El mismo día que empezaron a tirar abajo la antigua Penn Station me enteré por mi abogado, Ed Kaplan, de que el divorcio de Barb ya se había formalizado. Ed me acompañó en el sentimiento. Sidney, me dijo, no es culpa de nadie. Yo no le creí. Sí que era culpa de alguien, le contesté, había habido amor al principio, ¿y qué había pasado? Que yo lo había dejado morir. Mi hijo Howard, de seis años, estaba viviendo con su madre en Nueva Jersey, ¿y se suponía que yo tenía que estar aliviado porque se hubiera terminado una situación conyugal desastrosa? Pues no lo estaba. Lo único que yo veía era fracaso.
Ahora estábamos divorciados. Yo deambulaba de habitación en habitación y aquel silencio tan poco familiar me dejaba desconsolado. El apartamento me lo había quedado yo porque Barb no lo quería. Ella quería estar en Atlantic City con su familia. Su hermano Gerry Mulcahy llevaba un pequeño casino allí.
—No es la otra punta del mundo —me había dicho ella.
—Está bastante lejos. ¿Cuándo veré a mi hijo?
—Cuando tú quieras.
Barb llevaba la contabilidad del casino y yo había tardado mucho en enterarme de lo enferma que estaba. Me daba cuenta, eso sí, de lo fatigada que estaba cada vez que yo iba en coche a Nueva Jersey para recoger a Howard y pasar la tarde con él. Pero yo lo atribuía al tedio de su trabajo y al espanto de vivir en Nueva Jersey entre miembros de su familia. No eran una cuadrilla que inspirara demasiado, pero conmigo eran bastante amigables. Me llamaban «el profesor». Yo era consciente de que si hubiera sido capaz de conservar nuestro matrimonio, la vida de Barb no habría llegado a ser ni la mitad de desgraciada de lo que era en ese momento, y durante una de mis visitas se lo dije. Ella estaba de alquiler en un piso situado a una manzana de la casa de su madre. Howard estaba en el jardín, yo lo podía ver gateando. Por aquella época le interesaban los caracoles. Barb se inclinó sobre la mesa para tocarme la mejilla.
—Sidney —me dijo—. No es culpa tuya, pero gracias por el detalle.
¿Qué había salido mal? Ella era una mujer atractiva y en una época nos habíamos caído muy bien. Luego de pronto ella había decidido que yo no le daba lo que ella necesitaba, y que lo que yo le daba ella no lo quería. Había nacido el resentimiento y una vez que eso sucede el sexo se va al infierno y pronto el matrimonio ya estaba dañado de forma irremisible. Resultaba todo demasiado deprimente. Estoy de acuerdo con la idea que tenía Goethe de cuál es la respuesta correcta a un matrimonio que fracasa. La dimisión. La preservación del orden a cualquier precio. La nobleza estoica de espíritu. Pero a mí no se me había permitido sufrir con nobleza estoica de espíritu, sino que Barb se había marchado, llevándose a Howard con ella, y era así como me había visto solo con la casa. Estaba en la calle Sesenta y nueve Oeste, a pocas manzanas de Central Park. Había estanterías para libros de sobra, que yo tenía todas llenas, y numerosas habitaciones, entre ellas un dormitorio de invitados mal ventilado que daba a la cocina. Pero era demasiado grande para un hombre solo, y además la caldera del sótano daba problemas. El superintendente no la podía controlar. En invierno las tuberías de las paredes se calentaban tanto que era como estar en unos baños turcos. Y si abría una ventana, me llegaba una ráfaga de aire helado. De manera que o bien me asaba o bien me helaba, era como ser un reptil. Quizá un cocodrilo inglés de gran tamaño.
Estaba demasiado intranquilo para leer y ya era demasiado tarde para escribir, y además me había bebido una copa. Así que me fui a la cama a las nueve y media con un par de revistas académicas y el periódico del día. Sobre las diez empezaron a llegar ruidos de la calle. En aquella época siempre llegaban gritos de la calle, a veces chillidos, y en contadas ocasiones también disparos. Luego se oían sirenas de coches de policía, o no. A menudo ni siquiera se presentaban. Lo que estaba pasando era lo siguiente. La ciudad ya había empezado a mostrar síntomas de la enfermedad que la destruiría y que nos dejaría incapacitados para curarnos, o para preservar la ley; o incluso para mantenernos. Nueva York se estaba transformando, pero ¿en qué? Barb no creía que en una ciudad así pudiera sobrevivir ningún matrimonio. A mí aquello me parecía otra mala teoría de la ruptura. Nadie tenía la culpa, circunstancias contingentes, todo excusas. ¿Por qué nadie asumía responsabilidades?
En cuanto a Penn Station, al parecer el ferrocarril ya no daba dinero. Se lo habían cargado las autopistas interestatales y los aviones. Y en todo caso, llevaba décadas deteriorándose. Estaba abandonada y mugrienta, ocupaba dos manzanas enteras de la ciudad, y en Nueva York aquello no tenía sentido desde el punto de vista económico, a menos que uno creyera que valía la pena conservar por su valor intrínseco una estación de tren que poseía toda la grandeza solemne de una catedral. A mí me rompió el corazón ver llegar a la cuadrilla de demolición con sus martillos neumáticos, bajo la llovizna de aquella mañana de octubre, el día de mi segundo divorcio.
Tardaron tres años en dejarla reducida a una estructura desnuda de vigas de acero y en tirar sus columnas y sus estatuas a las Meadowlands de Nueva Jersey, donde las podías ver desde el tren de Filadelfia y echarte a llorar. Yo lloré. Y todo esto sin interrumpir para nada el servicio ferroviario, a lo que pronto los neoyorquinos se acostumbraron, impasibles ante los espantosos actos de vandalismo que estaban teniendo lugar a su alrededor.
Perdonadme. La arquitectura me despierta los mismos sentimientos que el matrimonio. Lo que se hizo con Penn Station fue una atrocidad. Odio ver algo destruido antes de tiempo. De manera que intenté mantenerme ocupado. Por entonces estaba escribiendo un libro cuyo título era El corazón conservador y dando clases en una de las universidades de la ciudad, lo cual por lo menos me hacía salir de casa y me proporcionaba la vida social que necesitaba. Cuando me llegaban invitaciones a fiestas de docentes y otros eventos, las tiraba a la basura.
Pasan los meses, unos meses sombríos y solitarios para mí. Mi espíritu no caminaba con las almas de los hombres. El otoño se convirtió en invierno y el invierno en primavera. Las tuberías del apartamento se refrescaron pero la ciudad en sí se puso insoportable al empezar a subir las temperaturas, igual que el humor de mis intranquilos conciudadanos. Entretanto El corazón conservador avanzaba a trompicones. Un día me parecía brillante y al día siguiente un horror. El problema era el siguiente. Todo el mundo sabía que yo era un conferenciante brillante. Lo que me costaba comunicar sobre el papel era la emoción que yo despertaba cuando estaba hablando en una sala de conferencias atestada. A menudo me dejaba llevar cuando una idea se me inflamaba en la mente, y en aquellos momentos enseñaba más de lo que se podía transmitir con la sobriedad de la prosa. A menudo me desesperaba intentando articular por todos los medios… en fin, la aparente paradoja del conservadurismo romántico, o los siete principios de la inspiración que yo había formulado en mi trabajo posdoctoral en Oxford.
Echaba de menos hablar con Barb de todo aquello. ¿Cómo sobreviven los escritores que están solos? Lo que antaño había resultado inimaginable ahora era mi realidad. Pero me acostumbré a ella, a aquella ausencia de una vida doméstica que antaño me había irritado pero que ahora echaba de menos. Siempre que podía cogía el coche para ir a Nueva Jersey a ver a Howard. Al principio Barb y yo nos comportábamos con formalidad fría delante de él, pero más tarde la cosa se templó un poco. Ella no tenía buen aspecto y supongo que yo tampoco. Le dije que no había llegado a formular ninguna tesis sorprendente sobre el matrimonio y sus insatisfacciones, pero en privado había decidido que mi actuación de tiempos recientes me incapacitaba para volver a ejercer. Le conté todo aquello a Ed Kaplan. Que había venido a mi casa para acompañarme en el sentimiento un poco más.
Ed ejercía de criminalista, pero me había ayudado con el divorcio a modo de favor personal. Estaba fascinado por el nuevo estado vital en que me había encontrado. A Ed le resultaba extraordinario vivir solo en estado de soltería. Y a mí también. Me dijo que no lo entendía. Él estaba casado con una encantadora criatura morena llamada Naomi y vivían en la misma manzana con sus cuatro hijas, a las que al parecer estaban educando como anarquistas. Le gustaba preguntarme qué planes tenía yo. ¿Qué pensaba hacer con mi vida?
—Trabajar.
—¿Trabajar y nada más? ¿Sin divertirte?
—Sin divertirme.
—Sidney, confía en mí, tú no estás hecho para eso. Necesitas una mujer. Lo que tienes que hacer es salir a ver qué encuentras.
—Ed, por el amor de Dios. Ahora no me va a querer ninguna mujer.
—Eso no lo sabrás hasta que la conozcas. ¿Qué te crees, que no te vas a volver a casar?
—Pues sí, es lo que creo.
—Pues eres idiota.
No le creí. No tardó en marcharse. El apartamento volvió a quedarse como una tumba, aparte de las sirenas y los gritos y todo lo demás. Pero Ed me había alterado. Pasaron unos días y una mañana me llegó una invitación por correo. Era para una fiesta literaria que se celebraba en una casa de Sutton Place, me he olvidado de a quién pertenecía la casa y de quién había escrito el libro, hasta me he olvidado de por qué fui, a menos que sintiera que me estaba llamando el Destino. Nada de todo eso importa ya, pero lo que no he olvidado es que fue allí donde vi por primera vez a una chica alta y rubia con una falda negra entallada, flaca como una escoba, sin maquillaje, con las piernas largas y un mohín en su boquita de piñón. La vi de pie junto a una ventana abierta, con un Martini en la mano, callada y altiva en medio del barullo de las conversaciones sociales que tenían lugar a su alrededor. Estaba moviendo lentamente los labios.
Ella me ha contado muchas veces que cuando me vio abrirme paso por entre la multitud en dirección a ella buscó alguna vía de escape, pero no la encontró. Lo que recordaba con más claridad, me dijo, fue mi boca húmeda y mi pajarita de color rosa. Al parecer yo me dediqué a hacerle señas con la cabeza mientras me abría paso hacía ella, como diciéndole: «Sí, sí, tú, es a ti a quien quiero».
—Sidney Klein —le dije cuando por fin me planté frente a ella.
—Eres inglés.
—Eso me temo.
Y así empezó todo. Nos dimos la mano. Sigo sin poder explicar por qué sentí una atracción tan inmediata hacia aquella joven, a menos que fuera de tipo carnal. Sin embargo, ella tenía un aura de intocabilidad irritada que me interesó bastante, y que di por sentado que escondía una perplejidad y una ingenuidad impregnadas de miedo; era la misma máscara que se ponían a menudo todas las chicas recién llegadas a la ciudad. Y también había algo más, una especie de elegancia que no resultaba obvia de entrada, y aunque podía parecer una chica poco atractiva si uno la miraba sin fijarse, aquella elegancia resultaba poderosamente llamativa y me dio ganas de acercarme físicamente a ella. Una sensación que nunca he perdido.
Lo que ella vio en mí no fue tan halagador. Soy un hombre alto, tal vez un poco fondón, aunque visto bien. También debería decir que soy un hombre sentimental. Siento demasiado las cosas. Me ha pasado siempre. No es casualidad que sea una autoridad sobre poesía romántica. Era una velada cálida. Yo llevaba un traje fino de algodón a rayas y al parecer tenía gotas de sudor en la frente. Lo que yo parecía, me contaría ella más tarde, era un funcionario consular de poca monta que estaba enloqueciendo lentamente en algún reducto perdido del Imperio. Pero ella también vio, sin duda alguna, una personalidad fuerte. También me ha contado que el calor me estaba haciendo jadear como un perro.
Le sugerí que fuéramos a algún sitio tranquilo donde pudiéramos hablar. Ella me preguntó de qué quería hablar y yo le dije que de ella. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Los dos sabíamos que estaba a punto de marcharse de la fiesta conmigo. Cuando llegamos a la calle le propuse un restaurante francés bastante tranquilo que había en el Village. Al cabo de un momento estábamos en el asiento trasero de un taxi Checker y yo la besé, con su consentimiento, ella quiso que la besara, yo le gustaba, yo era mucho mayor que ella, debía de tener por lo menos cuarenta años, pensó, y eso le dio la sensación de que conmigo estaría a salvo. Ojalá la hubiera cuidado mejor. Ojalá la hubiera encerrado bajo siete llaves.
Cuando la besé, le cogí la mejilla y la barbilla con los dedos. Tenía una piel de niña y unos labios suaves y frescos, aunque no se abrieron para mí. Al principio sentí que el cuerpo se le ponía tenso a modo de protesta involuntaria, pero no hice caso, y al cabo de un momento ella se relajó, me rodeó el cuello con un brazo largo y flaco y me devolvió brevemente el beso, aunque nuevamente sin participación de la lengua. Para eso yo iba a tener que esperar. Luego se separó de mí y se quedó mirando por la ventanilla del taxi.
Durante la cena hablamos, tal como dijimos que haríamos, de ella. Calculé que tendría unos veintitrés años. Sin embargo, por alguna razón, ella mantuvo la altivez gélida que yo le había visto en la fiesta y pronto empecé a sentir que no tenía derecho a portarse así, que no se había ganado aquella actitud. Sin embargo, perseveré, todavía embrujado, o por lo menos excitado por unas emociones fuertes y vagamente arraigadas en la lujuria. Por fin, mientras hacíamos la sobremesa con café y cigarrillos, se empezó a abrir. No sé por qué. Tal vez se compadeció de mí, O tal vez pensó que yo era inofensivo. Le pregunté por su infancia, y ella me contó que había crecido con su hermana Iris en una casa ruinosa del valle del Hudson que tenía hasta una galería de madera y una torre. La casa había pertenecido a su familia durante muchas generaciones, me contó, pero cuando le pregunté cuántas ella me contestó con vaguedad. Pues por lo menos dos, me dijo. Su padre había crecido en ella. Estaba en lo alto de un risco partido, y en el lado sur de la propiedad una ladera boscosa y abrupta descendía hasta una pradera pantanosa que lindaba con las vías del tren y con el río. Era lo que se veía desde la ventana de su dormitorio, me contó: la curva del majestuoso Hudson muy por debajo de ella, con las montañas Catskill de fondo. La casa se llamaba Ravenswood.
Era todo demasiado bonito para ser verdad. El viejo caserón con su torre sobre un risco que dominaba el río, y aquella preciosidad de chica, que claramente estaba huyendo de quién sabía qué horrores había sufrido allí… era todo un topicazo romántico. Pero eso hizo que me gustara más. De hecho, yo apenas conocía el valle del Hudson. En él no había más que un par de facultades pequeñas de humanidades, ninguna de las cuales me interesaba. Pero esto no se lo dije. No me había pasado por alto el hecho de que aquella chica se ponía fantasiosa cuando hablaba de la Naturaleza.
Luego sacó una fotografía y me la pasó por encima de la mesa. Era ella a los doce años, sentada con su hermana en el porche del viejo caserón, que era tal como ella me lo había descrito y todo lo destartalado que yo me había imaginado. Tenía un porche alargado, una torre, varios tejados abruptos a dos aguas y algo que parecía una galería cerrada; una especie de casa de campo americana con añadidos góticos, y en bastante mal estado. Y allí estaba ella en primer plano, agarrando sus libros de la escuela y mirando a cámara con el ceño fruncido, visiblemente nerviosa, el pelo recogido con horquillas, las rodillas flacas juntas pero los tobillos muy separados. Llevaba calcetines blancos y sandalias marrones de hebilla. Yo le dije que se le veía que ya había salido de aquella fase de incomodidad, igual que todos los niños, pero ella me dijo que no, que había tardado mucho en salir. ¿Acaso había salido alguna vez?, pensé yo.
Pero Iris, la hermana pequeña, ya por entonces parecía una buena pieza: le faltaba un diente, tenía el pelo alborotado y costras en las rodillas, todo un proyecto de tarambana, ¡y qué ojos! Ni siquiera en aquella foto arrugada en blanco y negro había forma alguna de escapar de aquellos enormes y oscuros lagos de vida resplandeciente. Detrás de las dos niñas había una mujer de aspecto excéntrico vestida con pantalones de pana descoloridos, camisa de hombre, un viejo sombrero de paja, un cesto de jardinera en la mano y un cigarrillo entre los dientes, y yo pensé de inmediato: inglesa. Yo conocía aquel tipo de mujer. Y detrás de ella, a la sombra de la entrada, una figura alta e indistinta que me recordó al hombre de la horca del Gótico americano de Grant Wood. Mientras le devolvía la fotografía por encima de la mesa, me contó, como si me estuviera contestando a una pregunta que yo no le había hecho, que ella no era una persona extrovertida como Iris, pero que tampoco creía que fuera frágil, psicológicamente. Era una solitaria, sí, y Harriet —que era la madre— no había intentado cambiar aquello —no había intentado hacer nada en absoluto con ella—, aunque sí la había alentado a que quisiera a su hermana pequeña y la cuidara siempre. De esa forma había contribuido a crear un nexo entre las hermanas que se suponía que no tenía que romperse nunca.
Caramba, ahora sí que había empezado a hablar. Se estaban abriendo las compuertas, y yo avancé con cuidado.
—Tu madre parece una mujer interesante —le dije.
—Harriet murió.
Levantó la cabeza y se me quedó mirando como si quisiera que yo viera todo su sufrimiento y me echara a temblar. Su madre siempre había querido que la llamaran por el nombre de pila, me contó, nada de «madre» ni «mamá»,
—¿Qué edad tenías tú?
—Doce, Iris ha salido a ella. Yo no sé a quién he salido, A Papá no, eso está claro.
Lo dijo con un brillo feroz en la mirada y una risita enfadada: «A Papá no, eso está claro». Uy, uy, problemas con Papá. Luego me contó que era la presencia de su madre en la casa la que hacía que el lugar pareciera un hogar. Los niños ni siquiera se plantean esto, me dijo, el hecho de que la madre es el corazón de la casa. Pero todo se perdió al morir Harriet. Lo dijo en tono desapasionado, indiferente, pero no costaba detectar el dolor de la niña que había sido. ¿Qué le ha pasado a esta chica?, pensé. ¿Por qué nadie ha cuidado de ella?
En cuanto al padre, Morgan Schuyler, el médico, ella no tuvo dificultades para describirlo; un hombre ceñudo y terrible, desgarbado y despeinado, con un traje gris que le venía ancho, tirantes blancos, unos polvorientos zapatones de cordones de cuero y unos dedos largos e inteligentes con las yemas manchadas de amarillo por la nicotina.
Ella se estremeció al describir a aquel monstruo. En una casa como aquella no podía faltar la figura paterna malvada. El restaurante ya estaba casi vacío pero yo todavía me resistía a pedir la cuenta. Los camareros se habían reunido en una punta de la barra, con sus delantales blancos y largos, hablando en voz baja. El barman estaba limpiando vasos. Resultaba agradable estar allí a aquella hora. Era íntimo. A veces me daba la impresión de que Nueva York hacía de Europa mejor que la misma Europa.
—Sigue —le dije.
—Cada vez que Papá entraba en casa —me dijo, sin despegar la mirada de la mesa y con voz grave y teatral— Harriet se ponía alerta de golpe. A mí no me inquietaba, al menos en aquella época. Yo veía que él se sentaba y se frotaba la cara, luego levantaba la cabeza y miraba a mi madre con las cejas enarcadas, como diciéndole: Cuéntame algo que no tenga que ver con úlceras, ni tumores, ni intestinos inflamados. ¡Cuéntame algo de la vida!
Hizo una pausa. Ahora estaba pasando una uña por la costura del mantel, sonriendo para sí misma. Creo que le había hecho gracia lo de los intestinos inflamados.
—Sigue. Tu padre quería que le contaran algo de la vida.
—Pero había otros días en que Papá se quedaba plantado ante la ventana y Harriet buscaba mi mirada y se llevaba el dedo a los labios, y él se limitaba a contemplar el río, y nosotras no veíamos nada más que su espalda hasta que la cosa remitía. Supongo que era la tensión que le provocaban las decisiones que tenía que tomar sobre sus pacientes, y el no saber si había hecho lo correcto. Yo le había oído hablar del tema, lo había oído a través de la puerta de la sala de estar, o bien desde fuera de la galería, cuando pasaba arrastrándome por debajo de la ventana para que no me vieran. Luego oía aquellos murmullos bajos que yo conocía de las veces en que me despertaba en plena noche y Harriet venía a mi dormitorio.
Otra pausa. Tenía una tendencia al histrionismo, aquella chica, y apenas era consciente de la impresión que causaba. Estaba absolutamente absorta en su propia experiencia. Fruncía el ceño, como si estuviera intentando deshacer alguna clase de complejo nudo mental. Se le habían soltado un par de mechones del pelo rubio y fino y se los apartó con impaciencia. Yo le ofrecí un cigarrillo y lo cogió. A continuación se me quedó mirando fijamente y me habló como si me estuviera haciendo una revelación sobrecogedora.
—¡Pero a veces no venía! ¡No había forma de preverlo! ¡A veces Harriet no me hacía ni caso, y había días en que yo pensaba que ni era mi madre ni nada, que yo era una niña que Papá había encontrado en una zanja y se había llevado a casa para que su mujer la cuidara! Te parece una tontería, ¿verdad? Te parece que soy una exagerada. Te parece que soy una boba.
—No me parece que seas una boba.
Bajando la voz, y fumando su cigarrillo, ella se giró ligeramente en su silla para cruzar las piernas y se me puso de medio perfil. Me contó que con frecuencia oía discusiones a voz en grito en la sala de estar, seguidas del llanto de su madre, y que después su padre salía hecho una furia y dando un portazo. Cuando pasaba aquello, ella sabía que no debía entrometerse.
—¿Y dónde estaba tu hermana cuando pasaba todo esto?
Ella adoptó un aire de cautela. Cerró un momento los ojos.
—Iris es más joven que yo. Es mi hermana pequeña. Quiere ser yo. Le gustaría que me muriera para que yo no la estorbara. Siempre se ha llevado mejor con Papá. Sabe hablar con él de su trabajo. Siempre he pensado que ese era el problema entre nosotros, quiero decir entre Papá y yo, mi indiferencia hacia la medicina. Él siempre quiso que una de nosotras fuera médico, ¡y yo le dejé muy claro que no iba a ser yo!
Me echó un vistazo, a ver si a mí me impresionaba aquel espíritu tan independiente. A mí me impresionaba más, o mejor dicho me había dejado pasmado, aquella revelación abierta de rivalidad primaria entre hermanas: «Le gustaría que me muriera». Luego le volví a ver aquel brillo frenético en la mirada, seguido de una sonrisa. Se inclinó hacia delante y susurró:
—¡Prefiero hacer la calle!
¿A qué venía aquello? Qué emocionante. Por un segundo me la imaginé plantada en un portal, en un callejón, en una noche de lluvia…
—¿Y qué pasó?
Ella frunció el ceño. Volvía a estar seria.
—Pero Harriet era una mujer solitaria, ya antes de ponerse enferma. Entraba llorando en mi dormitorio. Me decía que Papá era muy malo. Luego se sentaba en su tocador y me hacía ponerme detrás de ella para cepillarle el pelo. Me miraba por el espejo.
Ahora fingió que era su madre y habló con voz lánguida y cantarina:
—Es maravilloso, cariño, no pares, por favor. Un poco más fuerte. No debería acudir a ti de esta manera, pero es que no puedo hablar con nadie más. Tu padre está cansado. No lo hace queriendo.
Constance me miró como diciéndome: ¿Ves lo que Papá le hacía? En la calle había un loco maldiciendo a Jesucristo. Luego me comentó, como quien no quiere la cosa, que por supuesto que Harriet era inglesa. De manera que yo estaba en lo cierto. Entendí entonces que la madre le había transmitido algo del temperamento inglés a Constance, y que eso explicaba en parte el atractivo que ella tenía para mí. Tampoco es que yo convirtiera aquello en un fetiche —me refiero al hecho de ser inglés—, aunque es cierto que era propietario de un coche inglés, un Jaguar. Un sedán negro de cuatro puertas modelo VIII, con motor de seis cilindros y carburadores gemelos. Un modelo bastante difícil de conseguir. Barb lo odiaba. Decía que era como ir en coche fúnebre.
Parece ser que Harriet hacía ponerse muy recta a Constance y la examinaba. Le reseguía la línea de las cejas con el dedo. A veces le decía que se desvistiera y la inspeccionaba como si fuera alguna clase de espécimen. Nunca le explicó por qué. De todo esto me enteré aquella primera noche, durante aquellos breves arranques de confidencias. En cambio, a ella le costó bastante enterarse de algo de mí. Cuando por fin averiguó a qué me dedicaba, se quedó sorprendida.
—¿Con todas las mujeres listas que había en la fiesta y has ido a por mí?
Yo levanté las palmas de las manos. Le dije que no conseguía averiguar cómo era ella. Eso la hizo reír.
—Ni tú ni yo —me dijo.
Encontramos un taxi y yo la dejé delante de un pequeño edificio de apartamentos de la calle Cincuenta y seis Este, cerca del cruce con la Primera Avenida. Hice esperar al taxi hasta que ella estuvo en la puerta. Luego seguí hacia el norte, hasta este piso grande y lúgubre que tengo en el West Side. En nuestra siguiente cita hicimos igual, quiero decir que después de volver a pasarnos la cena hablando de su familia nos despedimos con unos besos en la parte de atrás de un taxi y por fin yo la dejé, excitada y abandonada en el vestíbulo de su edificio, según me contó más tarde. No era así como yo lo recordaba —yo me la habría llevado conmigo a casa ya la primera noche, si ella me hubiera dejado—, pero la cuestión es que ella me dijo que se estaba acostumbrando a mí y que eso «no le desagradaba del todo». Yo me estaba acostumbrando a sus expresiones irónicas, por no decir cáusticas, por no decir ocasionalmente deslenguadas, y supongo que «no desagradarla del todo» era lo mejor a lo que yo podía aspirar entonces. Sí que me inquietaba, no obstante, la altivez con que ella se comunicaba a veces, aquella distancia desabrida, aunque nunca hizo que dejara de gustarme, al contrario. Yo quería saber de dónde venía aquella actitud. ¿Qué daño la había causado? Ella tenía mucha más amargura de la que le correspondía por su edad.
Al cabo de unos días la llevé a la marisquería de Grand Central. Estaba abarrotada. En una mesa llena de cuencos vacíos de crema de marisco y conchas de almeja y botellas de cerveza, en medio de un clamor de voces, y bajo un techo abovedado de ladrillo Guastavino, le pedí a Constance que me contara más cosas de su padre. Siempre me ha parecido indicio de urbanidad avanzada el hecho de que uno pueda llevar sus asuntos privados en público.
—Da la impresión de que tu padre era depresivo —le dije—. ¿Cómo lidiaba tu madre con eso?
A ella ya no le importaba que yo fisgara en su vida. Al contrario, me ofrecía voluntariamente su experiencia. Me dijo que le hacía sentirse interesante.
—Ella no le hacía ni caso. A fin de cuentas, él siempre estaba trabajando.
Luego me contó algo que al parecer no le había contado nunca a nadie, ni siquiera a Iris. Me contó que pensaba que en realidad Harriet se sentía muy sola, y que Papá no se había dado cuenta hasta que ella ya se estaba muriendo, y para entonces ya era demasiado tarde, claro. Entonces lo invadió la culpa. Y llevaba desde entonces atormentado por la culpa. Por eso era un hombre tan amargado.
Mis pensamientos seguían un curso distinto.
—Sigo sin entender esa rabia suya —le dije.
—¿Qué rabia?
—La que te tiene a ti.
¡Pero ella no había dicho que su padre le tuviera rabia! Era yo quien lo había deducido y a continuación le había planteado la cuestión que llevaba años obsesionándola. Vi su alarma repentina. Luego bajó la vista hasta la mesa y negó con la cabeza.
—No lo sé. Me negué a estudiar medicina, pero supongo que es algo más complicado.
De manera que le pregunté si estaba resentida por la pérdida de su infancia. De hecho, no le dije «pérdida» sino «robo». Ella había tenido que asumir el rol de su madre y cuidar de Iris cuando apenas había llegado a la pubertad.
—Papá nunca me tuvo en gran estima, ese es mi resentimiento.
Ni siquiera de niña había disfrutado de nada parecido al afecto huraño que al parecer su padre le otorgaba a Iris. Su padre estaba loco por su pequeña Iris. Se le echaba encima y la levantaba en volandas, cogiéndola con sus manos enormes y zarandeándola mientras ella chillaba de placer. En aquellos momentos Constance veía que a su padre se le suavizaba la cara y le veía una calidez en sus ojos claros y fríos que no le había visto nunca.
—¿Es por eso que lo odias?
Yo estaba llevando a cabo lo que Ed Kaplan llamaría tirar la caña. Era juego sucio, pero a ella no parecía importarle.
—Es verdad que lo odio. Haga lo que haga, tengo la sensación de haber fracasado. El nunca intenta esconderme su desprecio.
—¡Desprecio! —exclamé—. Pero ¿no es médico?
De pronto se puso furiosa.
—Sí, es médico, ¿y qué?
Prácticamente lo había gritado. Se giraron varias cabezas. Ella bajó la voz.
—¿Crees que los médicos no saben ser crueles? ¿Crees que son benévolos?
Yo estaba sentado con el codo sobre la mesa y la barbilla apoyada en la palma de la mano. Me gustaba verla así de furibunda. Me gustaba que aquella fachada tan impecablemente construida se pudiera perturbar tan fácilmente con un comentario que no venía a cuento de nada. Constance supuso que yo la estaba acusando de exagerarlo todo, de decir, a fin de cuentas, que ella solamente lo odiaba porque él exigía más de ella que de su hermana. Me dijo que no era tan sencillo. A veces, sin saber por qué, ella pensaba que su padre la quería matar. Aquellos sentimientos no salían de la nada, me dijo.
Se me quedó mirando con intensidad feroz. Levantó la barbilla.
—He leído a Freud —me dijo.
—Ah, ¿sí? Mira por dónde. ¿Salimos de aquí?
Hubo una tercera cita, y esta vez ella no quedó abandonada y excitada en el vestíbulo de su edificio. Me dejó que me la llevara a casa. Fue una noche memorable por muchas razones. Creo que nos complacimos el uno al otro, al menos sé que ella me complació a mí. Esa misma noche, ya muy tarde, en la oscuridad de mi dormitorio, me confesó que no sabía qué era el amor, pero que pensaba que podía ser aquello. Constance nunca había expresado sus sentimientos tan claramente. Yo, en cambio, sí que sabía qué era el amor, y sabía que era aquello, ya lo creo, era aquello mismo, de manera que le hice una proposición atrevida. Le dije que tenía que irme unos días a Londres y le pregunté si quería venir conmigo. Le dije que como ella había leído tantas novelas inglesas, me vendría bien que me hiciera de intérprete. No era del todo broma. Ella trabajaba en el departamento de edición de una editorial llamada Cooper Wilder, que tenía sus oficinas en uno de los viejos rascacielos de Madison Square. No me hizo falta convencerla,
—Claro —me dijo.
De manera que cogimos un vuelo de Pan Am al Reino Unido. Yo estaba haciendo investigación para el libro y necesitaba consultar unos documentos de la Bodleian. Tenía planeado alojarme en el hotelito de Pimlico donde me quedaba siempre y hacer escapadas a Oxford. Constance había estado en Londres una vez, en su primer año de universidad, pero con poco dinero. No voy a decir que no me ponía nervioso aquel viaje. A pesar de haber crecido allí, a veces me resultaba difícil atravesar la desabrida cortina de conformismo detrás de la cual a mis paisanos les gustaba esconder su verdadero yo.
Pero no le quería estropear la experiencia del lugar a Constance. Ella afirmaba que le encantaba Londres, o bien que le encantaba la idea de Londres, y yo me temía que iba a tener que fingir que sentía lo mismo, que también lo admiraba todo, como si acabara de llegar de Pittsburgh.
Pero no fue así la cosa. Por una vez no llovía. Era primavera, había color en las calles, narcisos en Hyde Park y amor en el aire. Londres parecía una ciudad distinta de la que yo conocía. Y era gracias a Constance. Desde el momento en que llegamos a nuestro hotel, ella demostró una gran capacidad para percibir las absurdidades de la vida inglesa. Le pareció muy gracioso, por ejemplo, el hecho de que un hombre adulto y con uniforme la llamara «señora» y le preguntara cosas como «¿A la señora le apetece un té?». Así que le contestó en tono remilgado que a la señora le apetecía más un gintonic. Cuando el hombre hizo una reverencia, ella le hizo otra. Yo estaba sentado cerca, en el pequeño y cómodo lounge. Constance se giró hacia mí y vi en ella a una colegiala a quien habían confundido con una dama y no tenía intención de corregir el error. A partir de entonces se comportó ya no como una dama, sino como una heredera texana que se estaba planteando muy en serio adquirir todo lo que llamara la atención de su mirada encandilada. En aquellas ocasiones me cogía del brazo y ahogaba una exclamación:
—¡Pero Sidney, cariño, si es absolutamente encantador, lo tenemos que comprar!
Y me señalaba un óleo que colgaba sobre la chimenea del comedor, ennegrecido por el humo y el paso del tiempo.
—Cariño, no creo que esté en venta.
—Todo está en venta. Me lo dijo Papá.
El personal del hotel le seguía la corriente. Se comportaban con una formalidad ridícula solo para seguir provocando aquella imitación de una chica rica americana que a Constance le parecía tan genial. No estaba claro a quién complacía más aquella farsa. En nuestra última noche, en un restaurante de Piccadilly, después del teatro —habíamos visto una obra de Harold Pinter, un engendro desagradable e inmoral que a Constance le había encantado— le hice una proposición.
—¿Sabes qué es lo más inteligente que podrías hacer? —le dije.
Aquel día ella me miraba con buenos ojos. Apartó de delante la cubertería, puso las palmas de las manos sobre la mesa y apoyó la barbilla en ellas, mirándome desde abajo.
—¿Qué es lo más inteligente que puedo hacer?
Estiré el brazo y le cogí las manos.
—Lo más inteligente sería que te casaras conmigo.
Ella apartó las manos de golpe y se quedó sentada con los brazos rígidamente cruzados sobre el pecho, observándome, con una mirada escandalizada de ojos muy abiertos. A veces me olvidaba de lo joven que era. Me contestó que apenas me conocía.
—No es verdad. Acabas de pasar cinco días conmigo. No te pego, ¿verdad? No soy un borracho. Soy un pensador fascinante y te quiero. ¿Cómo no vas a quererme tú también?
Se había quedado atónita. Y profundamente avergonzada. Era incapaz de mirarme. Resultaba extraordinario. Se habría reído de no haber sabido que yo hablaba en serio. Pero no, estaba desconcertada. Su padre prácticamente le había asegurado que moriría siendo una virgen reseca, y de pronto parecía que no. No le confesé que la había llevado a Londres con aquella idea ya medio formada en la mente, pero sí que le volví a decir que la amaba. En aquel momento, sin embargo, ella ni siquiera fue capaz de hablar del tema, y solo mucho después de aquella noche me dijo que cinco días en un hotel elegante de Londres no eran preludio suficiente para un matrimonio, y que la idea la había aterrado, y que además avanzar rápidamente en el plano intelectual era una cosa, pero que mi proposición había sido una amenaza directa a su autonomía, y que además yo no le gustaba. En aquel momento, sin embargo, lo que hizo fue repetir que apenas me conocía.
—Tienes un conocimiento íntimo de mí.
Y era cierto. En cuestión de días habíamos alcanzado un grado impresionante de intimidad. Yo estaba convencido de haberla despertado, o por lo menos de haberla librado de un desagrado persistente hacia cualquier clase de contacto sexual con los hombres. Pero ella tenía una psique increíblemente complicada, retraída hacia sí misma, como una intrincada concha de mar, un nautilus, y a veces yo la sorprendía hablando consigo misma como sí estuviera contestando a lo que oía en aquella concha. Cuando yo le preguntaba con quién estaba hablando, ella se llevaba un sobresalto y se negaba a decírmelo
—Pero ¿qué pasará cuando volvamos a Nueva York?
—¿A qué te refieres?
—¡No lo sé! ¿Cómo lo puedo saber hasta que te conozca mejor? Te aburrirás de mí. ¡No soy una verdadera intelectual! Soy una cretina. Ahora tú me enseñas cosas a mí, pero yo no tengo nada que enseñarte a ti.
—No es verdad.
Yo me incorporé hasta sentarme y encendí la lamparilla de noche. Bajé la vista para contemplar a mi cretina. En aquel momento la vi más encantadora que en ningún otro que yo recordara: una criatura pálida y afligida. Se incorporó con esfuerzo y se abrazó las rodillas.
—¿Qué te puedo enseñar yo? —me dijo, con petulancia.
—A ti misma.
Ella contempló el cuarto a oscuras, con el ceño fruncido.
—Eso no será difícil —me dijo.
Aquello no era sincero. No se lo creía.
—Tampoco me lo creo —le dije en voz baja.
Le afloraron las lágrimas, por supuesto. Ella estuvo a punto de rendirse en aquel mismo momento. Pero enseguida reunió sus efectivos, me di cuenta. Intentó recordar a la persona que creía ser.
—En todo caso —dijo por fin—, no me voy a casar contigo.
Constance me estuvo rechazando mientras supo cómo hacerlo, pero al final accedió. No sabía qué hacer, y tampoco tenía ninguna amiga en la que confiara lo bastante como para hablar del tema, aparte de Ellen Taussig, que trabajaba de editora en Cooper Wilder. Ellen era una mujer austera de cincuenta años que se había hecho cargo de Constance cuando esta había llegado a la ciudad hacía dos años. Pero Ellen nunca se había casado y creía a ciegas en la idea de que la Mujer debe trabajar, la Mujer debe levantarse y la Mujer debe plantar cara al Hombre. Los dos sabíamos lo que iba a decir: No lo hagas.
Para entonces, sin embargo, yo ya conocía a Constance al dedillo. Porque en los largos intervalos de quietud de la noche ella me había dejado vislumbrar sus terrores, principalmente su miedo infantil al abandono, y yo ya me hacía una idea bastante precisa de su origen. Era la tediosa historia de costumbre: un padre que no le concedía su aprobación. Yo lo corregiría pronto, pensé. Yo le daría toda la aprobación que le hiciera falta.
De manera que ella solo tuvo que ceder un milímetro para que se acabara toda resistencia y yo la pudiera llevar adonde quería sin demasiados problemas. Tuve paciencia. Fui cuidadoso. Hice que ella dependiera de mí. El tiempo que pasaba conmigo era su alimento, y además era la clase de alimento que le hacía falta. Esto había quedado claro desde la primera noche en que nos sentamos a hablar en aquel restaurante vacío. En la práctica, yo le había ofrecido agua a una criatura que se moría de sed, aunque ella todavía no lo viera así. Porque, ¿cómo puedes identificar la enfermedad que tienes, me preguntó mucho más tarde, cuando ya estábamos en plena crisis y se habían acabado las bromas, si nunca has estado sano?
Yo no era ciego a la responsabilidad que estaba asumiendo. Había reconocido aquella supuesta enfermedad suya desde el principio, aquella impresión que transmitía de fragilidad interior, de no tener cimientos, o bien, si los tenía, de que no podían aguantar tanta presión. Y fríe aquello lo que suscitó mi amor, o bien mi necesidad de protegerla, y de alimentarla, y aunque el amor es más que eso, no es mucho más, y era justamente aquello lo que yo no había conseguido ni con Barb ni con mi primera mujer, una francesa a la que había conocido de joven en Oxford y cuya existencia no le había mencionado a Constance. De manera que sí, decidimos casarnos. Ella quiso una boda simple y yo también. Nos casamos en el Consistorio. Creo que la licencia costó diez pavos.
Solo invitamos a la familia inmediata, es decir, a mi madre, que vivía en el este de Long Island, después de emigrar allí con su segundo marido, un americano, después de que se muriera mi padre, y al padre de Constance, el médico, que vino de Rhinecliff con el tren en compañía de su otra hija. Iris. Constance dijo que ojalá hubiera estado allí también Harriet, para verla.
Yo tenía curiosidad por conocer a su padre. Constance lo odiaba, eso estaba más claro que el agua. Consideraba que la había abandonado y la había castigado al mismo tiempo, y estaba obsesionada con él. Le pregunté una vez a Constance cómo había reaccionado él a la muerte de su mujer, aquel monstruo sin sentimientos, aquel médico. ¿Había sentido dolor? Ella me contó que se había pasado meses consternado. Llegaba a casa ya de noche y se sentaba a beber. Ella se había enterado una noche en que se despertó al oír un ruido y creyó que había un mapache dentro de la casa. De manera que bajó las escaleras y enfiló el pasillo de puntillas hasta la cocina.
Lo vio allí sentado en las sombras, con las largas piernas extendidas y cruzadas a la altura de los tobillos y la cabeza apoyada en los brazos sobre la mesa. Estaba sollozando. Aquel era el ruido que ella había oído, los sollozos de su padre. Era patético, me contó ella. Hasta que fueron mayores no se lo contó a su hermana. A Iris la trastornó aquel episodio.
—¿Y qué hiciste? —le preguntó ella.
—Me volví arriba.
—¿No intentaste consolarlo?
—No se me ocurrió.
—Oh, pobre Papá.
Aquella conversación la habían tenido sentadas a la mesa de otra cocina, en Nueva York, estando yo presente. Algo las había llevado a hablar de su padre, nunca hacía falta mucho. Había veces en que Iris parecía la mayor de las dos, sobre todo cuando yo veía en ella aquellos destellos esporádicos de compasión. Recuerdo que Iris estaba mirando a Constance con lo que me pareció una especie de compasión combinada por la situación de su padre, por su dolor después de la muerte de Harriet, y también por la de Constance, que no sabía cómo consolarlo. Constance me contó que era incapaz de comunicarse con su padre, que le resultaba demasiado lejano. Él rechazaba todos los intentos de acercamiento que hacía ella.
Constance solo entendía una cosa: que su padre necesitaba descargar parte de la rabia que ella le había provocado. Pero Constance seguía sin saber qué había hecho ella, o qué era, qué representaba para su padre, más allá de una chica descarriada que se daba el caso de que vivía bajo su mismo techo: una expósita.
—Constance, cariño —le había dicho Iris—. No eres una expósita. Confía en mí, por favor. Has tenido problemas con Papá, eso lo entendemos todos. Y yo también. Pero no eres una expósita.
Me alegré de que se lo dijera su hermana: así me ahorraba decirlo a mí. Yo llevaba tiempo notando una especie de pasividad en Constance, una petición silenciosa y persistente de compasión ante lo que ella percibía como la crueldad de su padre. Aquello me preocupaba. Yo no detectaba resistencia alguna en ella, ni tampoco desafío, ninguna de esas cualidades de oposición que yo asociaba con los espíritus sanos. Me pregunté si acaso estaba siendo injusto al pensarlo. Decidí que no. Los románticos todavía tienen una enseñanza para nosotros: que es obligatorio actuar, en vez de ser un simple objeto de las acciones ajenas. Constance seguía siendo un proyecto inacabado. Todavía estaba sin formar y sin definir, y yo lo veía con mayor claridad cuando estaba presente su hermana. Seguía encadenada al convencimiento de que su padre le había destruido la vida.