10

Era fácil creer, tal como creía Sidney, que Iris se había caído al río por accidente, pero yo no tenía aquel consuelo a mi alcance. Hasta que Mildred regresara, yo iba a estar sola con Papá en Ravenswood. Enseguida descubrí que no lo podía dejar a solas mucho rato. Debía estar siempre lo bastante cerca de él como para oírlo. Durante gran parte del día Papá tenía la mirada perdida y la boca abierta, pero de vez en cuando despertaba y le entraba el pánico. Nunca me acostumbré a aquello. Y el viejo era incapaz de encontrar su habitación. La primera vez que le pasó lo oí gritar, subí las escaleras y lo encontré en la habitación de Iris. La había visto.

—¿Dónde estás? —gritó mientras yo subía las escaleras—. ¿Dónde te has metido?

Lo encontré en la puerta. Escudriñaba frenético toda la habitación.

—¿Papá?

—¿Dónde te habías metido?

Ahora capté la gracia de la situación. Me iba a tomar siempre por Iris y Constance desaparecería, lo poco que quedaba de ella. En la mente de Papá yo me había extinguido, pero me pareció bien, me acomodé con alivio al hecho de no tener que mantener un yo que ahora me resultaba intolerable. Una mañana, después de que Mildred regresara, lo oí preguntarle por la mujer que había estado en la casa la noche anterior. ¿Quién era? Mildred le explicó que era Constance.

—¿Quién es Constance?

—Tu hija.

Mildred no sabía que yo estaba en el pasillo, escuchando.

—Quieres decir Iris —dijo él.

—Sí, Iris.

—Pues me cuida muy bien.

Las dos sabíamos que Papá ya se aferraba a muy pocas certidumbres, y que en su mente únicamente había luz suficiente para una hija, que era Iris. Yo me lo encontraba en la habitación de Iris sin tener ni idea de cómo había llegado allí ni por qué. Y me lo llevaba con delicadeza a su cuarto.

Sidney sabía que yo odiaba a Papá y no entendía por qué me había quedado con él. Yo le había dicho que alguien tenía que hacerlo, y era verdad. Pero no era toda la verdad. La verdad era que me quería alejar de Sidney. Desde que este se había enterado de lo de Eddie, se dedicaba a mirarme como si fuera un halcón y a hacerme preguntas sin parar, a pensar en todo lo que yo decía y hacía, siempre intentando entenderme, siempre diseccionándome. Intentando averiguar qué era yo, pero incapaz de ver que yo no era nada. Al principio todo había sido mucho más fácil. Entonces me dejaba en paz. Pero ahora ya no. Yo lo necesitaba, pero no soportaba su supervisión constante. Recuerdo que un día estábamos discutiendo acerca de aquellos versos de Wordsworth sobre el intelecto asesino. Nada superaba al conocimiento, me dijo él, y yo le contesté: ja, ya lo creo que sí. Pero él no lo captó. Creía que yo estaba enzarzada en un conflicto perpetuo con él. Antaño sí que había vivido enzarzada con Papá, hasta que este había empezado a tener derrames y a debilitarse. Y eso mismo era lo que yo necesitaba que le pasara a Sidney: que se debilitara. Pero de momento él no lo iba a permitir, y yo estaba agotada, y por eso había vuelto a Ravenswood. Le dije que quería cuidar a Papá, pero Papá me importaba un pimiento, yo quería que se muriera. Y ahora pasaba demasiado tiempo a solas con él.

—Constance —me dijo un día Mildred—. ¿Quieres que vuelva a vivir en la casa?

—Sí, Mildred.

Llevaba tiempo esperando que me lo preguntara. Fue la primera expresión del vínculo que se había creado entre nosotras durante aquel periodo. Más adelante me dijo que solo al morir Iris se había dado cuenta de la persecución que yo había vivido toda la vida sin tener culpa alguna. Se quedaba corta, pensé, y además llegaba demasiado tarde, pero por lo menos había alguien que lo entendía. De manera que Mildred volvió a la casa. Apareció en la puerta con su maleta. Le di la bienvenida como si ella fuera una parienta necesitada de unas largas vacaciones. Papá le cogió la maleta. La cargó escaleras arriba. Nosotras lo seguimos. Se fue directo a la habitación de Iris. Dejó la maleta en la punta de la cama. El colchón no tenía sábanas y yo ya había sacado las pocas posesiones de ella que quedaban. Algo de ropa y cosas de maquillaje y una muñeca sin ojos llamada Amanda Jane.

—Aquí estarás cómoda —dijo él.

Yo ya le había hecho a Mildred su vieja cama de la torre.

—Esta era la habitación de mi hija —dijo él entonces, para nuestro asombro—. Durmió aquí la noche antes de morir. Durante un tiempo su presencia ha estado rondando el cuarto, pero ya se ha marchado. No te molestará.

Luego, con gravedad y con la cabeza gacha, nos dejó allí. Me senté en el colchón y me quedé mirando a Mildred. ¿Qué quería decir aquello? No quería decir nada. No era más que uno de aquellos raros momentos en que, sin razón aparente, un rayo perdido de luz atravesaba la oscuridad y le concedía un poco de claridad. Algo similar había ocurrido unos días antes. Fue una tarde a principios de primavera en que los dos nos habíamos abierto paso entre la alta hierba de delante de la casa para ir a mirar el río. A través de los árboles corría una brisa fresca. Estuvimos un rato en silencio y por fin me dijo:

—Espero morirme pronto.

—No hables así.

—Esto que tengo no es vivir. Estaría mejor muerto.

Se quedó callado. A veces me llegaba al alma, a pesar de todo. Una hora mis tarde estábamos tomando café en la galería.

—Papá, ¿te acuerdas de lo que me has dicho hace un rato?

Pero no se acordaba.

Empezó a llegar el calor y pensé que debíamos hacer reparaciones en la casa antes del invierno siguiente. Pero estaba sin blanca. Me había cogido la baja indefinida de Cooper Wilder y no me entraba nada de dinero. Sabíamos que al final la demencia mataría a Papá, pero muy bien podía tardar siete años. La casa era vieja y necesitaba reparaciones. Había que arreglar el tejado. Cuando llovía se llenaba de goteras, y a veces vaciar los cubos era una tarea diaria. Yo me encargaba de cortar el césped del lado sur de la casa, pero cuando se rompió la cortadora no lo hice más y la hierba creció alta y salvaje. Me sentaba a la mesa de la cocina y lloraba. Había hecho bien al alejarme de Sidney, pero estaba pagando un precio alto por mi libertad. Me había olvidado de lo mucho que había llegado a depender de él durante nuestro breve matrimonio. Vendí unos cuantos muebles que llevaban en la familia desde la época colonial. No saqué mucho dinero. Por entonces no había mercado para las antigüedades americanas.

Pero me seguían quedando posesiones en Nueva York. Tenía el óleo del Hudson de Jerome Brook Franklin que me había regalado Sidney para nuestra boda. Le escribí pidiéndole que lo llevara a un marchante. Al cabo de tres días me llegó una carta. Rasgué el sobre de inmediato. Dentro solo había un papel doblado con un cheque dentro. Había sido generoso. La carta no era larga. Decía que Howard me echaba de menos. Me había enterado de la muerte de su madre y le había mandado una carta de pésame, breve. Pobre Howard. Yo sabía lo que era para una criatura perder a su madre. Había visto a Iris pasar por ello. Más adelante me enteré de que la madre había muerto en el hospital, de una enfermedad renal. Sidney me contó que Howard nunca volvió a hablar de ella y que jamás derramó ni una lágrima, por lo menos en presencia de él. Aquello me impresionó. Howard sabía comportarse. Yo había visto a Iris llorar la muerte de Harriet, y menudo teatro había montado.

Más adelante pensé que Howard debería haber llorado. Debería haber dado rienda suelta a su dolor. Confié con toda mi alma que no se estuviera contagiando de mi enfermedad.

A veces pensaba en Iris, pero no a menudo, porque había absorbido en mi interior lo que quedaba de ella. Ahora tocaba atender a los vivos. Dejar en paz a los muertos y atender a los vivos. Guardé la carta de Sidney y regresé a la cocina, donde me puse a cuatro patas. Estaba limpiando el horno. Hacía años que nadie lo limpiaba. Aquello era como una carbonera. Era una tarea que requería quita grasas, varios cubos de agua caliente, cepillos para frotar y lo que Harriet solía denominar remangarse y sudar la gota gorda.

Al cabo de unos días Mildred subió para despertar a Papá de su siesta y se lo encontró sentado en la bañera. Era una bañera vieja y profunda, con grifos de latón deslustrados y patas de león. Si había suficiente agua caliente en el tanque, permitía una inmersión larga y maravillosa. Mildred salió al rellano de la escalera y me llamó a gritos. Cuando llegué arriba, le estaba desinfectando la muñeca al viejo. Sentado en unos cuantos dedos de agua tibia, tenía volutas y nubecillas de sangre flotando alrededor. La cuchilla ensangrentada estaba dentro de un cubo debajo del lavabo. Había sido un intento torpe y él ni siquiera sabía qué había sucedido exactamente. Pero se empezó a poner nervioso mientras Mildred lo atendía con brusca eficiencia. Le hablaba en voz baja, reconfortándolo. No hubo recriminaciones. Papá estaba flaco, tenía la piel flácida, barba blanca y aunque debía de haber vendado mil cortes en su vida, ahora le ponía nervioso lo que estaba haciendo Mildred. También tenía una erección.

—¿Habría que llamar a Hugo Friedrich? —pregunté.

Ella, arrodillada junto a la bañera, se detuvo un momento.

—Yo creo que no. ¿Y tú?

—También creo que no.

No le hicieron falta puntos. Lo sacamos de la bañera, le pusimos el pijama y lo metimos en la cama. Le ofrecimos una taza de té y no la quiso. Al cabo de unos segundos ya estaba dormido.

—Cuando se despierte le va a doler —dije.

—Pero no sabrá por qué.

Nos llevamos la cuchilla abajo y le vaciamos el botiquín del cuarto de baño. Teníamos un nuevo motivo de preocupación. Nos sentamos en la cocina con la puerta de atrás abierta,

—Mildred —le dije—. El día en que Papá encontró a Walter y a Harriet en el cobertizo de los botes…

Aunque quería dejar en paz a los muertos no me resultaba fácil. Aquel mismo día había estado en Tillman’s Landing. A menudo iba allí a poner flores en las vías. Seguía de duelo por mi padre. Sin embargo, ya no sentía su pérdida de forma tan aguda como antes. Siempre había sido una figura fantasmagórica en mi mente, pero ahora era más insustancial que nunca. Lo estaba perdiendo,

—¿Sí?

—¿Cómo sabía Papá que estaban allí?

Mildred me cogió la mano. Me miró con compasión, con algo más que compasión, con dolor. Con remordimientos. Me dijo que ella los había visto desde la torre. Se quedó callada. Me siguió mirando. Recordé la larga conversación que habíamos tenido en la camioneta el invierno anterior. ¿Acaso me estaba diciendo ahora que Papá no los había visto entrar en el cobertizo pero ella sí? ¿Y que ella los había traicionado diciéndole a Papá dónde estaban?

—¿Eso hiciste? —le pregunté.

Mildred se tapó la boca con la mano. Asintió con la cabeza. Nos quedamos sentadas en silencio mientras yo asimilaba la noticia. En un momento dado recuerdo que me giré hacia ella y articulé en silencio las palabras: «¿Por qué?». Ella negó con la cabeza. No insistí. Ya entendía por qué. La situación se le había hecho insoportable y había querido dinamitarla.

—¿Nos tomamos una copita? —le dije por fin,

—Creo que nos la merecemos —dijo Mildred—. Dos dedos.

Más tarde comprendí que no era a Walter a quien quería destruir, sino el frágil matrimonio de Papá. Pero fracasó. No pudo volver a vivir en la casa hasta que Harriet murió. Entonces me contó más cosas sobre el trato que habían hecho Harriet y Papá. Él me había criado como si yo fuera hija suya pero a condición de que nunca volviera a mencionarse el nombre de Walter en Ravenswood.

—¿Y alguna vez se menciono? —le pregunté.

—Hasta que tú lo descubriste, no.

De manera que aquel era el secreto de la familia, que yo jamás debería haber averiguado. Y nunca lo habría averiguado si Papá no hubiera empezado a tener pequeños derrames y a olvidar las reglas. En cierta forma, sin embargo, yo lo había sabido siempre. Había sabido que existía un secreto y aquel conocimiento me había hecho enfermar. Me había perseguido toda mi vida. Pero ahora la cripta estaba abierta y yo sabía la verdad. ¿Acaso esta me había hecho libre? ¿Me había liberado? Ja. Y un cuerno.

Un día, poco después, yo estaba barriendo el vestíbulo. Habíamos dejado abierta de par en parla puerta de la casa. Oí un coche que subía por el camino y salí al porche. Era el coche fúnebre de Sidney. Su Jaguar negro. Me quedé apoyada en la escoba mientras él aparcaba junto al cobertizo. Lo vi estirar el brazo y abrir la portezuela del pasajero. Howard salió a la grava. Llevaba en los brazos extendidos un objeto plano y cuadrado embalado con periódicos y atado con cordeles. Despacio, y con cuidado, caminó hasta la casa y subió los escalones del porche.

—Constance, es un regalo que te hago.

El sol había salido de detrás de una nube y el resplandor que se reflejaba en el parabrisas no me dejó verle la cara a Sidney. Por supuesto, yo sabía que el regalo era de él. Le pregunté a Howard si era para mí de verdad, él me dijo que sí y yo le di las gracias. Luego le eché un vistazo al paquete. Me lo acerqué al oído y lo agité, con el ceño fruncido. Me encantaba tomarle el pelo a aquel niño. Su impaciencia era fácil de percibir. ¡Ábrelo ya!

De manera que lo abrí. Era mi pintura, la de Jerome Brook Franklin, la del amanecer sobre el Hudson. Me puse de rodillas y le di un abrazo al niño. Era un detalle por parte de Sidney. Creo que él quería hacerme creer que era más que eso. Howard regresó al coche. A continuación Sidney salió del coche y nos quedamos mirándonos. Él no se acercó a mí y yo tampoco salí del porche, pero supongo que fue un encuentro importante. Howard estaba simplemente feliz de haberme visto. Con eso ya bastaba. Eso era lo principal. Pero no lo único. Sidney empezaba a entrar en razón. Se estaba debilitando. Aquello me dio ánimos. Cada vez que miraba el cuadro de Jerome Brook Franklin lo volvía a sentir. No una sensación de triunfo, todavía no me sentía triunfal. Pero sí animada.

Al viejo se le estaba curando la muñeca, pero ahora nunca dejábamos de vigilarlo. Guardábamos las herramientas y los cuchillos bajo llave. Las conversaciones sobre la muerte se volvieron más frecuentes. Me acuerdo de una vez en que Iris y yo le preguntamos a Papá si había dormido bien y él nos hizo reír al contestarnos que no, porque se había despertado. Ahora aquella broma ya no tenía gracia. A veces la ansiedad lo invadía incluso después de pasar un momento a solas. A él debía de parecerle la noche más oscura. Era como un niño. Vivía en el momento presente y experimentaba el horror sin el efecto paliativo de la razón o la experiencia. Quizá habría soportado su estado si no se diera cuenta de lo que le pasaba, y al no poder meditar sobre ello, nunca habría deseado su fin.

Pero deseaba el fin con todas sus fuerzas. Un día se dio cuenta de que, si él no podía hacerlo, lo tendría que hacer yo.

—Iris, ¿por qué no me matas?

No recuerdo qué le contesté. Sí recuerdo haber reparado en que allí había una simetría irónicamente atroz: que el hombre que había matado a mi padre ahora me estaba pidiendo que yo lo matara. Le pregunté a Mildred si también se lo había pedido a ella.

—Me ha preguntado para qué pensaba yo que lo estaba salvando. Yo no he sabido qué contestarle. ¿Qué le tendría que haber dicho?

Le respondí que no sabía qué le podría haber dicho que no fuera una perogrullada o una mentira.

—¿Se lo comento al doctor Friedrich? —dijo Mildred.

—No nos ayudará.

—No.

Llegamos a temer los momentos de lucidez porque ahora lo único que le interesaba era aquel tema: su incapacidad para morirse. Decidimos simplemente negarnos a hablarlo con él. Aquello lo enfurecía todavía más.

—¿Os creéis que no lo he hecho nunca? ¡He matado a pacientes!

Sus diatribas podían durar minutos enteros. Yo me veía obligada a salir de la habitación.

—¡Iris, vuelve aquí! ¡Escucha lo que te estoy diciendo!

Me quedaba en el pasillo y contaba hasta sesenta.

—¿Qué estás gritando? —le decía cuando volvía a entrar en la habitación.

—¿Qué?

Pero ya se había olvidado. La oscuridad había descendido hasta la vez siguiente. Le dije a Mildred que no lo podría aguantar mucho más tiempo.

—Tienes que aguantarlo, no te queda más remedio. Ni a mí —dijo Mildred.

Era verano, pero el placer que normalmente me habría producido ver los árboles cargados de hojas, las flores silvestres por todas partes, las mariposas y los pájaros, las veladas largas y cálidas y el sol poniéndose por detrás de las montañas mientras el río enrojecía a última hora del día, todo aquello se perdía en las sombras de la furia y la desesperación del viejo, y eso cuando no estaba sumido en las tinieblas de la inopia. Yo ya no lo odiaba. Seguía siendo Papá, sí, pero ya no era el Papá que tanto daño había hecho. Ya era incapaz de hacerme más. Pero aquello era como vivir con la muerte, porque de Papá no venía ninguna manifestación de la vida. Yo estaba en la parte de atrás de la casa, tendiendo sábanas con pinzas en la cuerda, cuando lo oí gritar.

—¡Iris! ¿Dónde estás?

Entré a ver qué quería.

—¿Dónde has estado? ¡No sabía dónde estabas!

Me senté con él, pensando en la cesta de sábanas mojadas que había que tender antes de que anocheciera.

—¿Estás libre? —me dijo una noche.

Nosotras ya estábamos acostumbradas a los caprichos de su mente deshecha. Sus declaraciones o preguntas repentinas podían estar cargadas de sentido o bien no tener sentido alguno. Y no era la primera vez que me preguntaba aquello.

—Sí, Papá, estoy libre —le dije—. ¿Y tú?

—No seas gilipollas.

Él veía la casa como una prisión y a nosotras dos como sus carceleras. Pero ya no se ponía furioso. Parecía que se había resignado a la situación.

A medida que pasaban los días, sin embargo, tuvo lugar un cambio en la casa. La insistencia del viejo en que tenía que morirse había suscitado en cada una de nosotras, por separado, una pregunta. No nos resultaba fácil hablar del tema. Habíamos infravalorado su determinación de poner fin a su vida. Pero entonces empezamos a albergar dudas, primero cada una por su lado, hasta que la cuestión por fin salió a la luz una noche. Fui yo quien la saqué a colación. Esperaba que Mildred rechazara la idea de plano. Unicamente la articulé porque cuando estábamos solas habíamos adoptado la costumbre de decirnos todo lo que pensábamos. Yo quería que Mildred me dijera que mi idea era abominable. Pero no me lo dijo.

—Ya lo sé —dijo ella—. Pero ¿cómo?

Nos pasamos un buen rato sentadas en silencio. El paso siguiente de aquella conversación tendría que esperar a otra noche. Lo importante era que se hubiera articulado una posibilidad. Y la dejamos correr, no porque nos escandalizara ni nos aterrara, sino porque teníamos que meditarla.

Nos paseábamos por la casa pensando en la muerte. Yo no sabía si el viejo entendía lo que estaba pasando. Si antes había sido un recluso, prisionero en su propia casa, ahora pesaba sobre él una sentencia de muerte. Yo la podía notar en todas las habitaciones de la casa. Donde más la notaba era en el cuarto de Iris, que era donde yo dormía ahora. Se acumulaba en los rincones y flotaba como una niebla bajo el techo. El aire iba cargado de ella. A veces resultaba asfixiante. Casi no dejaba respirar. Y afectaba a Papá, Lo hacía estar más callado y también lo infantilizaba más: al viejo se le estaba apagando por fin el fuego. Había veces en que nos parecía que se estaba preparando de forma consciente, pero era una ilusión. Ya nada ocurría de forma consciente. Estaba vacío de pensamientos, aunque Mildred todavía no lo creía.

—Él sabe lo que va a pasar. Ya está en paz.

—¿Y cómo lo sabe?

—¿Es que no lo notas?

A veces yo sí que lo notaba. Otras veces no veía más que a un viejo demente que arrastraba los pies por la casa en pijama y con el pene colgando como un pedazo de carne de un viejo elefante. Su cabeza estaba completamente vacía de pensamientos hasta que se daba cuenta de que estaba solo. Entonces le entraba el pánico. A veces me parecía que nuestra decisión era prematura, pero Mildred no titubeó jamás. Y como si quisiera confirmar que ella estaba en lo cierto y yo equivocada, Papá volvió a hacer la misma pregunta que tantas veces había hecho: «¿Cuándo me vais a dejar morir?».

Decidimos que lo haríamos una madrugada a finales de mes. No había luna. Durante el día había llovido mucho. No sé por qué elegimos aquella noche, tal vez por lo oscura que era. Pero las dos nos dimos cuenta de que era el momento. Así de bien nos entendíamos ya. Nos habíamos convertido en las hermanas de la caridad. Le dimos un whisky aguado con una pastilla machacada dentro. Nos pasamos una hora sentadas en la cocina y también bebimos whisky, aunque mucho menos aguado. Todo era extrañamente solemne.

Las dos mujeres subieron la escalera de atrás. El mundo estaba muy quieto. Cuando llegaron a su dormitorio, Mildred abrió la puerta y dejó entrar primero a Constance. La almohada la llevaba ella. Las cortinas estaban corridas; la habitación llena de sombras. La única luz procedía de la bombilla del final del pasillo. La respiración del viejo era lenta y pesada. Salpicada de ronquidos. Mildred se quedó junto a la puerta mientras Constance se acercaba a la cama. El viejo estaba dormido boca arriba. En la barba le relucían babas. Tenía la boca abierta y los labios húmedos.

Ella dejó la almohada sobre la cama. Luego se subió a la cama. Se puso a horcajadas sobre el viejo con cuidado, colocándole una rodilla a cada lado del pecho. Se giró hacia Mildred, que estaba en las sombras de al lado de la puerta. Mildred asintió con la cabeza. Constance levantó la almohada

Y entonces él abrió los ojos.

Y no pude hacerlo.

Al día siguiente tuve que ir a Rhinecliff. Al volver, estaba aparcando la camioneta junto al cobertizo cuando Mildred bajó corriendo los escalones del porche y cruzó el camino de entrada.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?

—¡Que no lo encuentro!

Registramos la casa entera. No había nadie en ninguna habitación. Lo vimos cuando subimos a la torre. Desde la ventana de arriba distinguimos una figura alta y moteada, con pantalones de pijama, que caminaba entre los árboles, a lo lejos. Se dirigía al río. Bajamos corriendo las escaleras y salimos por la puerta de atrás.

Mientras corríamos colina abajo, oímos que se acercaba el tren de Albany. Ya veíamos con claridad a Papá, chapoteando por entre las juncias, con los pantalones del pijama empapados e impulsándose con los brazos y las piernas. Tenía la cabeza canosa levantada hacia el cielo y estaba gritando. Avanzaba tambaleándose, resbalando, cayendo hacia delante y recuperando el equilibrio, avanzando inexorablemente hacia el terraplén de poca altura que ascendía hasta las vías. Ahora lo iluminaba un sol radiante, y detrás de él el río resplandecía como un lecho movedizo de joyas mientras se acercaba la locomotora. El viejo no aminoró la marcha ni titubeó. Solo quería llegar a la vía del tren.

Y entonces apareció el tren. Reverberaba por efecto del calor. Nosotras todavía estábamos cruzando las juncias cuando él trepó por el terraplén del otro lado. Lo vimos echar un vistazo por encima del hombro. Lo estábamos llamando a gritos y él nos tuvo que oír, a pesar del ruido que hacía el tren, pero nuestras voces únicamente parecieron acelerar su avance hacia las vías. Vimos que en los siguientes segundos la locomotora y él iban a llegar al mismo sitio. Ni vaciló ni flaqueó. Ni se enteró de lo que le golpeó.