Constance no estaba familiarizada con los antiguos apartamentos de antes de la Guerra del Upper West Side. El mío, aunque oscuro, era grande. Después de casarnos yo la veía deambular por mis habitaciones, nerviosa y vacilante, echando vistazos a las sombras de los rincones como si escondieran a intrusos malévolos. Me contó que se asustaba con facilidad. También tenía la sensación de que en cualquier momento iban a descubrir que era una intrusa y la iban a desahuciar. Me contó que después de que muriera su madre, tampoco se había sentido cómoda en casa de su padre. Yo había hecho lo posible para que se sintiera bienvenida. Le había dicho que ahora el apartamento era su hogar. Yo quería que ella se fuera acostumbrando a su nuevo entorno de forma gradual, como se hace con los gatos. Al final me di cuenta de que su reticencia a asentarse enmascaraba una incomodidad persistente, pero no con el apartamento, sino conmigo. Por supuesto, el único hombre con el que ella había vivido antes era su padre. Un día me dijo que no entendía para nada por qué yo la había elegido como esposa. Recuerdo que la miré con cariño. Le contesté que se la veía tan indefensa en aquella fiesta literaria que yo había sabido que tenía que hacer algo al respecto.
—¿Sabes cuántos depredadores hay en esta ciudad? —le dije.
Ella se mostró ligeramente contrariada.
—Me haces sentir como si fuera una gacela.
—Es que eres una gacela.
Había más que una pizca de verdad en aquello, pero yo la convencí de que lo decía en broma y así fue como se convirtió en un juego que practicamos brevemente en el dormitorio. Constance era un antílope que daba brincos elegantes y yo era el león codicioso. Ella no conseguía escaparse de mí, y nuestras luchas eran vigorosas. Luego, una noche, mientras yacíamos jadeando entre las sábanas, se incorporó hasta sentarse y me dijo que, debido a que yo era con quien se despertaba por las mañanas, y con quien se iba a dormir por las noches, aquello era cierto: ella no se podía escapar de mí, nunca.
—¡Nunca, Sidney! —exclamó.
Entonces me dio la mala noticia.
—Creo que no está funcionando.
—¿El qué no está funcionando?
—El matrimonio.
Mantuve la calma. Ya me esperaba aquello. Estaba tardando más tiempo del normal en asentarse en mi casa, pero yo estaba convencido de que todo acabaría yendo bien con el tiempo.
—Cariño, ¿por qué no?
—Creo que me he equivocado.
Le pregunté en voz baja en qué se había equivocado. Nos habíamos trasladado a la cocina para tener aquella conversación. Ella se había preparado una tetera. Su respuesta no fue satisfactoria. Hablaba despacio, como si recitara una lección aprendida en clase. Recuerdo que una vez afirmó que había leído a Freud. Ahora me dijo que entendía por qué había aceptado casarse conmigo. Su padre nunca le había dado lo que necesitaba, me dijo, y ella siempre había pensado que era culpa de ella.
Entendí el argumento. Ella había perdido a su madre en un momento en que las chicas más necesitaban una madre, y además le había tocado cuidar de su hermana pequeña. Su padre no la había apoyado. Estaba más ausente que presente. La había disuadido enérgicamente de mudarse a Nueva York. Al ver que no podía detenerla, le había dicho que no triunfaría, Era en exceso crítico y la hacía sentir indigna. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de la población de Nueva York, Constance no quería ir al psiquiatra. Decía que ya sabía cuál era su problema. ¿Cómo se iba a recuperar, entonces? Se recuperaría, me dijo, cuando su padre hubiera desaparecido de escena.
—¿Estás esperando a que tu padre se muera?
—No puede vivir eternamente.
Constance y yo hemos departido de estos temas en profundidad y con detalle. Entonces yo le dije que la ira que sentía hacia su padre era infantil. Resultaba demasiado fácil culpar a su padre. Todo el mundo culpaba al padre. Era una forma izquierdista y perezosa de pensar, le dije. A mí no me parecía ningún monstruo, añadí. Me llevaba bien con él. Me caía bien.
Pero Constance era indiferente a mi opinión. Lo que dijo, en cambio, fue que desde el momento de conocerme había querido que yo fuera su padre, a fin de poder empezar de nuevo en la vida. A fin de arreglar las cosas, lo cual quería decir reparar las cosas que había hecho mal con su padre. Me dijo que sufría un complejo de compulsión de repetición.
Se me quedó mirando ansiosamente. Mí primera reacción fue de incredulidad socarrona, pero no se la dejé ver para nada. Lo que hice fue asentir con la cabeza, como si me estuviera tomando la idea en serio.
—¿Un complejo de compulsión de repetición?
Pero la discusión teórica no se le daba nada bien. No tenía la clase de mente que se requería para aquello. La verdad es que yo todavía no había descubierto qué clase de mente tenía.
—Sí.
—¿Y eso quiere decir que el matrimonio no va a funcionar? —Por favor, no me mires así. ¡No puedo ser tu mujer! ¡No puedo ser la mujer de nadie!
—¿Por qué no?
—¡No lo sé!
—¿Quieres que te lo explique?
Ella me miró con recelo. Me acordé del comentario de Iris: a Constance era importante darle cuerda con regularidad, si no se agotaba. Y ahora se había agotado. Tenía que estar agotada para decirme que yo era su padre. Allí estaba, sentada en albornoz, con el pelo despeinado, la piel muy clara, moviendo los labios un poco nada más, como si estuviera librando un coloquio silencioso con seres invisibles. Estaba perpleja por el giro que acababa de dar la conversación. Yo me estaba mostrando cálido, gentil, solícito.
—Constance, cariño, yo no soy tu padre.
—Ya lo sé…
—Yo no soy tu padre. Soy tu marido. Tu padre te abandonó emocionalmente porque estaba de luto. Es bastante habitual. Pero yo no soy él. Yo me he comprometido contigo y no te decepcionaré.
—Decepcionaste a Barb.
—Razón de más.
—Decepcionaste a Howard.
Por suerte, no sabía nada de mi primera mujer, y cuanto menos hablara de ella, mejor. Pero mientras Constance quisiera herirme, yo sentía que me estaba dando armas. Lo que yo temía era su indiferencia, y sabía que ella era capaz de demostrarla.
—¿Por qué no me dejas que te presente a Howard? —le dije.
—Howard ya tiene madre. No cambies de tema. Me tratas como si yo fuera uno de tus alumnos. ¿Tienes cigarrillos?
Para entonces Constance ya estaba caminando de un lado a otro. Estábamos a principios de octubre y fuera seguía haciendo calor. La ventana estaba abierta y empezaba a llegar el jaleo de la calle, unos cuantos gritos al azar y una risotada enloquecida. Encima de la nevera había un paquete de tabaco, que se había dejado Ed Kaplan. Le di uno y tiré el resto a la basura.
—Intento no tratarte como a una alumna, pero si lo hago es solo porque quiero enseñarte lo que sé. Hubo un tiempo en que te gustaba.
—A mí ya me educaron.
Es posible que yo hiciera un breve gesto de ligero escepticismo, ta] vez un minúsculo enarcamiento reflejo de La ceja. Pero ella lo vio. Se detuvo en seco y me miró con odio. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo me levanté de golpe y ella se echó a temblar en mis brazos. Luego me apartó de un empujón.
—¡No pienso echarme atrás! ¡Te gustan los estudiantes que discuten contigo y luego se echan atrás, pero yo no pienso hacerlo!
Y hubo más de esto. Ella estaba furiosa, en primer lugar porque yo no fuera un padre satisfactorio, y en segundo, porque yo fuera un profesor dominante. Me acusó de que no me interesaba quien era ella, sino únicamente el hecho de que se amoldara a la imagen mental de ella que yo me había formado. Solo le interesaba en que la podía convertir.
—¡Eres demasiado viejo para mí! ¡Fuiste un egoísta al obligarme a casarme contigo, y no me puedo creer que yo fuera can tonta!
Me di la vuelta. Levanté los brazos, me encogí de hombros. Más tarde se me disculpó entre lágrimas y se aferró a mí en la cama, horrorizada por lo que me había dicho. Me ablandé. La reconforté. Le dije que en realidad su deseo imperioso de hacerme daño era una expresión de amor. Le dije que no se esforzaría tanto si yo no le importara. Ella se aferró con agradecimiento a aquella idea. Luego hubo más sexo y después la cosa siempre mejoraba. En mi dormitorio no había tristesse poscoital.
De manera que pasó el otoño y nos encontramos yendo en coche a Ravenswood para pasar la Navidad y llevando con nosotros a Howard, que echaba de menos a su madre, el pobre, puesto que Barb volvía a estar en el hospital. Hacía un día frío y luminoso, pero había mucho tráfico y el viaje fue lento. Para cuando llegamos a la casa el chico ya estaba cansado. Llevaba demasiado tiempo dentro del coche. Constance me comentó que esperaba poder tomarse una copa al llegar, pero que a su padre no le gustaba que ella la pidiera sin haberla ofrecido él. Una vez, el medico se la había negado hasta la hora de la cena solo para castigarla. A Iris no se lo hacía nunca, me contó. Al oír aquello supe por qué estaba temiendo yo los días siguientes. No iban a ser precisamente unas grandes navidades para Howard, estando Constance de un humor tan espantoso y mostrando tanto antagonismo hacia su padre.
Y allí estaba él, en el porche, entre aquellas columnas corintias descascarilladas, con su figura alta y enjuta, vestido con un grueso jersey negro de botones y unos pantalones holgados de pana. Podría haber sido perfectamente un poeta americano, uno de aquellos majestuosos viejos locos de antaño en el inicio de su decadencia. La luz salía a raudales de la puerta abierta detrás de su espalda y se reflejaba en la nieve. La torre de la esquina sudoeste destacaba afilada sobre el fondo del cielo crepuscular, y más allá de la casa los pinos constituían una masa negra. Constance me había dicho una vez que el corazón siempre se le aceleraba cuando veía el río más abajo y las montañas de fondo, donde el final del día pintaba una estrecha franja roja en el cielo. Ahora, sin embargo, parecía indiferente a todo aquello.
El viejo se inclinó para saludar a Howard mientras este subía los escalones del porche. Cogió al chico de la mano y se volvió hacia la casa. Caminaba más encorvado que la última vez que lo habíamos visto, el fin de semana del Día del Trabajo. De pronto sentí ternura hacia él. Era evidente que estaba perdiendo las fuerzas y que pronto sería frágil.
Salí del coche y saqué el equipaje del maletero. Constance tenía una expresión de resignación tan amarga y fatigada que le tuve que pedir por favor que hiciera un esfuerzo, si no por mí, al menos por su padre. Recorrimos juntos el camino helado que llevaba a la casa y subimos los escalones del porche.
Al cabo de dos días llegó la tremenda revelación del médico, y fue entonces cuando todo se fue realmente al infierno.