6

Sidney me llevó a Penn Station. Él no quería que me fuera a Ravenswood sin él, pero estaba demasiado ocupado. No había taxis, o sea que tuvimos que coger el metro. Nos vimos apretujados entre neoyorquinos sudorosos e irritados, aferrados a los asideros de cuero y siendo zarandeados de delante hacia atrás por las sacudidas y convulsiones del vagón. Era un tren lento y ruidoso. No paraban de oírse chirridos y rechinar de metal contra metal. En los túneles negros se producían chispazos y destellos eléctricos. Y estaba todo asqueroso: había basura por el suelo y pintadas en todas las puertas y ventanas. Penn Station estaba peor todavía. Las obras de demolición continuaban, incólumes, los martillos neumáticos traqueteando sobre las vigas, el rugido de la maquinaria pesada y los gritos de los hombres. Era demasiado para mí. De las paredes salían cables y bobinas. La zona de llegadas ya había sido destrozada y ahora estaba ocupada por una grúa, y el polvo era casi peor que el ruido. Se te metía en los ojos, en los pulmones y en el estómago. Sidney dijo que nos estaban obligando a comernos Penn Station como castigo por dejarla morir. A la mierda Penn Station, pensé yo: ¿quién había dejado morir a mi padre?

Había pasado una semana. Iris había visitado a Papá y había regresado a la ciudad. Ahora me tocaba a mí. Le había dicho a Sidney que me iba a ver al viejo porque al parecer yo lo estaba matando. Le dije que quería estar presente cuando dijera sus últimas palabras. Y que confiaba en que fueran: Perdóname Constance.

—¿Y qué le contestarías tú?

Me dijo que odiaba lo rencorosa que me había vuelto. Que quería que le devolvieran a su chica dulce e inocente. Yo le dije que Papá había destruido mi inocencia al contarme la verdad.

—¡Pues olvídala!

Le dije que solo quería tener la oportunidad de despedirme de todo: quería echar un último vistazo a aquello que estaba a punto de perder para siempre. Le dije que después de aquella visita ya no tenía intención de regresar jamás, que solo quería poner un fantasma a descansar. Y no estaba tan lejos de decir La verdad. Tenía que averiguar dónde había muerto mi padre. Se lo debía. Era lo menos que podía hacer.

Al norte de Cold Spring hacía un frío glacial y el río era una franja de plata helada bajo un cielo sin nubes. Yo llevaba un manuscrito conmigo y me pasé casi todo el viaje trabajando. Me bajé del tren en Rhinecliff y encontré taxi en el aparcamiento de la estación. Hice que el taxista cogiera la carretera del río. Cuando doblamos por el camino de la casa, yo ya estaba haciendo un esfuerzo consciente por controlar mi respiración. No había telefoneado para avisar de mi llegada.

Llamé a la puerta principal y me pasé más de un minuto esperando en el porche. La nieve seguía cubriendo el tejado y pegándose a las tejas de pizarra de la torre. De los aleros colgaban estalactitas y las ventanas del piso de arriba estaban escarchadas. El lugar era una especie de museo del hielo, o mausoleo, o sarcófago, y pensé: al morir Harriet, se marchó de esta casa algo más que su espíritu. Aquí ya no hay corazón. Hace años que no lo hay. Me moría de ganas de dar media vuelta y volver a Nueva York.

Pero había señales de vida. Había leña amontonada en la galería y la pila era mucho más pequeña que en Navidad. De una chimenea salía un hilo de humo. En el porche había apoyadas varias herramientas, un hacha, una sierra y una hachuela. No deberían estar allí sino en el cobertizo. Papá se ponía furioso cuando alguien dejaba herramientas fuera. Y la camioneta estaba aparcada delante de la casa, aunque tenía aspecto de llevar tiempo sin usarse. A continuación se abrió la puerta y apareció Mildred Knapp, secándose las manos en el delantal. Esta mujer estaba casada con mi padre Yo me la quedé mirando con nuevos ojos. No sé qué esperaba ver. Ella no vio nada.

—Él no me ha avisado de que venías.

Ruda y gélida como siempre.

—Es que no se lo he dicho.

La casa no estaba caliente. La seguí por el recibidor y después por el pasillo. El hecho de saber que ella ignoraba que yo sabía quién era me producía una euforia extraña. Si Mildred estaba enterada, no dio señal alguna de ello. Intenté encontrar algo en ella que no hubiera visto antes, una especie de tejido conector. Un vínculo. Dejé mi bolsa al pie de la escalera de atrás y entré en la cocina. Ella fue a la encimera y me sirvió una taza de café.

—Iris está preocupada por Papá —le dije.

—La mayoría de los días está como siempre.

Me puso delante la taza de café. Era una mujer nervuda, esbelta, con el cuerpo y las manos ajados y una cara áspera y huesuda. Tenía el pelo negro, desordenado y entreverado de canas. Se había mudado a la torre poco después de la muerte de Harriet y seguía viviendo allí arriba, a solas con sus recuerdos y con sus secretos. Era la mujer de mi padre, pero ni una sola vez habíamos hablado de ello. Otra de las personas que me escondían la verdad. Para ella, yo también era la encarnación viviente de la traición. Los dos me odiaban. No tenía ningún sentido. Nadie controla las circunstancias de su nacimiento. No hace falta mucha imaginación para entender eso.

—No quiere salir de la cama. Dice que hace demasiado frío. Imagínate, tu padre con miedo al frío. Se levantará cuando se entere de que has venido.

Tu padre.

—¿Crees que se lo deberías decir?

—Será mejor que suba.

Salió de la cocina y pensé que no, que tal vez no me odiara. Si Mildred pensaba alguna vez en mí, sería en relación con el bienestar de Papá. El resto permanecía en un archivo de su mente repleto de antiguos escándalos. Ella los visitaba por las noches y por las mañanas volvía a encerrarlos bajo llave. Al cabo de unos minutos regresó a la cocina.

—Baja enseguida —me dijo—. Tarda un rato en lavarse y vestirse.

—¿Lo ves muy cambiado?

—Como digo, hay días en que es él.

Luego hizo algo con la cara, chupándose el labio inferior y mordiéndoselo, frunciendo todo el contorno de la boca, que me sugirió dolor. Ella lo quería, a su manera. Papá llevaba años ocupándose de las hermanas de ella y de sus sobrinos y sobrinas. Para Mildred, era un buen hombre. Era el médico. Ella odiaba verlo debilitarse. Luego oí los pasos de él, descendiendo por la escalera.

El cambio no era tan espectacular como me habían hecho esperar. Lo vi de pie en la puerta de la cocina igual que lo recordaba de la Navidad, alto y ceñudo, con su jersey de botones y sus pantalones de pana. Estaba más flaco, eso sí. Tenía una barba pinchuda de dos días en el mentón. Le temblaba la mano izquierda. Pero lo más sorprendente fue lo que pasó a continuación.

—Cierra la puerta, Morgan —le dijo Mildred en tono seco—, estás dejando que se escape el calor.

Él entró en la cocina y cerró la puerta. Su docilidad me dejó pasmada. Aquello habría sido inverosímil incluso un mes atrás.

—No nos has avisado, Constance. No sabíamos que venías.

—Ha sido un impulso del momento. ¿Algún problema?

Él arrastró los pies hasta la mesa y en sus andares vi a un anciano. Hablaba mirando el suelo y en tono quejumbroso. Estiró una mano temblorosa para coger la silla que estaba en el extremo de la mesa. Se sentó con cuidado.

—¿Algún problema?, me pregunta. ¿Acaso se puede hacer algo ya? Me temo que no.

Levantó la cabeza.

—Mildred, dame una taza de café.

Cuando nos quedamos a solas, le dije que sabía quién era mi padre.

—Ah, ¿sí?

Nos encontrábamos en la sala de estar, junto a la chimenea. Fuera oscurecía.

—¿Quién te lo ha contado?

—Tú no.

Él asintió para sí mismo durante un momento largo. Yo siempre había evitado enfrentarme a él si podía. Era demasiado fuerte para mí. Ahora no tenía elección.

—Pensé que sería demasiado para ti —me dijo.

—Y quisiste hacerme creer que eras mi padre.

Él contestó sin vacilar. Yo conocía aquel tono y lo odiaba. Me sentí enfadada conmigo misma por haberlo provocado. Era su tono clínico, el que usaba para hablar de cuestiones sobre las que no le cabía duda alguna. Me dijo que sí, que lo había querido, que era lo mejor…

Se reclinó en su asiento. Me acerqué a la ventana. Cerré las cortinas. En las partes de la habitación alejadas de la chimenea hacía frío, pero yo tenía que poner cierta distancia entre nosotros. Le pregunté por qué me lo había tenido que contar.

Volvió a agachar la cabeza,

—Papá, ¿por qué?

Él extendió las manos ancianas, con las palmas hacia arriba. No hubo ningún temblor.

—Ahora tienes a Sidney.

—Sidney dice que tú le dijiste a Walter Knapp que iría a la cárcel y que por eso se mató.

—Aquel chico se entrometió en mi hogar y tuve que deshacerme de él.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo aplasté.

Levantó la mano y se frotó el pulgar contra las yemas de los dedos. Me planté delante de él.

—¿Qué estás diciendo?

Él se volvió a reclinar en su asiento con los ojos cerrados,

—Siéntate —me dijo en voz baja.

Me quedé de pie, mirándolo desde arriba, horrorizada.

—¡Que te sientes!

Obedecí.

—Los encontré juntos en el maldito cobertizo de los botes.

—¿Y qué estaban haciendo?

Se quedó callado.

—Papá, ¿qué estaban haciendo?

¡Aquello era sacar agua de las piedras! Abrió los ojos de color claro. Le centellearon de desprecio. Me preguntó qué creía yo que estaban haciendo. ¡Pero yo necesitaba oírselo a él! Necesitaba saber que por lo menos aquella parte era cierta.

—¿Y qué hiciste?

Él negó con la cabeza. Yo tuve la sensación de estar atrapada en una pesadilla, cuyo horror era la sensación persistente de no estar dormida,

—O sea que estaban en el cobertizo de los botes…

—¡Adonde tú tenías prohibido ir! Le puse una cerradura para que no entrarais, pero no hicisteis caso, ¿verdad? Tú y tu hermana… ¿Ahora entiendes por qué no quería que entrarais allí?

No había nadie en toda la casa más que Mildred, que ya había subido a la torre ¿Acaso me estaba diciendo que había asesinado a mi padre en el cobertizo de los botes? ¿Era así como había muerto? Le pregunté qué pasó cuando los encontró.

Papá se puso a buscar algo en el bolsillo de la chaqueta. Sacó un objeto de pequeño tamaño, que relució a la luz de la chimenea. Lo sostuvo en alto para que yo lo viera. Era un anillo de plata fino y lleno de rayaduras. ¿De quién era? No me lo quiso decir. De Walter, supuse. Lo había cogido de su cadáver, se lo había sacado del dedo. Lo había guardado como una especie de memento mori.

—Ten, quédatelo —me dijo.

Cuando yo era niña y entraba en alguna habitación donde Papá y Harriet estuvieran hablando, ellos se callaban de golpe y yo creía que estaban hablando de mí. Ahora, sin embargo, sabía que estaban hablando de mi padre. Que Papá no dejaba en paz el asunto, que seguiría castigando a Harriet mientras ella viviera. Que él había causado también la muerte de ella.

—Por lo menos dime dónde murió.

Pero ahora yo le era indiferente. No era su hija. No en nada para él. Estaba jadeando un poco. Lo vi como un ser monstruoso.

—Sé cómo lo hiciste —le dije—. Sé lo que le dijiste.

—No sabes nada.

Se puso de pie y lo seguí hasta la cocina. Estaba agotado. Tenía salpicaduras de saliva en el labio y en la barbilla. La piel del color de la ceniza. Todo aquel drama que yo había llevado a su casa lo estaba dejando sin fuerzas. Después de cenar me dijo que se iba a la cama. Echó atrás con torpeza la silla para levantarse de la mesa. Yo me puse de pie y lo rodeé cautelosamente con los brazos. Él se dejó abrazar y luego se fue arrastrando los pies hasta la puerta. Hizo una pausa, se dio media vuelta y yo esperé algunas palabras que arrojaran luz sobre lo que acababa de suceder, o por lo menos que afirmaran que en algún momento había existido amor entre nosotros, y que tal vez todavía existía, y me pregunté a mí misma: ¿es por eso por lo que he venido aquí? Porque no servía de nada intentar sacarle la verdad. Era demasiado viejo, y para los viejos eso no tiene sentido, no existe el pasado, solo existe el futuro, que se les echa encima con determinación inexorable: la muerte, ya fuera en forma del tren de Albany o de cualquier otro instrumento de aniquilación que eligiera para hacer su trabajo…

Papá me dijo que me asegurara de que la chimenea tenía puesta la pantalla antes de irme a la cama.

Después de que él subiera las escaleras, yo me puse el abrigo y salí de casa por la puerta de atrás. Había empezado a nevar. Bajé la colina y crucé las vías del tren. La nieve caía suavemente en forma de copos pesados y húmedos. Me detuve al final del muelle roto y miré cómo se fundía al tocar el agua helada que lamía los pilares de debajo de mis pies. Por fin me giré hacia el cobertizo de los botes.

Abrí las puertas de tablones. Recordaba aquel cobertizo como un lugar estival lleno de sombras en movimiento, ecos acuáticos y luz del sol colándose por las rendijas de los tablones. Aquella noche de invierno, sin embargo, estaba oscuro, y en lugar de ser el sitio romántico que había sido, ahora era siniestro. El bote de Papá tenía los listones bien firmes bajo su dosel de lona, verde por el liquen. El esquife ya no estaba, pero antes de hundirlo Papá le había quitado el motor fuera borda y lo había dejado allí, sujeto a un caballete y cubierto con una lona impermeable. ¿Era allí donde había sucedido?

Me puse a temblar. Me sentí mareada. Luego me vi cerrando las puertas detrás de mí. Más arriba, en lo alto del risco, acechaba la mole negra de la casa. Su contorno era perfectamente nítido bajo la nevada.

Cuando regresé a la ciudad le conté a Sidney que Papá había matado a mi padre. Pero Sidney no me tomó en serio. Intentó decirme que los recuerdos del pasado del viejo no eran fiables, que yo me tenía que haber dado cuenta. Que no podía hacer responsable al viejo de aquella tragedia de antaño.

Yo ya me había temido aquello. Agaché la cabeza y me cubrí la cara con las manos. Luego levanté la vista para mirarlo.

—Me dijiste que estabas de mi lado —le dije en voz baja—. No fue una tragedia, Sidney. Fue asesinato. Y no ha sido Papá quien me lo ha contado.

—¿Quién entonces?

—Mildred.

Él me dijo que no confiaba más en la versión de los acontecimientos de Mildred Knapp que en la de Papá.

—¿Y ella le vio hacerlo?

—No le hizo falta.

—¿No?

—No, Sidney, no le hizo falta. Lleva viviendo con él desde que murió Harriet. Comparte su cama, o por lo menos la compartía.

Le conté que la mañana después de mi conversación con Papá yo me había levantado temprano, había bajado a la cocina y había encontrado a Mildred lavando los platos en el fregadero. Le dije que Papá y yo habíamos hablado de Walter y que sabía que era mí padre. Ella no se dio la vuelta. No se movió.

—¿Y él sabe que lo sabes? —dijo Mildred por fin.

—Sí.

Entonces se dio la vuelta. Nos quedamos mirándonos unos segundos.

—¿Dónde murió? —le pregunté.

El corazón me iba a mil por hora. Sabía que me lo iba a decir.

—Al sur de aquí.

—¿Muy lejos?

—En Tillman’s Landing.

Sentí una oleada de angustia al reconocer el lugar. Se me escapó una exclamación. Me acordaba de Tillman’s Landing. Una aldea fluvial, con cuatro o cinco casas y un embarcadero. Un empinado camino sin asfaltar que salía de la carretera del río y acababa en el agua. Mildred se sentó a la mesa. Estiró el brazo para cogerme la mano.

—Intenté detenerlo —me susurró.

—¿Qué quieres decir?

Pero ahora ella estaba alarmada. No podía hacerlo. Se apartó de mí. Se levantó de la mesa. Se plantó frente al fregadero, de espaldas a mí, y se puso a bombear agua con furia para lavar una sartén. Nuestro momento de intimidad se acababa de esfumar tan deprisa como había llegado.

—¿Tienes alguna fotografía de él?

—¡Las quemé todas!

—¿Cómo era?

Mildred seguía sin girarse. Su espalda flaca estaba rígida por la tensión bajo una chaqueta de punto negra y barata.

—Pregúntale a él, él lo sabe.

Se refería a Papá.

—No me lo quiere decir.

Ella se encogió de hombros. Era una mujer cruel, o tal vez únicamente aterrada, o culpable. Perdí la paciencia con ella. Me eché a llorar. Descolgué las llaves del gancho de al lado del teléfono y me puse el abrigo. Me fui a la camioneta. Estaba aparcada al lado del cobertizo. Me subí a ella, arranqué y me alejé de allí. Oí que alguien gritaba detrás de mí. Por el retrovisor vi a Mildred en el porche de la casa. Se estaba poniendo el abrigo y bajando los escalones a toda prisa. Di marcha atrás. Ella se me sentó al lado. Yo no tenía ni idea de adónde estaba yendo, pero de pronto me di cuenta de que sí lo sabía: estaba yendo al sur por la carretera del río. Estaba yendo a Tillman’s Landing y Mildred me acompañaba.

Aquel día el río estaba en calma, se movía despacio, cargado de hielo y lleno de destellos plateados bajo el cielo gris de invierno. Empecé a respirar con más facilidad. Me encantaba la belleza reposada del río. Me encantaba su tranquilidad. En el coche reinaba el silencio.

Tillman’s Landing estaba igual que yo lo recordaba. Allí no había cambiado nada. La carretera estaba sin asfaltar y yo la seguí bordeando un cabo boscoso hasta que por debajo de nosotros apareció nuestro destino: el puñado de tejados, las vías del tren y el embarcadero, la estación del ferrocarril, ahora entablada, con la cal cayéndose de los ladrillos, y al fondo de todo el río plateado y las montañas lejanas, bajo el cielo plomizo y encapotado. Los postes telefónicos desfilaban flanqueando las vías del tren. No había ni un alma. En el terreno elevado que había al sur, los árboles sin hojas se recortaban contra el cielo. Fui intensamente consciente de la presencia de mi padre, o mejor dicho, no de su presencia, sino de su influencia.

Bajé la colina y aparqué la camioneta. Nos quedamos sentadas mirando las vías del tren y el río que discurría al otro lado.

—¿Fue aquí? —le pregunté.

Mildred asintió con la cabeza.

—¿Y qué pasó?

Algo pasó. Algo provocó el desenlace. Papá sospechó. Se enteró de todo. Tal vez llegó a casa del trabajo inesperadamente un día, o bien ellos hicieron alguna temeridad y él la vio. Al principio lo único que Mildred quiso decirme fue que Papá los había encontrado en el cobertizo de los botes.

—¿Tú dónde estabas?

Ella estaba en la torre. Vio que Papá bajaba al cobertizo de los botes. Y que luego salía Walter. Walter se marchó siguiendo las vías del tren y Papá lo siguió. Al cabo de un rato, Harriet salió del cobertizo de los botes y regresó caminando por el bosque. Llegó a casa y subió directa a su dormitorio. Mildred se acercó a su puerta y la oyó llorar. Se alegró.

—¿Te alegraste?

—Pensé que por fin se acabaría la cosa.

—Pero ¿no?

—Sí, ya lo creo que se acabó.

Lo que Mildred quería decir era que pasó justamente lo que ella había estado temiendo. Que ella perdió a mi padre para siempre. Al cabo de unas horas le contaron que lo había atropellado el tren de Albany.

Contarme aquello le costó mucho. Se vino abajo. Tardó unos minutos en recobrar la compostura. Luego señaló al punto de las vías en que una plataforma baja de madera permitía a los vehículos cruzarlas para acceder al camino de sirga. Allí era donde había muerto, me dijo.

Mí padre.

—¿Por qué lo hizo?

Ella me echó un vistazo y apartó la vista. Frunció la boca igual que el día anterior. Luego se puso a hablar. Nos pasamos una hora sentadas en la camioneta y en todo aquel tiempo no salió ni un alma de ninguna de las casas; aquel lugar estaba vacío, muerto. Ni trenes pasaban.

Mildred me contó que se había casado muy joven con Walter, que los dos se habían casado muy jóvenes. Sus hermanas se oponían a aquel matrimonio. Habían oído historias sobre Walter. Yo le pregunté qué decían las historias, quería saberlo todo. ¿Cómo era él? Era como tú, me dijo ella.

—¿Como yo en qué sentido?

Era pálido como yo, tenía la piel muy clara, me dijo, y el pelo como el tuyo, casi blanco. Era un chico extraño. Oía cosas, igual que tú, y se distraía con facilidad. Se perdía en sus pensamientos. Nunca sabías del todo qué estaba sintiendo, se lo guardaba todo para él. Escribía cosas y a veces me las leía. ¿De qué trataban? Pues del río. De los bosques. De mí, susurró. Pero cuando estaba feliz… Cuando estaba feliz salía el sol…

Ella sonrió un poco. Estaba claro que lo había amado.

De manera que eran cositas pequeñas las que mi padre y yo teníamos en común, me contó, pero aun así la habían alarmado. Se había puesto a pensar: ¿de dónde venían? Le había parecido asombroso que fuéramos tan parecidos. La había inquietado. Se me ocurrió que ella debía de haber tenido la sensación de que yo la estaba acusando, aunque no sé de qué. De no haberlo salvado. Durante todos aquellos años yo había mantenido con vida su sufrimiento, por eso me odiaba. Después de casarse, se habían mudado a las habitaciones del servicio de la parte de atrás de la casa y él había entrado a trabajar de encargado de mantenimiento. En aquella época el lugar estaba mucho mejor cuidado. Había más dinero y más empleados. Había perros y caballos. Se montaban fiestas. Venía gente de la ciudad.

Guardó silencio. Estaba contemplando las vías del tren a través del parabrisas. Yo le dije que no había conocido la casa en aquella época, que yo había nacido más tarde. Ella me dijo que todo ya se estaba acabando antes incluso de que muriera Walter. No había dinero, me dijo. El médico había tenido que coger más pacientes. Ella no sabía qué había pasado, pero se había producido alguna clase de desastre y de pronto ya no había dinero. Ella pensaba que el dinero que habían perdido en de Harriet. El médico se pasaba fuera todo el día y toda la noche. Tu madre se aburría. Deambulaba por la casa sin nada que hacer. Nunca se había llevado bien con los lugareños. Durante su infancia en Inglaterra había conocido una vida muy distinta. Había veces en que ayudaba a Mildred en la cocina solo pora tener algo que hacer. En verano siempre estaba en el jardín. Se frustraba porque no era como un jardín inglés. El suelo era pobre y la temporada era corta, de manera que no podía plantar las cosas que quería. Walter la ayudaba con el jardín y así fue como empezó todo.

—¿Cómo empezó, Mildred?

Dio la impresión de que acababa de morder un limón, de tan amargo que era el sabor que tenía en la boca. Yo crecí aquí, pero tu madre, oh, tu madre era distinta. Era inglesa. Sin embargo, al principio nos llevamos bien. Luego le empezó a gustar Walter.

Otra pausa larga.

—Yo empecé a sospechar algo —dijo por fin.

Volvió a guardar silencio.

—Continúa —le dije—. Empezaste a sospechar algo.

Se secó los ojos. Se puso a hablar de nuevo pero esta vez sin mirarme.

—Después de aquello la casa se volvió un mal lugar.

—Ya.

No me sorprendía. Harriet no iba a estar satisfecha con un hombre tan frío como Papá. El nunca sería suficiente para ella, por lo menos en aquel sentido. Mildred volvía a estar mirando las vías y fue su cara de amargura la que vi, aquella cara que yo le había conocido toda la vida. Walter y Harriet habían creado aquella cara entre los dos. Walter no quería hablar con ella de lo que estaba pasando, pero se había vuelto obvio. ¿Cómo? Pues porque yo no los podía encontrar, me dijo. Desaparecían. Yo sabía que se habían ido juntos. Y luego se echaban miraditas entre ellos. Aquello me ponía enferma. Yo era incapaz de estar con ellos.

Estaba convencida de que habían hablado de escaparse juntos. ¡Menudos dos! ¡Tu madre, dijo, escapándose con Walter Knapp!

Yo no veía qué tenía aquello de extraño.

—¿Y qué pasaba con Papá? —pregunté.

—Yo no se lo podía contar. ¿Cómo se lo iba a contar?

—¿Y él no lo veía por sí mismo?

—Es que de día no estaba aquí. Y por la noche bebía whisky y se iba a la cama. Ya no había demasiado matrimonio ni siquiera antes de que tu madre empezara su relación con Walter.

En la cabina de la camioneta hubo un rato de silencio. Todo había tenido lugar durante un mismo verano, en el que los amantes pudieron encontrarse al aire libre, ya fuera en el bosque o bien en otras partes de la propiedad, como el cobertizo de los botes. Ella empezó a comprarle regalos. Mildred los encontraba: una pitillera de plata, un anillo. Libros. Habría sido capaz de darle cualquier cosa, me dijo. Ella pensaba que Harriet se había rebajado. Walter era lo bastante bueno para Mildred, ciertamente, ella les habría dado una buena vida a los dos, habría cuidado de él, cien veces mejor que Harriet.

—Yo no lo culpaba mucho a él —me contó Mildred—. No podía esperar que no hiciera caso de tu madre, iba en contra de su naturaleza. En ese sentido, era como una hoja arrastrada por el viento. Pero que ella lo mezclara todo con amor…

Aquello era lo que había despertado su desdén más profundo. El hecho de que Harriet hubiera mezclado el amor. A los ojos de Mildred, aquello lo empeoraba todo mucho. A los míos, era lo único que importaba.

—Entonces él se murió y no fue ningún accidente, ¿verdad?

Mi padre murió por amor, pero Mildred no lo podía ver. Negó con la cabeza. Se pasó unos minutos sin hablar. Se cubrió la cara con las manos. Luego lo soltó, lo que Papá le había dicho a Walter. Le había dicho que se aseguraría de que lo mandaran a la cárcel durante una temporada larga. Dijo que estaba en su mano hacerlo y Walter le creyó, aunque yo creo que lo que destrozó a mi padre no fue el hecho de ir a la cárcel sino el de perder a Harriet. ¡Pero si ya la había perdido! Aquello era lo peor de todo, que una vez descubiertos ya todo se había acabado. Walter pensó que había tomado una decisión pero en realidad no había decidido nada, y Mildred me dijo que todo era pura ilusión, que Harriet lo había convencido para que se creyera una ilusión estúpida y ahora él creía que no la podía dejar.

—Si él hubiera acudido a mí…

Volvió a negar con la cabeza. Ni siquiera se podía permitir plantearse la posibilidad de que estuvieran enamorados.

—Decidió que solo había una salida —me dijo.

—¿Y Papá lo sabía?

—Se la sugirió él.

Ahora Mildred me dijo que sí que había estado aquel día en el cobertizo de los botes. Que había seguido a Papá y había intentado impedirle que entrara, pero que le había sido imposible. Él estaba muy furioso. Sin embargo, Papá no se esperaba lo que se encontró. Walter se había cortado la mano con un clavo. Estaba sentado sobre los tablones bajo la luz del sol, junto al agua, y Harriet estaba de rodillas a su lado, limpiándole el corte con un pañuelo mojado. Al entrar Papá, ella levantó la vista. No pareció sorprendida. Le dijo que aquello lo debería estar haciendo él, refiriéndose a curarle la mano a Walter.

—Sal de aquí —dijo Papá.

Walter tenía dolor. Era un corte profundo y le había llenado todo el vestido de sangre a Harriet.

—No nos puedes detener —dijo él.

—Cállate —le dijo Harriet.

—Sal de aquí —le repitió Papá.

—Oh, Morgan —dijo Harriet—, no seas pesado.

Mildred me echó un vistazo, como diciendo: ¿Te lo puedes creer? ¿Te puedes creer cómo se comportaba ella…? Walter se puso de pie. Se estaba apretando el pañuelo de ella contra la palma de la mano.

—La amo —dijo.

Mildred se giró hacia mí. Me pareció que se iba a echar a llorar.

—Continúa —le dije.

De manera que Walter salió caminando lentamente del cobertizo de los botes, me contó Mildred. A mi ni siquiera me miró. Papá lo siguió. Se fueron los dos hacia el sur, siguiendo las vías, en fila india. Yo me los imaginé perfectamente, dos figuras fantasmagóricas en la niebla. Llegado este punto, yo lo estaba pasando bastante mal. Mildred me preguntó si tenía fuerzas para oír el resto. Oh, ya lo creo que tenía fuerzas. Ahora lo veía todo con claridad. Vi a Walter en Tillman’s Landing con la mano ensangrentada, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la estación y mirando las vías. Papá estaba en cuclillas a su lado, muy cerca de él, con la larga espalda encorvada y la mano en el hombro del chico. Sus ojos claros estaban entrecerrados mientras describía en voz baja a una mujer que caminaba por su dormitorio, desquiciada por el terror de verse expuesta en público, de quedar al desnudo, por la perspectiva de lo que se avecinaba en un tribunal abierto…

—¿Quieres eso, Walter? ¿Quieres que ella pase por todo eso?

Luego Papá levantó la cabeza mientras oían acercarse el tren de Albany y el tañido de su campana. Ahora, venga, le susurró, hazlo ahora, Walter, yo estaré contigo. Y estiró el brazo hacia mi padre, que ahora se puso de pie, y los dos caminaron juntos hacia las vías mientras el tren aparecía a lo lejos, cogidos de la mano como padre e hijo…

Silencio en la cabina de la camioneta.

—A él no le importaba Walter —dijo Mildred por fin—, no era con él con quien estaba enfadado. Era con ella. Quería hacerle daño a ella. Me lo dijo él mismo. Me contó que estaba cansado de verse humillado. Que por eso había llevado a Walter a matarse, porque quería castigarla a ella. Por nada más.

—¿Y después? —le pregunté en voz baja.

—Oh, después —me dijo—. Después se arrepintió, pero ella ya no lo perdonó nunca. Él intentó compensarla, pero ella no lo quiso ni escuchar. Ni siquiera al nacer Iris. Ni siquiera cuando ella se estaba muriendo.

Hizo una pausa.

—Y para ti ya era demasiado tarde —me dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que ella ya estaba embarazada.

De vuelta a la ciudad aquella noche, reflexioné sobre lo que me habían hecho, o no, no lo que me habían hecho, sino lo que me habían ocultado, lo que me habían negado, y lo que todavía me estaban negando. Y no solo Papá, sino también Sidney, porque Sidney lo había excusado, lo había defendido y después de contarle yo la verdad él la había negado, y me pareció que no era capaz de apagar mis sentimientos. Era mucho mejor no sentir nada, pensé. Estar muerta por dentro. Estar ciega y sorda, sí, sorda por encima de todo. Mejor ser inexpugnable…

Sidney tenía que pasar dos días fuera de la ciudad. Me preguntó sí yo quería que él cancelara el viaje. Le dije que no. Estoy bien, añadí. Se marchó por la mañana y se llevó con él a Howard. Aquella noche me fui al hotel Dunmore. Quería oír tocar el piano a Eddie Castrol.