadamente ladeado, se paseaba con la elegancia natural de un miembro de la realeza, sin que la afectara para nada la inmundicia entre Ja cual se movía.

A medida que pasaban las semanas, la observé como intentaba conservar aquel hambre de vida que había descubierto nada más morirse su padre. El hecho de que su energía emanaba de una parte malsana de su psique me quedó claro una noche después de salir del cine. No recuerdo qué habíamos visto, pero al salir Constance decidió que temamos que tomarnos un cóctel. Yo habría preferido irme a casa, pero acabamos en un bar de la calle Cuarenta y cinco con la Octava Avenida. Se llamaba el Flamingo, o el Ostrich, o alguna tontería por el estilo. El local estaba lleno de humo. No cabía un alfiler, te morías de calor y había mucho ruido. Encontramos una mesa y pedimos whisky con soda. Constance estaba ansiosa por divertirse. Aunque me gritaba yo no oía lo que me decía. Cuando la camarera nos estaba dejando las copas, un hombre chocó con nuestra mesa. Las copas se derramaron y Constance se levantó de golpe y le tiró lo que quedaba del whisky con soda a la cara del tipo. Luego lo agarró por las solapas.

Yo pensaba que el tipo iba a pegarle. Me puse de pie a mi vez. Hubo más gritos. Apareció la mujer del hombre. Los gritos arreciaron. Se metió otra gente. Intenté sacar de allí a Constance. Estaba insultando al tipo, insultando a su mujer, el aire iba cargado de sus palabrotas. Un camarero la intentó tranquilizar. El tipo me dijo que controlara a mi hija.

Al cabo de unos minutos estábamos en la calle y Constance seguía encolerizada. La rodeé con los brazos, en la acera de la Cuarenta y cinco con la Octava. La multitud discurría a nuestro alrededor, chocando con nosotros, insultándonos, mientras Constance se venía abajo y lloraba con la cara apoyada sobre mi hombro. El dolor, pensé yo. Por fin llega. Y a continuación pensé: A esto hemos llegado. En una de las esquinas mis concurridas de Manhattan hay una mujer llorando a sus muertos y a nadie le importa un pimiento. Nadie se fija siquiera. Durante una época yo había creído que el hecho de que uno pudiera mostrar sus asuntos privados en público era un indicio de urbanidad avanzada. Pero ya no. Ahora era una simple oportunidad más para que te humillaran.

—Querida —le susurré mientras ella sollozaba apoyada en mi hombro.

Levantó la cabeza y se quedó mirándome, con las lágrimas cayéndole a raudales por la cara.

—¡Llámame Iris! —exclamó ella.

Pero el incidente reveló algo que yo ya sabía: que Constance todavía no se había liberado del viejo, su cólera lo demostraba sobradamente. Y creo que ella era consciente de lo sucedido, porque por la mañana se la veía mucho más comedida. Era incapaz de mirarme a los ojos. Pero había otras cuestiones que yo tenía que discutir con ella. Le dije que teníamos que hablar de lo que nos había pasado.

—¿Por qué?

Estábamos en la sala de estar. Hice lo que pude para no contrariarla. Estaba de pie junto a la chimenea vacía, apoyado en la repisa. Ella se paseaba por la sala, fumando.

—Por Howard. Y por nosotros.

Me inquietó ver que había recaído en una especie de tic en el que me había fijado por primera vez cuando la llevé a casa desde el motel de Montauk. Al mismo tiempo que hablaba conmigo, parecía estar escuchando otra voz, y esa otra voz le hacía fruncir el ceño y poner caras que no guardaban relación con nuestra conversación. Resultaba desconcertante, pero cuando se lo mencioné, ella esbozó una sonrisa de astucia que me irritó sobremanera. Pese a todo reprimí mi cólera, porque no quería pelearme con ella. Le dije que sin Howard, nuestro matrimonio se habría venido abajo hacía mucho tiempo. Él nos necesitaba a los dos. Y nosotros a él. Ella no lo puso en duda. Yo sabía que si abordaba mi petición de ese modo, ella me escucharía.

—Continúa.

Le dije que me hacía falta entender bien lo que nos había pasado para que pudiéramos seguir adelante sin que quedaran dudas ni resentimientos ni malos presagios para el futuro. ¿Acaso era una petición poco razonable? ¿Acaso no era lo mínimo que necesitábamos para que nuestro matrimonio funcionara, o incluso fuera un matrimonio feliz? O lo que era lo mismo, para que no fuera infeliz.

A Constance nunca se le había dado bien pensar en el matrimonio en términos abstractos. No le veía dimensión moral alguna. Para ella, el matrimonio era algo fluido, transitorio, un arreglo provisional, y en cuanto parecía que no funcionaba, dejaba de tener sentido.

—¿Quieres que Howard crezca como creciste tú?

Aquello logró captar toda su atención.

—No se lo desearía ni a mi peor enemigo.

—Entonces creemos un hogar de verdad para él.

—Ya lo hemos creado.

—No, Constance, no lo hemos creado.

Le volví a intentar explicar que sin claridad ni sinceridad, ella y yo nunca podríamos estar en paz. Constance estaba frente a la ventana, dándome la espalda. Tal vez le estuviera pidiendo un imposible. Aquella mujer no había conocido ni un solo momento de claridad ni de sinceridad en toda la vida. Sin darse la vuelta, me preguntó qué quería saber yo.

—Todo.

Se quedó alarmada.

—¿Como qué?

Pero cuando se lo dije, ella montó en cólera. No estaba lista para ser sincera y tal vez no lo estaría nunca.

—¿Me sales con toda esa mierda de la sinceridad para eso? ¿Para poder castigarme más? Pensé que se acabaría cuando se muriera Papá, pero no, ¿verdad? No se acaba nunca. Pues ya me he hartado. ¡No pienso recibir más castigos!

Y salió de la sala. Me quedé sentado en el sofá, con la cabeza apoyada en las manos. Era yo el castigado. Al parecer todavía no había sufrido lo bastante. Solo le había pedido que me contara la verdad sobre su aventura con Eddie Castrol, Me atormentaba la posibilidad de que le hubiera permitido tener relaciones sexuales anales. Quería que me dijera que no había sido así. Sospechaba que cuando la llamaba Iris en la cama, ella para sus adentros me llamaba Eddie. Luego oí un ruido de cristales rotos en la cocina. La encontré tirando platos y copas de vino al suelo. Estaba llorando. Iba descalza. Estaba sangrando. Oí la voz de Howard. Me lo llevé de vuelta a su dormitorio y le dije que se volviera a dormir, que no pasaba nada malo. Luego regresé a la cocina. Constance estaba sentada en una silla en medio de todos los cristales rotos y los pedazos de porcelana, todavía llorando. Me iba a tocar lavarle los pies.

Después de aquello se acabó el sexo. Constance ya ni siquiera me quería en el dormitorio. Yo podría haber insistido, pero no tenía fuerzas para imponerle mi voluntad. Me trasladé al cuartito para invitados que había detrás de la cocina. Por fin acepté que no podía con ella solo. Pero tampoco podía obligarla a que fuera a un psiquiatra, lo había intentando sin éxito más de una vez. Hablé con Eddie Kaplan. Él conocía gran parte de la historia de Constance, aunque yo no le había contado lo de su aventura, Ed se mostró sarcástico y sabio. Era lo que yo quería de él. Me dijo que estaba francamente asombrado de que las cosas no fueran peor en casa.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Con todo lo que ella ha pasado…

Estábamos sentados en un banco de Central Park. Hacía un día agradable de julio. La previsión meteorológica vaticinaba una ola de calor. Ed se había dejado barba. Era para asustar a sus hijas, me contó. Se estaban saliendo de madre. No respetaban ninguna forma de autoridad. Era un tema familiar. Si la barba no funcionaba, tenía pensado denunciarlas.

—¿Qué puedo hacer? —le pregunté.

Eddie meditó la pregunta. Se quedó callado un rato.

—¿Y no quiere ir al psiquiatra?

—No.

—Haz que hable del tema. Que no se le enquiste. ¡Pero joder, Sidney! Un tipo arrollado por un tren no es poca cosa…

—Dímelo a mí.

Cerca de nosotros había un grupo de adolescentes en la hierba, cantando canciones folk y rasgueando guitarras.

—¿Cómo lo llevas tú? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—¿O sea que ese es tu consejo, Ed, que la haga hablar del tema?

—Constance no deja de hacer teatro. La pelea con el tío del bar. Lo de romper todos los platos…

—No todos los platos…

—Si se reprime, Sidney, la cosa empeorará.

Nos quedamos allí sentados, asintiendo con la cabeza bajo el sol. Una canción de paz y de amor pasó aleteando trabajosamente frente a nosotros por el aire estival, como si fuera un gorrión lisiado. En aquella ocasión Ed y yo nos quedamos con esa idea: en que hablar es bueno y la represión es mala. Cuando llegué a casa me encontré a Constance sentada a la mesa de la cocina, leyendo una novela y comiendo sardinas directamente de la lata.

—¿Por qué no estás en el trabajo? —le dije.

—Lo he dejado.

No la creí. En los últimos tiempos iba a Cooper Wilder de uvas a peras y yo sabía que Ellen Taussig estaba preocupada por ella, más que preocupada, decepcionada. No era ella quien se había marchado. La habían empujado.

La ola de calor se cernió sobre la ciudad como si fuera un íncubo hecho de vapor. Busqué la palabra en el diccionario: demonio masculino que tiene relaciones sexuales con mujeres mientras estas duermen. Si era así como su madre inglesa había concebido a Constance, aquello explicaba muchas cosas. Y ahora acababa de dejar el trabajo. Le pregunté por qué.

—Necesitaba cambiar de aires.

Carecía de capacidad de compromiso. Yo le dije que en Cooper Wilder había plantado los cimientos de una buena carrera. Pero no. Carecía de lealtad. O de tenacidad. Si yo se lo hubiera permitido, también habría dejado nuestro matrimonio. Por lo menos Papá le había dado un foco en que concentrar sus alborotadas emociones. En tanto que institución, la familia les proporciona estructura a las mujeres como Constance. Pero nuestra pequeña unidad familiar no podía darle lo que ella necesitaba.

Yo había asumido el rol de Papá lo mejor que había podido. Había intentado ser la fuente de orden en la vida de Constance. Sabía que ella no me abandonaría, por lo menos mientras tuviéramos a Howard, porque nuestra única fuente de paz y tranquilidad, nuestra única posibilidad de no ser infelices, residía en mi hijo. Y Constance estaba mejorando al ajedrez. Ahora jugaban todas las noches. Aquello le concedía un respiro a mi ansiedad. Me daba un poco de esperanza. Yo pensaba que si ella me pudiera otorgar la simple confianza y el afecto que sentía por mi hijo, entonces podríamos salir del lugar oscuro en el que estábamos. Y no le haría más preguntas sobre el pasado.

Pensando en esto, salí de mi estudio. Me los encontré a los dos en la sala de estar, sentados a la mesa, contemplando en silencio el tablero de ajedrez. Vi una atención total, una concentración absoluta, y aquello me animó. Saldremos de esta, pensé, Me desplomé en el sofá y me presioné con fuerza las sienes con los dedos. Últimamente sufría de dolor de cabeza. Pasaba muy malas noches. En el cuarto de invitados no podía conciliar el sueño. No habíamos hecho el amor desde que Constance había roto la vajilla, y yo lo echaba de menos. Oí un ruidito seco, una pieza de ajedrez que entraba en contacto con otra para sacarla del tablero.

—Jaque.

La palabra había sonado tan débil que yo no sabía quién la había dicho. La ciudad estaba tranquila. La luz del sol vespertino se filtraba por el ventanal que daba a la calle, con las motas de polvo danzando como si fueran gérmenes. Seguía haciendo mucho calor. Aquella mañana Gladys había traído flores y ahora las olí, ¿qué eran? ¿Tulipanes, azucenas? Al cabo de un momento me levantaría del sofá Chesterfield, identificaría las flores y me serviría una copa en silencio. Empecé a quedarme dormido. Clic. Jaque. Un hombre corre hacia una locomotora…

Me desperté sobresaltado. Estaba despatarrado en el sofá, con la baba cayéndome por la barbilla, y tenía a Constance y Howard al lado. Me levanté como pude y me sequé la cara con un pañuelo.

—¿Qué ha pasado?

—Ha ganado Constance —dijo Howard.

—Estabas gritando —dijo ella.

—He tenido una pesadilla.

Unas mañanas más tarde, Constance recibió una llamada procedente de las Catskills. La oí soltar una exclamación. Salí de mi estudio. Me la encontré en la sala de estar, junto a la ventana. La vi colgar el teléfono con violencia y luego barrer con el brazo todas las piezas del tablero de ajedrez, de donde cayeron con estrépito sobre el suelo de madera noble.

—¿Qué demonios…? —dije.

Se giró hacia mí. Tenía la cara contraída de furia. Apenas la reconocía.

—¡La casa!

—¿Qué pasa con la casa?

—¡Que se la ha dejado a Mildred!

—No.

Era el testamento de Morgan, claro. Era su abogado el que había llamado.

—¡Sí!

Se lo había dejado todo a Mildred: las tierras, la casa, el camión y el bote: todo. Yo estaba asombrado. Pero Constance estaba más que asombrada. No podía ni hablar de pura indignación. Me pasé una hora con ella. Al principio no conseguí entender la verdadera importancia de aquella noticia tan inquietante, me refiero al hecho de que a ella no le importaba en absoluto la propiedad, no se trataba de eso. No, lo que pasaba era que había querido demoler Ravenswood por completo. Había ardido en deseos de hacerlo. La había emocionado la perspectiva. Y ahora…

—Ella ronda por la casa como un fantasma, Sidney, así mantiene vivo el recuerdo de él. No lo soporto. Yo quería ver la casa demolida. Si me hubieran dejado, le habría pegado fuego yo misma. Pero con ese viejo fantasma allí, nunca estaremos en paz.

Mientras la escuchaba, no vi a Mildred sino a Constance en el papel del viejo fantasma. La amargura le estaba consumiendo no solo la mente, sino también la cara, el cuerpo, los labios parlanchines y su misma alma. Pronto no le iba a quedar nada. Yo ya me lo imaginaba perfectamente.

El ánimo se le ensombreció. La vitalidad morbosa de las últimas semanas se le volvió hacía dentro. La noticia procedente de las montañas nos había cogido a los dos por sorpresa. Intenté decirle que ya daba igual, aunque sabía que no iba a conseguir nada. Lo sucedido era un insulto desde más allá de la tumba, una razón más para que no muriera nunca su odio por Papá. Ella no me había contado la felicidad con que esperaba la destrucción de Ravenswood.

—Hasta el último tablón del suelo, Sidney. Hasta la última teja, piedra y clavo…

Estaba obsesionada con aquella idea. Pero sabía que no debía compartirla conmigo, porque yo no compartía su obsesión. Me parecía extraordinario que no le bastara con la muerte del viejo y que también tuviera que ver destruida su casa. Me di cuenta de que aquello no acabaría nunca. De que la patología estaba tan arraigada en su psique que ya se había vuelto crónica. A menos que buscara tratamiento, únicamente empeoraría.

Yo estaba agotado. Una tarde oí que Constance hablaba con Howard en la cocina y le decía que en realidad Ravenswood era de ella y que un día lo iba a recuperar. El chico le preguntó si iba a vivir allí. Aquello lo preocupaba, claro. Olía a separación y no le gustaba. Yo sabía qué estaba a punto de pasar: que Constance le diría que no, que no quería vivir allí, que solo quería quemar la casa hasta los cimientos. Howard no lo entendería, claro que no, y yo tampoco quería que lo intentara entender. Me planté en la puerta.

—Ya basta —dije en voz baja.

Howard estaba en una punta de la mesa y Constance estaba sentada con el cuerpo echado hacia delante, cerca de él, con las manos juntas y un cigarrillo encendido en el cenicero que tenía al lado. De espaldas a mí. Howard tenía el ceño fruncido. La situación se le escapaba por completo. Y como odiaba aquella sensación, su reacción era hacer preguntas. Pero yo no quería que ella le contara el asesinato de Morgan.

—Howard, necesito hablar a solas con Constance.

Ella empezó a girar la cabeza. No le gustaba que la interrumpieran. Cuando me miró por encima del hombro, le vi malignidad y desprecio en estado puro en la cara. Nuevamente no conseguí reconocerla. Howard se alegró de escapar de allí. Cerré la puerta de la cocina y me senté a la mesa.

—No es justo para él —dije—. Es demasiado joven.

—No es demasiado joven para saber qué me hicieron a mí.

—Sí, Constance, sí que lo es. No es más que un niño. Déjale que tenga unos años más de inocencia.

Enarcó las cejas mientras cogía su cigarrillo. Se lo puso en la comisura de la boca. Entrecerró los ojos para que no le entrara el humo. Por un momento me recordó a la madre de Barb, la vieja Queenie Mulcahy. Pero por lo menos Queenie no perdía nunca el sentido del humor. Lo mantenía vivo con ginebra.

—¿Quieres decir que sigue siendo inocente?

Qué suerte tiene el niño, fue el pensamiento que ninguno de los dos dijo en voz alta. Ya querríamos los demás ser igual de afortunados.

—Eso es justamente lo que quiero decir. Dime una cosa.

—¿Qué, Sidney?

—¿Cómo te propones recuperar la casa?

Ella agachó la cabeza. Aplastó el cigarrillo. No me hacía falta recordarle que ella no tenía dinero. Ni siquiera tenía trabajo. Por fin levantó la vista, puso la espalda recta y se pasó las manos por el pelo de una forma que yo conocía bien. Levantó la cara hacia el techo y cerró los ojos. Aquello señaló un cambio de estado de ánimo, a mejor.

—Oh, Sidney, Sidney. Siempre tan práctico. Tan organizado en todo lo que haces.

Clavó en mí una mirada directa e intensa.

—Ya encontraré la forma —me dijo.

Yo asentí con la cabeza.

—Pero te quiero pedir una cosa —me dijo.

—¿Qué?

—Que me lleves allí una última vez. Creo que me irá bien. Y Mildred debe de sentirse muy sola.

¿Qué estaba tramando ahora? Yo no confiaba en ella. En la mente de Constance, Mildred se había convertido en objeto de desprecio, y Ravenswood en una especie de mausoleo, cuyas únicas reliquias eran el espíritu de Papá y el fantasma que lo acompañaba. Ella llevaba semanas enteras sin pensar en nada más que destruir aquella casa. ¿Para qué iba a querer verla por última vez, si no era para pegarle fuego?

Pero no se lo dije. Yo ya no tenía voluntad para enfrentarme con ella. Era demasiado fuerte para mí. Estaba empezando a derrotarme.

—Claro.

—¿Cuándo?

—Cuando esté arreglado el coche.

El Jag me había dado más problemas. Después de muchos años funcionando de forma fiable, más que eso, funcionando magníficamente, estaba empezando a fallar, igual que todo lo demás. Había que traer las piezas de recambio desde Inglaterra. Se iba a pasar en el taller por lo menos un mes.

—Podemos coger el tren.

—Hablémoslo más tarde.

Pero ella odiaba que le frustraran los planes. No toleraba los retrasos.

—¿Por qué no podemos hablarlo ahora? ¿Hay alguna razón para que no lo hablemos ahora? ¿Te crees que si no lo hablamos ahora me voy a olvidar? ¿Te crees que soy tonta?

—Por favor, Constance.

Se estaba poniendo hecha una furia. Tenía los ojos vidriosos y los labios se le movían deprisa y en silencio.

—¿Por favor?

—Muy bien. ¿Cuándo quieres ir?

—El sábado por la mañana, para que pueda venir Howard.

Era martes. Me quedaban menos de cuatro días. Regresé a mi estudio y cogí el manuscrito de Un grito en la noche: la histeria y el colapso moral de una gran ciudad americana.

El calor no cedía. Se me ocurrió que al fin y al cabo podía ser bueno que Constance volviera a la casa. La idea fija que tenía de su infancia podía experimentar alguna modificación. No todos los recuerdos son malos. La vida es más compleja y tiene más matices de lo que permite la mente obsesiva. Empecé a convencerme a mí mismo de que sí, de que era bueno que ella regresara. Ed Kaplan estaba de acuerdo conmigo.

—Ahí tienes razón —dijo—. Todos los buenos ratos que pasó con su hermana seguro que significan algo.

—Iris se murió allí.

—Ya lo sé. Pero eso no quiere decir que no haya buenos recuerdos. Y a su madre la quería.

Sí, a su madre la quería. Me permití ser moderadamente optimista. Pero la vida seguía siendo muy incómoda. Seguía costando mucho dormir con aquel calor. En cada habitación del apartamento había un ventilador de pie, pero nunca corría suficiente aire. No es que los ventiladores arreglaran la situación de las calles, pero por lo menos no me dejaban oír los gritos y las sirenas y me permitían imaginarme escenas de regreso a casa y reconciliación. Una noche me imaginé que llegábamos a la casa del valle del Hudson un día luminoso en que la brisa que bajaba de las montañas había limpiado el aire, y el río centelleaba bajo el sol mientras Mildred salía de la casa para recibirnos, no un viejo fantasma, sino una mujer en paz con el mundo, y feliz, viviendo en la casa que había heredado del hombre al que había servido con lealtad. Había encontrado los medios para hacer reparaciones, para que fueran allí hombres, carpinteros y pintores, y que el sitio se viera pulcro y en perfecto estado y por dentro estuviera como una patena. Mildred era un ama de casa nata, y ahora además la casa era suya. Nos daría la bienvenida con orgullo y modestia.

Todo esto me lo imaginé mientras daba vueltas en la cama, en medio de aquel calor húmedo de la noche, en el pequeño dormitorio claustrofóbico y asfixiante de detrás de la cocina, y también me imaginé a Constance abrazando a Mildred mientras Howard corría por la hierba, con los brazos extendidos…

Hablaríamos de quedarnos allí una temporada, porque Ravenswood era demasiado grande para una mujer sola, y estaba claro que necesitaba la risa de un niño para recobrar plenamente la vida, y Constance se volvería hacia mí, radiante, diciéndome que yo podía poner mi biblioteca en la torre, y entonces yo sabría que su pesadilla se había acabado, que por fin ella había vuelto a casa…

Miércoles. Todas las ventanas estaban abiertas. Todos los ventiladores girando. Constance estaba sentada a la mesa de la cocina con una bata ligera abierta que dejaba ver su ropa interior. Los miércoles no venía Gladys. Howard estaba en la escuela. Ella tenía el pelo recogido de forma desaliñada sobre la coronilla. Se estaba abanicando con una revista. Estaba mirando fotografías familiares: la madre inglesa en el jardín, diversos perros, ella, Iris. Papá. La vi ojear el montón de fotos como si fuera una baraja de naipes. Creo que estaba buscando, no por primera vez, la imagen de un joven alto y rubio, su padre. De la comisura de la boca le colgaba un cigarrillo. Tenía el ceño fruncido. Las gafas en la punta de la nariz. Llevaba un sujetador de encaje por debajo de un camisón muy fino que le confería una definición perfecta a sus pechos pequeños y respingones. Tenía el pelo húmedo y en la nuca le relucían gotas de sudor. Yo me incliné, le besé aquella parte húmeda del cuello y noté el sabor de la sal.

—¿Qué estás haciendo?

Ella estaba colocando las fotos sobre la mesa con brusquedad, como si fuera una viuda haciendo un solitario. Yo le había puesto las manos en los hombros. Estaba empezando a jadear un poco. Le bajé las manos hasta los pechos.

—Para —me dijo ella.

Pero tenía la atención puesta en las fotografías.

Volví a posar los labios en el cuello. Le bajé el camisón de los hombros. Ella torció la cabeza para mirarme. Intenté besarla en la boca pero ella apartó la cara.

—Ponte de pie —le susurré.

Ella suspiró, se puso de pie y me miró. El camisón se le había caído hasta los codos pero ya no podía bajar más porque estaba cruzada de brazos.

—¿Por qué estás haciendo ese ruido? —me dijo.

Le separé con suavidad los brazos y me pegué a su cuerpo. Ella reclinó la espalda contra la mesa, sorprendentemente pasiva ahora, con las palmas de las manos apoyadas en la superficie que tenía detrás. Le cayeron al suelo unas cuantas fotografías. A continuación me desabotoné los pantalones. Me cayeron hasta los tobillos. Mis manos estaban pegadas a la carne fresca y húmeda de su espalda y mi cara hundida en su cuello. Empezaba a soltársele el pelo. La trucha codiciosa ascendió. Ahora yo tenía la respiración acelerada y entrecortada y no paraba de susurrar el nombre de ella una y otra vez, y luego, con una descarga de electricidad que pareció una centella, mis dedos le rozaron los labios cálidos de la vulva…

—No sé si quiero hacer esto —dijo Constance levantando la voz.

—Sí que quieres —le susurré.

Aquello la hizo reír.

—¿Lo quieres hacer aquí?

Sí. Lo quería hacer allí, allí mismo y en aquel mismo momento.

—Muy bien, Sidney.

Ella se apartó las bragas a un lado y se colocó ligeramente ladeada contra el borde de la mesa, con las manos en mis hombros, murmurando en tono distraído sobre el calor que hacía en el apartamento, pidiéndome entre dientes que fuera más despacio.

—Ahora ya puedes —me dijo.

Al cabo de unos segundos me pidió que la llamara Iris y aquello me animó. Pero ella se mostró distante todo el tiempo: yo me dediqué a mirarla a la cara. Ella echó un vistazo al techo con cara inexpresiva y la cosa se terminó antes de tiempo. Solo una vez ella ahogó un gritito, y con eso la cosa se acabó para mí, con aquella simple inhalación breve e involuntaria, seguida de una palabra, o de un nombre, no lo oí con claridad, ¿era «Papá»? No era ni «Sidney» ni «cariño» ni «amor»…

—Cómo lo has dejado todo —me comentó. Y poco después añadió—. En fin, ha sido al rojo vivo.

Para entonces a mí ya me daba igual. Era sexo, pero parecía sexo con un maniquí, con la única salvedad de la exclamación ahogada. Al rojo vivo. Creó que el poco amor que me quedaba lo destruyó Constance con aquella única palabra; ya ni me importó que hubiera dicho «Papá». ¿O tal vez había dicho «Eddie»? Habría sido más normal. Pero no me enteraría del daño que ella había hecho hasta más tarde. Estas cosas o bien queman lentamente los tejidos como si fueran ácido o bien te las sacudes de encima con una risa despreocupada. A continuación salió de la cocina. Yo me quedé inclinado sobre el fregadero, agarrando los lados y jadeando, mientras abría el agua fría. De pronto tenía mucha sed.

Aquello fue el miércoles.

El jueves no pasó nada. Constance se mostró fría conmigo. Ninguno de los dos hizo mención alguna al incidente de la mesa de la cocina. Aquella noche, después de que Howard se fuera a dormir, se me ocurrió que si lo volvíamos a intentar tal vez nos saliera mejor. Se lo sugerí.

—Esta noche no, cariño —me dijo.

Creo que se estaba burlando de mí. Lo que oí fue: Ni esta noche ni ninguna, cariño. Nunca jamás. Ni en la mesa de la cocina, ni en la cama ni en ninguna parte. Nunca. Sin embargo, sus burlas y sus insultos no habían matado mi amor, al contrario. La deseé mucho, más que nunca, si cabía. Me acordé de cómo me había sentido la noche en que la conocí, cuando nos habíamos sentado en un restaurante vacío y ella me había hablado de su familia. Yo había escuchando su historia, ansiándola y hambriento de ella todo el tiempo, sin acabar de creerme que pudiera poseer a aquella chica que parecía una visión lejana y pálida, con sus brazos y piernas de porcelana, sus ojos sobresaltados y su risa gutural y repentina…

Y a esto habíamos llegado. Al rojo vivo. Y entonces, por primera vez, no sé por qué, tal vez recordando la noche en que la había conocido y la ilusión y la expectación que había sentido entonces, se me ocurrió que tal vez yo también tuviera alguna responsabilidad en lo que nos había pasado. ¿Acaso era posible? Me refiero al hecho de que por lo menos una parte de nuestros problemas fuera culpa mía. Tuve un breve vislumbre de la semilla o el germen de una idea, tal vez no de la verdad, ni de toda la verdad, pero sí de algo. Me acordé de lo que solía decir Barb de mis tendencias controladoras, de mi inflexibilidad dogmática…

Ed Kaplan me había dicho más de una vez que yo era incapaz de aceptar críticas. Pero esa incapacidad conduce a la locura. No, el problema no*era mío. Estaba claro.

El viernes sí que pasaron cosas. Le pregunté a Constance dónde estaban las fotos de su familia, las que ella había esparcido por toda la mesa de la cocina, y ella me dijo que las había tirado a la basura. Le pregunté qué había pasado con la basura y ella me dijo que ya la había sacado. La destrucción de fotografías es un acto de violencia espiritual. Mildred Knapp había quemado las fotografías de su marido, Walter, y eso había privado a Constance de saber qué aspecto tenía el hombre a quien ella consideraba su padre. Y ahora ella había hecho lo mismo. Eran fotos de gente muerta, por supuesto, pero tirarlas equivalía a una segunda muerte, a acabar con sus vidas en la memoria de Constance. Intenté explicárselo.

—No es cosa tuya —me dijo ella.

—¿También has tirado las fotos de nuestra boda?

—Sí.

—Entonces sí que es cosa mía.

Manteníamos esta conversación en el dormitorio. Yo había entrado a buscar una camisa limpia. Ella intentó marcharse pero yo obstruí la puerta.

—Te gustaría tirarme a la basura, ¿verdad? —le dije—. Te gustaría que me cayera a las vías de un tren.

—Déjame salir, por favor.

—¿Por qué hacemos esto, Constance?

—¿El qué?

—Mantener esta farsa de matrimonio.

—Pensaba que era lo que tú querías.

Me aparté de la puerta y me senté en la cama. Constance salió de la habitación. Me pregunté por qué se comportaba de aquella manera. Y luego por qué me comportaba yo así. ¿Por qué no la cogía en brazos como a la niña petulante que era y le daba lo que ella necesitaba, es decir, amor, cariño, afecto, compasión y comprensión? Aquello sucedía por la mañana, sobre las diez.

Por la tarde tuvimos una pelea, una de las fuertes. Le dije que era una histérica. Ella me llamó pasivo-agresivo. Ninguno de los dos salió bien parado de aquella fea escaramuza. Fui yo quien la empezó. Ya me había hartado de postergar las cosas. La hostilidad de ella era feroz e implacable y yo no había hecho nada para merecerla. Ya no me importaba qué le había amargado el alma a aquella mujer. Yo había intentado ser un buen determinista y verla como la víctima de un padrastro vengativo, pero nunca me lo había acabado de creer del todo, porque en el fondo creía que uno se construye el destino personal eligiendo seguir siendo o no la víctima de su infancia. La de ella no me parecía tan terrible, y así se lo dije en el curso de nuestra espantosa pelea, y por supuesto que fue destructiva, porque Constance se veía como una mujer brutalmente despojada del amor de un padre, y siempre había permitido que esa percepción tiñera todos sus tratos con el mundo. Le dije que era una persona amargada y desagradable, y que además hacía infelices a los demás, y a mí me había supuesto una decepción tremenda, y ni siquiera el bienestar de Howard bastaba ya para retenerme en aquel matrimonio.

Hubo un silencio repentino. ¿Acaso pensaba dejarla? Nunca se lo había dicho, ni siquiera después de que me fuera infiel. Pero ahora sí que se lo estaba diciendo. El silencio se prolongó unos segundos de asombro y esperé a ver si ella se venía abajo y fundía mi rabia con sus lágrimas, Pero no lo hizo. Al contrario, mis palabras fueron como petróleo sobre las llamas que ardían en su corazón furioso, y se pasó un buen rato gritándome antes de que yo pensara que Howard iba a volver a casa de la escuela en cualquier momento, y que sería mejor que me alejara de Constance para que el niño no nos viera de aquella manera. Justo estaba saliendo del edificio cuando lo vi acercarse por la calle. Él me vio trastornado. Me preguntó si todavía íbamos a Ravenswood a la mañana siguiente. Yo sabía que él tenía muchas ganas. Era una excursión familiar y no tenía ocasión de hacer muchas. Pues claro que sí, le dije.

Me pasé una hora caminando por Central Park. Al final encontré un sitio en la hierba y me tumbé entre la gente que estaba tomando el sol y la que estaba tocando la guitarra y los amantes de todas las edades y todos los demás neoyorquinos que querían estar donde fuera menos entre cuatro paredes. Central Park, los pulmones de la ciudad. Era media tarde y seguía haciendo calor, pero menos del que haría en el apartamento, tanto más si te veías implicado en los espasmos mortales de un matrimonio fracasado. Central Park era muy preferible a todo aquello. Me tumbé boca arriba, contemplé el cielo y me pregunté qué iba a hacer, cuánto tiempo tenía y si estaba completamente seguro de no equivocarme. Mis certidumbres habían quedado dañadas después de la debacle de «al rojo vivo», y ahora notaba que se estaban empezando a desmoronar estructuras de gran tamaño en la oscuridad.

Pasamos la noche como de costumbre. Después de cenar casi en silencio en la cocina nos fuimos a la sala de estar, donde Howard estaba ansioso por ganarle a Constance al ajedrez. Para mi sorpresa, ella le ganó tres partidas seguidas. Yo nunca la habría tomado por ajedrecista, pero estaba claro que aquel juego no podía costarle mucho a una mujer taimada y paranoica como Constance. El ajedrez estaba hecho para la gente como Constance. Aquello me hizo experimentar dudas de nuevo, y ya era la tercera vez. Intenté reprimirlas. ¿Acaso no conocía mi propia mente? Me puse a leer las pocas páginas acabadas de Un grito en la noche y se me ocurrió que si compartiera la filosofía de Constance podría echarle la culpa del hundimiento de mi matrimonio a Nueva York, o a las aguas contaminadas del río Hudson, o a lo que fuera, pero no, aquello sería una estrategia manida y superficial. Yo sabía qué había ido mal, y por extraño que pareciera se trataba de un problema que Constance había identificado al principio de nuestro matrimonio: me refiero al complejo de compulsión de repetición que ella sufría. Constance se había casado con su padre. Después se había dado cuenta de lo que había hecho y había querido escapar. Yo la tendría que haber dejado irse en cuanto lo había dicho, el problema fue que no me la tomé en serio. Ella nunca sería capaz de verme más que como una figura paterna patriarcal, controladora y represora. Yo no me veía culpable de nada de aquello, pero ella sí, y se dedicaba a causar problemas para que yo me volviera controlador y represor y de esa forma validara su convencimiento de que yo era igual que Papá, o de que yo era Papá, por lo menos en su inconsciente. El inconsciente de Constance era un sótano húmedo y lleno de goteras que albergaba varios modelos punitivos, y el resultado era que ella nunca intentaba ver qué diferencias había en realidad entre Morgan Schuyler y yo. Al mismo tiempo se negaba a ir al psiquiatra. No quería cambiar. Le aterraban los cambios. Una vez me había dicho: o cambias o mueres. Pero su existencia entera estaba arraigada en su odio a Papá, y no sabía vivir sin él. Le daba miedo ser libre.

Aquella tarde en el parque, escuchando el plin-plon de los banjos y las voces agudas y desafinadas, comprendí que Constance nunca entonaría la canción de la libertad. Que había renunciado a su autonomía. No oponía desafío alguno, ni resistencia alguna, sino que estaba constreñida por unas correas de acero que se había construido ella misma. Estaba atrapada. Cuando yo le había dicho que ni siquiera Howard podía retenerme ya en aquel matrimonio, ella se había quedado callada. Aquel silencio era su admisión del hecho de que me necesitaba. Pero únicamente me necesitaba para odiarme. Eso era lo que ella hacía con los padres: los odiaba. No al padre de sus fantasías, claro, no a Walter Knapp, aquel fantasma rubio y susurrante que no conocía el miedo y que había muerto para salvaguardar el honor de la madre inglesa, oh, no, a aquel no lo odiaba, más bien fantaseaba con él, lo idealizaba, a él sí que lo podía amar porque no tenía que tratar con él en el mundo real. Pero yo ya me había hartado. Resultaba descorazonador pensar que fracasaba en mi tercer matrimonio, pero iba demasiado mal. Así era imposible seguir.

El sábado por la mañana nos despertamos al amanecer para coger el primer tren rumbo al norte del estado. Seguía sin confiar en los motivos que tenía Constance para ir a Ravenswood, pero ya me daban igual. Lo hacía por Howard. No sabía cómo decirle a mi hijo que el matrimonio se había acabado. Me había pasado la mitad de la noche en mi celda sofocante intentando encontrar la manera. Pero ya no era factible seguir viviendo con Constance solo por Howard. Aquello por lo menos ya lo había decidido.

Ella le hizo el desayuno al chico y noté que durante la noche le había cambiado el humor. La arpía conspiradora había sido reemplazada por la briosa y risueña ama de casa, con la mente llena de planes y un horario que cumplir. Después del desayuno me pidió que fuera a la esquina a buscar un taxi para ir a Penn Station. Ella y Howard me esperarían en el vestíbulo del edificio. Volvía a hacer otro día de calor intenso. Yo llevaba pantalones de tela fina, tirantes azules a rayas, camisa blanca, pajarita de colores vivos, zapatillas de tenis y sombrero Panamá. Era un sombrero de buena calidad. Lo había comprado en una tienda que estaba delante del Macy’s y no me había salido precisamente barato. Constance llevaba un vestido blanco de verano con zapatos planos. Sombrero de paja con una cinta de colores vistosos y gafas de sol. Howard llevaba pantalones cortos con sandalias y camisa blanca de algodón. Llevaba gafas de sol y sombrero playero blando y se había untado la cara de crema porque el sol le quemaba la piel delicada y lechosa. Ahora Constance lo colmaba de atenciones. Unas cuantas noches antes, después de que él se fuera a la cama, ella me había dicho que no quería que el chico cogiera su misma enfermedad. ¿Qué enfermedad?, le pregunté yo, y ella me dijo: la enfermedad de Papá. Yo no pregunté más.

Bajé con el ascensor a buscar un taxi. Pero no había ninguno. Era inexplicable. Siempre había taxis. Era sábado por la mañana, debía de ser por eso. Miré el reloj. Tenía que tomar una decisión. Recorrí la manzana de vuelta y me encontré a Constance y a Howard esperando en el vestíbulo. Les dije que íbamos a tener que ir a Penn Station en metro. Constance se enfureció conmigo, pero no montó una escena delante de Howard. Era consciente de la humedad que hacía allí abajo y de que estaríamos empapados de sudor antes incluso de llegar a Penn Station.

Bajamos al metro y perdimos por poco un tren que iba al centro. Constance ya no se mostraba ni tan briosa ni tan risueña. Mi incapacidad para encontrar taxi le había desbaratado los planes. Estábamos todos sudando. Ella le iba secando la cara a Howard con un pañuelo, y aunque llevaba gafas de sol y yo no le veía los ojos, noté su cólera. El tren no venía. Los minutos pasaban. No paraba de llegar gente al andén, más y más gente, y en ese momento estábamos todos muy apretados, demasiado apiñados de hecho para poder regresar con facilidad a la calle. La gente se apretujaba como sardinas enlatadas hasta los mismos tornos de entrada, y la temperatura seguía subiendo inexorablemente.

Volví a consultar el reloj. Me preocupaba encontrar la taquilla de los billetes de Penn Station. Luego oí que se acercaba por el túnel un tren en dirección al centro. La multitud presionó hacia delante. Constance quedó pegada a mi espalda. Me agarró la camisa con las dos manos. Estaba aterrada, creía que la iban a aplastar; en cualquier espacio público donde la rodeara una multitud le entraba claustrofobia, yo lo había visto. Me agarró con fuerza mientras la muchedumbre se movía y volvía a empujarnos hacia delante en dirección al tren que se aproximaba. Se me cayó el sombrero Panamá y di un traspié.