Poco después de que aceptara casarse conmigo le regalé a Constance una pequeña escena fluvial del pintor de paisajes del siglo XIX Jerome Brook Franklin. Era el primer regalo serio que le hacia. Yo quería que lo colgara en su dormitorio de Nueva York para que lo pudiera ver al despertarse y se acordara de las vistas que tenía desde su dormitorio de Ravenswood. Se suponía que tenía que traerle recuerdos felices de su infancia. Yo seguía pensado que algún recuerdo feliz debía de tener.
Unas cuantas noches más tarde estábamos los dos en la sala de estar del apartamento casi a oscuras. Yo estaba acostado en el sofá Chesterfield y Constance tendida en la moqueta. A ella le gustaba tumbarse en el suelo con la cabeza apoyada en un cojín. Me había estado hablando del cuadro. Ahora se puso a hablarme de una laguna completamente inmóvil de agua negra procedente de un arroyo, a un kilómetro y medio corriente abajo de Ravenswood, que se llamaba Hard Luck Charlie’s. La sombría laguna estaba rodeada de una franja de menos de un kilómetro de marismas y según Constance la rondaba el fantasma de un anciano que había tenido una cabaña en el bosque cerca de allí. En una tarde de verano calurosa uno se podía pasar horas flotando allí a bordo de un esquife, sin que el silencio del lugar se rompiera nada más que por el chapoteo de un pez, o el chillido de un ave, o una garza que se abría paso entre los juncos. Al parecer su padre tenía prohibido a las chicas que cogieran solas el esquife, pero ellas le desobedecían Aquello fue en la época en que Harriet se puso enferma.
Yo me lo imaginaba perfectamente, aquella agradable ciénaga de aguas estancadas, las dos chicas adormiladas flotando en un esquife, una tarde soñolienta de verano, los insectos zumbando y el agua maloliente por culpa de la materia vegetal podrida. Un día, sin embargo, me contó Constance, descubrieron que habían sido observadas, y no solo observadas, sino delatadas. Fue un desastre. Su padre las hizo comparecer al día siguiente a la hora del desayuno y les preguntó si se habían olvidado de la norma. Iris le preguntó qué norma.
—Ya sabes qué norma —dijo él.
Constance se quedó en silencio. De pronto estaba de un humor sombrío. Ahora viene lo bueno, pensé. La siguiente vez que fueron al cobertizo para botes, el esquife ya no estaba. Iris se arrodilló al final del embarcadero y se agarró a los tablones para contemplar el agua. Constance fue a su lado y vio lo que había hecho su padre. El esquife estaba al fondo del río. Bajo la luz cambiante del sol sobre las aguas en movimiento, lo vieron allí, tirado de costado entre las algas, dejándose mecer ligeramente por la corriente. Su padre no les había avisado para nada, se había limitado a dejar que lo descubrieran por ellas mismas. Fue un acto malvado, dijo Constance, tan herida que parecía que el episodio hubiera tenido lugar el día anterior.
—Malvado tampoco —le dije yo sin mucho aplomo—. Él os había dicho que no lo sacarais.
—¿Y por eso hundes un bote? ¡Le quitó el tapón y lo dejó que se hundiera sin más!
—Estaba preocupado por vuestra seguridad.
Aquello la hizo enfadarse más.
—No, Sidney, no lo estaba, lo único que quería era privarnos de un placer. ¿De qué lado estás?
Le dije que yo siempre estaba del lado de ella. Entonces ¿por qué estaba apoyando a su padre? Yo le dije que aquello no era apoyar…
—¡Ya lo creo que sí!
Entonces me reveló lo que el episodio significaba. Cuando su padre hundió el esquife, en realidad la estaba ahogando a ella. ¿Por qué? Pues porque era lo que había querido hacer con ella desde el día en que había nacido, ahogarla como a una cría de gato no deseada. Para él, Constance era una carga familiar pesada, me dijo, una criatura desvalida que necesitaba vivir bajo su techo pero que no tenía derecho a ninguna calidez y estaba puñeteramente claro que tampoco a ningún amor.
—Oh, por el amor de Dios —le dije.
Me costaba tomármela en serio. La historia del esquife hundido me revelaba más cosas de la misma Constance que de su padre. Resultaba obvio que ella no lo entendía. No se daba cuenta de que su padre solo estaba preocupado por su seguridad. Cualquier padre haría lo mismo.
—Cariño —le dije—. Él no te quería ahogar.
Ella se incorporó hasta sentarse y se me quedó mirando.
—Ya lo creo que sí, hostia —me dijo.
Cuando empezaba a soltarme palabrotas, no tenía sentido continuar con la conversación. Resultaba muy desalentador. Y tampoco nos había ayudado precisamente una conversación anterior que habíamos tenido, en que Constance me había dicho que yo era demasiado viejo para ella. Yo no conseguía sacármelo de la cabeza. Me resultaba demasiado fácil imaginármela conociendo a un hombre más joven y, sí, sintiendo la tentación de descarriarse. Lo más probable es que pensar aquello fuera una tontería por mi parte, pero también era del todo predecible. Se trata de una ansiedad antiquísima de los simios, no hay hombre que se libre de ella. No es que yo me hubiera vuelto exactamente receloso, pero sí alerta. En aquella época me gustaba llevarme a casa a mis estudiantes de posgrado, y a menudo el apartamento se llenaba de jóvenes vigorosos que entablaban bulliciosas discusiones sobre Byron o Goethe o la inspiración divina de Samuel Taylor Coleridge. En aquellas reuniones reinaba el alboroto, y aunque normalmente Constance estaba demasiado cansada par; participar en mis seminarios informales, cuando se unía a nosotros yo era consciente de a cuáles de mis alumnos ella reaccionaba con más calidez de la estrictamente necesaria.
Aquello provocó otra discusión. Constance me volvió a acusar de varios crímenes del corazón y yo me tuve que defender. Hubo lágrimas y chillidos y hasta se rompieron vasos y vajilla. Fue agotador pero terminó, como en ocasiones anteriores, en la cama, donde todo fue perdonado y se estableció un principio de acuerdo de paz. Pronto abandoné los seminarios informales. De manera que sí, ella me hacía estar alerta. También inducía en mí un estado de euforia ansiosa que yo no había conocido desde mis primeros tiempos con Barb. Ed Kaplan notó lo diferente que yo estaba. Me dijo que se me veía diez años más joven.
—Yo tenía razón sobre ti —me dijo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que necesitas una mujer.
Recuerdo que estábamos atravesando uno de los campus del norte de la ciudad, de camino a almorzar. Le pedí que se explicara.
—Sidney, ¿dónde, aparte de en el matrimonio, te puedes ver en aprietos morales a diario? Eres uno de esos hombres que necesita estar siempre eligiendo hacer lo correcto para silenciar las voces que tiene en la cabeza.
—¿Qué voces?
—Las voces de la culpa.
—¿Y de qué se supone que debo sentir culpa?
—De tu personalidad controladora. De tu incapacidad para tolerar las críticas…
—Vale, Ed, ya basta.
Ed no había entendido nada. Las voces de mi cabeza no eran mi problema. Seguimos caminando en silencio. Cruzamos Broadway. Tardamos demasiado en reaccionar al semáforo y un taxista nos insultó a gritos por la ventanilla de su taxi. Por aquella época, una de mis preocupaciones era la muerte de la urbanidad. Yo la veía como un síntoma más del malestar creciente de la ciudad.
—Ed, puede que todo eso sea verdad, pero no cambia el hecho de que a veces tengo la sensación de estar tratando con una…
No pude terminar la frase. Iba a decir una histérica paranoica.
—Relájate. Te sienta bien.
Sin embargo, empecé a preguntarme si no habría cometido una equivocación, y en un par de ocasiones hasta me acordé con nostalgia de los años tranquilos con Barb. Y hablando de Barb, hubo una novedad, y no precisamente feliz, que todavía empeoró más mi estado de ánimo. La última vez que la había visto, ella me había dicho que no estaba bien de salud. Que tenía que ir al hospital para hacerse unas pruebas.
Estábamos sentados en la cocina de su casita de alquiler en Atlantic City, cerca de la playa. Yo me sentí alarmado. Ella estaba aletargada. Tenía unas ojeras enormes. La piel se le veía enferma. Había perdido peso. Entonces se pasó una mano por el pelo con gesto fatigado.
—¿Y Howard?
—Se irá a casa de mi madre.
Yo pensé en Queenie Mulcahy, con sus cigarrillos y su ginebra, su tos llena de flema y sus historias interminables sobre su vida de corista…
—Se podría quedar con nosotros —le dije.
—¿Y Constance?
Barb acompañó aquella pregunta de una chispa de malicia amistosa.
—A ella le gustaría conocer al chico —le dije.
—No es eso lo que tengo entendido.
Me miró con las cejas enarcadas y un asomo de sonrisa. Por un segundo fue la misma de antaño. ¿Cómo pueden saber las mujeres esas cosas las unas de las otras? Yo le dije que ya era hora de que Constance y Howard se conocieran. Barb no tenía nada de que preocuparse. Todo iría bien.
—Tú lo has querido —me dijo ella.
No era de esas mujeres que protegen a su hijo de las complicaciones de la vida. También sabía qué clase de chico era, prácticamente autosuficiente. De manera que lo hice venir del jardín.
Habíamos quedado en recoger a Iris y al médico cuando bajaran del tren en Penn Station. La estación tenía unas lonas que colgaban como cortinas sucias y gigantes y tapaban los espacios altos de debajo del tejado. Nos abrimos paso por entre montones de tablones y andamios. El aire iba cargado de polvo y reinaba un estruendo de hombres gritando y martillos neumáticos. Constance estaba tensa. Apenas podía hablar conmigo. La ansiedad que le causaba la boda se veía agravada por la perspectiva de la llegada de su padre. Se había pasado la noche anterior en mi apartamento, caminando de un lado a otro y retorciéndose las manos de preocupación mientras yo leía sentado. Yo entendía lo difícil que aquello le resultaba. Era una joven nerviosa e inmadura que estaba a punto de dar un gran paso a lo desconocido con un hombre al que hacia menos de un año que conocía. Además, su padre, aquel hombre severo y amargado, a quien sentía que había decepcionado siempre, la iba a estar vigilando. Ella dejó de caminar y se me quedó mirando:
—¿No estás fuera de quicio? —exclamó.
Yo la hice sentarse en mi regazo y la rodeé con los brazos. Ella se aferró a mí como si fuera una criatura.
—No.
—Pero ¿por qué no?
¿Cómo iba yo a contarle que mi impulso de protegerla y alimentarla era igual de vital para mi bienestar que para el de ella? Yo no creía que ella pudiera entenderlo todavía. Mi amor estaba igual de arraigado en la convicción moral que en el afecto y el deseo, pero ella no me conocía muy bien. No sabía lo que tenía en mí. Era muy joven. Yo le pedí que confiara en mí.
—Creo que no puedo —susurró ella.
Fuera estaba empezando a oscurecer, pero no encendimos las lámparas. Yo dejé mi libro. Constance se sentó en el suelo junto al sofá Chesterfield y, mientras las sombras nos envolvían, estiró el brazo y metió su mano dentro de la mía. Nos quedamos sentados en silencio. Me cogió la mano con fuerza. Por fin se tranquilizó. Yo quería que ella sintiera que nunca más volvería a estar expuesta al peligro, al menos mientras me tuviera a mí. La verdad es que tenía miedo por ella, aunque no podía explicar de qué, y era por eso por lo que había decidido que nos casáramos. Si no me casaba, me daba la sensación de que no tenía nada que hacer a su lado. No sabía qué más le podía ofrecer.
Vi al médico antes que ella. Dos figuras surgieron de la parte de atrás del tren y se detuvieron unos segundos en el andén, enzarzados en lo que parecía una discusión. La chica debía de tener unos veinte años y el hombre era mucho mayor. Solamente podían ser ellos. A continuación echaron a andar hacia nosotros, y cuando la chica vio a Constance —era Iris, por supuesto—, dejó la maleta en el suelo y echó a correr en nuestra dirección, con los brazos extendidos y gritando. Constance, riendo y sonrojándose, se vio aplastada contra el cuerpo de su hermana, y me tocó a mí acercarme a su padre para saludarlo.
—Doctor Schuyler, soy Sidney Klein —le dije.
Era un hombre alto, tan alto como yo, y me miró de arriba abajo mientras nos estrechábamos la mano con solemnidad. A mí me impresionó su dignidad. Un hombre de los de antes, pensé, la sal de la tierra americana. Se tarda dos siglos en hacer a uno de estos. ¿Y qué vio él en mí? Yo tenía dinero, sí, y un puesto permanente en la universidad, pero era inglés, y él no sabría si podía confiar en mí. Muy por encima de nosotros, las palomas revoloteaban en el enrejado metálico, y la locomotora soltó un silbido prolongado. En el andén, los últimos pasajeros circularon a nuestro alrededor, dejando atrás a las hermanas abrazadas, y a mí con el padre. Entre nosotros seguía olvidada la maleta que Iris había dejado en mitad del andén.
—Llámame Morgan, mejor —dijo él.
—Sidney —dije yo.
Aquella noche cenamos juntos en una brasería de Ja avenida Lexington. Era un local ruidoso y lleno de humo, todo bullicio y olor a carne: pensé que al médico le gustaría. Yo era consciente de la naturaleza trascendental de la ocasión y creo que él también. Era un hombre reservado de sesenta y muchos años, sobrio, firme y sutilmente divertido, sobre todo cuando reaccionaba a las afirmaciones más extravagantes de Iris, que estaba emocionada de hallarse en Nueva York y especialmente en aquel establecimiento enorme lleno de conversaciones a voz en grito y de camareros ingeniosos con quienes podía bromear jovialmente. Estaba ya en el último año de carrera, a punto de licenciarse en biología en una universidad del norte del estado, pero saltaba a la vista que era la misma chica sonriente y con los dientes muy separados a la que yo había visto en la fotografía de Constance. Yo no perdía de vista a las hijas pero reservaba casi toda mi atención para el padre, Constance quería hacerme creer que era el antagonismo de su padre lo que la había convertido en la mujer infeliz que era, pero ahora que acababa de conocerlo, no me lo creía. Era huraño, sí, pero es que era un hombre de los de antes. Se suponía que debían ser huraños. Sin embargo, también era tierno y no se le escapaba nada. Cuando Iris soltó un chillido que hizo girarse a la gente de las demás mesas, él le puso el dedo brevemente en la muñeca y ella guardó silencio de inmediato. Cuando el camarero se acercó a ella para rellenarle la copa una vez más, el doctor Schuyler buscó la mirada del tipo y articuló en silencio la palabra «No», Yo lo vi, y él vio que yo lo veía, e intercambiamos algo que no era tanto una sonrisa como una mirada mutua de entendimiento socarrón.
—Papá, por favor, ¿le puedes decir a Constance que los virus son gérmenes?
—Constance, tu hermana cree que los virus son gérmenes.
—Sí, pero ¿gérmenes de qué clase? ¡No lo sabe!
—¡Claro que lo sé!
Luego, en voz baja y tono suplicante:
—Papá, me bebería otra copa de vino.
—Ya lo sé, pero no te la vas a beber.
Yo vi que a veces Constance reaccionaba a Iris como si fuera su madre, con movimientos impacientes de la cabeza y poniendo los ojos en blanco. En otras ocasiones se veía arrastrada por la corriente incesante del parloteo de la chica. Cuando Iris la divertía, ella se inclinaba hacia delante con la boca abierta de incredulidad.
—¡Iris, eso no se puede decir!
—Pues lo acabo de decir.
Su padre a veces arbitraba entre ellas y a veces no. En mitad de la comida me di cuenta de que no me estaba acercando en absoluto a resolver la cuestión que me ocupaba: cómo había llegado Constance a ser una mujer tan indefensa y a veces tan insensible. Ya no creía que su padre fuera un hombre cruel, ni que le hubiera infligido a ella un dolor irreparable. No había visto nada que apoyara aquella idea. Se me ocurrió que tal vez Iris le hubiera causado alguna herida más sutil con su irresponsabilidad, aunque tampoco me imaginaba cuál podía ser. Constance me había dicho en una ocasión que su hermana quería verla muerta, pero eso les pasa a todos los hermanos y hermanas menores. También me había dicho que su padre quería verla muerta. Se me ocurrió que un día llegaría a pensar lo mismo de mí.
Mientras yo los observaba a ellos, ellos me observaban a mí. El médico mostraba hacia mí unos modales afables pero poco expresivos. Yo había aprobado alguna clase de prueba —no era un bellaco redomado— y él no tenía prisa por obligarnos a intimar. El tiempo nos ayudaría respecto a eso. Por supuesto, yo era mucho mayor que Constance, y eso contaba a mi favor. Por su parte, Iris estaba ansiosa por ver algún despliegue de destreza por parte del hombre que estaba a punto de casarse con su hermana.
—Así pues, Sidney, ¿cómo de listo eres, en una escala del uno al diez?
Se inclinó hacia delante con los codos plantados sobre la mesa y me miró con una expresión cálida de ojos luminosos y aroma a vino; estaba claro que Constance le había comentado que yo era un tipo inteligente.
—Doce.
—Eso lo dices porque lo tienes que decir, pero te lo pregunto en serio. ¿Cómo arreglarías los problemas de Nueva York?
—No, Iris, no le hagas esto —dijo Constance.
—¿Cuánto tiempo me das? —dije yo.
—Iris está ansiosa porque la atraquen —dijo el médico—. La podemos dejar en un callejón de camino al hotel.
—Nueva York no me da miedo —exclamó ella—. ¡Cuando viva aquí, no me atracarán nunca!
Aquella declaración de bravura provocó varias reacciones simultáneas. Yo le pregunté cómo pensaba obtener la invulnerabilídad allí donde tantos otros habían fracasado. Porque cada vez estaba más claro que en Nueva York ya no había nadie a salvo.
—Sidney —dijo ella, poniéndome una mano sobre el brazo—, confía en mí.
Cuando terminamos de comer y nos pusimos de pie, la sección de mantel controlada por Iris se parecía a uno de esos barrios degradados donde ella estaba segura de que podía sobrevivir. Era un caos de sal, cortezas de pan, ceniza, cale derramado, casas de vecinos derribadas y gobiernos derrocados. Ella se fue de inmediato con su padre y lo cogió del brazo.
—Me voy a llevar a casa a este anciano —dijo—. Constance se puede quedar al otro.
—Eres una criatura —le dijo Constance.
Cuando le di a Iris un beso de buenas noches, ella me murmuró al oído;
—Sidney, a Constance es importante darle cuerda de forma regular, si no se agota.
Mientras paraba un taxi, me pareció un comentario bastante perspicaz. ¡Pero las mujeres no son relojes! Los relojes no pueden decidir qué hora es, sus movimientos los determina su mecanismo. Pero me pregunté a mí mismo, y no por primera vez, si se podría aplicar lo mismo a Constance, ¿y acaso era eso lo que me había querido decir Iris?
Cuando nos juntamos en el Ayuntamiento por la mañana estábamos todos apagados. El Ayuntamiento es un bonito y antiguo edificio público de corte clásico. Tiene un pórtico blanco con columnas. Dentro hay una rotonda con una majestuosa escalinata de mármol. En él estuvo expuesto al público el cadáver de Abraham Lincoln. También el de Ulysses S. Grant. En el parque presidido por el Ayuntamiento se erige la estatua de uno de mis héroes, Nathan Hale. Lo colgaron los británicos a principios de la Guerra de la Independencia. En el cadalso dijo que lamentaba no tener más que una vida para dar por este país. Era un muchacho tonto, pero está claro que mostró coraje al final. No obstante, cuando le conté su historia a Constance, ella bostezó. Me dijo que ya la había oído.
Nos acompañaron hasta una sala de espera de gran tamaño, donde nos reunimos con el resto de los novios y novias en potencia y sus familias respectivas. Se trataba de una muestra transversal del gran mosaico de la ciudad todo lo ricamente diversa que se podía esperar. Nos sentamos en unos bancos duros hasta que nos llamaron para comparecer ante el juez. Constance se aferró a mí y yo sentí un murmullo de ansiedad que no era el primero. Ella era un misterio para mí, aquella chica pálida y grave, me resultaba opaca y oblicua: ¿en qué estaba pensando yo? Iris se dedicaba a observarme. Sabía lo que me estaba pasando por la cabeza. Me dedicó aquella sonrisa dentuda suya y me hizo un pequeño gesto privado de solidaridad con el puño; desde aquel momento, la quise con amor de hermano.
Al terminar la cosa caminamos hasta el viejo restaurante italiano de la calle Chambers. Mi madre había llegado de Long Island aquella misma mañana. Iba toda vestida de negro, por razones que nadie entendió. En el curso de su larga viudedad había adquirido muchas excentricidades. Resultó extrañamente prodigioso ver al médico, con su traje oscuro, reservado y formal como era, plantarse ante mi madre, igualmente reservada y formal, e inclinarse para estrecharle la mano diminuta. En el restaurante Iris consiguió hacer lo que le habían impedido hacer la noche anterior, ponerse en ridículo, por no estar acostumbrada al champán. Me la tuve que llevar fuera y ayudarla a vomitar en un aparcamiento.
Aquella misma tarde Constance se mostró deprimida. Me dijo que su padre le había dicho una vez que no tenía que hacerse ilusiones sobre Nueva York. Que no iba a durar más que unos meses en la ciudad, como mucho un año, y luego volvería a Ravenswood para cuidar de él. Ella, sin embargo, había hecho carrera en el mundo editorial y había encontrado marido. Ahora era la señora Klein. Pero no podía evitar compararse a sí misma con la otra señora Klein, aquella diminuta viuda con su velo negro, mi madre. Decía que se sentía como la variación sobre un tema: como mi madre en un estado temprano de gestación, como una crisálida, como una pequeña viuda negra en preparación.
—Por el amor de Dios —le dije—, es nuestra noche de bodas.
—Lo siento. Pero me siento así.