Mi hermana se pasó todo aquel otoño poniendo buena cara en público, pero cuando estaba sola se dedicaba a beber. Yo era la única persona con quien Iris hablaba de Eddie Castrol, pero no tardé en perder la paciencia con ella y eso hizo que dejara de usarme como confidente. Fue todo un alivio. Sidney y yo pasamos un periodo de calma. Él estaba enfrascado en su libro. Creo que le estaba dando muchos problemas. Cuando los escritores están así, es mejor dejarlos en paz. Si intentas ayudarlos, lo único que hacen es contestarte mal. Ahora no me puede ayudar nadie, me diría, como si se estuviera ahogando. Mi único placer verdadero en la vida era su hijo, Howard. Se había venido con nosotros a pasar Acción de Gracias y también iba a venir para las vacaciones de Navidad. Teníamos planeado subir a Ravenswood. A mí no me apetecía nada.
Oh, Ravenswood. Aquella casa maldita. Cómo la odiaba. Para mi era el infierno. Desde la muerte de Harriet no había conocido un solo día de felicidad en aquella casa. Durante una época había estado convencida de que en cuanto me marchara por fin de allí, ya no volvería. Ja. La casa tiraba otra vez de mí. Me absorbía. Nos desviamos de la carretera del río para coger el camino de entrada de la casa. Ya era media tarde y estaba subiendo la niebla del río. Ya envolvía los pinos, pero la torre no. Esta estaba rematada por un tejado cónico puntiagudo y un chapitel con veleta. Era una construcción absurdamente caprichosa, obra del abuelo de Papá. Hasta tenía vidrieras de colores. La fachada tenía un porche alargado y sostenido por una hilera de columnas muy necesitadas de una mano de pintura, igual que el resto de la casa. Y la pintura no era lo único que faltaba: todos los inviernos se caían más tejas, y el piso superior sufría de humedad y goteras constantes. Mientras Sidney aparcaba junto al cobertizo, un puñado de cuervos echó a volar desde el tejado y desapareció ruidosamente en la niebla. El pie para la entrada del monstruo. Y apareció Papá.
El interior de la casa no estaba mejor. Se entraba por un pasillo largo, oscuro y estrecho, con el suelo de madera dura y dos enormes y repulsivas cajoneras victorianas arrumbadas contra las paredes y llenas de trastos amontonados encima: libros viejos, correo sin abrir y llaves de puertas de habitaciones en las que ya no entraba nunca nadie. De una serie de finos cables sujetos a las molduras colgaban retratos de gente muerta y olvidada. Había manchones de humedad en el techo. La sala de estar quedaba a la izquierda del pasillo, y sus ventanas daban al sur, en dirección al río. En mitad del pasillo estaba la escalera principal, que trazaba una curva y era de madera oscura y pesada. Allá donde uno mirara se encontraba madera oscura y pesada, y estaba puñeteramente claro que también nos oscurecía el ánimo. Al otro lado de la escalera había un reloj de pie, difunto, por supuesto, y una puerta que daba a un estrecho pasillo con un baño situado debajo de las escaleras de atrás, a la cocina y por fin a las partes de atrás de la casa. Oh, anímate, corazón afligido, por el amor de Dios, pensé. Es Navidad, joder.
De niña intentaba pasar el menor tiempo posible en la parte delantera de la casa, igual que Iris. Usábamos solo las escaleras de atrás, y cuando no podíamos salir nos aposentábamos en las habitaciones del servicio y en la torre, que estuvo desocupada hasta que Mildred Knapp se mudó allí y se apropió de ella. En la segunda planta había un pasillo con el techo abovedado que conectaba las escaleras delanteras y las traseras de la casa, y nosotras lo tratábamos como si fuera un paso fronterizo. La parte delantera de la casa era un país extranjero, con todo su mobiliario repulsivo y sus cortinas putrefactas, sus enormes jarrones chinos y sus bustos de mármol de grandes hombres a los que enseñé a Iris a escupir cuando nadie miraba. Nuestro padre cogió un enfado tremendo un día que encontró a Franklin Roosevelt cubierto de saliva fresca. En fin, la parte de atrás de la casa era nuestra nación soberana, una república pequeña pero aguerrida, con una población de dos chicas más perros, Y también una colección de aves disecadas, sobre todo cuervos, o aves de la familia del cuervo, córvidos. Había incluso un cuervo de los grandes. Nosotras los poníamos todos juntos en lo que llamábamos la Sala de los Cuervos. Era donde organizábamos nuestras reuniones, Iris y yo. Desde las alturas de la ventana podíamos ver a cuervos de verdad bebiendo el agua de la lluvia que se acumulaba en las viejas urnas musgosas y abrevaderos del jardín. Allí arriba los sonidos de la casa nos llegaban lejanos. Lo único que oíamos era el tañido amortiguado de un viejo reloj y los ladridos distantes de un perro. Los gritos de nuestro padre. También teníamos una amplía vista panorámica del río. Iris y yo éramos las únicas que usábamos aquellas habitaciones.
Me pasé gran parte de la infancia mirando desde aquellas ventanas altas. El jardín trasero de la casa era un sitio triste. Estaba sin cuidar porque nuestro padre no tenía dinero para pagar su mantenimiento, o eso decía. Había hiedra venenosa trepando por todos lados. Sus hojas se enroscaban como coronas funerarias alrededor de las viejas estatuas de ninfas y sátiros. También había enredaderas y trozos vetustos de verja de hierro oxidado.
Lo más romántico del lugar, sin embargo, era la arboleda de pinos altos y oscuros que le daba nombre a la casa, aunque creo que nunca llegué a ver un cuervo de los grandes por allí, solo cornejas. Luego, por debajo del bosquecillo, se extendía una zona cenagosa que lindaba con las vías del tren y con el río. Y por supuesto, al otro lado estaba la cresta azul de las Catskills. Yo no le quise contar a Sidney exactamente cuánto tiempo hacía que teníamos la casa. De hecho, llevaba en nuestra familia desde 1861, cuando no había sido más que una modesta casita de campo. Había sido el abuelo de Papá el que la había convertido en una mansión encantada gótica. El viejo Augustus Schuyler. Llamarlo «excéntrico» era quedarse corto.
La primera noche de las vacaciones cenamos en la cocina, una sala alargada y de techo bajo, con armarios de madera tipo vitrina que contenían la vajilla y los vasos. Había una vetusta cocina de leña pegada a la pared del fondo. Aquel era el dominio de Mildred Knapp. Aquella primera noche estuve hablando con ella, antes de que se fuera a la torre. Ella me contó lo que yo ya sabía: que el viejo necesitaba cosas con las que mantenerse ocupado. Que estaba aburrido y se deprimía con frecuencia. Me dijo que sí no fuera por ella no vería a nadie. O sea que ya no lo visita nadie, dije.
—No quedamos muchos de quienes lo conocimos en los viejos tiempos —contestó Mildred.
Me volví a la cocina. Era la única habitación de la casa donde no hacía frío. Nadie había cambiado nunca la caldera. Hacía mucho ruido y funcionaba mal, y ahora además también fallaban los radiadores. Un hombre del pueblo le había dicho a Papá que había que vaciarlos pero que no se podía hacer hasta pasadas las vacaciones. De manera que para darnos calor dependíamos de las estufas eléctricas y los fuegos de leña. Yo odiaba tener frío más que nada en el mundo. Me afectaba más que a los demás. Llevaba mi abrigo dentro de la casa, con bufanda y guantes. A Papá aquella situación en que nos veíamos parecía producirle una satisfacción tétrica. Llevaba todo el invierno teniendo problemas con la calefacción, nos contó. Le dije que tendría que haberse venido a la ciudad.
—Aquí estoy mejor —replicó.
Él se imaginaba que era una especie de aventura, aquello de vivir en una casa fría en pleno invierno. Chimeneas encendidas y jerséis gruesos: una escena de su juventud, imagino.
—Es insoportable. Estoy congelada. Lo estamos todos.
—¿Congelada?
—Sí, papá, congelada.
La realidad de que había tres adultos y un niño pasándolo mal lo despertó sin miramientos. Su tono se volvió brusco. Había sido una chifladura de viejo, y su irritación consigo mismo fue un espectáculo doloroso: Yo le dije a Sidney que justo después de la muerte de Harriet se me había hecho difícil pasar tiempo en la cocina. Si había una sala de la casa donde residía su fantasma, era allí. Él me preguntó si yo creía en fantasmas y yo le contesté que sí. Le dije que el valle del Hudson estaba infestado de ellos, abarrotado. Pero ¿durante cuánto tiempo se puede eludir una cocina? Aquella noche Howard se encontró a gusto en el sofá enorme que había al lado de la cocina de leña. No se quejó para nada. Era capaz de divertirse durante horas con un simple cordel, o mejor todavía, con una ratonera. Había encontrado una en su dormitorio y la había bajado a la cocina. Poco después oí un gritito ahogado. Se acababa de pillar el pulgar con la ratonera. Pero no volvió a hacer ruido. Sacó el pulgar con cuidado, se lo puso en la boca y lo chupó.
—Howard —le susurré—, ¿te ha dolido?
Él levantó la vista para mirarme y sin dejar de chuparse el pulgar asintió varias veces con la cabeza. La uña se le pondría negra al cabo de un día o dos. Qué chico tan valiente. Luego Papá preguntó cómo estaba Iris.
—Ha tenido momentos mejores —le dije.
—Pronto se le pondrá más fácil la cosa.
—¿Cómo?
Yo no le estaba prestando atención. Seguía mirando a Howard.
—En cuanto termine las prácticas del hospital. Es cuando te vuelves a acordar de lo que es dormir.
No se daba cuenta de que Iris no iba a empezar a ir a la facultad de Medicina hasta el otoño siguiente, con suerte. ¡Si es que iba algún día! Sidney se volvió hacia mí con el ceño fruncido. No le gustaban las equivocaciones que estaba cometiendo Papá. Primero los radiadores y ahora Iris.
—Ya te lo contará ella cuando llegue —le dije.
Papá estaba sentado con la espalda inclinada hacia delante en un viejo sillón de orejas situado junto a la cocina de leña, Mirando el suelo, con los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando en medio. Aun a sus setenta años era un hombre elegante, frío y duro y elegante, como uno de aquellos poetas muertos de Sidney. Él camina bello, como la noche. Ja. Eran sus brazos y piernas largos, sus dedos largos y su figura liviana. Era una elegancia que había tenido siempre. Sidney decía qué le confería autoridad, algo que le había hecho falta para ejercer de médico en el valle del Hudson.
—Os queréis, ¿verdad?
Él seguía mirando el suelo de la cocina, y por un segundo pensé que se refería a Sidney y a mí. Pero estaba hablando de Iris. Claro que nos queríamos, le dije.
—Te tengo que contar una cosa.
—Claro.
—Pues te la cuento mañana.
Mientras yacíamos despiertos aquella noche en nuestra fría cama, le pregunté a Sidney qué pensaba él que me querría contar Papá. Sidney me contestó que probablemente me querría hablar de su testamento. Que Papá no quería que sus hijas nos peleáramos por su testamento. Por eso me había preguntado si nos queríamos. Yo le pedí que se diera la vuelta. Luego me puse pegada a su espalda. Quería todo el calor que él me pudiera dar.
Amaneció un día frío y luminoso y no resultó fácil salir de la cama. Mi dormitorio era grande y tenía una chimenea con repisa y varios cuadros en la pared que yo había elegido por su fealdad. El desván contenía una amplia selección de cuadros feos. Sobre el suelo de madera se solapaban varias alfombras viejas, y la cama llevaba allí por lo menos cien años. Pero la habitación daba al oeste, o sea que si no cerrabas las cortinas del todo cuando te despertabas podías ver el Hudson. Oímos a Howard en el pasillo de fuera de nuestra habitación. Me puse el albornoz y caminé hasta la ventana. Sidney dijo que le estaba empezando a gustar el valle del Hudson: tiene sublimidad, me dijo. El ánimo del río había cambiado. El día anterior había mostrado una especie de ‘discurrir pausado, y en ese momento estaba escupiendo crestas blancas bajo el azote del viento. Le pregunté qué quería decir sublimidad.
—El efecto de la novedad sobre la ignorancia. En palabras del doctor Johnson.
—Pero ¿a ti qué te parece que es?
—Es una palabra que usamos para representar lo irrepresentable.
No estaba mal. En aquel momento se abrió de golpe la puerta del dormitorio. Allí estaba Howard, en un estado de excitación raro en él, dando palmadas y gritando que hacía ¡frío!
—¡Ven aquí! —le grité—. ¡Métete conmigo en la cama!
Más tarde, en la cocina, esperé a que Papá me sugiriera que tuviéramos nuestra conversación, pero él no sacó el tema, de manera que yo tampoco dije nada. Creo que él no había dormido bien. No hacía mucho me había contado que, aunque él siempre había dormido bien, ahora le costaba. Me lo había contado estando sentados a la mesa de la cocina a primera hora de una mañana de septiembre, Día del Trabajo. Yo estaba intentando ser amigable. Él me contó que se despertaba a las cuatro y ya no podía volver a dormirse. Pero no se quería tomar nada que lo ayudara a dormir. Yo le pregunté si no les había recetado nunca somníferos a sus pacientes.
—Por supuesto, pero no los quiero tomar yo,
—¿Por qué no?
Hablaba despacio y le gustaba expresarse con precisión. Le resultaba difícil mirarme cuando hablábamos de cualquier asunto personal. Aquella conversación era un ejemplo.
—No quiero tener que depender de ellos,
—¿Acaso importa?
Él levantó la cabeza, y cuando el sol matinal le dio en la cara recibí todo el resplandor de aquellos ojos fríos y claros.
—Constance, puede que esto te sorprenda, pero prefiero no hacerme adicto a ninguna sustancia.
—¿En qué piensas a las cuatro de la mañana?
—Tengo pensamientos ridículos. Pienso en la futilidad y me entra el miedo. Tengo miedo.
—¿De morir?
—Sí, de morir.
Cuando una conversación llega a este punto, nunca sé cuál es el paso siguiente.
—Supongo que para eso sirve Dios —le dije—. ¿No sirve Dios para eso, Papá, para darnos la ilusión de que todavía falta algo por venir?
Viudo y solo, ateo, provisto de un temperamento sombrío y decidido a pasar aquellas duras noches de temor sin somníferos, Papá descartó esta idea. Cuando a la mañana siguiente le pregunté cómo había dormido él respondió con una breve evasiva cuyo sentido estaba claro: territorio prohibido. Ocúpate de tus asuntos. Se arrepentía de haberme hablado del tema y ya no volvería a ocurrir.
Más tarde le mencioné aquella conversación a Iris.
—Uy, le aterra morir —me dijo.
—Pero ha visto mucha muerte.
—Eso no le ayuda. No se le empieza a pasar hasta que asoma el sol.
Me lo imaginé. Insomne en medio de la noche, la mente es vulnerable a una hueste de demonios, y solo mucho más tarde descubrí qué aspecto tenían los demonios de él. Ahora, sin embargo, Papá quería hablar conmigo, y como parecía incapaz de sacar el tema, Sidney pensaba que debía de ser su testamento. Sidney dijo que a un hombre que le tenía miedo a la muerte no le iba a volver precisamente loco de alegría el tema de su testamento.
Eligió hablarme el día de Navidad por la tarde. Habíamos celebrado nuestra comilona a mediodía. Sidney se había llevado a Howard a dar un paseo por el bosque. Quería cansarlo para que se fuera a la cama con facilidad y durmiera toda la noche. Papá había encendido la chimenea del salón. Aquella era la sala que yo más detestaba de todas. Mobiliario Victoriano polvoriento y ventanas altas que ya no encajaban en el marco. Vetustos cortinajes de terciopelo para que no entraran corrientes de aire y un piano de cola en la otra punta que nunca tocaba nadie. Moquetas que todavía olían a perros y a orina. Él llevaba horas alimentando la chimenea. Ahora crepitaba y chisporroteaba, lanzando brasas por encima de la pantalla que chamuscaban la alfombra. Papá estaba sentado en su sillón, cerca del fuego. Yo estaba tumbada en el sofá con una manta echada sobre las piernas. Los dos estábamos leyendo. Reinaba un silencio total. Justo cuando la luz empezaba a abandonar el cielo, oí un conato de susurro: las ventanas arrancaron a temblar y el viento se empezó a colar por la chimenea. Ya no me pude concentrar en mi lectura. Papá también dejó de leer. Me preguntó cuándo iba a venir Iris.
Yo ya se lo había dicho, pero ahora le volví a decir que vendría en el primer tren y que yo iría a buscarla a la estación. La información familiar reconforta a los viejos.
—Constance, tengo que contarte una cosa —dijo entonces,
—Claro, Papá.
Silencio. Luego me lo dijo.
—No soy tu padre.
Yo tuve que pedirle que lo repitiera. Cogí el atizador del hogar y lo hundí en el fuego. Las llamas se elevaron por la chimenea al moverse los troncos. Vi catedrales allí dentro, penitenciarías e infiernos. Un mundo entero ya había empezado a hundirse, pero yo no me daba cuenta porque todavía no había cobrado el impulso necesario.
—Constance, deja el fuego en paz.
—Está empezando a entrar frío.
Yo no lo dije como referencia a nada más que la temperatura de la sala. Seguía llevando puesto el abrigo. Pensé: Sidney va a volver pronto con Howard y el chico vendrá muerto de frío. Lo deberíamos llevar a casa esta noche. Todos deberíamos irnos a casa esta noche. Pero ¿por qué ha tardado tanto en contármelo? Y al pensar esto, me di cuenta de que sus palabras confirmaban un mensaje que yo llevaba oyendo toda la vida, y una especie de dique se me rompió por dentro. Exclamé: Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué ahora? Y él me contestó que creía que yo debía conocer la verdad antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? —susurré en tono incrédulo.
Por supuesto, quería decir demasiado tarde para él, porque deseaba morirse aligerado de la carga de su secreto. Yo le respondí que me lo tendría que haber dicho nada más tener edad para entenderlo. ¿Y ahora qué se suponía que tenía que hacer con aquella información? Si yo no era su hija, ¿quién era entonces?
—¿Y mi padre vive?
—No.
Tardé un poco en asimilar aquello. Estaba de pie, plantada delante de él, pasándome los dedos por el pelo.
—¿Y quién era?
—Un hombre al que tu madre conocía.
—Ah, un hombre —dije, dándome la vuelta—. Y Harriet lo conocía. Menudo alivio. ¿Y quién soy yo entonces. Papá?
Él no me lo quiso decir. Lo único que dijo fue que era importante que yo conociera la verdad. Yo mostré mi desacuerdo. Caminando de un lado a otro entre la ventana y la chimenea, llorando, le dije que no entendía en absoluto por qué me lo había tenido que decir. ¿De qué me podía servir ahora la verdad? ¡Oh, la verdad…!, solté escupiendo la palabra. Le dije que a veces la verdad no es mejor que un látigo…
—¿Cómo puedo hacer que lo entiendas?
Me senté. Estaba intentando no llorar. ¿Cómo se imaginaba él que me lo iba a hacer entender? La imagen mental que me acababa de formar era un cajón arrancado violentamente de un escritorio y puesto del revés para volcar su contenido. Cartas, fotografías, facturas, cheques, objetos cargados de significado y otros sin relevancia alguna, todo volcado por el suelo sin ningún orden. Y la perspectiva de recogerlo todo después para intentar organizarlo. En medio de aquella cacofonía, yo era incapaz de aislar ni un solo pensamiento. Los recuerdos emergían, exigiendo ser reorganizados y reconstruidos a la luz de aquella nueva información. ¿Por qué me lo había contado ahora? Luego pensé que yo siempre lo había sabido. Él siempre me había negado su amor de padre por aquella razón tan simple: no era mi padre. Luego entendí por qué había sido un hombre tan vengativo; era obvio: porque yo era la encarnación viviente de la infidelidad de mi madre, de su pecado. Yo le recordaba el pecado de Harriet y también su propio fracaso, porque no había mujer que engañara a un hombre sin que fuera culpa de él.
Era padre de Iris pero mío no, y me lo había dicho un millar de veces…
Se me ocurrió una pregunta. Más tarde me arrepentiría de haberla hecho.
—¿Lo sabe Iris?
—Sí.
Abandoné la sala y cerré la puerta. Lo que me acababa de revelar había socavado la idea misma de quién era yo, una idea que ya de por sí nunca había sido muy sólida. Ahora me acababa de decir también que Iris lo sabía y nunca me había dicho ni una palabra. Me quedé plantada en el pasillo helado, de espaldas a la puerta. Sus palabras seguían barriéndome la mente, una y otra vez. Supuse vagamente que debía preguntarle otra vez quién era mi padre verdadero, pero me imaginaba la historia escabrosa que me contaría: el secreto de Harriet y cómo había sido descubierta, la furia de él, su vergüenza y la capitulación final de mi madre ante su insistencia en que no me lo contaran jamás. La muerte prematura de ella, sin duda acelerada por la rabia corrosiva de su marido. Todo aquello me inundó mientras yo estaba de espaldas a la puerta, con el corazón latiéndome a cien y la respiración entrecortada. Quería un cigarrillo, ¿dónde podía conseguir uno ahora? Estaba a punto de subir las escaleras cuando se abrió la puerta de la casa y entró un aire todavía más frío.
Más tarde Sidney me contó que nada más entrar por la puerta se dio cuenta de que Papá me había trastornado. Yo fui con él. Él me cogió en brazos.
—Quiero volver a la ciudad esta misma noche —le susurré.
—¿Qué ha pasado?
Creo que yo estaba al borde de la histeria. Lo único que quería era irme de aquella casa gélida y volver a Nueva York. No quería ni detalles ni trasfondo. Solo quería olvidar que había tenido lugar aquella conversación.
—Constance, cuéntame qué te ha pasado.
—Aquí hace demasiado frío.
—Pues acerquémonos a la chimenea —dijo él.
Estaba preocupado por Howard, que me miraba desde abajo, con la carita ruborizada de frío.
—Ve entrando —le dije—. Yo voy en un rato, Y cierra la puerta al entrar. Que no se escape el calor.
Él no quería dejarme sola pero a Howard le estaban rechinando los dientes. Me alejé por el pasillo hasta la cocina y salí de casa por la puerta de atrás. El aliento me flotaba en el aire nocturno como si fuera humo. Se estaba levantando neblina del río. La nieve ya estaba cubierta de escarcha, que me crujió bajo las botas mientras echaba a correr por la hierba de detrás de la casa y luego por entre los árboles y por fin emprendía un rápido y temerario descenso por la ladera, dando tumbos y resbalándome, hasta la zona cenagosa que lindaba con las vías del tren, donde se había formado hielo en los charcos que separaban los matojos de juncias. Se me empezó a resquebrajar el hielo bajo las botas y me puse a cruzar corriendo las vías del tren. Hice una pausa, jadeando, al llegar al margen del río. Estaba cubierto de placas irregulares de hielo.
Me subí con cautela al embarcadero. Había tablones que eran firmes pero otros estaban astillados y podridos. Los pilones eran inestables. Caminé con mucho cuidado hasta el final. Me tranquilizó la niebla que me rodeaba por todos lados. A pocos metros de allí, una escarpadura baja de pizarra rompía la superficie del agua; con un grupo de flacos sicómoros trotando de las grietas de la roca. Yo sentí el impulso de entregarme al río, pero me disuadió todo aquel hielo. Me imaginaba a mí misma ahogándome, pero lo que no podía afrontar era hundirme en aquel agua helada y morir de congelación.
Me quedé mirando el viejo cobertizo de las embarcaciones, ya en ruinas, y aquella noche me pareció más siniestro que nunca. Me di la vuelta y al hacerlo regresaron a mí aquellas palabras espantosas del funeral de mi madre: «No había estado preparado para aquello».
Cuando regresé a la casa, me fui directa a la sala de estar. Los dos hombres se callaron de golpe. El aire apestaba a mala fe Sidney ya había acostado a Howard.
—¿Alguien quiere una copa? —dije, en un tono que confié en que fuera neutro. No quería dar la impresión de estar histérica ni de haber perdido el control en ningún sentido—. Papá —le dije—, ¿queda algo de bebida en la casa?
En el armario de la cocina había una botella de ron. Sidney se levantó para ir a buscarla, pero yo le insistí en que se quedara con Papá. Me senté sola a la mesa de la cocina. Di un largo trago de la botella. Fue una equivocación. El alcohol hizo que las preguntas regresaran en tropel. Y con ellas vinieron unas emociones con las que yo no tenía intención de lidiar aquella noche, ni en aquella casa, ni a ser posible jamás.
Sidney vino a la cocina pero yo le dije que me dejara en paz. No estaba lista para hablar con él. Me desperté por la mañana, en cama, con el abrigo puesto y temblando de frío, y Sidney se despertó conmigo. Papá le había contado nuestra conversación. Le había contado que no era mi padre, algo que a Sidney no se le había ocurrido nunca, aunque ahora entendía de golpe por qué aquel hombre llevaba toda la vida tratándome con tanta frialdad. O por lo menos creo que lo entendía.
—No quiero hablar del tema —le dije—. Tienes que dejarme lidiar con esto yo sola. Lo mejor que puedes hacer ahora es dejarme tranquila.
—¿No te vuelves con nosotros?
—Quiero ver a Iris. Voy a recogerla al tren.
Nos quedamos allí acostados en silencio. Ninguno de los dos quería abandonar el calor de la cama. A través de las cortinas abiertas yo podía ver el cielo gris cada vez más encapotado. Iba a nevar más.
—Tu padre me ha dicho que no has querido conocer las circunstancias.
—¿Es que no has oído lo que te he dicho? Y no es mi padre.
—Lo he visto muy preocupado.
¿Qué estaba intentando hacer, reconciliarnos? Ni de coña,
—Me estás poniendo furiosa —le dije.
Sidney salió de la cama y se vistió a toda prisa. Se detuvo en la puerta y me dijo que no creía que yo debiera culpar a mi hermana. Luego salió del dormitorio. Sus palabras tuvieron el efecto de despertar la rabia que yo había estado intentando contener. Mi familia llevaba toda la vida mintiéndome, así en como lo veía yo, de manera que ¿por qué iba a importarme que el viejo estuviera preocupado? Yo estaba enfadada, ¡yo, Constance! Oí que Sidney estaba en el pasillo con Howard, El niño quería meterse otra vez en la cama conmigo, pero Sidney le dijo que no podía.
—¿Por qué no?
—Porque está de mal humor.
Más tarde hice la maleta del chico mientras Sidney le daba el desayuno en la cocina. Bajé a despedirlos. Me había recogido el pelo hacia atrás con un moño bien prieto y la verdad era que nunca en la vida me había sentido tan distante ni tan severa. A Papá se lo veía agotado. No había dormido. A mí me resultó indiferente. Aquella mañana yo tenía una esquirla de hielo en el corazón, ya lo creo. Sabía que él estaba sufriendo. No estaba manejando bien aquel asunto, y sin duda se estaba preguntando cómo se manejaba bien algo así. ¿Cómo se rompe con delicadeza un silencio de casi treinta años?
—¿Cuándo viene Iris?
Se acababa de despedir de Sidney y Howard. Me encontraba con él en la cocina. Estaba haciendo café. No me molesté en decirle cuándo venía Iris. Que se pudriera en el infierno.
Cogí la camioneta para ir a la estación. Cuando vi a mi hermana en el andén, sentí una breve punzada de mi viejo afecto protector, pero odiaba que ella supiera lo que sabía. Desde la revelación de Papá me había invadido una furia helada. ¿Cómo podía Iris no ser culpable de haberme mantenido aquello en secreto?, pensaba yo. Por fuerza debía de haber aceptado la idea del viejo de que era todo por mi propio bien. Así pues, movida por una lealtad perversa hacia él, o bien por pura pereza o irresponsabilidad, mi hermana me había fallado. Pero ¿acaso no era Iris más que una hermana para mí? ¿Acaso no era mi mejor amiga? ¿Acaso no había sido yo una madre para ella a raíz de la muerte de Harriet? Pero allí estaba ella, paseándose por el andén con una bolsa colgada al hombro. Vestía un viejo abrigo de pieles que había comprado de segunda mano en la ciudad, y lo llevaba abierto, junto con unos pantalones de terciopelo metidos por dentro de unas ridículas botas de vaquero. Tenía un cigarrillo entre los dientes y estaba sonriendo.
—Hola, capitana.
—Dame un pitillo.
Ella me dio la cajetilla y accionó su encendedor. En el trayecto en coche a la casa no la miré ni una sola vez. Había decidido dejar que fuera el viejo quien le contara lo sucedido. Cuando estaba saliendo de la camioneta, Iris me preguntó si me pasaba algo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo también me siento triste aquí.
—¿Te sientes triste por Papá?
—Supongo.
Entramos en la casa. El viejo salió de la sala de estar y cerró con cuidado la puerta tras sí. Su cara alargada y dura se ablandó, o por lo menos todo lo que se puede ablandar el pedernal. Por fin había llegado a casa su Iris. Qué impaciente debía de estar él, pensé yo, por tenerla a solas para comunicarle la mala noticia. Y pedirle por favor que lo arreglara todo. Así que los dejé tranquilos. Salí por la cocina y caminé hasta el río. Llevaba los cigarrillos de Iris en el bolsillo. Me fumé dos en el embarcadero y me mareé.
De todo esto informé a Sidney a mi regreso a Nueva York. Le di las gracias por haberme dejado a solas con Papá y con Iris. Era un asunto familiar, le dije, no era cosa de él y era mejor que no se metiera. Por supuesto que era cosa de él, me dijo. Oh, yo lo había hecho enfadar. Si era cosa mía también era cosa de él, me dijo. ¿Qué creía yo que significaba estar casado?
—Por favor, no me hagas esto ahora —le dije.
Estábamos almorzando en el salón comedor. La luz del sol invernal se filtraba en la sala y por una vez en la vida la ciudad estaba en silencio. La noche anterior yo había llegado tarde de Penn Station y me había sentido demasiado cansada para hablar. El humor se me había ensombrecido de un día para otro. Sidney dejó el cuchillo y el tenedor en la mesa.
—Escúchame —me dijo—. Has sufrido un shock grave y yo quiero ayudarte a entenderlo. Así que, por favor, no me digas que no es cosa mía.
Él quería hacerme entender que temamos que afrontarlo juntos. Me dijo que aquella noticia le había dado un vuelco a mi mundo y que yo no era lo bastante fuerte como para lidiar con ello. Podía ponerme una máscara delante de los demás, me dijo, pero con él yo debía expresar la confusión y el dolor que estaba sintiendo.
Luego me dijo que tal vez lo que había pasado fuera bueno, porque ahora existía una posibilidad de que yo pudiera abandonar a Papá y hacer frente al mundo como una adulta.
—¿Es que te lo tengo que contar todo? —le dije yo.
—Soy tu marido, o sea que sí, Constance, me lo tienes que contar todo. Es el trato que tenemos.
De manera que le conté que al volver a la casa me había encontrado a Iris en la cocina. Me confesó que no sabía qué decir. Le dije que para empezar podía contarme todo lo que sabía. Ella se quedó sorprendida. ¿Es que no me lo había contado Papá? No, le dije. Papá no me había contado nada.
Nos sentamos a ambos lados de la mesa, mirándonos. Yo oía caminar al viejo por el piso de arriba.
—¿No te ha contado nada? —dijo Iris.
Le volví a decir que no, y ella me preguntó si de verdad lo quería saber. De repente me cogió un miedo tremendo. Sabía que se me venían encima malas^noticias.
—Se suicidó.
—Lo siento —me dijo Sidney en voz baja.
Él ya se lo había temido, me dijo. Confiaba en que hubiera alguna manera de protegerme de aquello, pero no la había. Me preguntó cómo lo había llevado y yo le dije que no lo había llevado de ninguna manera, que me había quedado insensible antes de poder asimilarlo, A continuación le pregunté a Iris por qué se había suicidado.
—No sé más. Papá no me quiso decir cómo se llamaba.
Sentí una ráfaga de ira. Luego le pregunté qué edad tenía yo cuando había sucedido.
—¡Ni siquiera habías nacido, cariño!
¡Como si aquello me tuviera que hacer sentir mejor!
—¿O sea que no llegué a conocerlo? Pero ¿cómo es que tú sabes todo esto y yo no? ¿Por qué es un secreto? ¿Por qué nunca me lo dijisteis?
Iris me contestó que Papá le había mandado que no dijera ni una palabra del tema. Ahora ella estaba avergonzada. Pero es que él le había insistido mucho.
—Sí, Iris, pero ¿por qué te lo contó a ti?
Sí, ¿por qué? Por fin estábamos llegando al meollo del asunto. Yo me estaba empezando a despertar. Iris guardó silencio.
—¿Qué es lo que sabes?
Nada.
—Iris, ¿por qué no me lo contasteis?
—Porque él dijo que no eras lo bastante fuerte.
En aquel momento sentí una especie de frenesí, como si algo se me estuviera soltando por dentro y amenazando con liberar una avalancha de fuerza destructora. Me levanté de la mesa de la cocina. Tenía ganas de subir las escaleras y contarle a Papá lo que había hecho. Iris se puso de pie de espaldas a la puerta.
—Constance, espera, por favor…
—¿Por qué me ha de importar lo que tú pienses? ¡Has sido cómplice! ¡Los dos!
—Ya lo sé…
Iris seguía de espaldas a la puerta. De pronto me sentí agotada. Me senté a la mesa. Encendí un cigarrillo y lo aplasté.
—¿Quién era mi padre? No, no lo sabes. Y además, no me quiero enterar por ti.
Puse los brazos sobre la mesa, apoyé la cabeza en ellos y estuve llorando un rato, e Iris tuvo el buen juicio de no decir nada ni intentar tocarme.
Al día siguiente regresé a Nueva York sin hacer las paces con ninguno de los dos. Y eso que ellos lo habían intentado. El viejo, Papá —¿cómo si no iba a llamarlo?—, me repitió en tono titubeante, cuando nos volvimos a quedar solos él y yo, que había querido que yo supiera la verdad antes de que fuera demasiado tarde. Tuve que hacer un esfuerzo para no dar voz al clamor de respuestas que me vinieron a los labios y fingir que no lo estaba oyendo. Esperé a que él reuniera el valor necesario para decirme por qué me había hecho aquello, pero no, no pudo. Se limitó a quedarse sentado a la mesa de la cocina, esperando a que entrara Iris por la puerta. Pero como ella no entró, él se puso de pie trabajosamente y salió de la cocina sin decir palabra.
Iris se esforzó más. Estaba consternada por el frío que se había creado entre nosotras. Pero yo aplasté cualquier compasión que hubiera podido sentir por ella. No tenía intención de dejarla ir fácilmente. Y cuando ella me miró con aquella expresión suplicante, yo sentí que me llenaba de furia y no me molesté en contenerla. Estaba más dolida por la complicidad que había mostrado mi hermana con el engaño de Papá que por ninguna otra cosa.
—¿Hemos acabado?
Yo estaba en el dormitorio, preparando mi equipaje. Iba a coger un tren de regreso a la ciudad e Iris me iba a llevar en coche a la estación. Yo no me molesté en incorporarme y darme la vuelta.
—No lo sé, dímelo tú.
—Odio esto —dijo Iris en voz baja—. Ni siquiera sabes si es verdad.
Yo no respondí a aquello. Ya me había decidido. Lo tenía todo claro. Iris salió de la habitación diciéndome que cuando estuviera lista, me esperaba en la camioneta. Bajé las escaleras. Papá estaba plantado en el recibidor. Estaba enfadado.
—Constance.
—Papá.
—Estoy muy decepcionado porque no quieras intentar ver esto desde mi punto de vista. Hice lo que me pareció correcto.
—Pero te equivocaste, ¿verdad?
Yo ya estaba en la puerta. En la entrada para coches, Iris estaba sentada dentro de la camioneta, con el motor encendido. Tenía la frente apoyada en el volante. Yo cogí al viejo del brazo. Se lo cogí con fuerza. Me acerqué mucho a él para que no le quedara ninguna duda sobre lo que le estaba diciendo:
—Siempre me has odiado y ahora sé por qué. Hijo de puta.
Caminé hasta la camioneta, tiré mi maleta al portaequipajes y entré. Mientras conducíamos junto al río, vi que a Iris le brotaban las lágrimas de golpe y me alegré.
—¿Te alegraste? —me dijo Sidney.
—¡Sí, Sidney, me alegré!
Yo lo fulminé con la mirada, con la cara inclinada hacia delante y las palmas de las manos sobre la mesa. Él se cambió a la silla contigua a la mía y yo le dejé que me abrazara durante unos minutos. Luego me levanté de la mesa sin mirarlo. Salí de la sala, me alejé por el pasillo, entré en el dormitorio y cerré la puerta en silencio.
Lo que me proponía Sidney era grotesco. Había sido un médico quien me había destrozado la vida y ahora él quería que yo fuera a un psiquiatra. ¡El mero hecho de sugerirlo…! La mera idea de que él pudiera cederme a otro de aquella manera, entregarme a los cuidados de un médico, demostraba los límites de su imaginación. Le dije que me haría más bien que mal. Psiquiatras, médicos, le dije, son los que más daño hacen. Estaba asqueada por lo que me había hecho Papá. ¿Por qué me iba a poner a mí misma en manos de un psiquiatra? Sidney me dijo que lo entendía. Me dijo que a veces no saber las cosas era beneficioso. Yo le dejé que pensara aquello. Algo tenía que pensar.
Después de mi regreso, él se pasó varios días sin mencionar lo que había pasado en las montañas. Luego, una noche, pareció verme receptiva. Mientras estábamos sentados a la mesa de la cocina me sugirió de forma estudiadamente despreocupada que mi padre estaba en una edad en que quería dejarlo todo resuelto. Era una necesidad humana primaria, me dijo, dejarlo todo en orden antes de emprender un viaje. Se refería a la muerte. Hasta entonces yo no había estado prestando demasiada atención, pero al oír aquello me puse al mismo tiempo alerta y furiosa.
—Sí, pero ¿por qué no se imaginó el efecto que tendría en mí? Y Sidney: no es mi padre.
—¿Estás segura?
Él no lo estaba. No creía que nos pudiéramos fiar ya del viejo.
—Sí.
Nos quedamos sentados en silencio. Yo había preparado un par de filetes y había abierto una botella de vino. Howard estaba durmiendo y Gladys se había ido a casa.
—¿Y qué pasa con Iris? —dijo él.
—No lo sé.
—No creo que os vayáis a distanciar por esto.
Para Sidney era importante que no nos distanciáramos. Él creía que Iris era una de mis pocas fuentes de apoyo y no quería que la perdiera. A Sidney le gustaba Iris. Quería acostarse con ella. Creo que tenía la sensación de que se había equivocado de hermana al casarse conmigo, pero era un tipo demasiado reprimido para hacer nada al respecto.
—Escucha —le dije—, ¿cuántas veces yo me he puesto a hablar de Papá e Iris ha pensado; Constance sigue sin saberlo? Debe de haber pasado mil veces. Pues su silencio ha sido un acto de traición todas esas veces.
—Ella es muy joven para afrontar un dilema así. Su padre le dice una cosa y su corazón le dice otra.
Me encogí de hombros.
—Eso no es problema mío.
Luego le dije que no sabía qué podía decir Iris para arreglar la situación, pero que tenía que ser ella quien diera el primer paso.
—No es responsabilidad mía —le dije.
Sidney dejó pasar esto. Yo me aburrí. No estaba llegando a ninguna parte. Me daba cuenta de que él no estaba de mi lado.
—Oh, dejemos este tema —le dije—. ¿Cómo te va a ti?
Él me contó que El corazón conservador seguía inacabado. Que lo estaba reescribiendo otra vez. Por lo menos mostraba perseverancia. No tenía intención de rendirse. Ya había invertido demasiado tiempo en él. Lo que me resultaba un misterio era por qué pensaba él que otro año de escritura resolvería sus problemas. Lo único que yo sabía era que para su texto había cogido unos versos de Wordsworth; «Dulce es el saber que otorga la naturaleza; / nuestro intelecto entrometido / deforma las bellas formas de las cosas; / asesinamos para diseccionar».
Yo estaba de acuerdo con aquel sentimiento, ¿quién podía no estarlo? Pero Sidney no, y allí radicaba el problema. Él estaba trabajando en contra de aquella idea. Pensar no asesina nada, decía él. Entonces ¿por qué le estaba dando tantos problemas terminar aquel puñetero libro, tal como lo denominaba ahora?
Pero yo no estaba de humor para las espinosas tribulaciones de Sidney. Lo tenía allí sentando, haciendo girar el salero con los dedos.
—Volvamos a lo tuyo —me dijo.
—¿Por qué?
Aquello no me gustaba un pelo. Yo ya le había dicho que no quería hablar más del tema. Me estaba entrando ansiedad. Mis recuerdos de infancia eran un caos. Yo apenas había dormido desde la revelación. ¿Para qué? Me sentaba mal. Cuando se trastorna mi equilibrio emocional, me salen una especie de moretones rojizos en la piel de alrededor de los ojos. Sidney me había dicho una vez que yo era una joven cerrada, pero que en el aspecto puramente físico era transparente. También me había dicho que odiaba ver aquellas manchas en mi cara.
—No me puedo ni imaginar lo confundida que estás.
Yo ya sabía que me iba a hacer aquello. ¿Acaso estaba intentando de forma deliberada empeorar las cosas? Me levanté y me planté frente al fregadero, de espaldas a él.
—¿No crees que deberíamos hablar del tema? —me dijo.
No. No lo creía. Me sentía como un bloque de cristal. Un solo golpe más de su martillo y estallaría en mil pedazos. Luego me dijo que yo estaba en plena crisis y que estaba corriendo un gran riesgo al fingir que no.
—Si no quieres hablar conmigo —me dijo—, creo que deberías ver a alguien.
Escapé. Me encerré en el baño y me senté en el costado de la bañera, con las manos en las rodillas y la cabeza gacha. Yo lo había estado llevando bastante bien y ahora él venía y me despertaba aquella voz en la cabeza. Sidney pensaba que yo me estaba volviendo loca. Sí no, ¿por qué me quería llevar al psiquiatra? Al cabo de un rato recobré el control de mi respiración. Me lavé la cara con agua fría y me cepillé el pelo. Volví a la cocina. Él estaba recogiendo las cosas de la cena. Yo lo había enfadado. En aquel sentido era como Papá: si lo desafiaba sobre cualquier cosa, por pequeña que fuera, ya era una niña mala y testaruda que ponía dificultades.
—Es una sugerencia —me dijo—. Píénsatelo, Constance, nada más.
Luego me dijo que él era mi marido. Creo que me lo dijo para recordarme cuál era mi lugar en el orden de las cosas. Estaba claro que era un lugar bajo. Mi vida entera pendía de un hilo. Él casi me había hecho perder la cabeza del todo. ¿Es que no entendía, le pregunté, que lo que él me pedía era precisamente lo que yo no iba a hacer? Ni siquiera me lo iba a plantear, e iba a intentar no volver a hablar jamás del tema, y tampoco quería saber para nada qué pensaba él, le dije, ni cuáles eran las cadenas de razonamientos que se estaban desplegando en aquel enorme intelecto asesino suyo.
De manera que Sidney abrió las manos en gesto de sumisión.
—Pues lo dejamos por ahora —me dijo—. Ven, dame un abrazo.
Había que hacerlo. Me quedé allí plantada como una estatua de mármol mientras él me rodeaba con los brazos. Me frotó su mejilla contra el pelo. Me besó las partes de la piel que estaban rojas. Al no obtener respuesta alguna, dio un paso atrás.
—Constance, soy tu marido —volvió a decirme—. Acuérdate, por favor.
Por la mañana yo no era precisamente feliz, pero lo que más miedo me daba era que él insistiera en hablarme de mi padre verdadero, me refiero a aquel hombre sin cara que se había suicidado antes incluso de que yo naciera. Hubo momentos, más adelante, en que acepté a aquel hombre sin cara tan sin reservas que llegué a sentir que era una presencia viva en el apartamento. En aquel momento, sin embargo, no quería saber nada. Ni siquiera me interesaba el porqué no lo quería saber. Creo que sentía que no correspondía ni a Sidney ni a Iris ni a Papá el decirme qué era lo que yo tenía que resolver.
Aquella siguió siendo mi actitud durante unos días. Cada vez que yo tocaba la herida, el dolor volvía a recrudecerse. No buscaba compañía: lo que hacía era deambular después del trabajo por las galerías del Metropolitan. Me gustaban los antiguos egipcios. Sus artefactos y sarcófagos suscitaban en raí un estado de tranquilidad irreflexiva y, más importante todavía, un silencio que podía durar horas enteras. Tenía la sensación de que Papá había convertido mi mente en una cripta. Y en ella había enterrado la verdad sobre mi padre. Ahora la cripta se acababa de abrir, pero la verdad no me había liberado, al contrario.
Luego, una noche en que yo estaba sola en el apartamento, hice un descubrimiento importante. Descubrí que podía empezar a afrontar la única información qué Iris me había dado sobre mi padre.
Me estaba bañando. En el agua había una gota de sangre que disparó una serie de asociaciones mentales. Salí de la bañera. Me senté a la mesa de la cocina, en albornoz, fumando un cigarrillo. Tenía una toalla enrollada en la cabeza, como si fuera un turbante, y estaba sentada muy quieta. Estaba absorta en una idea que hasta aquel momento había reprimido, me refiero a la idea de un hombre tan angustiado que no había encontrado otra salida que suicidarse. Empecé a compadecerme de él. Luego me pareció que no había sentido tanta compasión por nadie en mi vida entera.
Y entonces me detuve. Ya bastaba. Había conseguido no perder el control. No me había visto abrumada. Me había limitado a dar un primer paso, aunque todavía no sabía hacia dónde. Sin embargo, ya no estaba tan aterrada. Estaba en posesión de un pedazo de mi historia verdadera, aquella era la sensación que me daba. Decidí que avanzaría a mi ritmo entrecortado hasta reunir la historia entera. Y pensé que, cuando por fin lo consiguiera, sería yo quien estaría entera. Entretanto, llevaría conmigo a aquel frágil fantasma, el contorno sombrío de mi padre. No tardé en oír la que yo imaginaba que era su voz y en sentir que se estaba volviendo mío, mientras que antes había pertenecido a mi padre, a Sidney y a los demás.
Después de aquello, la vida se volvió un poco más fácil. Aquel fantasma mío, porque no lo podía llamar recuerdo, no me provocaba dolor, sino más bien una especie de ternura. Cuando Sidney regresó de Atlantic City, me dijo que se me veía de un ánimo distinto. Yo sabía que él sabía más cosas de mi padre que yo, pero no era su conocimiento lo que yo quería, No quería saber qué le había contado Papá. Papá odiaba a mi padre. De manera que no me confié a Sidney, por lo menos de momento. Lo que hice fue mantener a mi padre dentro de mí, como si fuera una especie de huevo. Tenía miedo de que, si me ponía a hablar de él, una esencia interior se evaporaría y me volvería a dejar vacía y sin nadie con quien hablar. Por supuesto, todo esto había que esconderlo de Sidney. Él me dijo que yo estaba sufriendo un shock nervioso, fue así como lo describió. Yo le repetí que lo que me molestaba era el engaño, y el de Iris más que el de Papá, porque era en Iris en quien yo había confiado.
Él me dejó en paz momentáneamente. Una noche le pregunté si sabía cómo había muerto mi padre. Papá consideraba que yo no era lo bastante fuerte para oír la verdad. Estaba segura de que Sidney se estaba preguntando aquello mismo, me daba cuenta de que lo estaba pensando. Y los dos tenían razón: yo no era lo bastante fuerte, pero él me contestó de todas maneras porque yo se lo estaba pidiendo. Sidney no creía en proteger a la gente de la verdad.
—Atropellado por un tren.
—Oh, no. Dios mío.
No me había esperado aquello. No sé qué me había esperado, pero aquello no. Fue un shock enorme. Me sentí mareada. Nos quedamos sentados los dos en silencio. Yo no me marché de la habitación porque tenía que demostrarle que sí era lo bastante fuerte. No pensaba aguantar que todo el mundo me tomara por débil. Ellos no daban por sentado que Iris fuera débil. A continuación me contó que el conductor del tren no lo había visto pero había notado el impacto.
—¿Quieres una copa?
Asentí con la cabeza. Él me sirvió una copa.
—Pero fue suicidio, ¿no?
—Creo que sí.
Me bullían un millar de preguntas en el cerebro, pero b única que yo seguía evitando hacer era: ¿Quién era mi padre?
—¿Sabes dónde está enterrado?
—Lo incineraron.
—¿No hay tumba?
—No.
—¿Era atractivo?
—Sí.
Por supuesto, él no tenía forma de saber aquello. No tenía forma de saber con seguridad nada de todo aquello, pero sí sabía qué era lo que yo quería oír, y pensó que no me haría ningún daño.
—Sidney, ¿era un criminal?
—No.
Se hizo un largo silencio. Por fin le hice la única pregunta que importaba de verdad.
—¿Cómo se llamaba?
Y aquí la cosa se complicó.
Aquella noche me desperté. Volvía a estar furiosa con Papá. Me eché a llorar. Sidney no dormía. Me cogió en brazos y me tuvo así hasta que se me pasó. «No había estado preparado para aquello»: ¿de dónde venían aquellas palabras, quién las había dicho? Me estaban empezando a atormentar. Yo las había oído después del funeral de Harriet. Me habían puesto enferma y ahora me estaban poniendo enferma otra vez. ¿Qué significaba el hecho de que me provocaran náuseas unas palabras cogidas al vuelo y asociadas con un secreto del que a mí me habían excluido? Encendí la lámpara de al lado de la cama. Él me preguntó qué me pasaba y yo le dije que había llegado el momento. Que me lo tenía que contar.
Nos fuimos a la cocina. Nos sentamos a la mesa. Yo llevaba mi bata de seda y el pelo suelto. Más tarde Sidney me contó que la piel de alrededor de mis ojos estaba tan roja que me daba aspecto de niña que ha estado llorando y que se ha frotado con demasiada fuerza para secarse las lágrimas.
—Mildred Knapp jamás me ha hablado de su marido —le dije.
—Ahora sabes por qué.
Me perdí en mis pensamientos. Pensé en la difícil situación de Harriet, atrapada en aquel caserón situado a muchos kilómetros de la civilización, mientras Papá estaba en la clínica o se dedicaba a visitar a pacientes a todas horas del día y de la noche, una situación cruel para cualquier mujer. De manera que ella se había consolado con Walter Knapp, ¿y quién podía culparla? Era culpa de Papá. Siempre es culpa del hombre. Él la había abandonado, igual que me había abandonado a mí. Yo intenté recordar si Mildred había mencionado alguna vez nuestra conexión. ¿Acaso alguna vez había intentado ver a Walter en mí? No. Mildred Knapp jamás me miraba. Me sorprendió lo tranquila que me sentía. Pensé: No soy Constance Schuyler Klein, soy una Knapp. Le pregunté a Sidney dónde había muerto mi padre. Si no había tumba, yo no podía visitarla, pero por lo menos podía visitar el lugar donde había muerto. Pero Sidney no lo sabía. Me dijo que había sido cerca de Ravenswood pero no en la propiedad misma.
Una noche yo estaba sola en el apartamento. Volvía a estar pensando en mi padre. Hasta que averiguara dónde había muerto, él seguiría flotando en el espacio y en el tiempo, por así decirlo, y no estaría en paz. A nadie le importaba mi padre. Nadie honraba su recuerdo, nadie le dejaba flores y nadie hablaba de él. Oí que alguien llamaba a la puerta. ¿Quién se presenta sin avisar a las diez de la noche? Una idea descabellada cobró vida en mi cabeza. Me dirigí a la puerta pero no la abrí.
—¿Quién es?
Silencio. Pero había alguien o algo al otro lado de la puerta. Habían llamado. Yo lo había oído claramente. Con el corazón latiendo a cien, volví a preguntar quién era, esta vez más fuerte. No soy una mujer supersticiosa, pero hay más cosas en el cielo y en la tierra…
—¿Quién hay?
Sí que soy una mujer supersticiosa…
—Tu hermana.
Alivio. Decepción. Ella volvió a llamar. Yo tenía miedo de lo que podía pasar si la dejaba entrar. Yo no era fuerte. Me vería abrumada. Ella llamó por tercera vez.
—Iris, vete. Piérdete, por favor.
—Déjame entrar un momento.
Yo había sido su madre. Ahora me fallaron las fuerzas. Esperé unos segundos más y abrí la puerta dos o tres dedos. Vi a mi hermana como si la estuviera viendo por primera vez. Mostraba los efectos insalubres del consumo prolongado de alcohol. Tenía los ojos húmedos y las mejillas infladas. Yo seguía furiosa con ella, pero antes de que pudiera detenerla, Iris abrió la puerta de un empujón y me cogió la cara, con los dedos desplegados sobre mis mejillas y los pulgares agarrándome el mentón. Nos quedamos allí plantadas en la puerta y yo olí el alcohol de su aliento. Las dos éramos altas, mujeres altas y furiosas. Ella me dio un bofetón en la mejilla, entró a la sala de estar y se dejó caer en el sofá Chesterfield.
—¿Por qué no me has llamado?
—Iris, esto que hay entre nosotras lo tienes que arreglar tú. Yo no lo voy a arreglar.
Ella no me oyó. Se levantó de un salto y cruzó la sala hasta la mesa de las bebidas. Tenía el pelo hecho un completo desastre. Llevaba una chaqueta de tweed de hombre y tejanos, además de aquellas estúpidas botas de vaquero. Me preguntó donde estaba mi amo.
—En Atlantic City.
—¿Te quieres poner bolinga?
Yo sabía qué estaba pasando. Ella estaba arreglando las cosas entre nosotras. Aquel era su método. Una explicación normal, o incluso una disculpa, resultaban impensables. Por suerte para ella, yo tampoco quería hablar del tema. Al cabo de una hora la conversación empezó a fluir. Iris estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en un sillón, liándose un cigarrillo. Me preguntó si creía que debería mudarse a Vermont. Era una idea idiota. Le dije que tenía que ir a la facultad de Medicina. Le pregunté si había hablado del tema con Papá.
—No.
—Pero para eso subiste a verlo.
—Creo que ya lo sabe, en cualquier caso. Pero escucha, ha pasado algo.
Ella se encendió el cigarrillo mal liado y se dedicó a sacarse hebras de tabaco de la lengua. ¿Qué problema tenía aquella familia?, pensé. ¿Por qué eran todos incapaces de decirme la verdad?
—Creo que ha tenido un derrame cerebral.
Iris se había dado cuenta la mañana después de que yo me marchara. Papá se había levantado más tarde de lo normal y al bajar a la cocina hablaba gangoso. Al cabo de unas horas se le había pasado.
—¿Y qué más?
—Le temblaban los dedos de la mano izquierda. También se le pasó. Ya sabes que ahora apenas bebe.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Podría ser una primera señal de demencia. O podría no ser nada.
Mildred Knapp la iba a informar si pasaba algo más. Me sentí escéptica. Me pareció que era una estrategia de Iris para despertar mi compasión. Quería que me preocupara por el viejo, a ver si se me pasaba el odio. Siempre se guiaba por sus propios intereses, no por los míos Y luego pensé: ¿acaso le causé yo el derrame? No se lo pregunté. No me iba a confiar a mi hermana. Sin embargo, ella me leyó la mente. Me dijo que yo lo estaba matando.
—No seas absurda —le dije.
—Sube a verlo conmigo una noche.
—¿Para qué?
—Para despejar el ambiente.
—Es demasiado pronto.
—Pues ¿cuándo?
—No lo sé. Nunca.
—Yo voy a subir un fin de semana.
—Me alegro, Iris.
—Ya sabes, si cambias de opinión…
Ella había ido a la mesa a rellenarse la copa. Me entró miedo a que se me pusiera a hablar de Eddie Castrol. Me temía otra velada sensiblera con mi hermana contándome que el amor era como un árbol. Se volvió a sentar en el suelo, derramando whisky sobre la alfombra. Aquella noche de otoño en que yo había ido sola al hotel, Eddie me había estado hablando de su hija y yo había visto a un hombre distinto, había visto a un padre. Le dije que me sorprendía que Iris no me hubiera mencionado que él tenía una hija. Me contestó que no se lo había contado nunca, pero que pensaba que yo lo entendería. Yo lo entendía. Todo esto no se lo podía contar a Iris, por supuesto. Por suerte ella todavía no había acabado con el tema de Papá, de manera que me libré de oír sus lamentaciones. Poco después decidió que me quería a pesar de todo. Levantó mucho su copa y yo le serví más escocés. Yo la quería borracha. No me apetecían más preguntas con trampa ni más divagaciones rancias.
—Por la vida.—
—Sí.
Ella se marchó poco después y yo le di dinero para que se volviera al sur en taxi. Me volví a la sala de estar. Me seguía preocupando el vislumbre que había tenido, la primera vez que ella había llamado a la puerta, del visitante que me había imaginado que me esperaba fuera.
Dos días más tarde, Iris me llamó desde las montañas. Le pregunté qué problema había. Ella me dijo que ninguno, que solo quería oír mi voz. Yo estaba de pie ante la ventana de mi despacho mientras la lluvia caía a raudales. Los rascacielos que me rodeaban estaban perdidos en la niebla. Sus luces no eran más que manchas borrosas envueltas en una especie de gasa mojada, y me dio la sensación de estar en las cumbres de aquel cuadro alemán tan onírico, Sidney sabría cómo se llamaba el artista. Dejé que mi hermana me contara lo que estaba haciendo. No gran cosa, estaba claro. Estaba aburrida. El suelo estaba nevado. A Papá le habían vuelto los temblores pero no el hablar gangoso. Mildred le había contado que unos días atrás se había olvidado de cómo se llamaba ella. Me acordé de que en Navidad nos había hecho estar en la casa helada. Aquel descuido había sido parte de lo mismo, una de las primeras señales. Y otra era el hecho de que me dijera que no era mi padre.
—Habla de ti todo el tiempo —me dijo.
—Oh, seguro.
Iris supo que no debía insistir. Aunque Papá estuviera sufriendo, yo no sentía obligación alguna de consolarlo. Ella sí, pero es que ella lo quería. Y en todo caso, mi hermana era mejor persona que yo. Era más caótica que yo, con su hábito de beber, sus hombres y su abandono irresponsable de los estudios de Medicina, pero tenía un gran corazón y yo no. Es importante. Iris no tenía que hacer ningún esfuerzo para sentir compasión, calidez o generosidad, sino que le salía natural. Hace falta coraje para mantener esa receptividad. La amargura resulta mucho más fácil. El mundo entero es amargura. Pero ahora por lo menos yo sabía quién era mi padre.
Me había obsesionado con una cuestión. Quería saber dónde había muerto mi padre. Solo así podría dejarlo descansar en paz. Yo había pensado que era él quien llamaba a mi puerta la noche en que había venido a verme Iris. No era él, por supuesto, todavía no me había vuelto loca del todo; sin embargo, lo que aquella idea representaba, lo que significaba, era que tenía que dejarlo entrar. Todavía era incapaz de admitir lo mucho que le debía, por miedo a quedar abrumada. Volví a hablar con Sidney. Le pregunté por qué se había tirado mi padre a la vía del tren. Estábamos en la cocina. Volvían a ser altas horas de la noche, parecía el momento adecuado para hablar del tema. Recuerdo ser consciente del reloj que hacía tictac encima de los fogones, era lo único que rompía el silencio del apartamento. Oí el zumbido de la nevera y un autobús urbano que arrancaba en la calle. Tuve la sensación de que éramos las dos únicas personas despiertas en todo Manhattan.
—Por vergüenza.
Pero ¿de qué tenía vergüenza? Sidney eludió la pregunta. Ahora parecía un abogado. Me dijo que Papá ya no era capaz de ofrecer un testimonio fiable del pasado.
—Creo que él le acusó de algo —me dijo por fin.
Estiró el brazo por encima de la mesa para cogerme la mano. Yo no quería que me tocara. Solo quería saber qué había pasado.
—Dijo que había atacado a tu madre.
Eché mi silla hacia atrás y fui hasta la ventana. Hablé sin darme la vuelta.
—¿Sexualmente?
—Sí.
No me lo creí. Aquello era una invención de Papá, Le pregunté a Sidney si él creía que Papá estaba diciendo la verdad.
—¿Lo crees tú? —me dijo él.
Me di la vuelta para mirarlo. De pronto me sentía furiosa. Recuerdo que lo miré con cara de odio, un poco inclinada hacia delante, con los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho. No podía haber duda alguna al respecto. Era una mentira fea y despreciable. Yo no veía razón alguna para pensar que a Harriet la habían forzado, ni tampoco quería aceptar que yo fuera hija de una violación, si es que era eso lo que me estaba diciendo. Al cabo de un rato volví a la mesa.
—¿Cómo se enteró él? —le pregunté.
—Por Mildred.
—Si Harriet hubiera sido violada, se lo habría contado ella en persona.
—Tal vez.
Guardó silencio. Me dejó que yo asimilara la información. Parecía normal estar sentados en la cocina a altas horas de la noche hablando de aquello, Al cabo de un momento, sin embargo, resultó todo muy grotesco e inquietante,
—Entonces ¿él te dijo abiertamente que mi padre se había suicidado por vergüenza?
—No le pude sacar una respuesta clara. Me dijo que me lo tenía que contar por tu bien, pero se mostró impreciso. Creo que tal vez le dijo que lo iban a acusar y que por eso…
—Que iba a ir a la cárcel.
—Que iba a ir a la cárcel. El caso no pintaba muy bien para él, si tenía en contra la palabra del médico. A menos que tu madre…
No quiso terminar la frase. Quiso que yo completara el pensamiento en su lugar. Pero aquello era demasiado para mí. De pronto me sentí agotada. Apenas me aguantaba despierta. Él me siguió al dormitorio y al cabo de unos segundo ya me había quedado dormida.
Más tarde me dijo que creía que Papá le había intentado contar lo sucedido, pero que la fragilidad de su memoria, junto con cierto residuo de repugnancia moral, habían confundido lo que el viejo recordaba.
—Es una tragedia —me dijo—. Llevas toda la vida deseando el amor de tu padre. Y luego descubres que no es tu padre, y que tu padre de verdad murió antes de que tú nacieras.
Yo llevaba toda la vida construyendo sobre arenas movedizas. ¿Era eso lo que él me estaba diciendo? Quedaba sin formular la pregunta de si yo tenía la capacidad de recuperación como para aguantar aquellas nuevas heridas. Papá había amenazado a mi padre. Le había dicho que iría a la cárcel por lo que había hecho. De manera que mi padre se había tirado a la vía del tren. ¿Por qué Sidney no podía entender lo que era obvio en aquella historia? Que el responsable era Papá.