Desde el Lejano Oriente os envío un solo pensamiento, una única idea, escrita en rojo en todas las cabezas de playa desde Australia hasta Tokyo: «No hay nada igual a la victoria».
General Douglas MacArthur
Estaba demasiado oscuro para ver. Un viento frío soplaba desde la Sierra. Harvey se volvió hacia Marie.
—Victoria.
—¡Sí! ¡Lo conseguimos! ¡Dios mío, Harvey, estamos a salvo!
La oscuridad le impedía ver su rostro, pero Harvey sabía que debía sonreír como una idiota.
Puso en marcha el furgón. Alice le había dicho que se mantuviera alejado del valle y de la carretera principal. Tenían que dirigirse a la fortaleza por la polvorienta cañada. Cambió de marcha y avanzó cautelosamente. La luz de los faros iluminaba el camino, bastante nivelado, pero la inclinación hacia la izquierda era pronunciada, y Harvey sabía que se estaban hundiendo en la superficie de barro. Sería fácil caer por el borde. Era terrible pensar que podrían morir después de que hubiera terminado la batalla, pero no era más que una mala carretera, y Harvey ya había pasado por muchas iguales o peores.
Se sintió alegre. Tenía que refrenar los deseos de acelerar el motor. Nunca había tenido con tal intensidad la sensación de estar vivo. Rodearon la montaña y cruzaron la colina que marcaba el inicio de las posesiones del senador. Entonces aceleró y condujo a través del barro a toda velocidad, por encima de los surcos y los baches, peligrosamente. El furgón brincaba como si compartiera su alegría.
Corrieron como si huyeran de algo. Harvey lo sabía, y sabía también que si pensaba en ello, en lo que había visto, no sentiría alegría sino una tristeza infinita. Allá, en aquel valle donde se había librado la batalla, había centenares de personas de todas las edades, hombres, mujeres, muchachos, arrastrándose con los pulmones destrozados, dejando regueros de sangre que habían sido visibles a través de los prismáticos hasta que las sombras piadosas de la noche cayeron sobre la tierra: los moribundos, los que habían sobrevivido al fin del mundo.
—Harvey, no puedes pensar en ellos como personas.
—¿Tú también piensas en eso?
—Sí, un poco. ¡Pero estamos vivos! ¡Hemos ganado!
El furgón dio un brinco en lo alto de un pequeño altozano, y las cuatro ruedas abandonaron brevemente el suelo, pero a Harvey no le importó.
—Hemos luchado nuestra última batalla —gritó—. Se acabó la guerra.
Se sintió lleno de euforia. El mundo volvía a ser un lugar encantador. Que los muertos enterraran a los muertos. Harvey Randall estaba vivo, y el enemigo derrotado.
—¡Salud a los héroes que regresan! Pero, diablos, tú has sido más heroica que yo. Yo hubiera echado a correr si no hubieses estado ahí para impedírmelo. Pero no pude. El orgullo viril… Los hombres no pueden huir si les observan las mujeres. No sé por qué hablo tanto. ¿Por qué no dices nada?
—¡Porque no me das ocasión de hacerlo! —gritó Marie, risueña—. Ninguno de los dos huimos, y hubiera sido fácil… —Rió nuevamente—. Y ahora, amigo, vamos a recoger el premio tradicional para los héroes. Maureen. Te la has ganado.
—Es curioso, pero pensaba en eso. Sin embargo, George volverá…
—Tú deja a George para mí —dijo Marie—. Después de todo, también merezco mi premio.
—Creo que estoy celoso de él.
—Qué lástima.
El buen humor les duraba cuando llegaron a la casa de piedra del senador y entraron en su interior. Había mucha más gente. Al Hardy, borracho, pero no de alcohol, sonreía como un bobo mientras los demás le daban palmaditas en la espalda. Dan Forrester parecía cansado, ensimismado e infeliz, y nadie hacía caso de aquel talante; le alababan, le daban las gracias y le dejaban con su humor: que gozara u odiara, que estuviera triste o alegre. Los magos pueden hacer lo que les venga en gana.
Faltaban muchos. Podrían contarse entre los muertos o tal vez haber huido, sin saber que ya nadie les amenazaba. Los vencedores estaban demasiado cansados para pensar en ellos. Harvey buscó a Maureen y se acercó a ella. No sentían deseos lujuriosos, sino una infinita ternura, y se tocaron como niños.
No se celebró ninguna fiesta. Pocos minutos después finalizó la reunión. Algunos se dejaron caer en sillones y durmieron, otros regresaron a sus casas. Ahora Harvey no sentía nada, salvo la necesidad de descansar, dormir, olvidar todo lo que había ocurrido aquel día. No era la primera vez que veía aquella reacción. Recordó los hombres que regresaban de una patrulla en Vietnam, pero él mismo no lo había sentido: vacíos de energía, de emoción, capaces de excitarse unos breves momentos para quedar luego más agotados todavía.
Se despertó recordando que habían ganado. Los detalles habían desaparecido. Había tenido sueños, vividos y mezclados con los recuerdos de los últimos días, y a medida que los sueños se desvanecían, así lo hacían también los recuerdos, dejándole sólo la palabra… ¡Victoria!
Estaba tendido en el suelo de la sala de estar, sobre una alfombra y tapado con una manta. No tenía idea de cómo había llegado allí. Tal vez había hablado con Maureen y luego se había derrumbado en el suelo. Todo era posible.
Había ruidos en la casa, gente que se movía, olores de comida. Harvey saboreó los sonidos, los olores y las sensaciones de la vida. Las nubes grises que veía a través de la ventana parecían infinitamente detalladas, vividas y brillantes como la luz del sol. Los trofeos de bronce de las paredes eran una maravilla que necesitaba investigación. Consideraba un tesoro cada momento de la vida y lo que podía aportar.
Gradualmente desapareció aquella sensación, dejándole hambriento. Se levantó y vio que la misma alfombra de la sala de estar parecía un campo de batalla. Los hombres yacían allí donde la fatiga los había hecho tenderse. Algunos habían aguantado lo suficiente para hacerse con una manta. Harvey extendió su propia manta sobre Steve Cox, acurrucado contra el frío, y salió, dejándose guiar por los olores del desayuno.
La luz del sol inundaba la estancia. Maureen Jellison contempló incrédula aquel brillo. Temía saltar de la cama. El sol brillante podría ser un sueño, y en ese caso quería saborearlo. Finalmente se convenció de que estaba despierta. No se trataba de una ilusión. El sol entraba por la ventana, cálido, amarillo y brillante. Haría una hora que había salido. Ella pudo notar el calor sobre sus brazos cuando descorrió las cortinas.
Fue despertando del todo. Pensó en el terror, la sangre y la fatiga mortal. Los recuerdos del día anterior corrían como una película a cámara rápida. El horror de la mañana, cuando las fuerzas de la fortaleza tuvieron que actuar con rapidez, retirarse lentamente, dejando que los de la Hermandad entraran en el valle pero no llegaran jamás a las colinas. La retirada gradual que no podía parecer demasiado evidente, con soldados a los que no se había podido explicar el plan de combate por temor a que pudieran capturarlos. Finalmente, el pánico generalizado, cuando todos habían huido.
—Cuando corres, ellos se agrupan y te siguen —había dicho Al Hardy—. Los informes de Randall lo dejan muy claro. El comandante se rige por el manual. Así lo haremos nosotros también, hasta cierto punto.
El problema había radicado en mantenerse en terreno alto, de manera que la Hermandad permaneciera en el valle; dejar paso libre por el valle hasta que un número suficiente de miembros de la Hermandad hubieran cruzado el puente. ¿Cómo podían lograr que los rancheros lucharan y no echaran a correr hasta que se les diera la señal? Hardy había elegido la solución más simple al problema. «Si te quedas ahí resistiendo —le dijo—, algunos permanecerán contigo. Son hombres».
A Maureen no le gustó aquella decisión, pero no hubo tiempo de enmendarle la plana a Hardy. Y luego resultó que había tenido razón. Maureen sólo tenía que hacer gala de su propio valor. Para una persona que, como ella, no estaba segura de que quisiera vivir, aquello le había parecido tarea sencilla. Pero cuando estuvo realmente bajo el fuego, empezó a tener sus dudas.
Recordó los horrores que había visto. Algo desgarró el costado de Roy Miller. Este trató de taponar la herida con el brazo, el cual cabía en la brecha entre las costillas desgarradas. Maureen sintió ganas de vomitar… y en su último momento Roy miró a su alrededor y vio la expresión de Maureen.
Un proyectil de mortero estalló detrás de Deke Wilson y dos de sus hombres. Estos rodaron por el suelo y quedaron tendidos en posturas que hubieran sido muy incómodas si no hubiesen estado muertos. Pero Deke huyó, moviendo los brazos frenéticamente, bajando por la colina, como un polluelo que aprendiera a volar, hacia la penumbra amarillenta del valle.
Joanna MacPherson se volvió para gritar a Maureen. Una bala silbó a través de su cabello, por el espacio donde un instante antes había estado su cráneo, y el mensaje de Joanna resultó extrañamente obsceno.
Un fragmento de metal procedente de la explosión de un mortero alcanzó la bomba de mostaza de Jack Turner cuando se disponía a lanzarla. Sus amigos y su cuñada corrieron hacia él, pero Jack Turner perdió el equilibrio, cayó dentro de la nube amarillenta y se ahogó.
Pudgy Galadriel, del Shire, hizo girar su honda, dio un paso adelante y lanzó una botella de gas nervioso colina abajo. El movimiento complementario después del lanzamiento fue demasiado largo, y Galadriel quedó de pie como la Victoria Alada, sin cabeza. Maureen vio manchas negras ante sus ojos. Se apoyó en una roca y logró mantenerse firme.
Una cosa era permanecer en lo alto de un risco y jugar a su placer con la idea de arrojarse al vacío (¿Pero habría tenido el valor de hacerlo o no era más que una comedia? Ahora nunca lo sabría). Otra cosa muy distinta era contemplar a la pobre y afable Galadriel desplomarse arrojando sangre por el cuello cercenado, y luego, sin pararse a mirar si alguien la observaba, recoger su honda y la botella de gas nervioso y hacer girar aquella cosa mortífera por encima de su cabeza, recordando en el último segundo que debía volar en dirección tangente y no en la dirección que señalaba la honda cuando la soltara, arrojándola contra la horda de caníbales que seguía avanzando hacia ellos. De repente, Maureen Jellison encontró muchas razones por las que vivir. Los cielos grises, los vientos fríos, las ráfagas de nieve, la perspectiva de un invierno de hambre… Todo aquello se había desvanecido. Maureen se percató de algo muy simple: si uno puede sentir terror, es que quiere vivir. Era extraño que nunca lo hubiera comprendido antes.
Se vistió rápidamente y salió al exterior. El brillante sol había desaparecido. Maureen no podía ver el astro, pero el cielo brillaba, y las nubes parecían mucho más delgadas que de costumbre. ¿Habría sido al final un sueño la luz del sol? No importaba. El aire era cálido y no llovía. El arroyuelo que pasaba cerca de la casa estaba muy crecido, y el agua gorgoteaba alegremente. Era agua fría, apropiada para las truchas. Los pájaros se lanzaban contra el arroyo, piando intensamente. Maureen bajó por el camino que llevaba hasta la carretera.
No había tráfico. Antes lo había habido, cuando se llevaron a los heridos de la fortaleza al antiguo centro de convalecencia que servía como hospital del valle, y más tarde el tráfico se reanudaría, cuando los heridos menos graves fueran transportados en carros tirados por caballos, pero de momento la carretera estaba libre. Maureen caminó por ella a buen paso, atenta a cada imagen y sonido: los golpes de un hacha en la colina, la ráfaga rojiza producida por un mirlo alirrojo que se ocultó entre unos arbustos, los gritos de los niños que cuidaban de los cerdos de la fortaleza que pastaban en los bosques.
Los niños se habían adaptado rápidamente a la nueva situación. Un adulto de edad avanzada hacía de maestro. Los niños eran una docena o más, y cuidaban de la piara de cerdos con dos perros pastores: escuela y trabajo a la vez. Un tipo de escuela distinto, con lecciones diferentes. Lectura y aritmética, desde luego, pero también otros conocimientos: conducir a los cerdos hasta las deposiciones de los perros (estos, a su vez, comían parte de los desperdicios humanos), y llevar siempre un cubo para recoger el estiércol de los cerdos, que debían entregar por la noche. Otras lecciones versaban sobre la manera de atrapar ratas y ardillas. Las ratas eran importantes en la nueva ecología. Había que mantenerlas alejadas de los graneros de la fortaleza, trabajo que corría principalmente a cargo de los gatos, pero las ratas eran útiles, porque encontraban su propio alimento, eran comestibles, con sus pieles se confeccionaban ropas y zapatos, y con sus huesos pequeños se hacían agujas. Había premios para los niños que capturasen más ratas.
Cerca del pueblo estaban los depósitos de aguas fecales, donde los excrementos animales y humanos se echaban en unas calderas con virutas de madera y serrín. El calor de la fermentación lo esterilizaba todo, y los gases calientes se enviaban por tuberías que pasaban por debajo del ayuntamiento y el hospital para formar parte del sistema de calefacción, y luego se condensaban. El metanol resultante, alcohol de madera, servía como combustible para los camiones que recogían los desperdicios, y aún sobraba algo para otros trabajos. El sistema no estaba completo, pues necesitaban más tuberías y condensadores, y el trabajo absorbía a demasiados obreros cualificados, pero Hardy podía sentirse merecidamente orgulloso de sus primeras realizaciones. Para la primavera tendrían una gran cantidad de fertilizante altamente nitrogenado procedente de los residuos de las calderas, con una absoluta esterilización y listo para los cultivos que plantarían, y habría suficiente metanol con que alimentar los tractores para el pesado trabajo inicial de arar la tierra.
Maureen pensó que lo habían hecho bien. Pero era mucho más lo que quedaba por hacer. Tenían que construir molinos de viento y de agua, plantar cultivos, construir una forja. Hardy había encontrado un viejo libro sobre el trabajo del bronce y los métodos para fundirlo con arena, pero aún no habían tenido tiempo para ponerlo en práctica. Ahora tendrían tiempo, cuando ya no pesaba sobre ellos una amenaza de guerra. No habría más guerras, como había dicho Harvey Randall cuando volvió al rancho después de la batalla.
No sería fácil. Maureen miró las nubes, que se estaban oscureciendo. Deseaba que la luz del sol se abriera paso, no porque quisiera ver el sol de nuevo, aunque sí lo quería, sino porque sería muy apropiado, un símbolo de su éxito final. Sin embargo, no había más que las nubes gradualmente oscuras, pero ella se negó a dejar que la deprimieran. Sería muy fácil caer de nuevo en su negro talante desesperado.
Harvey Randall había tenido razón: evitar a la gente aquel sentimiento de impotencia y fatalidad valía todos los esfuerzos. Pero primero era preciso evitárselo uno mismo. Había que mirar de manera realista este nuevo y terrible mundo, saber qué podía reservarle y desafiarlo. Entonces uno podría ponerse manos a la obra.
Al pensar en Harvey recordó a Johnny Baker, y se preguntó qué le habría ocurrido a la expedición que fue a la central nuclear. Ahora todos deberían estar a salvo. Con la Nueva Hermandad derrotada, la central nuclear no sufriría ningún daño, ahora que habían repelido aquel primer intento de ataque, pero…
Su último mensaje había llegado tres días atrás.
Tal vez se había producido un segundo ataque. Desde luego, la radio callaba. Maureen se estremeció. Tal vez se les había estropeado y no podían comunicarse, o quizás estaban muertos. No había manera de saberlo. Johnny habría estado en primera línea… y destacaba demasiado…
Maureen se dijo que el silencio se debería sin duda a una avería de la radio. Debía rechazar el pesimismo y mantenerse ocupada. Bajó por la ladera, en dirección al hospital.
Alim Nassor no podía recobrar el aliento. Estaba sentado, apoyado en la pared de la caja del camión. No podía tenderse, porque se ahogaría. De todos modos tenía los pulmones llenos de gas. Habían fallado. La Hermandad había sido derrotada, y Alim Nassor era hombre muerto.
Swan y Jackie ya no existían, y también había muerto la mayor parte de la banda, a causa de las nubes de gas amarillo asfixiante que quemaba como fuego. Sintió las manos de Erika que movían un paño sobre su rostro, pero no pudo centrar la mirada en ella. Era una buena mujer, una mujer blanca, pero que se había quedado con Alim, le había ayudado a salir de aquel infierno cuando los demás huyeron. Si pudiera hablar…
Notó que el camión reducía la marcha, y oyó que alguien gritaba un santo y seña. Habían llegado al nuevo campamento, y alguien había organizado centinelas. ¿Sería Hooker? Alim creía que el Gancho estaba vivo. No había cruzado el río. Estaba al frente de los morteros, y en aquella posición debió hallarse a salvo, a menos que le capturasen durante la persecución. Alim se preguntó si quería que Hooker estuviera vivo. Ya nada importaba. El Martillo había matado a Alim Nassor.
El camión se detuvo junto a una fogata. Alim sintió que le bajaban y le colocaban cerca del fuego, y se sintió mejor. Erika estaba a su lado, y alguien le trajo una taza de caldo caliente. Era demasiado difícil decirles que estaban desperdiciando un buen caldo, que ya no se despertaría la próxima vez que durmiera. Moriría ahogado por sus propias flemas. Tosió con fuerza, tratando de aclarar sus pulmones para poder hablar, pero le dolió demasiado y renunció a hacerlo. Gradualmente oyó una voz.
—¡Y habéis desafiado al Señor Dios de los Ejércitos! ¡Habéis puesto vuestra fe en las armas, vosotros, Angeles del Señor! ¡Estrategia! ¿Para qué necesitan estrategia los Angeles? ¡Poned vuestra fe en el Señor Dios Jehová! ¡Realizad su obra! ¡Cumplid su voluntad, hermanos míos. Destruid la ciudadela de Satán, como lo quiere Dios, y entonces podréis lanzaros a la conquista!
La voz del profeta azotaba a Alim.
—¡No lloréis por los caídos, pues han caído al servicio del Señor! Grande será su recompensa. ¡Oh, vosotros, ángeles y arcángeles, escuchadme! ¡Este no es tiempo de tristeza! ¡Es tiempo de seguir adelante en el nombre del Señor!
—No —jadeó Alim, pero nadie le oyó.
—Podemos hacerlo —dijo una voz cerca de él.
Alim tardó un momento en reconocer a Jerry Owen. Este prosiguió:
—No tienen gas venenoso en la central nuclear, y aunque lo tuvieran ya no importaría. Llevaremos todos los morteros y rifles sin retroceso en la gabarra y volaremos las turbinas. Acabaremos de una vez con la central nuclear.
—¡Golpead, en el nombre de Dios! —gritaba Armitage.
Ahora hubo algunas respuestas. Alguien gritó «¡Aleluya!», y otro exclamó «¡Amén!». Al principio las reacciones eran inciertas, pero a medida que Armitage hablaba se hicieron más entusiastas.
—Mierda —dijo alguien. Tenía que ser el sargento Hooker. Alim no pudo volver la cabeza para mirarle—. Alim, ¿me oyes?
Alim asintió levemente.
—Dice que oye —dijo Erika—. Déjale en paz. Tiene que descansar. Ojalá duerma un poco.
¡Dormir! Dormir acabaría con él fatalmente. Cada vez que respiraba era una lucha, un esfuerzo de voluntad. Si se relajaba un momento dejaría de respirar.
—¿Qué diablos hago ahora? —le preguntó Hooker—. Eres el único hermano con el que puedo hablar.
Las palabras se formaron en los labios de Alim. Erika las tradujo.
—Pregunta cuántos hermanos quedan.
—Diez —dijo Hooker.
Diez negros. ¿Serían los últimos negros del mundo? Claro que no. África debía seguir existiendo, ¿o no? Pero no había visto ningún rostro negro entre sus enemigos. Tal vez no había más en California. Musitó algo de nuevo.
—Dice que diez no son suficientes —dijo Erika.
—Sí. —Hooker se inclinó para hablarle a Alim al oído. Nadie más pudo oírle—. Tengo que quedarme con este predicador —le dijo—. Dime, Alim, ¿está loco? ¿Tiene razón? Ya no sé qué pensar.
Alim meneó la cabeza. No quería hablar de aquello. Armitage hablaba de nuevo, del paraíso que aguardaba a los caídos. Sus palabras se mezclaban con los pensamientos vagos y lentos que se arrastraban por la conciencia de Alim. El paraíso. Tal vez fuera cierto. Quizás aquel loco predicador tuviera razón. Era mejor creerlo así.
—Conoce la verdad —musitó Alim.
El calor del fuego era casi agradable. La oscuridad aumentaba en su cabeza, a pesar de los atisbos de sol matutino que había creído ver antes. Las palabras del predicador atravesaron la oscuridad.
—¡Atacad ahora, Angeles! ¡Hoy mismo, en esta misma hora! ¡Es la voluntad de Dios!
Lo último que Alim oyó fue el grito del sargento Hooker.
—¡Amén!
Cuando Maureen llegó al hospital, Leonilla Malik la cogió del brazo y la condujo a una sala.
—He venido para ayudar —dijo Maureen—, pero quería hablar con los heridos. Uno de los muchachos Tallifsen estaba en mi grupo y…
—Ha muerto —dijo Leonilla, sin ninguna emoción en la voz—. Su ayuda me iría bien. ¿Ha usado alguna vez un microscopio?
—No desde las clases de biología en el instituto.
—No olvide cómo se hace —dijo Leonilla—. Primero necesito una muestra de sangre. Siéntese aquí, por favor. —Sacó una aguja hipodérmica de una olla a presión—. Es mi autoclave —explicó—. No es muy bonito, pero funciona.
Maureen se había estado preguntando qué habría ocurrido con las ollas a presión del rancho. Hizo una mueca cuando la aguja, que estaba embotada, le perforó la piel del brazo. Leonilla extrajo la sangre y cuidadosamente la vertió en un tubo de ensayo procedente de un juego infantil de química.
La rusa introdujo el tubo en un calcetín, que tenía cosido un trozo de cuerda de nylon, y Leonilla lo usó para hacer girar velozmente el tubo de ensayo por encima de su cabeza.
—Estoy centrifugando —le dijo—. Le muestro cómo hacer esto y así usted podrá realizar luego parte del trabajo. Necesitamos más ayuda en el laboratorio. —Siguió haciendo girar el tubo—. Ya está. Hemos separado las células del plasma. Ahora extraemos el plasma, así, y metemos las células en una solución salina. —Trabajaba rápidamente—. Aquí, en el estante, tenemos células y plasma de pacientes que necesitan sangre. Cotejaré la suya con la de ellos.
—¿No quiere saber su grupo sanguíneo? —preguntó Maureen.
—Sí, en seguida. Pero de todos modos he de hacer las pruebas. No conozco los grupos sanguíneos de los pacientes y no tengo manera de arreglarlo, y este sistema es más seguro, aunque resulta muy incómodo.
La habitación había sido un despacho. Hacía poco que pintaron las paredes y estaban muy limpias. La mesa de oficina sobre la que trabajaba Leonilla estaba inmaculada.
—Ahora —dijo Leonilla— coloco muestras de sus células en una muestra del suero del paciente, y las células del paciente en el suyo, y miramos por el microscopio.
El microscopio también era una pieza de un juego infantil. Alguien había incendiado el instituto de la localidad antes de que Hardy hubiera pensado en enviar una expedición para recoger material científico.
—Es muy difícil trabajar con esto —dijo Leonilla—, pero funcionará. Ha de tener mucho cuidado con el foco. —Aplicó el ojo al microscopio—. Ah, células cilíndricas. No puede ser donante de este paciente. Mire, así lo sabrá.
Maureen miró por el microscopio. Al principio no vio nada, pero manejó el foco y en seguida recordó cómo se hacía. Pensó que Leonilla tenía razón. Esas cosas no se olvidan nunca una vez aprendidas. Recordó que no era necesario cerrar el otro ojo, pero lo hizo de todos modos. Cuando el instrumento estuvo bien enfocado vio las células sanguíneas.
—¿Se refiere a esas pequeñas pilas, como fichas de póquer?
—¿Fichas de póquer?
—Como platitos…
—Sí, son formaciones cilíndricas. Indican agrupamiento. Ahora dígame cuál es su grupo sanguíneo.
—Él A —dijo Maureen.
—Muy bien. Lo señalaré. Tenemos que usar estas tarjetas de archivo, una para cada persona. Anoto en su tarjeta que su sangre hace que se amontonen las células de Jacob Vinge, y anoto lo mismo en la tarjeta de este. Ahora probamos con otros. —Repitió el procedimiento dos veces más—. Bien, puede usted ser donante de Bill Darden. Lo anotaré en sus tarjetas respectivas. Ahora ya conoce el procedimiento. Aquí están las muestras, claramente etiquetadas. Cada una debe cotejarse con las otras, comprobando qué donante corresponde a cada paciente. Luego podremos cotejar los donantes entre sí, aunque esto no es tan perentorio. Tendremos así los datos por si algún día hemos de hacer una transfusión a alguno de ustedes…
—¿No tiene que extraer sangre para Darden?
Maureen trató de recordarle. Se había incorporado hacía poco a la fortaleza, y le dejaron pasar porque su madre vivía allí. Había estado peleando en el grupo del jefe de policía Hartman.
—Ya le he hecho una transfusión —dijo Leonilla—. El donante fue Rick Delanty. No tenemos forma de almacenar la sangre completa. Cuando Darden necesite más la avisaré. Ahora he de volver a la sala general. Si quiere ayudar de veras, puede seguir haciendo esas pruebas.
Maureen estropeó la primera prueba, pero cuando procedió con más cuidado descubrió que no era un trabajo difícil, sino aburrido. Los olores de las cercanas aguas fecales no contribuían precisamente a hacer la tarea más agradable, pero no se podía hacer nada por evitarlo. Necesitaban el calor de las calderas de fermentación. Al hacer pasar los gases por el ayuntamiento y el hospital, la calefacción les salía gratis, pero a costa de los malos olores.
Una vez Leonilla entró y extrajo la muestra y la tarjeta de un paciente. No dio explicaciones. No era necesario. Maureen cogió la tarjeta y leyó el nombre. Era una de las niñas Aramson, de dieciséis años, herida al arrojar una bomba de dinamita.
—Con penicilina hubiera podido salvarla —dijo Leonilla—. Pero no hay, y jamás la habrá.
—¿No podemos fabricarla? —preguntó Maureen.
—Sulfamidas, quizá, pero no los demás antibióticos. Eso requiere más equipo del que podemos tener en muchos años. Una regulación precisa de la temperatura, centrifugado a altas velocidades. No, tenemos que aprender a vivir sin penicilina. —Hizo una mueca—. Eso significa que un simple corte descuidado puede ser una sentencia de muerte. Hay que hacer comprender eso a la gente. No podemos ignorar la higiene y los primeros auxilios. Lavar todos los cortes. Y pronto se nos acabará la vacuna contra el tétanos, aunque eso quizá podría hacerse. Quizá.
La ballesta era grande, y se tensaba con una ruedecilla. Harvey Randall la giró con esfuerzo y colocó un dardo largo y delgado en el arma. Miró a Brad Wagoner.
—Tengo la impresión de que debería ponerme una máscara negra.
Wagoner se estremeció.
—Termina con eso —le dijo.
Harvey apuntó con cuidado. La ballesta estaba colocada en un gran trípode, y tenía un buen punto de mira. Estaban en un cerro sobre el Valle de la Batalla. Pensó que aquel nombre se mantendría. Apuntó la ballesta a una figura inmóvil, abajo. La figura se movió ligeramente. Harvey comprobó la posición por el punto de mira y se hizo a un lado.
—De acuerdo —dijo. Soltó la cuerda.
Los muelles de acero del arco vibraron y el dardo, de más de un metro de largo, salió disparado. Era una delgada varilla de acero con plumas en el extremo. Siguió una trayectoria plana y se clavó en la figura de abajo, la cual movió las manos convulsamente y quedó inmóvil. No habían visto su rostro. Al menos, aquel no había gritado.
—Hay otro más —dijo Wagoner—. A unos cuarenta metros a la izquierda. Yo me encargaré de ese.
—Gracias.
Harvey apartó la mirada. Aquello era demasiado personal. Los rifles irían mejor, o las metralletas. Una metralleta era muy impersonal. Si uno mata a alguien con una ametralladora, puede persuadirse de que lo ha hecho el arma. Pero la ballesta tenía que tensarse con la fuerza muscular. Sí, demasiado personal.
No se podía hacer otra cosa. Entrar en el valle significaba la muerte. Durante la fría noche el gas mostaza se había condensado, y a veces eran visibles pequeños estratos del gas amarillo. Nadie podía entrar en aquel valle. Podían abandonar a los enemigos heridos, o matarlos. Por fortuna todos los heridos de la fortaleza habían sido recogidos antes del ataque con el gas, pero Harvey sabía que Al Hardy hubiera ordenado el ataque aunque no todos hubiesen estado a salvo. Para aquel fin podían ahorrarse munición de rifle y ametralladora. Los dardos de la ballesta eran recuperables. Después de una buena lluvia, o tras algunos días de calor, el gas se dispersaría.
Sería un buen fertilizante, lo mismo que los cadáveres. El valle de la Batalla sería una tierra fértil la próxima primavera. Ahora era un matadero.
Harvey trató de recordar el júbilo que había sentido la noche anterior, la sensación de estar vivo cuando se despertó por la mañana. Aquel trabajo era horrible, pero necesario. No podían abandonar al sufrimiento a los heridos de la Hermandad. De todos modos morirían pronto. Era mejor matarlos limpiamente.
Y aquella habría sido la última guerra. Ahora construirían una civilización. La Hermandad les había ahorrado trabajo, al limpiar gran parte de la zona cercana a la fortaleza. Ya no sería necesario enviar una gran expedición en misión de rescate. Harvey pensó en lo que podrían encontrar, en las maravillas que lograrían llevar a casa.
Cuando oyó el ruido del arco, Harvey se volvió. Era su turno. Que Brad descansara un momento.
Maureen terminó su trabajo con las muestras de sangre y fue a visitar a los heridos. Resultó duro, pero no tanto como había esperado. Y supo por qué: los casos más desesperados ya no estaban. Habían muerto. Maureen se preguntó si les habrían ayudado a fallecer. Leonilla, el doctor Valdemar y su esposa psiquiatra, Ruth, conocían sus límites, sabían que muchos que habían inhalado gas mostaza o recibido balazos en el vientre estaban condenados, porque carecían de los medicamentos y el equipo necesarios para salvarlos. Además, los afectados por los gases de mostaza acabarían ciegos en su mayoría. ¿Habían participado los médicos en el fallecimiento de aquellas personas? Maureen no quería preguntarlo.
Salió del hospital.
En el ayuntamiento se preparaban para celebrar una fiesta, la conmemoración de la victoria. Maureen pensó que se la merecían. Podían llorar a los muertos, pero tenían que seguir viviendo, y aquellas personas habían trabajado, habían dado su sangre y muerto por aquel instante: para la celebración que significaba el fin de la guerra, que lo peor había pasado y ahora era tiempo de reconstruir.
Joanna y Rosa Wagoner gritaban de alegría. Habían conseguido encender una lámpara.
—¡Funciona! —exclamó Joanna—. Hola, Maureen. Hemos conseguido que una lámpara arda con metanol.
Aquella lámpara no daba mucha luz, pero era suficiente. En un extremo de la gran estancia central con las paredes forradas de libros, algunos niños preparaban cuencos de ponche. Había vino de moras y una caja de coca-cola que alguien había salvado. Habría comida, principalmente cocido, excelente si uno no se paraba a pensar lo que contenía. Las ratas y ardillas no eran en realidad muy diferentes del conejo. No habría muchas verduras en el cocido. Las patatas eran escasas y muy valiosas. Pero había copos de avena. Dos muchachos exploradores de Gordie Vanee habían bajado de las montañas con avena, cuidadosamente clasificada: los granos más raquíticos para comer, los mejores para guardarlos como semillas. La Sierra estaba llena de avena silvestre.
No debían olvidar que Escocia había creado una cocina nacional a base de avena. Aquella noche sabrían cuál era el sabor del haggis escocés.
Maureen pasó al salón, donde mujeres y niños colocaban adornos, trapos de vivos colores usados ahora como colgaduras, cualquier cosa que diera ambiente festivo. En un extremo del salón estaba la puerta que daba acceso al despacho del alcalde.
Allí estaban su padre, Al Hardy, el alcalde Seltz y George Christopher, con Eileen Hamner. Su conversación cesó abruptamente cuando ella entró. Maureen saludó a George y él le respondió, pero parecía algo nervioso, como si de alguna manera se sintiera culpable en su presencia. ¿O acaso eran imaginaciones suyas? Pero no imaginaba el silencio de la estancia.
—Seguid con lo que hacíais —les dijo.
—Estábamos hablando de… cosas —dijo Al Hardy—. No sé si te interesarían…
Maureen se echó a reír.
—No te preocupes por eso. Seguid.
Si se empeñaban en seguir tratándola como a una princesa, que lo hicieran. Pero se iba a enterar de lo que sucedía.
—Bien, es un tema un tanto desagradable —dijo Al Hardy.
—¿Ah, sí?
Maureen se sentó al lado de su padre. Este no tenía buen aspecto. Maureen sabía que no sobreviviría al invierno. Los médicos de Bethesda le habían dicho que tenía que tomarse las cosas con mucha más calma… pero eso era imposible. Puso la mano sobre el brazo del senador y sonrió.
—Diles que no me pasará nada.
La sonrisa de su padre se ensanchó.
—¿Estás segura, pequeña?
—Sí. Puedo representar mi papel.
—Díselo, Al.
—Sí, señor. Es sobre los prisioneros. ¿Qué hacemos con ellos?
—No he visto muchos de sus heridos en el hospital —dijo Maureen—. Creía que habría más…
Hardy asintió.
—Al resto los estamos… Nos ocupamos de ellos. Los que nos preocupan son los cuarenta hombres y las seis mujeres que se rindieron. —Alzó una mano y señalo las posibilidades con los dedos—. Veo las siguientes alternativas. Una. Podemos admitirlos como ciudadanos…
—Nunca —gruñó George Christopher.
—Dos. Podemos tratarlos como esclavos. Tres, podemos dejarlos en libertad. Cuatro, podemos matarlos.
—Tampoco los dejaremos libres —dijo George—. Si lo hiciéramos, se unirían de nuevo a la Hermandad. No podrían ir a otra parte. Y la Hermandad es todavía mayor que nosotros, no lo olvides. Pueden volver a presentar batalla. Tienen líderes, algunos camiones, morteros… Cierto que capturamos algunas de sus armas, pero siguen estando ahí. —Sonrió ferozmente—. Sin embargo, apuesto a que nunca volverán a meterse con nosotros. —Se quedó un momento pensativo—. Esclavos. Hay muchas cosas que podríamos hacer con esclavos.
—Sí. —Hardy hizo un gesto de asentimiento—. Podrían ocuparse de los trabajos más pensados. Girar bombas compresoras para que tengamos refrigeración, fuerza muscular para los tornos manuales, pulir vidrio para lentes, incluso tirar de arados. Hay mucho trabajo que nadie quiere hacer…
—Pero la esclavitud es horrible —protestó Maureen.
—¿Tú crees? ¿Te parecería mejor si lo llamásemos condena a trabajos forzados? ¿Serían sus vidas mucho peores de lo que eran cuando formaban parte de la Hermandad? ¿O peor que los condenados en las prisiones antes de que cayera el Martillo?
—No —dijo Maureen—. No estoy pensando en ellos, sino en nosotros. ¿Queremos ser la clase de gente que tiene esclavos?
—Entonces matémoslos y terminemos de una vez —dijo George Christopher—. Porque puedes estar segura de que no vamos a dejarlos sueltos, ni dentro ni fuera.
—¿Por qué no podemos dejarles en libertad? —quiso saber Maureen.
—Ya te lo he dicho —dijo George—. Volverán con los caníbales…
—¿Tan peligrosa es ahora la Hermandad? —preguntó ella.
—Para nosotros no —dijo Christopher—. No volverán aquí.
—Y supongo que para la primavera no quedarán muchos —añadió Al Hardy—. No están muy organizados para el invierno. Y si lo están, los que capturamos no lo saben.
Maureen trató de reprimir la sensación que la amenazaba.
—Es bastante horrible —dijo.
—Hay que pensar en lo que podemos permitirnos —dijo el senador Jellison en voz baja, para no gastar energía—. Las civilizaciones pueden permitirse la moralidad y la ética. Pero ahora no es mucho lo que podemos permitirnos. Podemos ocuparnos de nuestros heridos, pero mucho menos de los suyos. Todo lo que podemos hacer por ellos es librarlos de su desgracia. ¿Qué podemos hacer con los demás prisioneros? Maureen tiene razón. No podemos volvernos bárbaros, pero puede que nuestras capacidades no estén a la altura de nuestras intenciones.
Maureen dio unas palmaditas a su padre en el brazo.
—Eso es lo que estuve pensando esta última semana. ¡Pero si no podemos permitirnos mucho, hemos de trabajar para que podamos! Lo que no nos atreveremos a hacer es acostumbrarnos a hacer el mal. Hemos de detestarlo, aunque no podamos hacer otra cosa.
—Eso no soluciona lo que hemos de hacer con los prisioneros —dijo George Christopher—. Voto por matarlos. Lo haré yo mismo.
Maureen supo que nada le haría salir de su determinación, que nunca comprendería. Pese a todo, a su manera era un buen hombre. Compartía todo cuanto tenía. Trabajaba más que cualquier otro, y no lo hacía sólo para sí mismo.
—No —dijo Maureen—. De acuerdo, no podemos dejarles libres ni podemos admitirlos como ciudadanos. Si lo único que podemos permitirnos es la esclavitud, tengámoslos como esclavos y hagámosles trabajar para que podamos permitirnos algo más. Pero no les llamaremos esclavos, porque así es muy fácil pensar como un dueño de esclavos. Podemos hacerles trabajar, pero les llamaremos prisioneros de guerra y les trataremos como tales.
Hardy pareció confundido. Nunca había visto a Maureen tan segura de sí misma. Miró al senador, pero no vio en este más que el aspecto de un hombre mortalmente fatigado.
—De acuerdo —dijo Al—. Eileen, tendremos que organizar un campamento de prisioneros de guerra.