7

Nunca olvidaré aquellos sombríos trayectos a Atlantic City que Howard y yo llevamos a cabo aquel invierno, en que hablábamos de toda clase de cosas, tanto graves como triviales, pero sin olvidarnos en ningún momento de la mujer que agonizaba al final de nuestro viaje. Sarcástica, fatigada, presa del dolor, resignada en apariencia a morir joven pero reconfortada por la presencia de su hijo y sostenida por la sinceridad mordaz de su madre, Barb llevaba su enfermedad con fortaleza y con humor. Sin embargo, no me permitía centrarme en Constance, lo cual era un problema. Después de su última visita a casa de su padre, Constance había estado distante e impenetrable. Ya no confiaba en mí porque yo me había mostrado escéptico con la historia que le había contado Mildred Knapp. Me acusó de estar del lado de él, refiriéndose a su padre. Intenté hablar con ella del tema en varias ocasiones, pero no sirvió de nada. Ya se había decidido. De manera que la dejé sola. Le dije que estaría a su disposición cuando ella me necesitara.

Sin embargo, en aquella época yo ya andaba demasiado agobiado, y no entendí lo precaria que se había vuelto su situación. Un día de febrero llamó Iris. Había subido a Ravenswood. Y tenía malas noticias.

—Dímelas a mí —le dije.

—Ha tenido otro derrame. No sé qué hacer.

Salí de Nueva York a la mañana siguiente, solo. Howard estaba con su abuela, en Atlantic City. Mi sensación de temor se fue intensificando a medida que me alejaba hacia el norte. El paisaje de finales de invierno era tétrico y helado. Los árboles estaban desnudos y el suelo nevado. Llegué a la casa. Me senté a la mesa de la cocina e Iris me contó lo sucedido desde su llegada. Me contó que una mañana su padre se había presentado en la cocina diciendo que habían entrado ladrones en la casa. Que le habían robado el reloj de pulsera y el cepillo del pelo. Quería llamar a la policía, pero Mildred lo disuadió. Luego quiso ir en coche al pueblo, pero no encontró las llaves de la camioneta por ninguna parte. Mildred había tenido que esconderlas.

A la mañana siguiente me senté en la consulta del médico de Morgan, un joven solemne con gafas de concha que se llamaba Hugo Friedrich. Hacía unos años que se había quedado con la consulta del viejo. Le pregunté si el doctor Schuyler tendría que estar en un hogar de ancianos.

—No le envidiaría a usted el trago de tener que sacar a Morgan Schuyler de su casa —me dijo. Su tono era sardónico. Hizo una pausa—. En términos de tratamiento —añadió—, no tengo nada que ofrecerles.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—Un año, tal vez dos. O siete.

Se me quedó mirando con cara impávida. Casi pareció que se regodeaba en su incapacidad para tratar aquella enfermedad. Le pedí por favor que lo volviera a visitar a su casa.

—La última vez se negó a recibirme.

—Estoy seguro de que entiende usted qué clase de hombre es.

—Sí, sé qué clase de hombre es.

—Y que no permitirá usted que el antagonismo que siente hacia él interfiera con sus deberes clínicos.

Me había pasado de la raya.

—Profesor Klein, por favor, no me diga cuáles son mis deberes clínicos. Le estoy diciendo que no le puedo ayudar en nada si no me es posible acceder al dormitorio del paciente. Pero lo intentaré.

Se puso de pie. La consulta se había terminado. Pero Friedrich tenía que saber lo que se esperaba de él. Cuando Iris volviera a la ciudad, Mildred Knapp iba a necesitar toda la ayuda que le pudiera ofrecer aquel médico.

Yo estaba en la cocina con Iris cuando el viejo apareció en la puerta.

—Estaba durmiendo —nos dijo,

—¿Has dormido bien? —le preguntó Iris.

—No lo bastante. Me he despertado.

Así era como hablaba ahora. Había dormido mal porque se había despertado. Estaba cambiado. Era un hombre enfermo. Había perdido facultades. Ahora se sentó a la mesa y pidió una copa de vino. Cuando se la pusieron delante, se la quedó mirando y vi que se ponía blanco como la cera. La mirada se le apagó por completo y los rasgos se le vaciaron de expresión. Se le quedó la boca abierta. Parecía que todo el sentido lo acabara de abandonar. Ya no conocía el significado de nada y tampoco él tenía ninguno. Allí donde había estado sentado el viejo, ahora había un vacío. Iris me miró y negó con la cabeza. Ni lo intentes, parecía estar diciéndome.

Aquello duró cuarenta minutos. Luego volvió a la vida. Cogió su vaso de vino. Tenía el pulso poco firme. Le costó toda su energía volver en sí, salir de aquella fosa negra en que se había hundido. Había experimentado una ausencia total de emociones, de cognición y de voluntad: de yo, en suma. Y entonces se puso a intentar entablar conversación. Fue un espectáculo angustioso. Poco después salí y bajé por entre los árboles hasta el río. La corriente arrastraba palos y otros detritos. El agua estaba como una balsa de aceite. Al norte, el delicado arco del puente de Kingston flotaba bajo el crepúsculo como si fuera un esbozo a carboncillo sobre papel gris. De fondo, la cresta de las Catskills se recortaba azul sobre el atardecer. Parecía que nos estábamos aproximando al final de algo, de alguna fase de la vida, y yo confié por lo más sagrado en que no se tratara de mi matrimonio. Estaba seguro de que había cometido una equivocación al dejar sola a Constance en la ciudad.

«Oh, qué te puede sanar, desgraciado espectro / que rondas pálido y solitario…».

Sí, y rondando pálido y solitario vi cómo el río se fundía primero y luego se teñía de rojo al ponerse tras las montañas. Una manada de gansos cruzó aleteando el río, cerca del agua, que se volvió blanca como el hielo, mientras que el resto de su superficie se impregnaba del fuego del sol agonizante. Cuando pasó el tren de Albany, fue con un estruendo de campanas. Luego vi a Iris abriéndose paso entre los árboles, con el ondeante abrigo de pieles abierto y un cigarrillo entre los dientes.

Se sentó a mi lado en el embarcadero. No me había pasado por alto que, a medida que el estado de su padre se agravaba, el desaliento hacía mella en ella. Aun así, oí la compasión en su voz mientras me contaba que al llegar a la casa se había encontrado al viejo encorvado y acobardado en la puerta de la cocina. El pasillo estaba a oscuras y en la otra punta estaba él, girado a medias hacia ella y con una mano en alto. Ella dejó caer su bolsa al pie de las escaleras y echó a andar. Él empezó a retroceder al interior de la cocina. Seguía teniendo la mano en alto para impedir el avance de ella, como si fuera una desconocida que había venido a hacerle daño. A ella la horrorizó que él no la reconociera.

A continuación me dijo que Morgan había sufrido el segundo derrame el día en que Constance había vuelto a Nueva York. Me preguntó si yo sabía lo que le había dicho su hermana al viejo. Pues no. Le brotaron unas cuantas lágrimas. Era un hombre viejo y enfermo y Constance debería dejarlo en paz, me dijo. Debería dejarlo en paz. De nuevo me chocó la diferencia de temperamentos de ambas hermanas. A Iris le fluían unas corrientes emocionales bien claras y cerca de la superficie, unas corrientes fáciles de leer. Los sentimientos de Constance, en cambio, eran tan tortuosos, tan velados y tan complejos que solo de pensar en ella ya me sentía agotado. Una pequeña ola llegó de alguna parte del río y rompió suavemente contra los pilones. Sentimos que el embarcadero se movía bajo nuestros pies. No era seguro.

—Qué quieto está todo —susurró Iris.

Al cabo de un rato se echó a llorar en silencio. Cuando le toqué el hombro, toda la pena le salió de golpe y rompió a sollozar como una niña, meciéndose de delante hacia atrás sobre el embarcadero. Yo la rodeé con los brazos y la abracé. Fue todo como un chaparrón de verano, muy corto e intenso. Y se acabó de golpe. Le pregunté qué había sido aquello.

—Oh, quién sabe —me dijo, buscando a tientas un cigarrillo.

Yo sospeché que el declive de su padre no era lo único que la afligía. Había estado con un hombre en la ciudad y aquel hombre le había roto el corazón, yo sabía aquello pero poco más. Le dije que era demasiado joven para tener tanta pena dentro.

Aquella misma noche. Iris bajó a la cocina y se encontró conmigo. Me dijo que ella tampoco podía dormir. Se sentó a mi lado en el viejo banco que había próximo a la cocina de leña. Yo dejé el libro que estaba leyendo. Ella me dio las gracias por haber sido tan amable aquella tarde. Tenía los ojos rojos y el rímel corrido. Iba descalza por el frío suelo de piedra y aquella encantadora mata de pelo rubio le caía sobre los hombros. Se sentó a mi lado y se quedó mirándome con expresión de humor triste y sardónico.

—¿Te ha contado mi hermana lo de Eddie?

Regresé a la ciudad por la mañana. Encontré bastante poco tráfico, pero cuando alcancé a ver el puente de George Washington ya avanzábamos a paso de tortuga. Todo era estruendo de bocinas, humo de tubos de escape y cólera. Estaba cansado. Me acordé de aquel anciano senil y de todas las acusaciones que pendían sobre él y traté de organizar alguna clase de relato con todo ello. Aquellas dos mujeres, las dos traumatizadas y las dos desesperadas por culpa de él, Iris no menos que Constance. Yo no parecía capaz de organizar nada. Sentí la misma frustración que cuando intentaba ver la ciudad con alguna claridad, porque también ella desafiaba toda comprensión con su actual estado de disolución entrópica, y con eso quiero decir podredumbre. Descomposición. Se me ocurrió una idea. Vislumbré el título de mi siguiente libro, el que iba a escribir en cuanto dejara a un lado mi maldito lastre, mi Corazón conservador. No sabía por qué aquel libro desafiaba todos mis intentos de acabarlo. Pero el nuevo se titularía Un grito en la noche. Sería un estudio psicosocial de la descomposición urbana, del hundimiento de una gran ciudad americana. Me resultaría mucho más puñeteramente fácil, pensé, explicar lo que estaba pasando con Nueva York que imaginarme lo que estaba teniendo lugar en la psique de mi mujer.

Horas más tarde doblé por la calle Sesenta y nueve Oeste y aparqué el Jaguar. Subí en el ascensor. Abrí la cerradura de la puerta. El apartamento estaba a oscuras. Noté algo raro. Dejé la maleta en el pasillo. La puerta de la sala de estar estaba cerrada. La abrí sin hacer ruido. Constance estaba de pie junto a la ventana, mirando el exterior, hablando por teléfono. La habitación estaba a oscuras. No había ni una lámpara encendida. Ella no me oyó. Creyó que estaba sola. Oí que le decía a alguien que solo tenía una pregunta que hacer y que luego no volvería a sacar jamás el tema.

—¿Todavía la quieres?

Por supuesto, no oí la respuesta. Aunque me imagino que fue: ¿A quién?

—Ya sabes a quién, bobo. A mi hermana.

La respuesta, tal vez: estoy con ella ahora mismo.

—No me atormentes. ¿A qué hora acabas?

Él no contestó. La comunicación se cortó. Ella debió de pensar que había entrado alguien en la habitación donde él estaba hablando. Se dio la vuelta. Pero no, alguien acababa de entrar en la habitación donde estaba hablando ella. Se quedó visiblemente sobresaltada: yo estaba sentado en un sillón, mirándola.

—No te he oído entrar.

—¿Era Eddie?

Ella caminó hasta la mesa. Encendió la lámpara. Estaba cambiada. Tenía una especie de pose que no le había visto nunca, una comodidad estudiada. Estaba actuando. Yo la había sorprendido, Pero ¿cuánto había oído yo? Ella repasó mentalmente la conversación, la vi hacerlo. Qué transparente era. Se oyó a ella misma decir: No me atormentes.

—¿Constance?

—Es el amante de Iris, o lo era.

—¿Y de qué hablabais?

—Tengo una vida propia, ¿sabes?

—¿Para qué necesitas saber a qué hora acaba?

—Porque ella lo está intentando recuperar.

Aquello no tenía sentido.

—Pues a mí no me lo ha mencionado —le dije.

Se acercó a la ventana. Cogió un libro y lo abrió. A continuación lo cerró y lo dejó sobre la mesa. Tal vez estuviera actuando, pero se la veía tan nerviosa como un pájaro atrapado. Se le movían los labios.

—Constance.

—¿Qué pasa ahora?

—Cuéntame una cosa. ¿Cómo es que te metes en la aventura amorosa de tu hermana?

—Es normal entre hermanas. Si tuvieras una, lo sabrías.

—Si yo tuviera una hermana como Iris, la tendría a raya.

—Como me tienes a raya a mí.

¿Cómo describir el tono que estaba usando? Burlón. No era serio. Ella daba por sentado que yo estaba preocupado por ella. De manera que mi preocupación era paternal. Ella se sentía a salvo.

—¿Que yo te tengo a raya? —le dije—. ¡Ojalá!

Ella levantó los hombros y abrió las manos. El gesto le salió demasiado teatral. Me preguntó cómo me había ido con su padre. Me sugirió que tomáramos una copa, pero no, yo tenía trabajo. Ella se sirvió un whisky y se quedó junto a la ventana mientras se hacía oscuro y se encendían las farolas.

Aquella noche dormí en el cuarto de invitados de detrás de la cocina. Cuando entré en el dormitorio a la mañana siguiente, ella ya no estaba. Encontré una nota sobre la almohada. Constance me decía que necesitaba alejarse de mí unos días. «No te quiero decir adonde me he ido. Sé que lo entenderás. Por favor, no te preocupes por mí. Dale un beso a Howard de mi parte». Seguido de su firma en tinta negra, con aquella caligrafía pulcra de correctora. Ni un beso para mí, solo para Howard. Ella se tenía que alejar de mí unos días, ¿y por qué? Porque yo la había oído hablar en tono de amantes con un hombre llamado Eddie Castrol que le había roto el corazón a su hermana. ¿Debía dar yo por sentado que ahora ella estaba con él?

Me pasé dos días intentando reprimir mis sospechas. Intenté aferrarme a la idea de que ella quería estar sola para pensar en lo que le había contado Mildred Knapp. Yo había intentado ayudarla. Yo no sabía qué más podría haber hecho, aparte de dejar en la estacada a la madre de Howard, que se estaba muriendo. Me vi obligado una vez más a hacer frente al hecho de que no conocía a mi mujer. No la entendía. Jamás había experimentado la clase de shock que había sufrido ella, ni tampoco había visto mi identidad amenazada como al parecer se había visto amenazada la de ella. Sin embargo, yo me había comprometido a arreglar aquella situación, por difícil que fuera, ¿y por qué? Pues porque era su marido. Si el matrimonio significaba algo, yo tenía que hacerlo, porque había llegado la crisis y la teníamos encima. Ella me había pedido que respetara su necesidad de estar sola y yo sabía que se la tenía que conceder.

Iba rumbo al este por la carretera Antigua de Montauk. No había más coches en la carretera y conducía deprisa. Era un día frío de finales de invierno. El océano quedaba a mi derecha, ruidoso y violento, y el viento alto y fresco le arrancaba olas enormes. Las nubes blancas recorrían el cielo azul del Atlántico. Mi idea era simple. Antes que nada, ir al motel Windward. Después ya no sabía qué haría. A mi regreso a Atlantic City, Howard me había dicho dónde estaba Constance. Yo no tenía ni idea de cómo lo sabía el chico, pero tampoco podía ya quedarme de brazos cruzados, porque me había imaginado a mi mujer en brazos de otro hombre, de aquel pianista de bar, aquel tal Eddie…

~¿Qué hago, la dejo ahí?

—No, papá. Ve a buscarla.

Entré con el coche en el Aparcamiento del motel y me tomé unos momentos para serenarme. Sentía aprensión. Salí del coche. Podía sentir el viento, que era fuerte. Entré en la recepción y al cerrar la puerta sonó la campanilla. Había dos sillas tapizadas con vinilo rojo. El suelo era de linóleo verde descascarillado. Había un mostrador, y detrás de él un tablero donde las llaves de las habitaciones estaban colgadas de ganchos y un calendario de pared que mostraba una playa del Caribe, con una palmera y una chica en biquini. En ese momento el viento aullaba y escupía nieve. El mismo joven callado al que habíamos conocido la vez anterior que habíamos estado allí, en otoño, apareció en silencio por la cortina de la puerta del fondo. Se estremeció y se frotó las manos, oyendo el viento, y me sonrió con timidez. Tenía unos modales ausentes que me hicieron imaginar que yo lo había interrumpido mientras estaba escribiendo poesía. Él me reconoció. Me saludó por mi nombre.

—Su esposa está con nosotros, profesor —me dijo.

Se giró hacia su tablero. Tocó el gancho vacío de la habitación 6.

—Está aquí ahora mismo.

¿Sola? No se lo pregunté. El haberla encontrado con tanta facilidad me producía una extraña sensación de irrealidad. No se había producido ninguna de las dificultades que me había imaginado. Me alejé por la hilera de humildes bungalows de listones blancos de madera hasta llegar al número 6. Me planté un momento frente a su puerta antes de llamar. Oí su voz. Me abrió la puerta. Llevaba un jersey blanco, tenía el pelo húmedo y una toalla en la mano. Pantalones de esport blancos y zapatillas de tenis. Se la veía azorada y saludable y en aquel momento me resultó intensamente atractiva. Parecía que estaba sola y yo me la quería llevar a la cama de inmediato. Volví a percibir el cambio que ella había experimentado recientemente: era como si hubiera tenido lugar el tránsito sutil pero inconfundible a una nueva fase de su feminidad.

—¿Cómo me has encontrado?

—¿Puedo entrar?

—Supongo.

—¿Con quién estabas hablando?

—Con nadie.

La habitación estaba hecha un desastre. Constance nunca había sido una mujer ordenada. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y de ella salía un aire caliente que olía a jabón. Me dijo que me sentara, de manera que quité una pieza de ropa interior de una silla y la dejé en la cama, mientras ella seguía de pie, secándose el pelo con la toalla. Yo no veía señal alguna de que hubiera ningún hombre alojándose con ella, más que un peine que no reconocí. Además, llevaba un anillo de plata fino que yo no le había visto nunca. Pero su culpa se me hacía evidente en todo. Estaba presente en todos y cada uno de sus gestos y palabras.

Todo falso.

¿Tenía yo razón?

No podía ser verdad.

Así me sentía. Así es el infierno de la sospecha sexual. Es por esto por lo que te obliga a pasar.

—¿Cómo estás?

Ella dejó de secarse un momento.

—¿Por qué has venido, Sidney?

—Para llevarte a casa.

—No estoy lista.

¿Por qué me había imaginado que Constance se sentiría aliviada al verme? Estaba irritada por mi visita. Seguía desconfiando de mí. Se mostraba fría y distante. Entré en el cuarto de baño. La bañera tenía corrida la cortina de la ducha, pero no había nadie detrás de ella ni tampoco ventana.

—Pensaba que entendías que necesito tiempo para mí.

—Te echamos de menos.

Ella se sentó en Ja cama y se recogió el pelo en un moño descuidado. Se inclinó hacia delante y con los codos apoyados en las rodillas se tapó brevemente la cara con las manos. Dijo algo con los dedos tapándole la boca. Luego se incorporó hasta sentarse y se volvió hacia mí, sonriendo,

—No pasa nada, Sidney —me dijo—. He tenido una revelación.

—Otra revelación.

—No sé de qué otra forma explicarlo.

—Tenemos tiempo.

Tal vez Montauk tuviera aquel efecto en la gente. Yo me acordé de lo dulce y cariñosa que había estado ella cuando estuvimos allí con Howard. Ahora me quería explicar por qué se había marchado de Nueva York. Lo sentía si me había causado ansiedad…

—Claro que me has causado ansiedad, cómo lo dudas…

—Déjame hablar, por favor.

Seguía haciendo gala de la misma curiosa tranquilidad mientras caminaba por aquella habitación de motel desordenada, pero al mismo tiempo se mostraba dura y crispada. Aquello me inquietó. Sentía mucho el haberme causado ansiedad, pero tenía que estar cerca del océano otra vez. Luego se puso a contarme que en Ravenswood imperaba una especie de infección espiritual. El lugar estaba encantado, me dijo, pero de forma maligna…

—¡Oh, por el amor de Dios!

—¡Sidney, haz el favor de callarte! Te estoy contando algo. Nunca me escuchas.

Ella se plantó con el ceño fruncido delante de la única silla de la habitación, en la que yo me había sentado después de apartar su ropa interior. Se le veía una ferocidad que solamente había notado en ella cuando expresaba odio hacia su padre. Le pedí que continuara. Le dije que no la volvería a interrumpir.

—Fue una decisión del momento, pero era el sitio al que tenía que venir. Aquí, me refiero.

Yo le dejé pasar aquello. No le pregunté qué agencia cósmica le organizaba el itinerario. Ella tenía que venir aquí, a Montauk, al motel Windward de Ditch Plains. Me dijo que no me imaginara que ella había visto al fantasma de su padre, porque no era así como funcionaba aquello.

Yo no me lo había imaginado para nada.

—¿Cómo funciona, pues, Constance?

—Creo que no lo entiendes. Sé que te he causado dolor, pero también he aprendido algo importante.

—¿Qué has aprendido?

—Que a mí no me pasa nada malo. Es a Papá a quien le pasa.

—¿Y qué le pasa?

No sé ni por qué se lo pregunté, ya sabía lo que me iba a decir. Me sentía mortalmente agotado. ¡Quería que ella se olvidara del viejo y que pensara en mí para variar! Ahora Constance estaba junto a la ventana. Contemplando la playa que se extendía al otro lado de la carretera y el furioso Atlántico negro que azotaba la arena con sus olas enormes. Se me ocurrió que el hombre estaba allí fuera, Eddie, pero que estaba sobre aviso, había visto el coche y me había visto entrar en el bungalow. Estaba en algún lugar de las dunas, merodeando. El cielo estaba encapotado por unas nubes grises y densas que amenazaban lluvia. De alta mar venía un retumbar lejano de truenos. Constance giró la cabeza y me echó un vistazo antes de volver a mirar por la ventana. Ya no era un vistazo cargado de burla, sino de lástima. Me habló dándome la espalda. Sin que yo le pudiera ver la cara.

—Sigues sin creerme.

Sentí una oleada de impaciencia. En su plácida convicción oía condescendencia. Aquello me puso furioso, pero me mordí la lengua. No iba a haber palabras enojadas, por lo menos de momento, hasta que llegáramos a casa. Le pregunté en voz baja qué era lo que ella quería que yo me creyera.

—No uses ese tono conmigo. Te estoy intentando explicar algo.

—Pues hazlo, por favor.

Me echó otro vistazo por encima del hombro. Esta vez con reproche y lástima.

—Te diré qué le pasa a Papá.

Entonces se giró para mirarme. Dando la espalda a la ventana. Agarrando el antepecho.

—El hecho de asesinar a Walter lo puso enfermo y luego me contagió a mí. No lo puedo explicar mejor.

—¿Qué te contagió?

—La sensación de estar muerta. Tú la has visto.

Yo ya no lo aguantaba más. Ya no sabía qué pensar. Tenía que volver a hablar con Iris. Era la única que veía algo de todo aquello con claridad.

—¿Quieres que te deje aquí? —le dije.

Ella se sentó en la cama. Suspiró y negó con la cabeza,

—No. Voy contigo.

—Constance…

—¡Que vengo!

Y entonces pasó algo curioso. Volvió a dar la impresión de que alguien se estaba dirigiendo a ella, pero esta vez Constance levantó la cabeza y se quedó boquiabierta. Yo le pregunté quién le estaba hablando. Ella no contestó. Se quedó distraída. Se le movieron los labios. Esto duró más de un minuto, y yo miré asombrado cómo se comunicaba con aquel ser invisible. Nunca antes había estado tan claro lo que le estaba pasando. A continuación, sin echar ni un vistazo en mi dirección, se puso de pie, sacó una maleta del armario y empezó a tirar ropa dentro. Se oyó el retumbar de un trueno, más cerca.

—Tampoco quiero que la cosa vaya así —le dije por fin—. Vamos a fingir que no ha pasado nada. No estás lista.

Pensé: no voy a intentar llevármela. Lo que haré será coger una habitación en el motel y quedarme con ella todo el tiempo que haga falta. Cuidaré de ella. Si necesita pasar más tiempo aquí, yo se lo ofrezco. Me puse de pie. Ella me cogió los brazos. Nos quedamos mirándonos y la corriente de sentimiento que pasó entre nosotros se compuso a partes iguales de frustración, impaciencia y desconfianza. De Constance no vino nada parecido a la disculpa ni al afecto, ella ya estaba de vuelta de todo aquello. Tenía el ceño fruncido. Volvía a mover los labios. Parecíamos estar sometidos a un código implacable que nos exigía que nos comportáramos así porque no había otro remedio.

Fuimos en silencio en el coche. No sabía qué decirle. Me daba la impresión de que había actuado como un tonto. Confiaba en que ella se alegrara de saber que yo la quería, pero de momento no había dado demasiadas muestras de ello. Era mi último gesto. No sabía qué más podía ofrecerle.

—¿Cómo está Howard? —me preguntó.

La tormenta rompió mientras salíamos de Montauk. Nos libramos de la peor parte.

—Howard está bien. Se le ocurrió a él que te podría encontrar aquí.

—¿Cómo está su madre?

—No mejora.

En alguna parte del condado de Nassau quiso pararse a tomar un café. Nos sentamos en una cafetería a ver pasar el tráfico y me di cuenta de que se iba poniendo más ansiosa a medida que nos acercábamos a Nueva York. Su pose de condescendencia distante se empezaba a desintegrar. Cuando nos metimos de nuevo en el coche, le conté que Iris lo estaba pasando mal. Que su padre se estaba volviendo cada vez más difícil de controlar. Vi que enarcaba un poco la ceja, con expresión de desinterés. El viejo odio surgió otra vez, tan fresco y oscuro como siempre. Me maravilló el hecho de que alguien que estaba obrando tan mal como ella pudiera comportarse como si fuera la parte agraviada. Pero en ese momento yo no quería hablarle de aquello. Lo único que quería era llevarla de vuelta a Nueva York.

Entramos lentamente en Manhattan. Había empezado a nevar, con unos copos grandes y húmedos. En pleno atardecer, bajo el resplandor de los faros que venían en sentido contrarío, mientras los limpiaparabrisas aporreaban de un lado a otro, solo anhelaba que aquel viaje interminable tocara a su fin.

Aparqué en la calle, cerca del edificio, y echamos a correr por la acera tapándonos la cabeza con los abrigos. En el ascensor me clavó la mirada y oí un toque de humor en su voz:

—De vuelta al cautiverio —dijo.

Su encuentro con Howard fue tierno. Cuando abrí la puerta de la casa, el chico salió corriendo de la cocina al pasillo, donde se quedó petrificado, con los hombros rectos y los puños apretados, y observó cómo Constance entraba en el apartamento. Yo entré detrás de ella, llevándole la maleta. Ella me dio su abrigo mojado, a continuación se sentó en la silla que había junto a la mesilla baja y se quitó los guantes dedo a dedo.

—Howard, ven aquí.

Él se le acercó con cautela. Ella no sonreía. Le ofreció las manos y él se las cogió. Ella le echó un vistazo cargado de gravedad a su cara de expresión solemne.

—Has descubierto mi escondite.

—Lo he adivinado.

—Pues has sido muy listo. ¿Eres detective o algo parecido?

—¡No!

—Yo creo que sí.

—¡Que no!

—Pues dame un abrazo.

Aquello era lo que Howard quería. Yo me quedé mirando cómo se abrazaban. Howard tenía la costumbre de meter la cabeza en el hueco que a ella le quedaba entre el pecho y el brazo, y de agarrarla con fuerza por la cintura. Al final tendría que separarlo de ella.

Después de cenar nos dio las buenas noches por turnos. Yo sabía qué era lo que mi hijo quería decir, pero también sabía que no podía encontrar las palabras. Sus intenciones, sin embargo, eran del todo claras. Estaba profundamente aliviado de tenerla otra vez en casa, porque lo que más quería en el mundo era que los tres volviéramos a ser una familia. Sabía que Barb no le iba a durar mucho tiempo. Constance me echó un vistazo y por un momento brevísimo compartimos la conciencia de la difícil situación en que se encontraba el niño.

Ella volvió a ofrecerle las manos. Cuando él se plantó frente a su silla, ella le preguntó en voz baja si se alegraba de que hubiera vuelto a casa.

—Sí —dijo él.

Se quedó mirando el suelo. Era incapaz de mirarla a ella.

—Yo creo que no te alegras.

El niño levantó la vista, escandalizado y herido en sus sentimientos.

—¡Constance, que sí!

Ella lo cogió en brazos y le acarició la cabeza, riéndose un poco y diciéndole que sí, que ella ya sabía que sí. Luego lo soltó. Él se detuvo en la puerta de la cocina y nos echó un último vistazo, supongo que para confirmar que no era todo un sueño.

—Qué niño tan fantástico —murmuró ella un poco mis tarde.

Se estaba fumando un cigarrillo mientras nos terminábamos el café.

—Voy a recoger todo esto —le dije.

—Me voy a la cama. ¿Te vienes?

La pregunta quedó suspendida en el aire durante lo que pareció una pequeña eternidad. No se me había ocurrido que ella lo fuera a sugerir.

—Por supuesto.

—¿Y por qué has dudado?

—Estoy sorprendido.

—¿Te has acostado con Iris?

—No.

Ella se inclinó hacia delante y me escrutó con una sonrisa.

—Lo entendería si lo hubieras hecho.

—Que no.

Le sostuve la mirada. Yo estaba tranquilo, firme y serio. Pensé: ella no podía saberlo a ciencia cierta. Pero me había visto vacilar y confiaba en su intuición.

—Los dos teníais buenas razones.

—No nos hemos acostado, Constance. No nos juzgues a los demás por tus…

—¿Por mis qué? A mí me da igual dónde duermas.

De pronto estaba furiosa. Se puso de pie y fue a la puerta. Se dio la vuelta y dijo: O con quién.

Y ya estaba. Algo se había roto. Yo ya no podía dejarlo estar. Íbamos a tener que resolver aquello. Teníamos muchas cosas pendientes, ella y yo.

A la mañana siguiente ella se volvió a Cooper Wilder. Yo sabía que había cometido una tontería al ir a Montauk. Se lo dije a Ed Kaplan cuando lo vi para almorzar. Él se mostró en desacuerdo. Dijo que ella solo se había ido a Montauk por una razón, que quería que yo la fuera a buscar. Si de verdad se hubiera querido esconder, se habría ido a otra parte.

¿Y por qué se había ido allí, si ya se imaginaba que yo iría a buscarla?

Porque la cosa no se había terminado.

¿Qué cosa?

Tú no habías sufrido lo bastante. Tenías que recibir tu castigo por quererla. Cuando hubieras pagado todo el precio, entonces ella dejaría de maltratarte.

¿Tú crees que ella era consciente de algo de esto?

Lo dudo.

Esta conversación no la tuve con Ed Kaplan sino conmigo mismo.

Al día siguiente ella llegó sobre las cinco. Yo la seguí a la sala de estar y cerré la puerta. Le pregunté cómo le había ido el día.

—Bien.

—¿Quieres hablar del tema?

—Creo que no.

Había habido una época en que nos lo contábamos todo, o por lo menos ella. Constance siempre me decía que yo era más selectivo, que le escondía cosas. Siempre me decía que era así como la espontaneidad se iba al garete y la sospecha lo invadía todo.

—Estás nerviosa.

Ella dejó de mirar por la ventana. ¿A qué venía aquel entrometimiento tan repentino? Se sintió alarmada. Yo lo vi.

—Ya sabes los problemas que estoy teniendo. O tal vez no.

—Creo que deberías contármelos.

La pregunta se quedó flotando en el aire como si fuera un gas. Ella pasó a la ofensiva.

—¿Por qué me estás mirando así?

—Estás teniendo una aventura.

Yo no podía seguir fingiendo lo contrario, se había acabado el fingir, sobre todo después de lo que ella me había dicho la noche anterior.

—No, Sidney, no es verdad. Es lo último que necesito ahora mismo.

—¿De manera que él ha cortado? ¿O has cortado tú?

—No vuelvas a hacer esto. Estoy harta de que lo hagas.

Ella salió inmediatamente de la habitación y yo la seguí. Se puso el abrigo y salió del apartamento. La seguí. Bajamos en el ascensor en silencio. Me la quedé mirando fijamente y ella se quedó mirando los números del panel luminoso que había encima de las puertas del ascensor. Salió del edificio y se alejó en dirección este por nuestra manzana hacia Central Park. La seguí.

Todavía en silencio, entramos en el parque. A aquella hora del día, era todo menos seguro. A cualquier hora del día. Era marzo y la nieve todavía cubría las balaustradas y la mampostería. Los edificios altos del East Side se recortaban severamente contra el cielo de media tarde. Ella se negó a contestar mis preguntas. Me preguntó en tono imperioso por qué la estaba acosando de aquella forma. Caminamos junto al lago. Seguía helado. Nos llegó una brisa fría. No vimos a nadie por ninguna parte y aquel vacío me resultó siniestro. El hielo del lago estaba lleno de las muescas y estrías que habían dejado aquí y allá las huellas de los animales, también de ramitas, hojas muertas y montoncitos de tierra: los detritos de la naturaleza, que en otra estación se habrían hundido hasta el fondo. Pero ahora toda la porquería estaba en la superficie.

Vi el sol, un orbe pálido y difuso de luz, suspendido cerca del horizonte de la parte sur de Central Park. Vi figuras que se movían a lo lejos, pero solo oí un rugido muy débil procedente de la ciudad que había más allá. Allí, junto al hielo, reinaba el silencio. Pero la tarde ya estaba muy avanzada y la luz se estaba apagando deprisa. Las hojas muertas empezaron a susurrar y a moverse bajo el viento. Por fin Constance se giró para mirarme. Estaba furiosa. Volvió a exigirme que le dijera por qué me estaba comportando de aquella manera. Yo le hice un gesto impaciente, sugiriendo que me sacudía de encima sus protestas como si fueran paja.

—No importa cómo lo sé y tampoco importa cómo me siento, lo que importa es que la cosa se acabe.

—¿De qué estás hablando?

Me puse impaciente. Ella me estaba tratando como a un tonto.

—Lo que estás haciendo no está bien. Va a hacer daño a Howard, y eso no te lo voy a permitir. Estoy protegiendo a mi hijo.

—Yo no soy la madre de Howard.

—Pero lo vas a ser. Su madre se está muriendo.

Constance nunca me había visto tan furioso, pero refrené mi enfado para que ella pudiera entender qué era lo que yo quería. No le había dicho que Barb se estaba muriendo, ni tampoco le había consultado si quería ser su sustituía. Pero sí que la había oído hablar con un hombre por teléfono. Ya casi había oscurecido. No deberíamos estar allí, nos estábamos buscando problemas, era demasiado peligroso. Constance se dejó caer sobre un banco. El pelo se le estaba soltando y le caía sobre la cara. Se la veía más madura, provista de una especie de plenitud, de una satisfacción sexual. Yo no soportaba pensar que había otro hombre. Me volvía loco. Ella encendió un cigarrillo. Una neblina helada y húmeda se elevaba del hielo. No había nadie a la vista, estábamos solos. Más tarde me dijo que le había pasado por la cabeza que tal vez yo la fuera a asesinar allí. Me dijo que no le habría importado, siempre y cuando no le doliera.

—¿Qué hora es? —me preguntó.

—Las seis.

—Quiero volver.

—Constance, no le vuelvas a ver, ¿me entiendes? Si lo haces, me divorciaré de ti y no volverás a ver a Howard.

Ella no quiso ni pensar en aquello.

—Es él quien decide cuándo lo veo —me dijo en voz baja.

—¿Qué estás diciendo? —le grité.

Ella pareció despertar. ¿Qué estaba pasando? Se rio un poco.

—Me oíste hablar con Eddie por teléfono —dijo—. Y sacaste conclusiones precipitadas.

—Ya lo sabía de antes.

Ella no sabía cómo me había enterado yo. No era verdad, por supuesto. Se preguntó si me lo habría contado Iris. ¿Acaso lo sabía Iris? ¿Acaso era posible? ¿Es que no había nadie en quien ella pudiera confiar? Fue esto lo que pensó, yo vi cómo lo pensaba. Se levantó del banco y le entró un mareo instantáneo. Estiró el brazo y yo la sostuve. Ella ya no podía pensar con claridad.

—No deberías fumar —le dije—. Ojalá me dijeras en qué te he fallado.

—No empieces otra vez con eso. ¿Qué pasa esta vez?

—Que seguimos juntos.

Regresamos cruzando el parque, con las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo vuelto hacia arriba, codo con codo pero a mil kilómetros de distancia el uno del otro. Creo que estaba impresionada conmigo. Yo no estaba mostrando ninguna ansiedad por saber los detalles sórdidos del caso que se supone que muestran todos los hombres cuando descubren que han sido traicionados. Aquello llegaría más tarde. ¿Acaso se acordaba ella de lo que yo le había dicho en Londres hacía una eternidad, cuando decidí que nos íbamos a casar? «Soy un pensador fascinante y te quiero. ¿Cómo no me vas a querer tú?». Por entonces yo había sido fascinante, era cierto. ¿Cuándo había dejado de resultarle fascinante a ella? ¿Había sido culpa mía? ¿O bien había sido ella quien no había conseguido mantener la voluntad de ser fascinada? Yo temí que a aquellas alturas ya la hubiera perdido. Ella ya no parecía tener eso que nos guía a través de los desiertos, la estrella polar. Ya no tenía estrella polar moral. La culpa era de la promiscuidad de su madre y del abandono de su padre. También me di cuenta de que ella quería aquella crisis. Ella todavía no era consciente, pero quería que todo se viniera abajo. También era culpa de su madre. La responsabilidad que conlleva un matrimonio era demasiado para ellas. Yo iba a tener que asumir la de ambos.

Constance me dejó que la llevara a casa. Más tarde, cuando Howard ya estaba en la cama, ella se sentó a la mesa de la cocina, agotada. En el parque yo me había mostrado tranquilo y sensible. No le había soltado mi rabia, tal como habrían hecho otros hombres. Yo sabía que ella era frágil. Y eso hacía que yo le gustara. Ella era débil y yo era sabio. Yo entendía por qué lo había hecho: sentía que se estaba ahogando y se había aferrado al primer cuerpo cálido que se le había acercado. Pero ese cuerpo debería haber sido el mío.

—Sidney.

Yo estaba despejando la mesa.

—Lo siento —me dijo—. Por si te sirve de algo.

Asentí con la cabeza. Ella no era capaz de nada más. Se estaba acordando de lo que yo había dicho antes: «Seguimos juntos».

—¿Y ahora estamos en paz? —me dijo.

Me quedé asombrado. Me senté. Puse las manos sobre la mesa y me la quedé mirando.

—¿Sabes lo que has hecho? —le dije por fin.

—¿Qué?

—Lo has hecho pedazos. Se acabó, Constance. Lo has destruido.

—¿Qué he destruido?

—Como lo quieras llamar. Nuestro pacto. ¿No eras consciente de que habría consecuencias?

—¡Yo no he destruido nada! ¿No podemos seguir como siempre?

Ella oyó la desesperación de su voz y se preguntó si estaría contribuyendo a su causa o perjudicándola. Me di cuenta de que estaba pensando aquello. Era capaz de leerle el pensamiento. Mantuve la distancia clínica.

—En ese caso no, no podemos seguir como siempre. Te lo vuelvo a decir, hay consecuencias. Y ahora mismo no quiero hablar contigo. Voy a salir.

—Oh, por favor, no me dejes…

Estaba furioso. Me desaté el delantal, lo tiré en una silla, salí primero de la cocina y después del apartamento. No había terminado de recoger la mesa pero tenía que hablar con alguien.

Más tarde ella me contó que se había quedado tumbada a oscuras y en silencio, sin poder dormir. Me contó que había intentado controlar la ansiedad que le venía en oleadas y la inundaba, y que había tenido la sensación de estar aplastada y boqueando en una orilla del mar con la boca llena de algas y de sal. Tenía retazos y fragmentos de contenido mental consistente en situaciones de abandono, sí, pero lo que dominaba todo era una sensación abrumadora de pérdida, desesperación y soledad. Por supuesto que se sentía sola, le dije, había alejado de sí a la única persona del mundo que solo quería ayudarla. Cuando volví a casa poco después de las once no fui al dormitorio. Ella me estuvo esperando y luego ya no pudo esperar más. Me vino a buscar. La puerta de Howard estaba entreabierta y en el interior brillaba su lamparilla de noche. Por pura costumbre, ella entró a asegurarse de que estuviera dormido. A veces le desgarraba el corazón ver que el niño estaba a salvo y resguardado porque nosotros nos encargábamos de que lo estuviera. Estaba a punto de perder a su madre. La luz de mi estudio estaba encendida. La puerta estaba cerrada. Ella dio unos golpecitos.

—Entra, Constance.

Yo estaba tumbado en mi diván, completamente vestido, con una mano detrás de la cabeza, las gafas resbalándome por la nariz y la palma de la otra mano apoyada en el manuscrito inacabado de El corazón conservador, desplegado sobre mi pecho. Constance pensaba que yo amaba aquel libro más que a ella. Lo que no sabía era que yo había empezado a odiarlo. Y sin embargo, no podía dejarlo en paz. Era incapaz de terminarlo pero también de abandonarlo. Era como mi matrimonio, aquel puñetero libro.

—¿Te molesto?

¿Cuándo me había hecho ella aquella pregunta en el pasado? ¿Cuándo me había llamado a la puerta? Antes, cuando quería hablar conmigo, se limitaba a entrar como si nada.

—Siéntate. ¿Qué quieres?

—¿Me vas a echar de casa?

Se sentó en el borde del sillón. Se le abrió la bata. Le vi las piernas largas y desnudas, con una débil tracería de venas azules visible bajo la carne pálida del muslo. En aquel momento la deseé. Ya no me resultaba en absoluto familiar y sin embargo me fascinaba. Ella se tapó. Se sentía desesperada, me dijo. Yo le contesté que a Howard le hacía falta una madre.

—Hubo un tiempo en que Iris necesitaba una madre —me dijo ella.

—Yo estoy hablando de Howard.

—Nunca me habías hablado de eso —me dijo.

—A ti te cae bien el niño. Y parece que tú le caes bien a él. ¿Adónde irá sino?

Me la quedé mirando por encima de las gafas.

—¿Y eso es todo? —me preguntó.

—¿Qué más quieres saber?

—¿Dónde vas a dormir?

—En el cuarto de invitados.

—Qué pulcro y adusto es todo —me dijo.

Yo la deseaba, sí, pero quería dormir en el cuarto de invitados. En aquellos momentos ella no estaba dispuesta a pelear conmigo, y yo me alegré. Ya me había hartado de ella. Quería que me dejara en paz. Constance se puso de pie y examinó los papeles que yo tenía sobre la mesa. Vio una portada de pega que yo había estado esbozando para mi libro. El corazón conservador escrito en mayúsculas, con mi nombre debajo en letras más pequeñas, todo superpuesto al dibujo de un águila posada en un risco. En el cielo se veían relámpagos y abundantes nubes negras de tormenta avecinándose.

—Tú ya sabías que todo saldría así —me dijo—. Siempre lo has sabido.

—¿Cómo es así?

—Sabías que descubrirías que te habías casado con una guarra. Era lo que querías.

—No tengo nada más que decirte.

—Te lo digo en serio —me dijo—. Antes me adorabas. Luego te diste cuenta de que era una perdida y ahora me desprecias por eso, igual que Papá.

—En ese caso la respuesta es no: no pensaba que fuera a descubrir que me había casado con una guarra.

—¿Pensabas que yo era una buena mujer?

—Sí, Constance, lo pensaba y todavía lo pienso.

Decir aquello no me resultó fácil, pero ella fingió no oírlo. Lo que hizo fue levantarse y desperezarse. Ahora se sentía felina: yo le conocía aquel estado de ánimo. Los gatos son veleidosos, inmorales. Promiscuos.

—Sorprendente —dijo ella—. Me voy a la cama.

Ella se detuvo junto a la mesa y cogió mi dibujo.

—¿Qué es lo contrario de un corazón conservador? —me preguntó.

Qué pregunta tan extraña. Pensé un momento antes de responder.

—Alguien sin padre.

Aquello la hirió, tal como yo pretendía. La criatura sin padre es el radical, el revolucionario: el que derroca las instituciones que el conservadurismo reverencia. Pero para Constance, por supuesto, quería decir algo muy distinto. Salió del estudio, y mientras cerraba la puerta me dijo:

—Tendrías que haber puesto un puto buitre.

Por entonces Constance se encontraba en un estado de colapso moral. Su padre había hecho añicos su frágil identidad y ella, presa de la aflicción, no había acudido corriendo a mí sino a un desconocido. En la crónica que me hizo más tarde de aquellos días, hay palabras que se repiten. «Liberación». «Escapatoria». «Defensa». «Trampa». «Fachada». «Terror». Cuando ella pensaba en su vida y en los problemas que afrontaba, tanto en las Catskill como en Manhattan, creía que todo estaba relacionado con su infancia. Hacer frente a las pruebas de la traición ya de muy pequeña, y luego reflexionar sobre el fracaso de su matrimonio, aquello conllevaba reconocer la mano del determinismo, me dijo. A mí los deterministas me agotan la paciencia. Su conducta me pareció otro de sus intentos cada vez más desesperados para desplazar la responsabilidad de lo que estaba haciendo, y lo que estaba haciendo no era otra cosa que castigarme a mí para castigar a su padre. Yo era consciente de que en la mente de Constance yo representaba un principio patriarcal que ella creía que debía atacar. Aquello no cambió ni siquiera tras morir Iris, un suceso que hizo que cambiara todo lo demás.

Después de nuestra conversación en Central Park me pasé dos días sin decirle nada. Luego, una tarde, le pedí que viniera conmigo a la sala de estar. Ella vino sin protestar. Me preguntó si tenía cigarrillos. Le dije que no. Caminó hasta la ventana y miró por ella, tamborileando con los dedos en el antepecho. Se dejó caer en un sillón y cruzó las piernas. Se toqueteó el dobladillo del vestido. Esperé unos segundos a que le empezaran a aparecer en las mejillas aquellas diminutas motas rojas que siempre la delataban. Luego le pedí que me lo contara.

—¿Qué quieres que te cuente?

—La verdad.

—¡La verdad! ¿Qué verdad?

Yo quería la verdad pero sin tener que sacársela a la fuerza. Ahora creo que estuvo mal lo que hice, porque ella me contestó que me iba a dar la verdad que yo quisiera. Yo le dije que no, que quería la verdad, y ella me dijo: Vale. Echó un vistazo al techo. Movió los labios en silencio, tal como había hecho en el hotel de Montauk. A continuación me contó que el tal Eddie Castrol se había presentado una tarde en su despacho, después de que ella regresara de su última visita a Ravenswood. Me contó que habían salido juntos del edificio y habían cogido un taxi hacia el hotel Dunmore. Le dije que ella debía de haberlo conocido bien para que él fuera a su despacho, pero ella lo negó. Luego se puso a contarme que había estado caminando por su habitación mientras él estaba tumbado en la cama. Le pregunté cuándo lo había conocido. Y por qué nunca me había hablado de él.

—Porque estabas fuera.

—Pues cuando volví.

—No me pareció importante.

Lo había conocido la primera vez que Iris la llevó a su hotel. Constance había pensado que solo estaban yendo a tomar una copa, pero cuando llegaron a la coctelería, Eddie estaba allí. Estaba tocando el piano. Iris le dijo que aquel hombre era su amante y que aquella vez la cosa iba en serio. Luego, mientras estaban las dos en la puerta, mirándolo, Iris le preguntó si no le recordaba a Papá.

—¿Te lo recordaba? —le pregunté.

—No. Eran imaginaciones de ella.

Habían tenido una conversación en la coctelería y luego los tres se habían ido a escuchar jazz a un bar del Village. Acabaron saliendo hasta tarde. Ella sonrió un poco al acordarse. Tres borrachuzos de parranda, me dijo, pero yo no tenía paciencia para aquellas tonterías. Le pregunté cómo había terminado la noche.

—Iris se emborrachó, Eddie le dio un beso de despedida y yo me la llevé a casa en taxi.

—¿A quién estaba mirando él?

—¿Qué?

—¿A quién estaba mirando él mientras besaba a Iris?

Yo necesitaba saberlo. Constance me miró como si estuviera loco. Luego se dio cuenta de qué andaba yo buscando.

—¿Tú qué crees?

—¿Te estaba mirando a ti?

—Sí, Sidney, a mí. Me estaba mirando fijamente a mí.

Ahora había desprecio en su voz. Yo insistí. La obligué a contarme su siguiente encuentro. Ella se lo había encontrado por casualidad en el metro. Habían ido a una cafetería que estaba cerca de Union Square. ¿Y de qué habían hablado?

—Hablamos de Iris y de él.

—¿Y qué te dijo?

—Me dijo que la situación era dura para Iris, Que en el fondo era una niña. Que se lo tomaba todo demasiado en serio.

—¿Y qué más te dijo?

—Me preguntó si yo era fiel.

Yo había pensado que aquella conversación sería difícil para ella. Pero estaba descubriendo que me resultaba mucho más difícil a mí.

—¿Qué te dijo exactamente?

—Me dijo: ¿Eres fiel?

—¿Y tú qué le dijiste?

—Métete en tus asuntos.

—¿Quieres decir que se lo dijiste a él?

—No. Sí.

Quedaron en verse en la misma cafetería al día siguiente para almorzar. Ella no se presentó. Me dijo que no se sentía lo bastante fuerte. Yo le pedí que continuara. Luego pasaron unos meses y se vieron en su habitación del hotel. ¿Y qué pasó entonces?

Ella le dijo que no podía hacerlo.

Entonces ¿por qué había ido?

—Pues túmbate a mi lado y ya está —le dijo él.

Ella se tumbó un momento a su lado, pero me contó que estaba muy nerviosa. Él se inclinó sobre ella para aplastar su colilla en el cenicero. Mientras lo tenía encima, ella le tocó la cara,

—Te crees que soy tonta —le dijo.

—No, no lo creo.

Ella volvió a guardar silencio.

—Sigue, Constance —le dije.

Él intentó besarla pero ella apartó la cara. Sin embargo, no se levantó de la cama. Él siguió inclinado encima de ella, con la cara a un palmo de la de ella. Ella le olió el aliento a alcohol y a tabaco.

—¿Quién eres, Eddie? —le preguntó.

Aquella, sin embargo, fue la voz de la mente al despedirse de todo, me contó Constance, la última convulsión antes de morir y de que cualquier cosa que se pareciera al pensamiento desapareciera sin dejar rastro. Y lo que fuera que lo suplantó, me dijo, lo suplantó. Era por eso que estaba allí. Porque quería dejar de pensar. Quería dejar de sentir. Lo que siguió fue furioso y pasivo al mismo tiempo, me dijo, y ella se pasó todo el tiempo llorando. Más tarde, agotada pero sintiéndose por fin vacía, descargada de toda rabia, se quedó tumbada en silencio al lado de él. Me contó que nunca había sabido que el sexo pudiera ser así. Que su única experiencia hasta entonces había sido conmigo.

Me echó un vistazo con expresión agradable, como diciendo: Así pues, no hay nada de que preocuparse.

—Continúa.

—¿Estás seguro?

Ella me dijo que era consciente de la enormidad de lo que me estaba contando. Que dudaba que ningún hombre pudiera soportarlo.

—Ni siquiera tú, Sidney.

Se rio y me dijo que nunca sería capaz de perdonarla. Pero ¿acaso ella no me estaba dando lo que yo quería? Lo dijo en tono despreocupado. Se estaba encendiendo un cigarrillo.

—¡Continúa, maldita seas! —exclamé.

Pero cuando él se volvió a excitar, a ella le entró el pánico. Lo apartó de sí y se quedó sentada con un brazo extendido, la palma hacia fuera y los dedos desplegados, diciéndole que no, que ya bastaba, ¡pero él no le hizo caso! La puso boca abajo y la inmovilizó…

Se hizo un largo silencio.

—¿Y luego?

—Me la metió.

—¿Por dónde?

—Por el culo.

Me sentí enfermo. Constance expulsó una bocanada de humo hacia el techo.

—Muy bien —le dije ya—. Ya basta.

Me bastaba y me sobraba. Yo le había pedido la verdad, pero ¿lo era? ¿O acaso era una historia que se había inventado para infligirme dolor? Si su intención había sido esa, lo había conseguido. Lo volví a intentar. Estaba hecho un glotón. Le pregunté cuántas veces.

—¿Cuántas veces? —me preguntó ella.

—¡Sí, cuántas veces!

Ella me dijo que en total lo habían hecho diecisiete veces y que ella había llorado todas y cada una, no sabía por qué.

—¿Fue él quien te dio ese anillo? —le pregunté.

—Métete en tus asuntos.

Viva la franqueza. Pues claro que sí. ¿Quién se lo iba a dar si no?

¿Era una pura cuestión de sexo?

Eddie Castrol no era hombre dado a hablar de sus sentimientos, pero parecía que la deseaba, y con eso ya bastaba.

De manera que era una pura cuestión de sexo, y ese sexo se debía a que ella se encontraba en estado de shock tras descubrir lo que le había pasado al hombre que ella creía que era su padre.

Cuando acababan, él volvía a bajar a la coctelería. Ella lo seguía al cabo de unos minutos. Se lo quedaba mirando desde un reservado a oscuras mientras él tocaba canciones de dolor y pérdida.

Yo le dije que tenía una última pregunta.

—Dispara —me dijo ella con expresión plácida.

—¿Qué pasa con Iris?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Lo sabe?

—No lo sabe a menos que se lo hayas dicho tú.

—Yo no se lo he dicho.