Yo estaba en el apartamento de Iris en Chinatown. The Bowery resultaba más deprimente cada vez que la iba a visitar. Allí sentía miedo, una sensación de violencia inminente. La calle estaba llena de voces furiosas. De gestos amenazadores. Allí abajo una mujer sola no estaba a salvo. Le dije a Sidney que Iris tenía que mudarse al Uptown, o por lo menos al Village. Era mejor estar entre bohemios que entre psicópatas. Un día tuve que pasar por encima de un vagabundo asqueroso que estaba dormido en el vestíbulo de su piso, y había tan poca luz que estuve a punto de pisarle la cabeza. Intenté darle dinero a Iris pero ella no lo aceptó. Era demasiado orgullosa. Demasiado testaruda. Una tonta, pensé. Necesitaba a un hombre en su vida, pero me contó que desde que había terminado con Eddie no había tenido más que unos cuantos rollos de una sola noche. Ya no confiaba en mí. Yo sospechaba que ella sabía que yo había tenido algo que ver con su ruptura.
Eran las cinco de la tarde y yo había bajado con el metro después del trabajo. Cuando subí las escaleras, ella tenía la puerta abierta y todavía estaba en albornoz. Tenía el pelo recogido en un moño desaliñado y llevaba puestas sus gafas de montura negra. Había ganado peso. Se la veía mayor. Había perdido aquella frescura optimista y adolescente. Debí de decirle algo porque ella se puso a contarme su nuevo plan. Iba a invertir los ahorros que le quedaban en un curso de seis semanas para camareras. Basándose en alguna operación de su lógica grotesca, ella pensaba que si trabajaba rodeada de alcohol bebería menos. Le dije que estaba loca. Me respondió que tal vez yo tuviera razón. Luego me preguntó cómo me iba con Sidney. No le conté que este estaba a punto de echarme a la calle por lo que yo había hecho con Eddie Castrol. Lo que le dije fue que estaba preocupado por su libro. Que no conseguía terminarlo. Ella me escuchó cabizbaja. Nunca la había visto tan abatida y me inquieté. Iris no era dada a guardarse sus sentimientos. Entonces me contó un rumor que había oído.
—Van a cerrar el Dunmore.
—Pues Eddie se quedará sin trabajo.
Pensé: Di el nombre del tipo o ella sospechará.
—¿No te importa? —me dijo en voz baja—. Te he visto allí, ¿sabes?
Le pregunté de qué estaba hablando. Más de una vez, me dijo. Me llevé las manos a la cabeza. Ella llevaba semanas yendo al hotel solo para ver a Eddie cruzar el vestíbulo. Hablaba a menudo con él, le gustaba hacerle saber que estaba allí. Me había visto subir a la habitación con él y luego salir por el vestíbulo.
—¿Tienes un cigarrillo?
Ella tiró un paquete sobre la mesa. Le pregunté si habían hablado de mí y ella me dijo: ya lo creo. Eddie no me había contado nada de todo aquello. Iris caminó hasta la ventana y estuvo contemplando la calle un rato.
—¿Cómo me has podido hacer algo así?
—Ya lo sé.
—¡No tenías derecho a hacerlo! Y menos sin preguntar.
—Ya lo sé.
Yo le oía el resentimiento, pero todavía no le había salido la rabia. A continuación se sentó y rompió a llorar. Giró la cabeza a un lado y trató de contener el llanto. El pelo se le estaba soltando y le caía sobre la cara. Yo tenía la frente apoyada en la palma de la mano y estaba fumando. Tenía ganas de que se pusiera a gritarme de una vez para acabar con aquello, era como la tortura china de la gota de agua, plip plip plip. Le podría haber mencionado lo que ella me había hecho a mí, el hecho de que se había pasado años sabiendo quién era mi padre y no me lo había dicho. Pero nada de eso parecía importar ya.
—De esta no salgo viva —me dijo.
Se quedó mirando el suelo y negando con la cabeza.
¡Oh, basta ya!
—¡Vale, lo siento!
—¡No te enfades conmigo, Constance, eres tú quien la ha cagado!
Me puse de pie. Abrí los brazos. Ella volvió a apartar la cara. Le dije que si le servía de consuelo, Eddie también me había despedido a mí. Lo nuestro se había acabado. Sidney se había enterado. Hubo un largo silencio. Luego ella habló.
—A mí me hizo lo mismo.
La atmósfera cambió y vi de inmediato lo que estaba pasando: Iris me estaba diciendo que Eddie también la había usado a ella. Que la había usado y luego la había despedido. Quería que él pagara los platos rotos. No podía perdernos a los dos. Sería demasiado para ella. De manera que quería evaluar mi comportamiento a la luz de su nueva percepción del carácter de Eddie. Lo sucedido no era más que otra villanía del negro corazón de aquel hombre. En aquel momento yo me habría mostrado de acuerdo con lo que fuera.
—Supongo que sí.
—No tenías ninguna posibilidad —me dijo.
—Ni tú tampoco.
—Ahora sí la tengo —me dijo. *
—¿Qué?
—Constance —gimió ella—. ¡Yo no quería decirte que lo sabía! Me parecía que ya tenías bastantes problemas. Como él se había deshecho de mí, ¿por qué no podías quedártelo tú? De verdad que intenté que no me molestara. Pero es que me tendrías que haber preguntado…
Estábamos apuntalando la historia, o por lo menos Iris; se estaba aferrando a la primera narración que le pasaba por la cabeza y que le permitía interpretar todo aquel desastre. Era un impulso valiente, desesperado y generoso, y yo no hice intento alguno de contradecir lo que sabía que era una visión sesgada de los acontecimientos. Iris me quería salvar y yo quería ser salvada, por lo menos de su aflicción, de manera que Eddie cargó con el muerto. A pesar de lo que ella todavía sentía por él, y a pesar de estar convencida de que su amor obedecía a una especie de imperativo de crecer como un árbol que le señalaba el destino, la bondad esencial de su naturaleza le dictaba que no se dejara llevar por el pánico y que no le entrara la histeria de que su hermana, su propia hermana, le hubiera echado por tierra sus tan precarios planes, sino que debía mostrar compasión hacia su hermana y buscar una causa común con ella, con la mujer a la que había visto salir más de una vez de la habitación —¡de la cama!— del hombre al que ella amaba.
De manera que tendríamos que conformarnos con aquello. Ya estábamos reconstruyendo antes de acabar de demolerlo todo. Ahora nuestra posición era que él nos había tomado el pelo a las dos, a una detrás de la otra: meras conquistas en serie, las hermanas Schuyler. Por fin me dejó que la abrazara^ nos aferramos la una a la otra. Para entonces ya éramos más líquidas que sólidas. Pero yo tenía la suficiente distancia como para maravillarme de mi buena suerte, o sea, del hecho de haber sido absuelta tan rápidamente después de hacer quizá lo peor que le puede hacer una mujer a su hermana.
Más tarde fuimos a un bar y yo le conté cómo había sucedido. Iris era como Sidney, necesitaba saberlo. No le conté que había ido al Dunmore a oírlo tocar, sino que me lo había encontrado por casualidad en el metro. Era tal y como lo recordaba, jovial y sarcástico. Gracioso. Le había hecho mucho daño a Iris pero yo no se lo había tenido en cuenta: resulta fácil si no eres tú la que recibe, y yo no me había sentido indignada en lo más mínimo por la situación de mi hermana. Esto no se lo dije. Le conté que tomamos café en un bar, lo cual también era cierto, y luego le dije que habíamos almorzado juntos, lo cual era mentira, aunque sí era verdad que Eddie me había pedido que almorzara con él. Yo no me había presentado, por supuesto, estaba segura de que si me presentaba la cosa acabaría mal. Pero aquel hombre me hacía sentir bien. Cuando estaba con él, se podía oír con claridad una especie de estruendo sexual amortiguado, o por lo menos yo lo oía. Tampoco le conté nada de esto a Iris. Lo que le conté fue que después del almuerzo me había ido con él al hotel. Eddie me quería tocar una cosa que había compuesto.
—Sí, claro —dijo Iris.
Oír aquella crónica de lo sucedido le estaba reportando a Iris una satisfacción salvaje, era mejor que tener que inventársela con la imaginación. Se había emborrachado bastante deprisa, se había puesto de buen humor y ahora le estaba haciendo gracia la historia de cómo a las dos hermanas Schuyler las había asaltado el mismo pícaro de corazón podrido.
—Vale, no me lo digas —me dijo—. Primero te tocó una canción y luego te sugirió que subieras a su habitación a mirar sus recortes de prensa.
—Algo parecido.
De hecho, fui yo quien le pedí que me llevara a su habitación, o por lo menos a la habitación que el hotel le permitía usar. Al ver la cama perdí todo el aplomo, pero esto no se lo iba a confesar a Iris. No tenía intención de contarle toda la verdad.
—De manera que llegaste a su habitación y él se tumbó en la cama y te pidió que te tumbaras a su lado.
Estaba claro que era lo que él le había dicho a Iris.
—Sí.
—Luego se apoyó en el codo, ¿verdad? Te apartó el pelo de la cara y te dijo que eras una criatura encantadora…
Asentí con la cabeza. Ahora Iris estaba llorando un poco. Se bebió de un trago un chupito de bourbon, que no era el primero, negó bruscamente con la cabeza y se secó los ojos. Ja, me dijo, qué hijoputa. Aquella conversación la estábamos teniendo en el Lower East Side, en un bar situado en un sótano al que se accedía bajando unos escalones desde la calle, un local largo y estrecho de techo bajo y con una pared de ladrillo visto. En la otra punta había amontonadas cajas de cerveza al lado de un retrete y allí era donde Iris se había querido sentar.
—A este bar venía Auden —me dijo—. ¿Te desnudó?
—¿Auden?
—Eddie.
—Sí.
—Qué hijoputa.
—Tú lo has dicho.
Aquella primera vez no hicimos nada en su habitación más que besarnos. Él me intentó meter la mano debajo de la falda pero yo no le dejé, y como él siguió insistiendo, me levanté de golpe de la cama y le dije que se tranquilizara o me marcharía. Pórtate bien, le dije. Me puse a caminar de un lado a otro de la habitación sin quitarme ni un zapato, con el corazón latiéndome a cien pero los pasos igual de firmes y la espalda igual de recta que siempre. Pensé que tenía la situación bajo control. Él estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo, tal como lo había descrito Iris, pero no volvió a intentar nada conmigo. No parecía que le sorprendiera encontrarse en compañía de una mujer que lo había acompañado por su propio pie a su habitación y una vez allí solo quería hablar. Yo le volví a decir que no podía hacerlo.
Pues ¿por qué estaba allí?
—Ven y túmbate a mi lado.
Me tumbé a su lado un rato pero no estaba cómoda. Él se inclinó por encima de mí para aplastar la colilla en el cenicero. Mientras lo tenía encima, levanté la mano y le toqué la cara.
—Debes de creer que soy tonta.
—No, Constance. No lo creo.
Hizo un intento de besarme pero yo aparté la cara. Sin embargo, no me levanté de la cama. Eddie siguió suspendido encima de mí, con la cara a pocos dedos de distancia de la mía y el pelo lacio y grasiento cayéndole sobre la frente. Le olí el aliento a alcohol y tabaco. Algo pareció romperse dentro de mí. Mi respiración era muy poco profunda. De tan cerca no lo reconocí.
—Di algo —le susurré.
Quería cerciorarme de que era él. Él dijo mi nombre. Me besó.
—¿Quién eres, Eddie?
Y oh, fue la voz de la mente al despedirse de todo, la última convulsión antes de morir y de que cualquier cosa que se pareciera al pensamiento desapareciera sin dejar rastro. Iris no entendería nada de todo aquello. Ella siempre había sabido para qué estaba allí. Y lo que sea que se adueña de esas situaciones, se impuso entonces, en el caso de Iris. Pero yo lo que quería era dejar de pensar, sí, y también dejar de sentir cosas, y cuando me di cuenta de lo excitado que estaba él, me entró el pánico. Me aparté de golpe y me incorporé hasta sentarme, con el brazo extendido, la mano abierta y los dedos desplegados, y le dije que no, que ya bastaba, pero él no me oyó. ¡No me oyó! Me puso bocabajo y me inmovilizó, y solo cuando me puse a chillar él me soltó y me volvió a sentar en su regazo, y yo me levanté de golpe, me alejé de él, huí al cuarto de baño y me encerré dentro. Me quedé varios segundos con la espalda pegada a la puerta.
—Eh, cielo… Constance…
No dije nada. Me erguí del todo. Me quedé mirándome en el espejo.
—Constance, ¿estás bien?
Cuando salí, ya estaba tranquila. Estábamos los dos tranquilos.
—Joder, Eddie, me has dado un susto de muerte.
Él se sentó en un lado de la cama y se pasó los dedos por el pelo, con la vista clavada en el suelo. Luego levantó la cabeza y me sonrió. Se encogió de hombros, como diciendo: No es más que sexo. Pero para mí sí era más que sexo, era un acto muy complicado de sublimación, y era por eso por lo que no me había visto capaz de llevarlo a cabo. Me senté a su lado. Le rodeé el hombro con el brazo. Lo atraje hacia mí.
—Eddie, cariño —le dije en voz baja—, vamos a tener que poner unas cuantas reglas.
Luego me levanté de la cama. Recogí el bolso, el sombrero y el abrigo, salí de la habitación y bajé las escaleras. Estaba haciendo un último intento de aferrarme a la cordura, como una mujer que se ahoga. Quería volver a mi despacho. Estaba de pie al borde de un abismo, y hasta había mirado adentro, pero de pronto sentía que necesitaba ir a algún lugar seguro. Me senté en un taxi en un estado de aturdimiento completo. En el ascensor del edificio de la American Electric me examiné la cara con una polvera y luego me pasé las manos por la blusa y la falda. Estaba segura de que en algún lado debía de tener alguna mancha a la vista. De camino a mi despacho, sin embargo, todo pareció normal. No sorprendí ninguna mirada que se apartara bruscamente de mí, ni tampoco ninguna media sonrisa rápidamente contenida. Ni el más pequeño indicio de que fuera escandalosamente obvio de dónde venía. Más tarde me di cuenta de que yo era la última mujer de Nueva York de quien se sospecharía una actividad así.
Iris estaba divagando y fumando, y yo estaba sentada a su lado en un taburete incómodo, asintiendo con la cabeza de vez en cuando, recordando aquel fiasco, aquel patético despliegue de timidez sexual pusilánime.
—De manera que cuando estuviste con Eddie —le dije—, en su habitación…
El bourbon la había puesto un poco sensiblera, pero al oír aquello se animó.
—¿Sí? _
—¿Quién se folló a quién?
Ella soltó una exclamación de júbilo procaz. Dio una palmada en la barra.
—¡Yo!
Yo había vuelto la tarde siguiente decidida a abandonar mi timidez y así lo hice. Lo que sucedió fue al mismo tiempo furioso y pasivo, y yo me pasé todo el rato llorando. Más tarde, agotada pero sintiéndome por fin limpia, descargada de toda rabia, me quedé tumbada en silencio al lado de Eddie. Yo nunca había sabido que el sexo pudiera ser así. Mi única experiencia hasta entonces había sido con Sidney.
Aquella tarde me quedé en el despacho hasta más tarde de lo normal, como si estuviera intentando convencer a mis colegas, que en realidad no sospechaban nada, de que yo era exactamente lo que ellos veían en mí: una mujer maniática y virtuosa. Cuando llegué a casa me encontré a Sidney en la sala de estar con Ed Kaplan.
—Vente con nosotros —me dijo—. Estamos hablando del politiqueo de la facultad.
—Preferiríamos oír cotilleos del mundo editorial —dijo Ed—. Hemos oído hablar de vuestra bajeza moral.
Yo estaba en la puerta, quitándome el sombrero.
—Somos todos más puros que la nieve de las montañas.
Más tarde Sidney me preguntó si estaba bien. Me dijo que se me veía preocupada. Me preguntó si podía hacer algo.
—Tú no puedes hacer nada.
Estaba un poco asqueada conmigo misma. Lo achaqué al agotamiento emocional. De no haber estado tan furiosa, nunca habría regresado al hotel. Recuerdo que me sentía extrañamente nerviosa, y que estaba bebiendo más de lo normal, pero al cabo de unos días, y con unas cuantas ginebras en el cuerpo, descubrí que no solo ya no estaba reprimiendo el recuerdo de aquella segunda tarde en el hotel de Eddie, sino que me estaba regodeando en él, y sin sentir ningún asco ni vergüenza. Ahora me excitaba. Me sorprendí paseando por el apartamento como si fuera una criatura felina, sintiéndome peligrosa. Sabía lo que estaba pasando. Cuando estaba con Eddie, me olvidaba de Papá. Me olvidaba de Sidney, me olvidaba de mi rabia y de mi dolor, hasta me olvidaba de mi pobre hermana; me sentía libre de preocupaciones y limpia, liberada en cierta forma. Estaba siendo desleal, por supuesto, peor que desleal, pero ¿acaso a Sidney le importaba, si no sabía nada del tema? ¿Acaso le hacía daño? La cosa se podría haber terminado después de salir yo del hotel aquella segunda tarde, y de hecho lo normal habría sido que se terminara, pero como nadie sospechaba de mí me di cuenta de que si quería más, podía tener más.
De manera que volví. Aquella vez dejé claro lo que quería. Me planté en la puerta de la coctelería. Sin dudarlo ni un momento, Eddie se levantó del piano y me llevó escaleras arriba. Ya no hubo pánico.
A partir de entonces todo se desarrolló deprisa. Al día siguiente, él me estaba esperando en la calle cuando salí del trabajo. Pasé a su lado y él me siguió. Lo hicimos cinco veces y las cinco lloré. No supe decirle por qué. Pero sí descubrí que era capaz de editar manuscritos al mismo tiempo que pensaba en él, y que podía asistir a reuniones con la mente puesta en el trabajo entre manos y al mismo tiempo mantener una ligera expectación febril ante la perspectiva de nuestro próximo encuentro. En casa yo me mostraba atenta tanto con Howard como con Sidney, y a Sidney le agradaba la atención que yo le prestaba a su hijo. Sin embargo, en las pocas ocasiones en que conseguía escabullirme del apartamento, o de mi oficina, me iba al hotel Dunmore, o bien quedaba con Eddie en algún bar del West Side donde no nos reconociera nadie. Él conocía un portal de un callejón cercano donde yo le podía abrir mi abrigo.
Al cabo de un tiempo me pareció que tal vez me estuviera enamorando. Primero me alarmé un poco, pero después decidí que no me importaba. No pensaba resistirme. Observé cómo se desarrollaban los síntomas con algo parecido a la distancia clínica. Sospechaba que Eddie Castrol era el único hombre al que yo podía amar por entonces. Quiero decir que al mundo y a Sidney les escondía mis sentimientos, y también a la gente con quien trabajaba, y hasta a Iris, hasta que descubrí que ella lo había sabido desde el principio. La vieja altivez gélida, la pose y la confianza que yo siempre había proyectado me servían ahora de máscara.
Una regla que yo había establecido era que Eddie nunca me llamara al apartamento y que yo tampoco lo llamara desde allí. Pero un día a media tarde, unos diez días después de que empezara la aventura, no me pude contener. Me encontraba de pie delante del ventanal en saliente que daba a la calle. Atardecía, Estaba sola. Me agobiaba una conversación que Eddie y yo habíamos tenido la noche antes. Habíamos estado hablando de Iris. Le dije que solo tenía una pregunta que hacerle y que luego ya nunca volvería a sacar el tema. Le pregunté si todavía la quería, y él preguntó:
—¿A quién?
—Ya sabes a quién.
—Pero si está aquí en la cama. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?
Le dije que no me atormentara. Luego le pregunté a qué hora acababa aquella noche. Pero tuve que colgar de golpe. Acababa de entrar alguien en la sala. Sidney estaba sentado en un sillón, mirándome.
—No te he oído entrar.
—¿Era Eddie?
Caminé hasta la mesa. ¿Cuánto habría oído? Repasé mentalmente la conversación. Me oí decir a mí misma: «No me tortures».
—¿Constance?
—Es el novio de Iris, o lo era.
—Ya sé quién es. ¿Y de qué hablabais?
—Tengo una vida propia, ¿sabes?
—Tengo curiosidad. ¿Para qué necesitas saber a qué hora acaba?
—Porque la está intentando recuperar. Y quiere que yo le ayude.
—Hablamos del hombre que le ha roto el corazón.
—Eso dice ella.
Sidney se quedó sentado, con el ceño fruncido. Fui hasta la ventana. Cogí un libro y lo abrí. A continuación lo cerré y lo dejé sobre la mesa.
—Constance.
—¿Qué pasa ahora?
—Cuéntame una cosa. ¿Cómo es que te metes en la aventura amorosa de tu hermana?
—Es normal entre hermanas. Si tuvieras una, lo sabrías, ,
—Si yo tuviera una hermana como Iris, la tendría a raya.
—Como me tienes a raya a mí,
¿Cómo describir el tono de nuestra conversación? No era serio. Él seguía preocupado por mí. Entendía que yo no era fuerte. Su preocupación era paternal. Yo era su mujer. Me encontraba a salvo.
—¿Que yo te tengo a raya? —le dijo—. ¡Ojalá!
Levanté los hombros y abrí las manos. Le sugerí que tomáramos una copa, pero no, él tenía trabajo. Se fue a su estudio. Yo me serví un whisky y me quedé junto a la ventana mientras se hacía oscuro y se encendían las farolas. Sidney podría haber imaginado la verdad sin problema alguno. Sin embargo, yo decidí que él no había oído nada que le hiciera sospechar. Nunca se inmiscuía en mi vida privada, y además en aquella época su propia vida lo tenía enfrascado. Creía haber encontrado una forma de sacar un libro coherente de aquel desastre en que se había convertido El corazón conservador.
La tarde siguiente fui al hotel. Le conté lo sucedido a Eddie. Él se mostró preocupado por Sidney. Me dijo que Sidney era listo. Me preguntó qué parte de nuestra conversación había oído y yo intenté tranquilizarlo. En cambio, lo que conseguí fue ponerme nerviosa yo. De pronto me invadió una profunda inquietud.