El campesino es él hombre eterno, independiente de todas las culturas. La religiosidad del verdadero campesino es más antigua que el cristianismo, sus dioses son más viejos que los de cualquiera de las religiones superiores.
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente
La camioneta no era nueva cuando cayó el cometa. En los meses transcurridos desde entonces, parecía haber envejecido muchos años. Se había abierto paso a campo través y por las aguas del nuevo mar. Hedía a pescado. No había sido posible conservarla, y la lluvia continua había producido en poco tiempo una corrosión de años. Medio ciego, con un solo faro en funcionamiento, el vehículo parecía saber que su época estaba muerta. Gruñía, renqueaba, y a cada salto de sus desvencijados amortiguadores, Tim Hamner sentía una punzada de dolor en la cadera.
Cambiar de marchas era lo peor. Su pierna derecha no llegaba al embrague. Utilizaba la izquierda, y era como si un punzón de picar hielo se clavara en el hueso. Sin embargo, avanzaba por la carretera llena de baches, compensando el traqueteo con la necesidad de correr.
Cal Christopher estaba de guardia en la barricada, armada con una metralleta militar. En la otra mano tenía una botella de whisky, y parecía borracho: reía, daba traspiés, hablaba por los codos.
—¡Hamner! ¡Me alegro de verte! —Ofreció la botella a través de la ventanilla—. Anda, toma un trago. ¡En! ¿Qué le pasa a tu cara?
—Es arena —dijo Tim—. Oye, llevo tres heridos detrás. ¿Puede conducir alguien por mí?
—Aquí sólo estamos dos. Los demás están celebrando la victoria. Habéis ganado, tíos. Oímos que tuvisteis una pelea y ganasteis…
—Los heridos —dijo Tim—. ¿Hay alguien en el hospital?
—Supongo que sí. También hemos tenido heridos aquí. ¡Pero ganamos! ¡No se lo esperaban, Tim, fue magnífico! Los potingues de Forrester acabaron realmente con ellos. No dejarán de huir hasta que…
—Dejaron de huir, y no tengo tiempo para hablar, Cal.
—Bien, de acuerdo. Todo el mundo lo está celebrando en el ayuntamiento, y el hospital está al lado, así que tendrás toda la ayuda que quieras. Puede que no estén sobrios, pero…
—Abre la barricada, Cal. No puedo ayudarte. Yo también estoy herido.
—Oh, lástima.
Cal apartó el tronco y Tim avanzó. La carretera estaba oscura y en ninguna de las casas había iluminación. No transitaba nadie, pero el camino era mejor, pues los baches habían sido tapados. Rodeó una curva y vio el pueblo.
El ayuntamiento brillaba tenuemente en la oscuridad. Todas las ventanas estaban iluminadas por la luz de velas y linternas. No era una visión impresionante tras haber visto la magnífica iluminación de la central nuclear, pero aún así se notaba que estaban de fiesta. El edificio era demasiado pequeño para albergar a tanta gente, y muchos estaban en la calle, a pesar de las breves ráfagas de nieve. La gente se agrupaba para protegerse del frío y el viento, pero podía oír sus risas. Tim aparcó delante del centro de convalecencia.
Al bajar de la cabina, la gente que estaba fuera del ayuntamiento se acercó a él. Uno de ellos corría tambaleándose. Era Eileen, con su amplia y familiar sonrisa.
—¡Cuidado! —gritó Tim. Pero era demasiado tarde. Eileen se abalanzó sobre él y le abrazó fuertemente, riendo, mientras él trataba de mantener el equilibrio de los dos. Sintió un dolor lacerante en el hueso—. Cuidado, por favor. Hay un trozo de metal en mi cadera.
Ella retrocedió como si se hubiera quemado.
—¿Qué ha ocurrido? —Vio la expresión de Tim y su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué ha ocurrido?
—Un proyectil de mortero. Estalló ante nosotros. Estábamos en la torre de enfriamiento, con la radio. La explosión destrozó la radio y al policía, ¿cómo se llamaba?… Sí, Wingate, y yo estaba entre ellos, Eileen, en el medio. No recibí más que el impacto de la arena de uno de los sacos y esa cosa en la cadera. ¿Estás bien?
—Muy bien. Y tú también, ¿verdad? Puedes caminar. Estás a salvo, gracias a Dios. —Antes de que Tim pudiera interrumpirla, ella prosiguió—: ¡Hemos ganado, Tim! Debemos haber matado a la mitad de los caníbales, y los restantes todavía están huyendo. ¡George Christopher los persiguió hasta una distancia de ochenta kilómetros!
—No volverán a atacarnos —dijo alguien, y Tim se dio cuenta de que estaba rodeado de gente. El hombre que había hablado era un desconocido, un indio por su aspecto. Ofreció a Tim una botella—. Es el último whisky irlandés del mundo —le dijo.
—Deberías guardarlo para el café irlandés —rió uno de los presentes—, pero ya no hay café.
La botella estaba casi vacía. Tim no bebió.
—¡Hay heridos en la parte trasera de la camioneta! —gritó—. ¡Necesito camilleros! ¡Camilleros y camillas!
Algunos se dirigieron al hospital.
Eileen fruncía el ceño, más confundida que triste. No dejaba de mirar a Tim para asegurarse de que estaba allí, de que estaba bien.
—Oímos hablar del ataque a la central, pero los vencisteis. Ningún herido…
—Ese fue el primer ataque —dijo Tim—. Nos atacaron de nuevo. Esta tarde.
—¿Esta tarde? —El indio parecía incrédulo—. Pero iban huyendo. Los perseguimos.
—Pues dejaron de huir —dijo Tim.
Maureen le habló al oído.
—Maureen querrá saber qué ha sido de Johnny Baker.
—Ha muerto.
Ella le miró, sorprendida.
Llegaron hombres con las camillas. Los heridos estaban en la caja de la camioneta, envueltos en mantas. Uno de ellos era Jack Ross. Los hombres que transportaban las camillas se detuvieron sorprendidos al ver a los otros. Ambos eran negros.
—Son policías del alcalde Allen —les dijo Tim.
Quería ayudar a transportarlos, pero ya le resultaba bastante difícil aguantarse de pie. Encontró el bastón que le habían dado los pescadores de Horrie y lo utilizó para ayudarse mientras cojeaba hacia el hospital.
Leonilla Malik los condujo a una sala con calefacción. Una gran mesa de oficina hacía las veces de mesa de operaciones. Dejaron las camillas en el suelo y la doctora efectuó un examen rápido y cuidadoso de los heridos. Primero examinó a Jack Ross. Le auscultó, frunció el ceño, cambió el estetoscopio de lugar, luego alzó una mano y presionó fuertemente la uña del dedo pulgar. Se volvió blanca y no varió. En silencio, Leonilla le tapó la cabeza con la manta y pasó al siguiente.
El policía estaba consciente.
—¿Puede entenderme? —le preguntó Leonilla.
—Sí. ¿Es usted la astronauta rusa?
—Sí. ¿Cuántas veces le hirieron?
—Seis, con metralleta. Me arden las tripas.
Mientras la doctora buscaba el pulso al herido. Tim salió cojeando de la estancia. Eileen le siguió y le cogió del brazo.
—¡Estás herido! Quédate aquí.
—No tengo hemorragia. Puedo volver luego. Alguien tiene que informar a George sobre su cuñado. Y tengo que hacer otra cosa. Necesitamos refuerzos en seguida.
La expresión de Eileen fue elocuente. Allí nadie deseaba oír aquella clase de noticias. Habían luchado y ganado, y no querían oír hablar de más lucha.
—No había ningún médico en aquella central —dijo Tim—. Nadie quiso quitarme ese trozo de hierro.
—¡Vuelve al hospital! —le ordenó Eileen.
—Ya lo haré, pero los policías están peor que yo. La enfermera de la central echó sulfamida a la herida y la cubrió con gasa estéril. Estaré bien por algún tiempo. Tengo que hablar con Hardy.
Le resultaba difícil mantener sus ideas en orden. Le ardía la herida de la cadera, y el dolor le confundía.
Dejó que Eileen le ayudara a recorrer la escasa distancia hasta el ayuntamiento. De nuevo se vieron rodeados de gente.
—¿Qué ha ocurrido, Hamner? —le preguntó Steve Cox, el capataz de Jellison.
—Déjale en paz —gritó alguien—. Deja que nos lo diga a todos a la vez.
—Hamner —le llamó otro—: ¿Vas a beber eso?
Tim descubrió la botella semivacía aún en su mano y la entregó al que le había preguntado.
—¡Eh! —gritó Steve Cox—. Devuélvesela. Vamos, hombre, bebe con nosotros. ¡Hemos ganado!
—No puedo. Tengo que hablar con el senador y con Hardy. Necesitamos ayuda. —Notó que Eileen se ponía rígida. Los otros le miraron como lo había hecho ella. Le odiarían por darles malas noticias—. No podemos resistir otro ataque —dijo Tim—. Nos han hecho demasiado daño.
—No, tiene que haber terminado —susurró Eileen. Tim la oyó.
—Creías que todo había terminado —le dijo Tim.
—Todo el mundo lo cree. —El rostro de Eileen mostró una inmensa desolación, pero no conmovió a Tim Hamner—. Nadie quiere volver a luchar —concluyó ella.
—¡No tendremos que hacerlo! —gritó Joanna MacPherson con su voz aguda y clara—. ¡Destrozamos a esos hijos de perra, Tim! —Se acercó a él y le pasó el otro brazo alrededor de su hombro—. No quedan suficientes para luchar. Verás como cada uno irá por su lado y pretenderá no haber oído hablar jamás de la Hermandad. Pero no les servirá de nada, porque los conocemos. —Joanna había probado el sabor de la sangre. De repente preguntó—: ¿Está bien Mark?
—Sí, está bien. —Tim empezaba a darse cuenta de la situación. Convencerles sería una tarea inútil. Pero tenía que hacerlo, debían comprender—. Está más sano, alegre y limpio que tú —añadió—. En la central tienen duchas calientes y máquinas de lavar.
Aquello podría servir de ayuda.
En una habitación cercana a la sala de reuniones del ayuntamiento, Rick Delanty discutía con Ginger Dow, que parecía decidida a llevarle a casa con ella. La situación parecía divertir a Ginger de una manera indecente.
—Oye, no estás obligado a casarte conmigo.
Rick no respondió y ella se echó a reír. Era una mujer robusta, de unos treinta y cinco años, que se había cepillado sus largos cabellos castaños hasta sacarles brillos, tal vez por primera vez desde la caída del cometa.
—Si te gusta, puedes mudarte, y si no te vas por la mañana. A nadie le importará. Esto no es Mississippi, ¿sabes? Probablemente no hay más mujeres negras que las caníbales en muchos kilómetros a la redonda.
—Bien —dijo Rick—, admito que toda esta situación me pone nervioso. Pero no es sólo eso. Estoy de luto.
Rick no hubiera estado tan nervioso si él y Ginger no trataran de alzar sus voces por encima del jolgorio en la sala vecina. Alguien cantaba.
Nunca se afeitaba las patillas
de su duro pellejo;
¡Golpeaba bien las cerdas
y las mordía cuando estaban dentro!
La sonrisa de Ginger se apagó un poco.
—Todos estamos de luto por alguien, Rick. No hemos de obsesionarnos por eso. La última vez que vi a Gil, mi marido, iba camino de Porterville para almorzar con su abogado. Y ¡zas! Creo que la presa se los cargó a los dos.
Vi a mi amigo talador
Abriéndose paso por la nieve,
Alegre en su regreso a casa,
¡A diez bajo cero!
—No es el momento de estar de luto —le dijo ella—, sino de celebrar la victoria. —Hizo un mohín con la boca—. Hay muchos hombres, muchos más que mujeres, y ninguno me dijo nunca que fuera fea.
—No eres fea —le dijo Rick. ¿Quería la cabellera del astronauta para su colección o la del hombre negro? ¿O acaso iba a la caza de marido? Rick se sintió halagado, pero los recuerdos de la casa de El Lago eran demasiado vividos. Abrió la puerta de la habitación.
El viento trató de helarle,
Hizo cuanto pudo.
Pero a cuarenta bajo cero,
él se desabrochó el chaleco.
El ayuntamiento era también la biblioteca de la ciudad, comisaría de policía y prisión. La gran sala de juntas con las paredes forradas de libros había sido adornada con pinturas y colgantes, que absorbían parte del ruido, pero la fiesta seguía siendo bastante ruidosa. Rick encontró a Brad Wagoner en un rincón. Wagoner miraba algo que estaba dentro de una vitrina.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Rick—. ¿Hay alguien aquí que coleccione cristal de Steuben?
Wagoner se encogió de hombros.
—No lo sé. Bonita ballena, ¿verdad?
Wagoner llevaba una gran venda alrededor de la frente. Era impresionante, como una escena de La roja insignia del valor. Sin embargo no contaba a la gente cómo se había herido. Fue lanzando una granada de termita con la honda. Lo hizo con demasiado vigor, tropezó con una piedra y cayó rodando por la ladera hasta que le pareció que iba a envenenarse con el gas, pero no se intoxicó. En cambio ahora estaba bastante intoxicado, de whisky con agua.
—Al menos no tendremos que repetir todo eso —le dijo a Rick.
La felicidad era contagiosa y Rick quería abandonarse a la alegría, pero no podía dejar de pensar en aquella condenada central nuclear y en Johnny, ni podía olvidar El Lago. Decidió ir al hospital y hacer algún trabajo decente. En el hospital no le aguaría la fiesta a nadie. Cuando se dirigía a la puerta, vio entrar a Hamner, apoyado en una muchacha a cada lado y seguido de una multitud. Todos querían hablar a la vez.
Rick se abrió paso hacia Hamner. El ruido se hizo más intenso. Hamner andaba hacia el fondo de la sala, en dirección al despacho del alcalde, y Rick le siguió. Varios de los presentes pidieron silencio a gritos. Eileen Hamner vio a Rick, se deslizó por debajo del brazo de Tim y fue hacia él.
—Tengo que decirte algo.
Rick lo supo en seguida. Sintió escalofríos.
—¿Cómo ocurrió? —le preguntó.
—Tim dice que se defendieron con uñas y dientes. No sé nada más.
Rick notó que las rodillas le flaqueaban, pero se mantuvo erguido.
—Debí obligarle a que me dejara ir. ¿Lo sabe Maureen?
—Todavía no. ¿Dónde está?
—La última vez que la vi, en el despacho del alcalde, con su padre. Iré contigo.
Apartó a la gente, abriendo camino para los dos.
De modo que Johnny había muerto. Ahora todos los seres a los que Rick quería estaban muertos. El Martillo se los había llevado a todos. Sintió un salvaje impulso de reír. El récord norteamericano seguía siendo perfecto. Todavía no habían perdido ningún astronauta en el espacio.
—¿De qué tuvieron que defenderse tanto? —preguntó, pero Eileen estaba demasiado lejos y había demasiado ruido.
Alguien pasó a Tim una botella. Era whisky. Esta vez bebió y se llevó la botella al despacho del alcalde. Allí estaban los jefes: el senador, sentado tras la mesa del alcalde; Al Hardy, junto a él, Maureen, el jefe de policía y el alcalde. Parecían felices, triunfantes. Tim se sintió un poco ofendido. Sabía que era irracional, que merecían aquella celebración, pero su pesar era demasiado grande. Entró cojeando en el despacho, complacido al ver que las sonrisas se desvanecían a medida que veían su modo de andar, la expresión de su rostro. Eileen y Rick Delanty quedaron tras él. Luego la puerta se cerró.
—¿Os atacaron de nuevo?
—Sí. —Tim miró a Maureen y ella comprendió. Lo supo por la expresión de su rostro. No valía la pena ir con circunloquios—. El general Baker ha muerto. Detuvimos su ataque, pero por los pelos. Y lo que sigue quiero que lo oiga todo el mundo.
No apartó la mirada del senador, porque no quería ver el rostro de Maureen.
Hardy se volvió al senador.
—Por mí no hay inconveniente —dijo. Jellison asintió y Hardy se dirigió a la puerta.
—Callaos y escuchad —pidió.
Steve Cox se acercó al podio y solicitó atención, mientras Hardy condujo a Tim y una docena de manos le ayudaron a subir a la plataforma. Alguien movió la silla del senador hacia la puerta, para que pudiera oír. El alcalde y el jefe de policía estaban detrás de él, inclinados hacia adelante. Tim no podía ver a Maureen.
Tim se apoyó en el atril, ante centenares de ojos y tomó más whisky. Se sintió reconfortado. La sala casi había quedado en silencio. Nadie hablaba, excepto los recién llegados que se amontonaban en la puerta, y se oían los siseos de los que ya estaban dentro. Nunca había hablado ante un auditorio presente… antes de que cayera el cometa. Estaban demasiado cerca, eran demasiado reales, podía olerlos. Vio que George Christopher se abría paso entre la muchedumbre, como un rompehielos, avanzando triunfante, como Beowulf mostrando el brazo del monstruo Grendel, y observó que todos ellos tenían aquel aspecto de triunfo. Y aguardaban expectantes.
—Primero las buenas noticias —dijo Tim—. La central eléctrica todavía funciona. Esta tarde fuimos atacados. Los derrotamos, pero a duras penas. Algunos murieron, otros están heridos y más morirán a causa de las heridas. Ya sabéis que la mayor parte de la Nueva Hermandad no estaba allí…
Se oyeron aplausos y risas triunfantes. Tim debió haberlo esperado de los guerreros que diezmaron al grueso de la Nueva Hermandad, pero no lo había hecho. Se sintió conmocionado. ¿A qué venían aquellos gritos, la bebida, el baile y las bravatas mientras los hombres y mujeres que Tim Hamner había dejado atrás aguardaban la muerte? Cuando las voces se acallaron, habló en tono airado.
—El general Baker ha muerto. La Nueva Hermandad, no.
Observó las reacciones de cólera e incredulidad.
—No volverán aquí —gritó alguien. Otras voces le corearon.
—Dejadle hablar —ordenó George Christopher—. ¿Qué sucedió?
La sala quedó en silencio de nuevo.
—La primera vez, los de la Hermandad se acercaron a nosotros con botes. No fue difícil alejarlos. Luego oímos por la radio que estabais luchando con ellos e imaginamos que aquello sería el fin. Dijisteis que habíais ganado.
Se agarró al atril y recordó el júbilo que habían sentido en la central de San Joaquín cuando recibieron la noticia de la victoria de la fortaleza.
—Pero hoy han vuelto. Tenían una gran balsa protegida con sacos de arena, y llevaban morteros. Permanecieron fuera del alcance de nuestras armas, y nos bombardearon. Uno de los proyectiles alcanzó una tubería de vapor, y la gente de Price lo pasó muy mal para repararla. Otro proyectil alcanzó a Jack Ross.
Tim observó que George Christopher perdía su sonrisa de triunfo.
—Jack estaba vivo cuando lo sacamos del bote y lo pusimos en la camioneta. Pero murió cuando llegamos aquí. Otro mortero estalló delante de mí. Cayó en los sacos de arena que habíamos colocado en lo alto de la torre de enfriamiento, donde teníamos la radio. Mató al chico que estaba a mi lado y destrozó la radio. Un trozo de metralla se me incrustó en el hueso de la cadera, y todavía sigue ahí.
»Siguieron con su táctica, permaneciendo fuera del alcance de nuestras armas. Los hombres de Price habían fabricado algunos cañones. Estaban hechos con tuberías, se cargaban por la boca y funcionaban con aire comprimido, pero no eran bastante precisos. No pudimos alcanzar la gabarra. Y los malditos morteros seguían lloviendo sobre nosotros. Baker salió con algunos hombres en botes. Tampoco dio resultado. Los de la Hermandad tenían ametralladoras y los botes no podían acercarse lo suficiente… Además, el enemigo estaba protegido con los sacos de arena. Finalmente, Baker volvió con los botes e hizo bajar a todo el mundo.
Por el rabillo del ojo Tim vio a Maureen en el umbral del despacho del alcalde. Estaba detrás de su padre, apoyando una mano en su hombro. Eileen estaba cerca de ella.
—Teníamos un bote de carreras que usábamos como remolcador, la Cindy Lu. Johnny dijo a Barry Price que había sido piloto de caza, y le habían enseñado que siempre había una forma de no fallar. Subió a la Cindy Lu y se lanzó a toda velocidad contra la gabarra. La cubrió de gasolina. En la cubierta llevaba gasolina extra y bombas de termita. Después la Hermandad vino con sus otros botes, pero entonces estaban a tiro y les hicimos algún daño. Finalmente se marcharon.
—Huyeron —dijo George Christopher—. Siempre huyen.
—No huyeron —dijo Tim—. Se retiraron. Había un tipo loco de pelo blanco de pie en uno de los botes. Disparamos una y otra vez, pero nunca le dimos. Les gritaba a los otros que nos mataran. Lo último que oí fueron sus palabras de arenga. Volverán.
Tim hizo una pausa para ver el efecto que habían causado sus palabras. No había sido suficiente. Había aguado la fiesta, pero todo lo que veía era resentimiento y pesar. Nada más.
—Mataron a catorce de los nuestros, contando a Jack. Nosotros alcanzamos a un número tres veces superior, y muchos de ellos morirán. Hay una enfermera y algunas medicinas, pero ningún médico. Necesitamos uno, y también otra radio. —Las expresiones de los oyentes seguían mostrando ira, pesar y resentimiento. Sabían qué iba a decir a continuación. Tim continuó tenazmente—: Lo que más necesitamos son refuerzos. No podemos resistir otro ataque como aquel. Tampoco creo que las bombas de gas sirvan de ayuda. Necesitamos armas. Las ametralladoras arrebatadas a la Nueva Hermandad nos irían bien. Pero lo más necesario son hombres, porque hay que utilizar a la mayor parte del personal de la central para que siga funcionando en caso de que haya un percance. Los hombres de Price son… —Buscó un momento la palabra apropiada—. Son magníficos. Vi a un tipo meterse entre una nube de vapor ardiente. Fue directamente a cerrar una válvula, para cortar el flujo de vapor. Todavía estaba vivo cuando me marché, pero no valía la pena traerle aquí.
»Otro trabajador de la central cortó cables eléctricos cargados con millares de voltios, mientras las bombas de mortero caían a su alrededor. Baker ha muerto. Ellos todavía están vivos. Y necesitan ayuda, necesitamos ayuda. Voy a volver allá.
No pudo mirar a Eileen al decir aquello.
Notó que había alguien a su espalda. Al Hardy había subido al podio. Se colocó al lado izquierdo del atril y permaneció allí, con la mano alzada, pidiendo atención.
Cuando habló, lo hizo con una voz de orador que resonó en la sala.
—Gracias, Tim —dijo—. Eres persuasivo. Naturalmente, quieres volver, pero la cuestión es, ¿tenemos algo que ganar? ¿Cuántas personas hay en la central nuclear? Porque tenemos botes, y ahora tenemos comida, y podemos llevarlos allí. No será difícil evacuar esa central, y estoy seguro de que tampoco será difícil encontrar voluntarios para el trabajo.
Harvey Randall, que volvía del hospital, entró a tiempo de escuchar el inicio del informe de Tim. Había entrado por la parte trasera, a través del despacho del alcalde, y vio que Maureen estaba allí. Cuando Tim habló de lo que le había ocurrido a Baker, él estaba allí, con su mano apoyada ligeramente en el brazo de Maureen. Esta no iba a desmayarse ni a gritar. Puede que hubiera llorado, pero ni siquiera eso era evidente. Y Harvey no quería que su presencia fuera demasiado notoria en aquellos momentos.
Maureen se lo tomaba mejor que Delanty. El astronauta negro parecía dispuesto a asesinar. Era lógico. Sus otros dos compañeros no estaban en la sala. Leonilla estaba operando al policía herido, ayudada por el Camarada.
Ahora llamaban Camarada al ruso. El brigadier Pieter Jakov era el último comunista, orgulloso de serlo, y así se evitaba la dificultad de su nombre.
El rostro del senador tenía un tinte ceniciento, y tenía las manos fuertemente apretadas sobre el regazo. Harvey pensó que se había estropeado uno de sus planes. Un príncipe estaba muerto y otro encantado por una bruja.
George Christopher no estaba solo. Marie le acompañaba. Marie era la única mujer en la sala que llevaba medidas y tacones, así como falda, suéter y unas joyas sencillas. Resultaba claro que formaban una pareja. Cada vez que alguien se acercaba demasiado a Marie o le hacía sugestivas insinuaciones con la mirada, el rostro de George se ensombrecía.
Tres príncipes. Uno muerto por los ogros, otro encantado por una bruja. El tercero estaba al lado de la princesa, y el enemigo había sido derrotado. La necesidad de luchar con otros hombres no había terminado, pero ya no era imperativa. Ahora la fortaleza necesitaba constructores, y aquello podría hacerlo Harvey Randall. Pensó que ahora era el príncipe coronado, un hijo de perra…
¡Pero Tim Hamner les estaba convocando a una nueva batalla!
Con la impresión todavía viva de su trabajo con la ballesta, Harvey deseaba con todas sus fuerzas que aquel hombre se callara. Cuando Al Hardy ofreció al personal de la central nuclear refugio en la fortaleza, Harvey quiso gritar de júbilo, y algunos lo hicieron, pero Rick Delanty seguía teniendo aquella expresión asesina, y Tim Hamner…
—No abandonaremos —dijo Tim—. ¡Usad los botes para llevar allí hombres, armas y municiones! No para huir. No vamos a abandonar.
—Sé razonable —le dijo Al Hardy; su voz llegó a todos los rincones de la sala, proyectando cordialidad, amistad, comprensión, las habilidades básicas de un político, y Al Hardy estaba bien entrenado. Tim se veía aventajado—. Podemos alimentarlos a todos, y los ingenieros y técnicos nos serán útiles. La Nueva Hermandad nos ha causado pérdidas humanas, pero no de alimentos. Incluso hemos capturado parte de sus reservas. ¡No sólo tenemos suficiente para comer, sino para estar bien alimentados durante todo el invierno! Podemos alimentar a todo el mundo, incluso a las mujeres y los niños de Deke Wilson y a los pocos supervivientes de su grupo. La Nueva Hermandad ha sido herida gravemente. —Hizo una pausa para recoger los aplausos y gritos de júbilo, y prosiguió cuando estos cesaron, con un perfecto cronometraje—. Y ahora está demasiado débil para atacar de nuevo. Para la primavera, los pocos caníbales resultantes se estarán muriendo de hambre…
—O comiéndose unos a otros —gritó alguien.
—Exactamente —dijo Hardy—. Y para la primavera estaremos en condiciones de apoderarnos de sus tierras. Tim, no sólo podemos acoger a nuestros amigos, sino que necesitamos gente nueva para trabajar las tierras que poseeremos en primavera. No digo que tus amigos huyan, sino que les recibiremos como huéspedes, amigos, nuevos ciudadanos. ¿Estáis todos de acuerdo?
Se oyeron gritos. «¡Sí!». «¡Nos alegrará que estén aquí!».
Tim Hamner extendió las manos, con las palmas hacia afuera, suplicante. Empezaban a asomar lágrimas en sus ojos.
—¿No comprendéis? ¡La central eléctrica! ¡No podemos abandonarla, y sin ayuda la Nueva Hermandad la destruirá!
—No, maldita sea —musitó Harvey. Notó que Maureen se ponía rígida—. No más guerras. Ya hemos tenido suficientes. Hardy tiene razón.
Miró a Maureen en busca de aprobación, pero su rostro era inexpresivo.
La risa de George Christopher era contagiosa, como la voz de Hardy.
—Están demasiado débiles para atacar —dijo a gritos—. Primero les aplastamos nosotros, luego vosotros. No dejarán de correr hasta que hayan regresado a Los Angeles. ¿Por qué nos hemos de preocupar por esos bastardos? Nosotros les perseguimos durante ochenta kilómetros.
Hubo más risas en la sala. Entonces Maureen se apartó de Harvey y de su padre, y avanzó hasta quedar delante de la multitud. Cuando habló su voz no impresionó como la de Hardy, pero requería silencio, y la escucharon.
—Todavía tienen sus armas —les dijo—. Y tú, Tim, has dicho que uno de sus líderes aún vive…
—Sí, uno por lo menos —corroboró Hamner—. El predicador loco.
—Entonces algunos de ellos tratarán de destruir la planta de nuevo —dijo Maureen—. Mientras ese hombre esté vivo, lo intentarán una y otra vez. —Se volvió a Hardy—: Al, tú lo sabes. Ya oíste a Hugo Beck. Lo sabes muy bien.
—Sí —dijo Hardy—. No podemos proteger la central. Pero una vez más invito a todos sus ocupantes a que vengan a vivir con nosotros.
—Maldita sea —exclamó George Christopher—, la Hermandad no nos amenaza directamente. No volverán aquí.
—Pero… —Un gesto del senador le interrumpió—. Sí, señor. ¿Quiere subir aquí, senador?
—No. —Jellison se puso en pie—. Acabemos de una vez —dijo en un tono que indicaba embriaguez o extremo cansancio, y todos sabían que no había estado bebiendo—. ¿Estamos de acuerdo o no? La Hermandad no es lo bastante fuerte para perjudicarnos aquí, en nuestro valle. Pero sus líderes siguen vivos, y tienen fuerza suficiente para destruir la central nuclear. No es que sean ellos fuertes, sino que la central es frágil.
Hamner se sobresaltó al oír aquello. Estaba interrumpiendo al senador, pero no le importaba. Sabía que debía hablar cuidadosamente, sopesando cada palabra, pero estaba demasiado fatigado y el impulso para intervenir demasiado fuerte.
—¡Sí! Somos frágiles. ¡Como esa ballena! —Señaló la vitrina de cristal—. Como la última pieza de cristal de Steuben en el mundo. Si la energía se detiene un solo día…
—Hermosa y frágil —le interrumpió Al Hardy—. Senador, ¿tiene algo más que decir?
Jellison meneó su imponente cabeza.
—Sólo esto. Pensadlo cuidadosamente. Esta puede ser la decisión más importante que hayamos tomado desde… aquel día. —Volvió a sentarse—. Seguid, por favor.
Hardy miró preocupado al senador, y luego hizo un gesto a una de las mujeres que estaban cerca de él. Le habló, demasiado bajo para que Harvey pudiera oír lo que le decía, y la mujer salió. Hardy se colocó de nuevo ante el atril.
—Frágil y hermosa —dijo—, pero de escaso valor para la comunidad agrícola.
—¿De escaso valor? —estalló Tim—. ¡Energía! ¡Ropas limpias! Luz…
—Lujos —dijo Al Hardy—. ¿Vale la pena que arriesguemos nuestras vidas por ellos? Somos una comunidad agrícola. El equilibrio es delicado. No hace muchas semanas ignorábamos si sobreviviríamos al invierno. Ahora sabemos que podemos. Hace unos días no sabíamos si podríamos resistir a los caníbales. Lo hicimos. Estamos a salvo y tenemos trabajo que hacer, y no podemos destinar más gente para una guerra innecesaria. —Miró a George Christopher—. ¿Estás de acuerdo, George? Ninguno de nosotros huye de una lucha… pero ¿tenemos que precipitarnos a luchar?
—Yo no —dijo Christopher—. Hemos ganado nuestra guerra.
Hubo murmullos de conformidad. Harvey dio un paso adelante, con la intención de unirse al coro general. Otra guerra no. No más tardes con la ballesta…
Sintió a Maureen a su lado. Ella le miró con una súplica en sus ojos.
—No permitas que hagan esto —le dijo—. ¡Hazles comprender! —Soltó el brazo de Harvey y se inclinó sobre el senador—. Díselo, papá. Tenemos que… luchar. Hay que salvar esa central nuclear.
—¿Por qué? —preguntó Jellison—. ¿No hemos tenido ya bastante guerra? No importa. Yo no podría ordenárselo. No irían.
—Irían si se lo pidieras, estoy segura.
Él no respondió. Maureen se volvió hacia Harvey, el cual la miró sin comprensión.
—Escucha —le dijo—. Escucha a Al.
—Los refuerzos no bastarían, Tim —decía Al Hardy—. Esta tarde, el jefe de policía Hartman, el senador, el alcalde y yo hemos considerado el problema. ¡No os hemos olvidado! Y el coste es demasiado elevado. Tú mismo has dicho que la central es frágil. No basta con poner una guarnición en ella, mantenerla siempre con hombres, sino que es preciso evitar que la Hermandad lance un mortero en el lugar crítico. Dime, ¿si ese trabajador no hubiera cerrado la válvula del vapor, no habría terminado todo?
—Sí —gruñó Tim—. Eso habría acabado con nosotros, y por ello un chico de veintidós años se achicharró vivo para salvar la central. Y el general Baker tomó su decisión.
—Tim, Tim —le rogó Hardy—. No comprendes. No valdría de nada enviar sólo refuerzos. Mira, enviaré voluntarios. Tantos como quieran ir, y con suficiente comida y municiones…
El rostro de Tim se iluminó, pero sólo por un momento.
—… pero no servirá de nada, y tú lo sabes. Para salvar esa central nuclear tendremos que enviar todas nuestras fuerzas, a todos, no para defender la central, sino para atacar a la Nueva Hermandad. Perseguirlos, pelear con ellos, aniquilarlos, cogerles todas las armas. Luego tendremos que enviar patrullas para que vigilen las orillas del lago, y mantener al enemigo por lo menos a un par de kilómetros de la central. Necesitaríamos toda nuestra fuerza, Tim, y el coste sería terrible.
—Pero…
—Piensa en ello —dijo Hardy—. Patrullas, espías, un ejército de ocupación. Todo ello para impedir que un fanático destruya una pieza vital de las instalaciones y haga que la central deje de funcionar un solo día. Esa es la tarea, ¿no?
—Por ahora —dijo Tim—. Pero cuando haya paz y tranquilidad por algunas semanas, Price pondrá en marcha el segundo reactor. Entonces, mientras uno trabaje se podrá reparar el otro.
A la mayoría de los presentes se les estaban pasando los efectos del alcohol, porque el licor estaba tan agotado como las existencias de café. Murmuraban entre sí, hablaban, discutían, y Harvey tuvo la impresión de que las opiniones estaban divididas, pero los que estaban a favor de Tim eran los menos. Como debía ser, pensó. No más guerra.
Sin embargo, al mirar a Maureen vio que estaba llorando abiertamente. ¿Era a causa de Baker? Baker había tomado su decisión, pero tal vez ella no podía aceptarla…
Sus miradas se cruzaron.
—Háblales —le pidió Maureen—. Hazles comprender.
—Yo mismo no lo comprendo —replicó Harvey.
—Háblales de lo que está a nuestro alcance. Una civilización tiene la ética que puede permitirse. Nosotros no podemos permitirnos muchas cosas. No podemos hacernos cargo de nuestros enemigos… lo sabes.
Él se estremeció. Sí, lo sabía.
Leonilla Malik entró por la puerta trasera, a través del despacho del alcalde. Se inclinó sobre el senador.
—Me han dicho que me necesita.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Jellison.
—El señor Hardy.
—Estoy bien. Vuelva al hospital.
—El doctor Valdemar está de turno. Dispongo de algunos minutos.
La doctora se quedó detrás del senador y le observó atentamente, con expresión profesional y preocupada.
—Hemos de tener en cuenta los costes —decía Al Hardy—. Nos pides que lo arriesguemos todo. Nos hemos asegurado la supervivencia. Estamos vivos. Hemos luchado la última batalla. Tim, la luz eléctrica no vale tanto para que echemos todo eso por la borda.
El cansancio y el dolor hicieron vacilar a Tim Hamner.
—No abandonaremos —dijo—. Lucharemos. Todos.
Pero su voz no era fuerte; parecía abatido.
—Haz algo —dijo Maureen—. Díselo.
Cogió el brazo de Harvey.
—Díselo tú.
—No puedo, pero tú ahora eres un héroe. Tus hombres los tuvieron a raya…
—Tu posición aquí tampoco está nada mal —le dijo Harvey.
—Se lo diremos los dos. Ven conmigo. Les hablaremos juntos.
Harvey pensó en los motivos de Maureen. ¿Lo hacía sólo por la central? ¿Por la memoria de Johnny Baker? ¿Porque estaba celosa de Marie y George Christopher? Cualesquiera fueran sus motivos, acababa de ofrecerle la dirección de la fortaleza… y por la mirada de Maureen supo que no le haría otra oferta semejante.
—Tendríamos que defender su territorio —decía Al Hardy—. Deke no podría hacerlo…
—¡Sí que podemos! —exclamó Tim—. ¡Los vencisteis! ¡Podemos!
Hardy asintió gravemente.
—Sí, supongo que podríamos. Pero primero hemos de apoderarnos de sus tierras… y no podemos hacerlo con armas mágicas. Las granadas y las bombas de gas no son demasiado útiles en el ataque. Perderíamos gente, mucha gente. ¿Cuántas vidas valen tus luces eléctricas?
—Muchas —dijo Leonilla Malik, sin ningún temor en la voz—. Si ayer hubiera tenido la luz adecuada en el quirófano, podría haber salvado otras diez vidas por lo menos.
Maureen se dirigió a la tarima. Harvey vaciló, pero fue con ella. ¿Qué diría? Los hombres podían tomar las armas por una causa. ¡Viva la República! ¡Por el rey y la patria! ¡Deber, honor y patria! ¡Recordad El Álamo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Pero nadie había ido a la lucha gritando: «¡Un mayor nivel de vida!», o «¡Duchas calientes y afeitadoras eléctricas!».
Pensó en sus propias motivaciones. Cuando subiera al estrado se habría comprometido. Cuando la Nueva Hermandad llegara por el agua con una nueva balsa y sus morteros, él tendría que ir el primero en los botes, tendría que ser el primero en atacar, y sería el primero en morir. ¿Cómo podía convencerse de que aquello era realmente lo que quería?
Recordó la batalla, el ruido, la soledad, el miedo, la vergüenza de la huida, el terror cuando uno no lo hacía. Un ejército racional echaría a correr. Cogió a Maureen del brazo para hacerla retroceder.
Ella se volvió y le miró preocupada. Le habló en voz baja, para que nadie la oyera.
—Todos tenemos que hacer nuestro trabajo —le dijo—. Y esto es lo correcto. ¿No te das cuenta?
El breve retraso había sido excesivo. Al Hardy se retiraba, tras haber expuesto su opinión. La muchedumbre empezaba a marcharse, hablando entre ellos. Harvey oyó retazos de conversación: «Diablos, no sé, pero no quiero pelear más». «Baker murió por ese sitio. ¿Valía la pena?». «Estoy cansado, Sue. Volvamos a casa».
Antes de que Hardy pudiera abandonar la tarima, Rick Delanty le cerró el paso.
—El senador ha dicho que esta es una decisión importante —le dijo.
—Hablemos de ello, ahora. —Harvey vio con alivio que la expresión de Delanty ya no era asesina, pero parecía lleno de decisión—. Al, ha dicho usted que sobreviviremos al invierno. Hablemos de eso.
Hardy se encogió de hombros.
—Si se empeña. Creo que ya está todo dicho.
En los labios de Delanty se dibujó una sonrisa taimada, artificial.
—Diablos, Al, todos estamos aquí, el licor se ha terminado y mañana tendremos que volver a partir piedras. Hablemos claramente ahora. ¿Podemos resistir el invierno?
—Sí.
—Pero sin café. Se ha terminado.
Hardy frunció el ceño.
—Sí.
—¿Qué tal estamos de ropa? Se acercan los glaciares, y la ropa que llevamos está podrida. ¿Podemos sacar algo de los almacenes sumergidos?
—Tal vez podamos usar algunos plásticos. Eso puede esperar, ahora que no hemos de preocuparnos por la Nueva Hermandad. Tendremos que aprovechar al máximo nuestra ropa.
—¿Y el transporte? Los coches y camiones se están estropeando uno tras otro, ¿no es cierto? ¿Tendremos que comernos los caballos?
Al Hardy se pasó la mano por el cabello.
—De momento, no. Lo había pensado, pero… no. Los caballos no se reproducen con rapidez. De todos modos, los camiones nos durarán años.
—¿Qué más nos falta? ¿Penicilina?
—Sí…
—¿Aspirina? Y el licor. No hay anestesia de ninguna clase.
—¡Podremos fermentar licor!
—Claro. Así que viviremos. Resistiremos este invierno, y el próximo, y el siguiente. —Rick hizo una pausa, pero antes de que Hardy pudiera decir nada, añadió a gritos—: ¡Como campesinos! Hoy hemos tenido aquí una ceremonia, un premio al chico que capturó más ratas esta semana. Y podemos esperar que eso continúe durante el resto de nuestras vidas, que nuestros chicos crezcan como cazadores de ratas y pastores de cerdos. Un trabajo honorable, necesario. Nadie lo desprecia. Pero… ¿no hemos de poner nuestra esperanza en algo mejor? Y vamos a tener esclavos. No porque queramos, sino porque los necesitamos. ¡Nosotros, que habíamos llegado a dominar la electricidad!
Aquella última frase conmocionó a Harvey Randall. Vio que también había afectado a otros, a muchos más. Permanecieron en pie, incapaces de marcharse.
—Así que podemos acurrucamos en nuestro valle —siguió diciendo Delanty—. Podemos quedarnos aquí, estar a salvo y dejar que nuestros niños crezcan cuidando cerdos y recogiendo estiércol. Podemos sentirnos orgullosos de eso, porque es mucho más de lo que podíamos haber esperado, pero ¿es suficiente? ¿Es suficiente con que estemos a salvo cuando abandonamos a todos los demás a la intemperie? Vosotros mismos decís cuánto sentís tener que echar a los que vienen aquí, devolverlos al peligroso exterior. Bien, ahora tenemos la oportunidad. Podemos hacer que en el exterior, en todo el valle de San Joaquín, estén tan seguros como lo estamos nosotros.
»O podemos elegir el otro camino, quedarnos aquí, seguros como… ardillas. Pero si esta vez seguimos el camino fácil, también lo seguiremos la próxima, y todas las demás, ¡y dentro de cincuenta años nuestros hijos se esconderán bajo la cama cuando oigan tronar! Se esconderán de la misma manera que los antiguos se escondían de los grandes dioses atronadores. Los campesinos siempre creen en los dioses terribles.
»Y pensad en el cometa. Nosotros sabemos qué fue. ¡Diez años más y hubiéramos sido capaces de apartarlo del camino! He estado en el espacio. No volveré allá, pero nuestros hijos podrían. Con esa central nuclear, dentro de veinte años podríamos volver al espacio. Sabemos cómo hacerlo, no se necesita más que energía, y esa energía está ahí, a menos de cien kilómetros, pero no tenemos bastantes redaños para salvarla. Pensad en ello. Esas son las alternativas. Seguid adelante y sed buenos campesinos, a salvo y supersticiosos… o tened de nuevo mundos que conquistar, sed capaces de dominar la electricidad.
Se detuvo, pero no el tiempo suficiente para dejar que nadie más hablara.
—Yo voy —dijo—. ¿Leonilla?
—Desde luego —dijo ella, avanzando hacia la tarima.
—Y yo —gritó el camarada general Jakov desde el fondo de la sala—. Por la electricidad.
—Vamos. —Harvey dio una palmadita a Maureen y pasó junto a ella en dirección a la tarima. Ahora que sabía lo que iba a decir, las decisiones eran sencillas—: ¿Quién se une al grupo de combate Randall?
—Yo —dijo alguien.
Maureen se unió a ellos, otro granjero dio un paso adelante, y Tim Hamner y el alcalde Seltz. Marie Vanee y George Christopher discutían. Marie pertenecía al grupo de combate de Randall a menos que Christopher tuviera un grupo propio. Y Christopher también se unió a ellos.
Al Hardy permaneció de pie, confuso, queriendo hablar pero disuadido por la imperiosa mirada de Maureen.
Harvey Randall pensó que podría detenerlos. No sería muy difícil. Una vez todos se hubieran comprometido, sería difícil retroceder, pero de momento era posible disuadir o convencer más al grupo, y Al Hardy sabía cómo hacerlo…
Hardy miró al senador. El anciano se había levantado a medias de su sillón y boqueaba en busca de aire. Volvió a caer en el asiento y Leonilla corrió hacia él, pero le hizo una seña para que se apartara y llamó a Hardy.
—Al —jadeó.
Leonilla tenía su maletín en el despacho. Lo abrió y sacó una jeringuilla. Venció la débil resistencia del senador y le abrió la chaqueta y la camisa. Clavó rápidamente la aguja en el pecho, cerca del corazón.
Al Hardy se abrió paso entre la muchedumbre, como un loco. Se arrodilló junto al senador, que se retorcía en el sillón, llevándose las manos al pecho, mientras el jefe de policía Hartman y otros le sostenían. Los ojos del anciano se centraron en Al Hardy.
—Al.
—Sí, señor —dijo Hardy con voz ahogada, casi inaudible. Se agachó para acercarse más a él.
—Al. Da a mis niños de nuevo la luz eléctrica. —Su voz era clara y se oyó en toda la sala, pero en seguida se desplomó en el sillón y sólo oyeron un débil susurro—: Dales de nuevo la luz eléctrica.