9

Constance había estado a punto de destruir nuestro matrimonio en nombre de aquella aventura, pero nunca más volvió a hablar del tema. Le hacía demasiado daño a su autoestima, a la poca que le quedaba. Por supuesto, ella no sabía nada del amor. Sabía algo del dolor, eso sí, y estaba a punto de averiguar mucho más. Había pasado una semana desde aquella última conversación tan difícil y había ratos en que yo estaba convencido de que todo se lo había inventado ella, y de que en vez de castigarme teniendo una aventura lo que estaba haciendo era castigarme haciéndome creer que había tenido una aventura. Y haciéndolo de tal forma que yo sospechara que no era cierto pero no pudiera estar seguro. Me encontraba en el infierno de la sospecha sexual. Y no era la primera vez.

La vi hablar en voz baja con Howard, los dos sentados a la mesa de la cocina. Él había empezado a enseñarle a jugar al ajedrez. No parecían ser conscientes de la figura oscuramente perturbadora que se paseaba por el apartamento con el ceño fruncido, intentando sin éxito sembrar la oscuridad y la amenaza: yo no era precisamente Heatcliff. Se me ocurrió que en aquel momento de incertidumbre radical yo era libre de creer lo que me viniera en gana, y durante unos minutos acaricié esta idea. Pero aquello solo podía llevar a la locura. Por fin decidí intentar aceptar la incertidumbre, sí, pero únicamente hasta que se revelara la verdad. No me inquietó porque yo sabía que el mundo estaba construido con materiales más fuertes, quiero decir más fuertes que esa cosa endeble que intentan vender los relativistas, un hatajo de pringados con menos reputación todavía que los deterministas. No, había una serie de ideas en las que yo podía confiar del todo.

Pues dime tres.

El libre albedrío. La muerte.

La llamada llegó sobre las cinco de la tarde. Oí el teléfono cuando estaba saliendo del estudio. Cuando empezó a sonar el aparato yo no podía saber que estaba a punto de producirse una fisura en el tiempo que duraría para siempre: lo que había pasado antes y lo que vendría después. Era Mildred. Me preguntó si estaba solo. Pensé: es el viejo. Es Morgan. Escuché en silencio. Le dije que subiríamos a su casa con el coche al día siguiente. Colgué. Encontré a Constance y a Howard sentados a la mesa de la cocina, los dos mirando fijamente el tablero de ajedrez mientras Howard se comía la reina de Constance con un peón.

—Jaque.

—Howard.

—¿Tiene que ser ahora? —dijo Constance.

—Sí.

Me llevé a Howard al pasillo y cerré la puerta de la cocina. Me estaba costando no romper a llorar. Le repetí en voz baja lo que me acababa de contar Mildred. Él abrió mucho los ojos. Esto iba a ser muy difícil para Constance, le dije, y le pregunté si lo entendía. Asintió con la cabeza. Le pedí que por favor fuera a la cocina y le pidiera a ella que viniera a mi estudio.

Cuando Constante entró, le pedí que se sentara. Ella tenía el ceño fruncido. Entonces le di la mala noticia. Se puso de pie de golpe y se tapó la boca con las manos. Se me quedó mirando unos segundos. Luego se empezó a pasar los dedos por el pelo. Se dio la vuelta y fue hasta la ventana. Regresó.

—¿Se ha ahogado? —me preguntó en voz baja.

No tiene la capacidad necesaria para asimilar esto, pensé yo.

—Oh, no. Dios bendito.

Esperé a que el dolor le saliera a la superficie. Se estaba retrasando mucho.

—¿Se ha ahogado? —volvió a preguntarme en voz baja—. ¿Dónde?

Se desplomó en el diván.

—¿Quién ha llamado? ¿Mildred?

Me senté a mi mesa y la miré. Se encontraba en estado de shock. Había aprendido a identificar los síntomas. Los había visto después de que Morgan le contara que no era su padre.

—¿Cómo ha pasado?

—No ha sido un accidente —le dije.

—¿Qué estás diciendo?

Se me quedó mirando con las lágrimas manando a raudales. No se le había ocurrido que ella fuera la responsable.

—Le he dicho a Mildred que subiríamos mañana.

—Sí. Hoy ya es tarde.

Estupefacta, incapaz de concentrarse, aturdida, Constance salió del estudio. Yo no sabía cuánto tiempo tardaría en asimilar la noticia.

Por la mañana llovía. Salimos sobre las diez. Se había tomado una pastilla al irse a la cama y en ese momento seguía medio dormida. Llamé a Mildred y le dije que íbamos los dos. Ella me dijo que todavía no se lo había contado al doctor y me preguntó si podía esperar a que llegáramos nosotros. Le contesté que sería lo mejor. Le dije que ya me encargaría yo de los trámites. Constance me oyó y dijo que había veces en que iba bien contar con un adulto.

Tardamos bastante en salir de la ciudad por culpa de la lluvia. La cosa mejoró a la altura de las Taconic. Ella empezó a despertarse.

—¿Qué quisiste decir con que no había sido un accidente? —me dijo.

—¿Es que no sabes lo infeliz que era?

—¿Y qué mujer no lo es? Pero no nos dedicamos a ahogarnos.

Le eché un vistazo. Estaba mirando al frente. Todavía no quería tener aquella conversación. Decidí no decir nada más. Pisé el acelerador y el enorme Jaguar dejó atrás el tráfico y pronto tuvimos la carretera para nosotros solos.

La casa a la que llegamos era un lugar extraño e incómodo. Había dejado de llover y el cielo estaba despejado. Mildred oyó el coche y salió al porche. En sus facciones, en sus labios fuertemente cerrados y su mirada firme, distinguí la tristeza como si fuera un fantasma debajo de la piel. Mildred nunca abrazaba a nadie, aunque Iris acostumbraba a rodearla con los brazos, lo cual la ponía bastante incómoda. En ese momento, sin embargo, nos dimos abrazos formales, con ese cuerpo a cuerpo de los parientes lejanos que se reúnen después de muchos años.

—Todavía no se lo he contado a él —me dijo.

—Yo se lo diré ahora —le contesté.

—Mejor más tarde. Esta mañana no estaba bien.

Yo sabía qué quería decir con aquello. Que tenía demencia.

—¿Dónde está ella? —dijo Constance.

—En Poughkeepsie, en la morgue.

—Sidney, quiero verla.

Mildred dijo que tenía el número al que debíamos llamar.

Entramos en casa. Un vuelco en el corazón: colgada de un gancho junto a la puerta, la chaqueta vaquera de Iris. Con un paquete sin abrir de cigarrillos en el bolsillo de la pechera. Me los voy a quedar, dijo Constance. ¿Dónde estaba su abrigo de piel? Se habría metido en el agua con él puesto, pensé yo. La habría ayudado a hundirse; con un abrigo así no había vuelta atrás. Dejé nuestras maletas al pie de las escaleras y cogimos el pasillo que llevaba a la cocina. Constance se sentó a la mesa y encendió uno de los cigarrillos de Iris. Mildred le aceptó otro. Se quedaron mirándose la una a la otra, de un extremo a otro de la mesa. No hacía falta ninguna expresión trillada de pésame mutuo. Constance le cogió las manos a Mildred y sí, incluso a los ojos de la mujer afloraron las lágrimas. Las dos se quedaron sentadas, llorando en silencio, mientras se elevaba el humo de los cigarrillos. Entré en la sala de estar para usar el teléfono de allí. El viejo seguía durmiendo en el piso de arriba.

Salí por la puerta de atrás, me alejé caminando por entre los pinos y crucé las vías para llegar al río. Me imaginé a Iris plantada en la punta del embarcadero, con su abrigo de piel, a oscuras, con una botella en la mano, tambaleante, bamboleándose, gritando, llorando y por fin cayendo hacía delante a las aguas heladas; con el grueso abrigo puesto se vería perdida al instante y el río se la llevaría a la laguna encantada que tan bien conocían de su infancia.

El embarcadero estaba en su mayor parte derruido. Una sección de los tablones se había desplomado y los pilones sobresalían del agua en ángulos desviados. De manera que la zambullida debía de haberla cogido por sorpresa y no habría podido liberarse de la corriente. El agua se la habría llevado lejos bastante deprisa, de modo que, yo me había equivocado: ella no se había entregado al río, a menos, por supuesto que hubiera sido ella quien había destruido el embarcadero, para hacer que pareciera…

No. No.

Pero si era verdad que ella lo había organizado todo para que pareciera un accidente, habría sido típico de ella el mostrarse tan considerada. Yo me quedé un rato junto al río, intentando resolver aquel enigma. Lo que me inquietaba era lo siguiente. El hombre al que ella amaba la abandonaba. A continuación iniciaba una aventura con su hermana. Ella descubría la aventura. Se lo echaba en cara a su hermana. Y poco después se ahogaba en el río. ¿Cuál era la deducción obvia? Pero tal vez no hubiera sido así. Yo no podía creerlo. Iris era una mujer fuerte. Amaba la vida. Tenía mucho para dar. Quería ser médico.

Más tarde Mildred nos contó que habían salido en barca a buscarla.

—¿Y dónde la encontraron?

—En Hard Luck Charlie’s.

Fuimos en coche a Poughkeepsie. La morgue estaba en la calle principal. Allí nos recibió el doctor Friedrich. Nada nos podría haber preparado para aquello. Nos llevaron en un ascensor metálico hasta una sala grande y fría sin ventanas que tenía lámparas fluorescentes y una pared de cajones enormes de acero. Olía mal. Constance se llevó de inmediato un pañuelo a la nariz, Había una mesa de acero con cuadradillos de desagüe muy cerca de un fregadero industrial. Iris estaba desnuda sobre una camilla metálica. No estaba inflada ni descolorida, no había pasado el bastante tiempo en el agua. Estaba pálida. Salvo por la palidez tenía toda la pinta de estar dormida.

Nos marchamos afligidos y en estado de shock. Yo no sabía si Constance todavía me consideraba su marido, ni siquiera si su infelicidad era responsabilidad mía. Mientras volvíamos al coche la rodeé con el brazo. Ella se lo sacudió de encima. Más tarde, en casa, se sentó en la cocina con un café y los cigarrillos de Iris. Morgan apareció y se mostró sorprendido de verla allí. Le preguntó a qué había venido. Constance me hizo venir desde la sala de estar y luego salió por la puerta de atrás para que yo pudiera hacer lo que había prometido hacer.

Se quedó de pie allí fuera, mirando a través de la oscuridad, en dirección al cobertizo de los botes y el embarcadero. El tiempo avanzaba con una lentitud atroz. ¿Qué estaba pasando? Por fin oyó algo que sonó al grito repentino de dolor de un animal, Pero no era ningún animal, no era más que un viejo al que le acababan de decir que su hija había muerto. Había sido el deber más doloroso que yo había tenido que cumplir jamás.

Por la mañana volví a la ciudad. Tenía que volver por Howard. Le pregunté a Constance si venía conmigo, pero ella quería estar cerca de Iris, para estar unida a ella de alguna manera que ni siquiera intenté entender. Su hermana ya no estaba, me contó, pero la casa y los terrenos seguían embebidos de su presencia, de manera que quería respirar aquel aire mientras todavía transportara la más pequeña esencia de ella. Estaba convencida de que Iris la quería allí. Creo que también creía que Iris no se había caído accidentalmente en el río. En cuanto al viejo, resultaba difícil estar con él porque estaba destrozado. No podía pasar más de un minuto solo o le entraba el pánico. Antes de irme, hablé con Mildred en la sala de estar, donde él no pudiera oírnos.

—Si no come se va a morir —me dijo ella.

—Mildred —le dije yo—. Comerá. Dale tiempo. Ha sufrido un shock. Ahora mismo no es fuerte.

Ella asintió con la cabeza. Quería que la tranquilizaran.

—¿Crees que Iris lo hizo a propósito?

—No —respondí—. No lo creo.

Más tarde me enteré de que aquella noche Constance había ido al embarcadero roto y le había pedido perdón a Iris. Hacía una noche despejada y el río estaba en silencio. Ella escrutó las aguas y no oyó nada más que un tren lejano. Aparte de eso reinaba el silencio. No sé qué otra cosa se esperaba ella. Allí fuera no había nada. Iris no estaba allí. Sus disculpas no servían absolutamente para nada.

La enterramos en el cementerio de Rhinecliff, al lado de su madre. Hacía un día frío y despejado. Mildred hizo que el doctor se pusiera su traje oscuro. Él se dejó llevar hasta la limusina fúnebre y unos minutos más tarde hasta la iglesia, donde se había presentado mucha más gente de la que esperábamos. Iris había sido importante para mucha gente, tanto allí como en la ciudad. Llevé a Howard al funeral. Al ver a Constance, al chico le entró la timidez. No era capaz de mirarla. Mildred y Constance permanecieron cerca del doctor y después del servicio lo ayudaron a llegar hasta la tumba, cogiéndolo cada una de un brazo. Él apenas reaccionó cuando los asistentes al funeral le dieron el pésame. Es una farsa de la naturaleza el que un padre tenga que enterrar a su hija. Constance me dijo que a ella no le habían dado la oportunidad de enterrar a su padre, que ni siquiera sabía qué había pasado con sus cenizas, Mildred dijo que seguramente habían acabado en el río.

Después del funeral estábamos sentados en la cocina, agotados por los acontecimientos del día. El viejo dormía en su habitación. Constance me pidió que saliera un momento con ella. Me tenía que decir una cosa. Había decidido quedarse allí y cuidar de él. Alguien tenía que hacerlo. No se podía esperar que Mildred lo hiciera todo. Le pregunté si creía que debía enmendarse, si tenía que expiar sus pecados. Aquello la puso furiosa. No, me dijo, no tenía que expiar nada. Entonces ¿por qué lo haces? Porque alguien tiene que hacerlo, me dijo entre dientes, y yo lo dejé correr. Creo que pensaba que había sido ella quien había empujado a Iris al suicidio. Yo no estaba tan seguro. Sin embargo, fuera cual fuera la verdad de lo sucedido, lo que estaba claro era que ella tenía bastantes cosas de las que sentirse culpable, y yo no sentía obligación ninguna de aligerar su carga.

También sabía que el que más iba a sufrir por culpa de aquella decisión era Howard. El pobre la echaría de menos. No era un chico fácil de querer, pero Constance lo quería, y los sentimientos que Constance me despertaba en aquel momento estaban fuertemente ligados con la relación que ella tenía con mi hijo. De hecho, ella tenía una relación más íntima con el chico que yo, y también lo entendía mejor que yo. Ahora quería retirarse a aquel ruinoso caserón junto al río para cuidar al viejo, a quien odiaba, y Howard iba a perder a la única madre de verdad que tenía. Yo lo sentía mucho por el niño, pero no sabía qué hacer por él. Más tarde intenté hablarle del tema, pero sin éxito. Igual que Constance, tenía un mundo interior privado e inescrutable. Yo solo confiaba en que no oyera voces.

Después de que partiéramos hacia la ciudad, Mildred se marchó de Ravenswood. Había decidido irse a vivir una temporada con una de sus hermanas, en Rhinecliff. Ahora que Constance estaba en casa, sentía que no tenía necesidad de quedarse allí todo el tiempo. Sentía que era lo más discreto por su parte. Aquella noche Constance le hizo la cena al viejo. Él había bajado después de la siesta y estaba en su sillón de la sala de estar. Ella lo oyó llamar, con voz frágil y lastimera, pero no era a ella a quien llamaba.

—Iris —decía—. Iris, ¿estás ahí?

Aquello le rompía a uno el corazón.

—Sí, Papá —dijo Constance—. Aquí estoy.