EL VALLE DE LA MUERTE

Señor, Señor, no me escucharás.

El coronel dijo: «¡Aguantad!». Pero no lo vamos a hacer,

Porque echamos a correr, Sí, pies para qué os quiero…

El Bugout Buggie, balada prohibida del Ejército norteamericano

El procedimiento era siempre el mismo. Por muchas obstrucciones que el grupo de Harvey pusiera en la carretera, no podían detener al ejército de la Nueva Hermandad más de lo que tardaban en levantarlas. Si los muchachos de Randall hubieran podido defender activamente sus bloqueos, habrían podido detener el avance enemigo mucho más, pero no tenían posibilidades de hacerlo. La Nueva Hermandad utilizaba sus camiones para llevar a sus hombres lo más adelante posible; entonces sus tiradores se extendían por ambos flancos y avanzaban, amenazando con impedirle a Harvey la retirada. Y en una ocasión Harvey tuvo que retirarse.

Además, el enemigo puso en práctica una nueva táctica. Instalaron ametralladoras pesadas en uno de sus camiones, y los hicieron avanzar para disparar sobre los hombres de Harvey, desde una distancia que les hacía quedar fuera del alcance de los rifles. De ese modo Harvey no podría llevar a cabo adecuadamente la tarea de inutilizar la carretera, y ni siquiera podía disparar contra el enemigo, formado por fantasmas sin rostro a los que no era posible dañar, ni se podía detener. Su infantería continuaba avanzando, evitando a los defensores de Harvey, tratando siempre de rodearlos. Era una batalla a distancia, con pocos heridos, pero el avance de la Nueva Hermandad era implacable. Hacia media tarde habían avanzado unos veinte kilómetros hacia la fortaleza.

Trabajar y huir eran las tareas de Harvey. Y huir se estaba convirtiendo en un hábito. Una docena de veces Harvey deseó seguir avanzando, correr hacia la fortaleza y mandar al diablo los bloqueos de la carretera. Su mente elaboró una docena de excusas para salir huyendo.

—¡Es como si nada pudiera detenerlos! —gritó Tommy Tallifsen.

Se habían detenido en otra hilera de cerros. Según los mapas, el valle de abajo, donde los de la Nueva Hermandad se afanaban en retirar troncos de árboles, tapar agujeros, reparar la carretera con más rapidez de la empleada por Harvey para destruirla, se llamaba «Hondonada Hambrienta». El nombre parecía apropiado.

—Tenemos que intentarlo —dijo Harvey.

Tallifsen pareció dubitativo. Harvey sabía en qué estaba pensando. Todos estaban agotados, habían perdido cinco hombres, uno muerto de un tiro mientras trabajaba con la sierra, los otros cuatro desaparecidos. Tal vez habían huido, o los habían capturado, o herido, o estaban tendidos en las colinas. No lo sabían. No subieron a los camiones cuando llegó el momento de echar a correr, y la Nueva Hermandad estaba demasiado cerca para buscarles. Y huir se había convertido en un hábito. ¿Qué podían hacer ocho hombres exhaustos para detener a una horda que se abalanzaba hacia ellos como una marea?

—Oscurecerá dentro de un par de horas —dijo Harvey—. Entonces podremos descansar.

—¿Tú crees? —preguntó Tallifsen. Pero volvió al trabajo y se puso a cavar bajo otra roca, encima de la carretera. Otros la rodearon con el cable del torno. No disponían de suficiente dinamita para volar cada roca que encontraban.

Una hora antes de que oscureciera tuvieron que salir corriendo de la Hondonada Hambrienta y cruzar las colinas próximas. Cruzaron el riachuelo del Ciervo, deteniéndose tan sólo para encender la mecha de la dinamita que habían colocado allí. Cuando subieron a la siguiente colina vieron que ya había hombres allí.

Harvey tardó un momento en darse cuenta de que eran amigos. Steve Cox y cerca de un centenar de hombres habían sido enviados desde el rancho para defender aquella colina. Las fuerzas de la fortaleza ya habían dejado de huir. Ahora tendrían que disponerse a luchar. Cox había extendido sus fuerzas a lo largo de la colina, en trincheras. Harvey y sus muchachos, los pocos que le quedaban, podían descansar. Había incluso cena fría y un termo con té caliente.

—Tenemos los pies destrozados —le dijo Harvey a Steve Cox—. No seremos de mucha ayuda.

Cox se encogió de hombros.

—No importa. Dormid bien. Nosotros les tendremos a raya.

Harvey quiso decirle que era un estúpido. El enemigo contaba con un millar de hombres y ellos eran cien. Los otros iban armados hasta los dientes y nada podía detenerles.

—¿Has traído…? ¿Qué tal el trabajo de Forrester? ¿Tenéis algunas de sus superarmas?

—Granadas de termita. —Cox mostró a Harvey una caja que contenía unos objetos parecidos a terrones de arcilla cocida, con mechas adheridas. Cada uno tenía unos quince centímetros de diámetro, y una cuerda de nylon de unos sesenta centímetros—. Hay que encender la mecha y hacerla girar —dijo Cox—. Luego la arrojas.

—¿Funcionan?

—Desde luego —dijo Cox con entusiasmo—. Algunas explotan como bombas. Otras sólo se abren, pero aun así arrojan fuego a unos tres o cuatro metros. Verás el susto que van a dar a esos malditos caníbales.

—¿Pero y las demás armas? ¿El gas de mostaza?

Cox volvió a encogerse de hombros.

—Están trabajando en eso. Hardy dice que aún tardarán algún tiempo. Por eso estamos aquí.

En el valle de abajo, los primeros efectivos de la Nueva Hermandad habían alcanzado el puente en ruinas. El río del Ciervo estaba crecido, corría velozmente y el puente había desaparecido por completo. Los pocos hombres que habían tratado de vadearlo, desistieron rápidamente. El ejército de la Hermandad se detuvo y luego empezó a desparramarse por las orillas. Algunos hombres siguieron corriente arriba hasta perderse de vista. Otros dieron media vuelta y regresaron en dirección al mar, que se encontraba a varios kilómetros al oeste.

—Van a rodearnos —dijo Harvey nerviosamente.

—No. —Cox sonrió. Señaló corriente arriba, hacia la imponente Sierra—. Tenemos aliados allá arriba. Unos quince indios Tule, algunos de los refuerzos de Christopher. Tipos duros. Duerme un poco, Randall. No llegarán aquí ni esta noche ni mañana. Tenemos una buena posición. Los rechazaremos.

—Creo que Cox está loco —le dijo Harvey a Marie—. Yo he visto… Nosotros hemos visto luchar a la Nueva Hermandad. Él no.

—Han recibido nuestros mensajes por radio —dijo Marie. Se tendió en el asiento trasero del furgón—. Qué agradable es descansar. Podría dormir una semana entera.

—Yo también.

Pero Harvey no durmió. El furgón estaba aparcado en el extremo de la colina, al otro lado del río del Ciervo. Harvey había enviado a los muchachos a una granja próxima donde podrían descansar adecuadamente. Sabía que debería unirse a ellos, pero estaba preocupado. Había aprendido a respetar a quienquiera que se encontrara al frente de la Nueva Hermandad. El enemigo no había desperdiciado un solo hombre, nunca había expuesto temerariamente a los suyos, y sin embargo había avanzado más de veinte kilómetros en menos de un día.

Él, en cambio, había gastado imprudentemente gasolina y municiones. Aquella era una guerra sin concesiones. El territorio de la Nueva Hermandad debía habérsele quedado pequeño, y ahora tratarían de apoderarse de la fortaleza para tener nuevos suministros.

Con la llegada de la noche se levantó un viento frío, pero cesó la cellisca. Unas pocas estrellas aparecieron diseminadas por los claros entre nubes, puntos de luz parpadeantes demasiado alejados para reconocerlos como constelaciones. Harvey recordó una sauna caliente seguida de un chapuzón en el agua fría de una piscina, bajo un fuerte sol; se vio conduciendo el furgón por la ardiente belleza desierta de la Baja California, para nadar finalmente en un océano de aguas calientes como una bañera, nadando sobre las olas enormes de Hermosa Beach y tendiendo una toalla para echarse sobre una arena demasiado caliente para andar por ella.

Les llegaban desde el valle los ruidos de los camiones enemigos y de los hombres que movían objetos pesados. No había forma de saber qué estaban haciendo. Cox había dispuesto patrullas que vigilaban posibles infiltraciones, pero el mando enemigo seguía otra táctica: sus hombres disparaban sus armas a intervalos regulares, gritaban, lanzaban granadas y piedras al otro lado del río, y a menudo los rancheros respondían, disparando ciegamente a la oscuridad, con lo que perdían munición y sueño.

Harvey sabía que aquello era lo que pretendía la Hermandad, pero saberlo no le servía de ayuda. Durmió irregularmente, despertándose con demasiada frecuencia. Marie se agitó en el asiento, detrás de él.

—¿Estás despierto? —susurró.

—Sí.

—¿Quién era ese tipo del camión, el de los prismáticos? ¿Lo sabes?

—Probablemente el sargento, Hooker. ¿Por qué?

—Si le das un nombre asusta menos. ¿Crees que podemos ganar? ¿Es Hardy bastante listo para eso?

—Claro —dijo Harvey.

—Siguen avanzando. Como una máquina, una gran máquina trituradora.

Harvey se incorporó. En algún lugar estalló una granada, y Cox gritó que no gastaran munición.

—Esa es una imagen aterradora —dijo Harvey—. Por suerte no es la adecuada. No, no es como una máquina de triturar carne, sino una de esas estructuras cinéticas en las que el artista invita a una horda de periodistas a permanecer a su alrededor y beber mientras contemplan cómo la máquina se autodestruye.

La risa de la mujer pareció forzada.

—Bonita imagen, Harv.

Demonios, mi vida era la creación de imágenes, antes de dedicarme a partir piedras y destrozar carreteras. Solía pensar en las batallas como un juego de ajedrez, pero no son así. Es como esos montajes. El director, los realiza, sabiendo que las piezas se oprimirán unas a otras, y que no las domina todas. La mitad de ellas están controladas por un crítico de arte que le odia. Y cada uno de ellos trata de cerciorarse de que él se quedará con las piezas sobrantes cuando el juego haya terminado, por lo que tienen que repetirlo una y otra vez.

—Y nosotros somos algunas de las piezas —dijo Marie—. Espero que Hardy sepa lo que está haciendo.

Por la mañana aumentó la excitación en el campamento de la fortaleza. Durante la noche se había presentado Stephen Tallman, vicepresidente del Consejo de Tule, para decir que sus guerreros estaban atrincherados al este, y que había más en camino. Los rumores aumentaron. Se dijo que George Christopher iba a regresar y que tenía cien, doscientos, mil rancheros armados que había reclutado en las colinas. A todo el que lo pusiera en duda se le hacía callar.

Pero era cierto que había cincuenta indios al este, y todos los rancheros hablaban de lo duros que eran y de que serían unos grandes aliados. Se contaban otros relatos, uno de ellos sobre un intento nocturno de la Nueva Hermandad para atravesar el río del Ciervo, a ocho kilómetros corriente arriba, y cómo los indios de Tallman los habían rechazado y matado a docenas, y la Nueva Hermandad había huido. Cuando Harvey habló con los demás, no encontró a nadie que hubiera visto la batalla. Sólo algunos afirmaban haber hablado con alguien que había participado en ella. Todo el mundo tenía un amigo que había hablado con Tallman en persona, o con Stretch Tallifsen, el cual estaba con los hombres del rancho enviados corriente arriba para defender el extremo occidental de la línea.

Siempre era así. Los nuevos combatientes eran demonios encarnados, que atacarían al enemigo como otras tantas máquinas de picar carne. Y los nuevos combatientes también pensaban siempre lo mismo. Pero podría ser cierto… A veces lo era… Tal vez ganarían, después de todo. La Nueva Hermandad sería detenida, y ni siquiera sería necesaria toda la fuerza de la fortaleza para hacerlo.

Al Este se disiparon las nubes, y el sol apareció con un brillo insólito. El día avanzó sin que sucediera nada. Los rancheros y la línea de tiradores de la Hermandad intercambiaban disparos esporádicos, de escaso efecto. Entonces…

Aparecieron camiones sobre la colina contraria. No parecían camiones. Tenían un aspecto extraño, pues les habían colocado delante unas grandes estructuras de madera. Bajaron la ladera a no demasiada velocidad, pues con todo aquel peso delante eran difíciles de manejar e inestables, pero avanzaron hacia el riachuelo crecido.

Al mismo tiempo, centenares de enemigos salieron de detrás de rocas y pliegues del terreno donde habían permanecido ocultos, y empezaron a disparar a cualquier cosa que se moviera. Los camiones con sus extrañas torres avanzaron hasta el borde del arroyo, y algunos de ellos atravesaron prados que debían estar demasiado embarrados, pero durante la noche la Hermandad había colocado rodadas de alambre y planchas para permitir que los camiones pudieran pasar sin hundirse en el barro.

Cuando llegaron al borde del arroyo las torres cayeron, formando puentes. Las fuerzas de la Hermandad avanzaron por ellos y se desparramaron al otro lado del arroyo. Otros se concentraron para disparar contra cualquier defensor de la fortaleza que osara mostrarse. Harvey oyó el sordo fragor que conocía de la guerra de Vietnam: eran morteros. Las bombas de mortero caían entre las rocas donde se ocultaban los rancheros de Cox, y cada vez eran más precisas. Alguien, al otro lado del río, la dirigía, y lo hacía bien. Cada vez que los hombres de Cox trataban de hacer frente a los que avanzaban, los morteros pronto los encontraban.

Más soldados de la Hermandad cruzaron el río, se desplegaron y avanzaron en una línea de casi dos kilómetros de longitud, y las tropas de Cox o bien retrocedían o eran alcanzadas. En poco más de media hora la línea defensiva del río había desaparecido, y Cox sólo mantenía la colina, e incluso allí los implacables morteros y ametralladoras, alejados del alcance eficaz del fuego de rifle, buscaba a los defensores y les obligaba a abandonar sus posiciones, mientras más fuerzas de la Hermandad avanzaban por las colinas, ocultándose detrás de las rocas, esquivando, saltando, avanzando siempre…

—¡Hormigas! —exclamó Harvey—. ¡Es un ejército de hormigas!

Supo que no podrían detener a los caníbales. Había estado locos al creer que sí. Y al ritmo que avanzaban, Cox perdería la mayor parte de sus hombres. Algunos grupos ya habían empezado a huir, unos arrojando sus armas, otros aferrándose todavía a ellas, deteniéndose de vez en cuando para disparar contra el enemigo. Pero la defensa ya no estaba organizada, y cada vez eran más los que lo veían así y sólo pensaban en salvarse. No había ningún lugar desde donde resistir. Toda posición estaba amenazada por un avance en algún otro punto, y los defensores no habían luchado ni vivido juntos, no tenían confianza en los hombres de la primera línea, los cuales podrían huir y dejar una brecha por donde penetrarían los vociferantes caníbales para impedirles definitivamente la retirada.

Una docena de hombres se aferraban al furgón de Harvey, se amontonaban dentro, subían a los guardabarros. Harvey lo puso en marcha. El riachuelo del Ciervo, que Cox había esperado defender todo el día, deteniendo incluso permanentemente a la Hermandad, había caído en menos de una hora y media.

El resto de la mañana fue una pesadilla. Harvey no pudo encontrar el camión. El único equipo que le quedaba estaba en el furgón, y sólo algunos de los rancheros de Cox estaban dispuestos a ayudarle. Finalmente llegaron refuerzos de la fortaleza, veinte hombres y mujeres con más dinamita, gasolina y sierras de cadena, pero nunca pudieron estar lo bastante alejados de las fuerzas de la Hermandad para hacer un trabajo eficaz.

Las tácticas de la Hermandad habían cambiado. Ahora, en lugar de desplegarse y flanquear las defensas, avanzaron en masa, acercándose. Querían hacer que las fuerzas de la fortaleza siguieran huyendo, y ahora su general estaba dispuesto a perder hombres para lograrlo.

Si Marie no hubiera estado con él, Harvey habría huido con el resto, pero ella no se lo permitiría. Insistió en que debían seguir cumpliendo con su misión, o por lo menos que se detuvieran y encendieran las mechas de las cargas que habían colocado dos noches antes, durante su avance. Una vez se retrasaron demasiado y estuvieron a punto de sufrir un serio percance. Oyeron un estrépito y los fragmentos de la ventanilla trasera cayeron sobre ellos, un instante antes de que también se rompiera en mil pedazos el parabrisas. Una bala del calibre cincuenta había atravesado el furgón de parte a parte, y pasó entre Harvey y Marie, a pocos centímetros. La próxima vez que pararon, los rancheros que iban con ellos les abandonaron.

Fuera de sí, Harvey gritó a Marie.

—¿Por qué diablos eres tan… —Iba a decir «valiente», pero no terminó la frase, pues hubiera significado que él no lo era, que era un cobarde—. ¿Por qué eres tan decidida? —dijo finalmente.

Ella estaba cavando un hoyo para colocar la dinamita, su último cartucho. Alzó la vista y señaló la Sierra Alta.

—Mi hijo está allá arriba —le dijo—. Si no les detenemos, ¿quién lo hará? Este hoyo será suficiente. Dame la dinamita.

Harvey ya había conectado la mecha al extremo del cartucho. Se lo dio a Marie y ella lo introdujo en el hoyo, tapándolo con tierra y piedras.

—¡Ya es suficiente! —gritó Harvey—. ¡Salgamos de aquí!

Estaban en el extremo de un cerro bajo y no podían ver el avance del enemigo, pero Harvey no creía que estuvieran lejos.

—Todavía no —dijo Marie—. Tengo que hacer algo primero.

Se dirigió a lo alto del cerro.

—¡Vuelve aquí! ¡Te juro que te abandonaré! ¡Eh!

Ella no se volvió. Al cabo de un momento, Harvey soltó un juramento y la siguió colina arriba. La encontró colocando el fusil en posición para disparar, apoyada en una roca.

—Ahí abajo es donde pusiste el aceite y las minas. Antes hemos pasado sin parar.

—¡Teníamos que hacerlo! ¡Los teníamos en los talones!

Harvey pensó que todo aquello era inútil. Unas motos subían por la carretera. Llegarían a la colina en un minuto o dos.

Marie apuntó con cuidado y disparó.

—Bien —musitó, y disparó de nuevo—. Acabaría antes si tú también disparases —le dijo.

Harvey sabía que no podría alcanzar el barril de aceite situado a trescientos metros. Apoyó el rifle en una roca y apuntó a la primera moto que se acercaba. Disparó una y otra vez, sin acertar nunca, pero los motoristas aflojaron la marcha, se detuvieron y corrieron a cubrirse en la cuneta, para esperar a la infantería. Marie siguió disparando, lenta, cuidadosamente.

—Ya es suficiente —dijo por fin—. Vamos… La verdad es que no hay prisa, porque los hemos detenido.

Harvey cerró los puños y respiró hondo. Marie tenía razón. No había un peligro inmediato. Ahora el aceite se estaba derramando sobre la carretera y las motos no podrían avanzar.

Otra moto llegó al tramo cubierto de aceite. Resbaló y cayó a la cuneta, y el motorista gritó. Marie sonrió débilmente.

—Eso del aceite ha sido una buena idea —le dijo.

Harvey la miró asombrado. Marie Vanee había figurado en la junta directiva de media docena de instituciones benéficas; era la esposa de un banquero, había formado parte de la alta sociedad, y ahora sonreía ante aquel espectáculo de destrucción.

Un camión llegó a la capa aceitosa y se detuvo. Luego empezó a avanzar lentamente. Marie disparó y atravesó el parabrisas. El camión zigzagueó y quedó ligeramente de lado. Aceleró el motor y las ruedas giraron, pero no se movió.

Llegó otro camión detrás de él y empezó a rodear el obstáculo.

Una de las minas estalló y el camión quedó envuelto en llamas. En aquel momento Harvey sintió el impulso de gritar triunfalmente. Algo había salido bien. Aquellos individuos que se arrastraban para alejarse del camión en llamas, algunos de ellos también ardiendo, no eran personas, sino un ejército de hormigas, y el truco había funcionado…

Oyeron un estallido y un débil silbido. Algo estalló a veinte metros a su izquierda. Hubo otro estallido.

—¡Al coche! ¡Vámonos ya, maldita sea! —gritó Harvey.

—Sí, creo que ya es hora.

Marie le siguió. La segunda carga de mortero estalló en algún lugar detrás de ellos. Subieron al furgón y partieron riendo y gritando como niños.

Harvey sabía que aquello no era una gran victoria, pero había sido lo mejor del día. Ya no tenían que detenerse, hasta que llegaran a la siguiente barrera, un afluente del río Tule. Sería una barrera formidable una vez que hubieran volado el puente. Aquello debería detener a la Nueva Hermandad, pues más allá estaban las colinas que señalaban la entrada a la fortaleza. El Tule era su línea defensiva más importante.

Salieron de una curva y bajaron hacia el valle del Tule… No encontraron el puente. Ya había sido volado.

Harvey se acercó a las ruinas del puente y miró el río crecido. Tenía treinta metros de anchura, era profundo y corría velozmente.

—¡Eh! —gritó.

Al otro lado del río, uno de los policías de Hartman salió de su escondite detrás de unos troncos.

—Dijeron que habíais muerto —les dijo.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Harvey.

—Sea lo que sea, hazlo rápido —dijo Marie—. No deben estar muy lejos de nosotros…

—Id corriente arriba —gritó el policía—. Tenemos hombres allá arriba. No os olvidéis de avisar por radio de vuestra llegada.

—De acuerdo. —Harvey hizo girar el furgón y enfiló la carretera del condado en dirección a la reserva india Tule—. Pon en marcha la radio —le dijo a Marie—. Diles que los informes de nuestra muerte han sido muy exagerados.

A un par de kilómetros la carretera cruzaba el río Tule. Una docena de hombres trabajaban con palas en los cimientos del puente. Harvey se aproximó cautelosamente, pero ellos le saludaron con la mano. Se acercó hasta detenerse.

Parecían rancheros, pero estaban más morenos y no parecían sufrir los efectos de varios meses sin luz solar. Harvey se preguntó si la falta de vitamina D podría afectarles. La vida en un medio frío y nuboso producía palidez.

Uno de los trabajadores dejó de cavar y se acercó al furgón.

—¿Es usted Randall?

—Sí. Oiga, la Nueva Hermandad debe estar detrás de nosotros…

—Sabemos dónde están —dijo el hombre—. Alice puede verlos, y tenemos una radio. Tiene usted que subir a la montaña Turtle y ayudarla a observar. Busque un lugar donde pueda ver el valle sin dejar de estar en comunicación con ella por radio.

—De acuerdo. Gracias. Me alegro de que estén de nuestro lado.

El indio sonrió.

—Yo creo que son ustedes los que están de nuestro lado. Buena suerte.

Su anterior buen humor se había desvanecido. Avanzaron por una carretera cada vez más difícil, llena de barro, rocas caídas y surcos profundos. Harvey conectó la tracción trasera del furgón. A medida que ascendían todo el valle apareció ante su vista. Hacia el sudoeste estaba el ramal sur del Tule, y el cruce de la carretera y el puente que acababan de abandonar. El afluente se dirigía al noroeste, hacia los restos del lago Success, donde se unía con el Tule.

Unas colinas separaban los ramales del Tule. Eran las colinas que defendían la fortaleza. Desde el lugar en que se encontraban Harvey y Marie podían ver la línea defensiva del jefe de policía Hartman: trincheras, pozos de tiradores y búnkeres construidos con troncos. Hacia el sur del valle las defensas eran menos compactas, y no parecían adecuadas. Sólo las colinas altas daban la impresión de estar bien defendidas. Harvey pensó que era una clásica defensa encostrada. El enemigo sólo tenía que perforarla y no habría nada que pudiera detener su invasión de toda la fortaleza.

Al oscurecer resultó claro el plan del enemigo. Trajeron sus camiones, las tropas se atrincheraron y encendieron grandes fogatas a la vista de la fortaleza. Parecían descansados y confiados, y Harvey supo que durante la noche habían estado trabajando en los puentes. Finalmente se hizo de noche y las colinas quedaron en silencio.

—Bien, ya no podemos ver nada más —dijo Harvey—. Ahora si que no tenemos nada que hacer.

Marie se movió inquieta a su lado. En la oscuridad no era más que una presencia, de forma indeterminada. Pero Harvey era cada vez más consciente de que Marie Vanee estaba muy cerca y que los dos se hallaban apartados del mundo hasta que saliera el sol. Su memoria le tendió una sucia trampa, mostrándole a Marie Vanee unas semanas antes de la caída del cometa, cuando recibió a Harvey y Loretta a la puerta de su casa. Llevaba esmeraldas y un traje de noche de un verde muy vivo escotado casi hasta el ombligo. Su cabello ostentaba fantásticas circunvoluciones. Recordó su amable sonrisa y el abrazo que le dio antes de hacerles pasar. Su mente superpuso aquella imagen al oscuro bulto que estaba a su lado, y el silencio se hizo realmente incómodo.

—Puedo pensar en algo —dijo ella en voz baja.

—Si no es el sexo, será mejor que me lo digas ahora.

Ella no respondió. Harvey se deslizó hacia ella y la atrajo. Se oyó una serie de crujidos, pues ninguno de los numerosos bolsillos de la chaqueta de Marie estaba vacío. Ella rió y se quitó la chaqueta, mientras él se desprendía de la suya, con sus bolsillos no menos abultados.

Entonces el terror del día y el peligro de mañana, la lenta y horrible muerte de un mundo y el próximo fin de la fortaleza, pudieron olvidarse en la frenética entrega del uno al otro. El hueco para los pies ante el asiento del pasajero se llenó de ropas, y Harvey arrojó las suyas detrás del volante. El asiento del pasajero no estaba diseñado para aquello, pero se unieron con cuidado y delicadeza, y luego mantuvieron la posición, él medio recostado en el asiento del pasajero y ella arrodillada ante él, con el rostro por encima del suyo. Cada uno notaba el aliento del otro en la mejilla.

—Me alegro de que pensaras en algo —dijo él finalmente, ya que no podía decirle que la amaba.

—¿Nunca lo habías hecho en un coche?

—Sí, claro. Pero entonces era más flexible.

—Yo nunca lo había hecho.

—En general se usa el asiento de atrás, pero…

—El asiento de atrás está lleno de cristales rotos —concluyó Marie.

Ambos sintieron de nuevo la tensión al recordar la bala del calibre cincuenta y la lluvia de fragmentos de cristal. Marie había tenido que desprenderse de las diminutas astillas mientras él conducía. Pero había una forma de olvidar.

Y más tarde se repitió aquella forma de olvidar, con el mismo frenesí. Harvey pensó que no se sentían atraídos el uno por el otro, pero que cada uno se lanzaba en los brazos del otro a causa del miedo a lo que había fuera. Hicieron el amor con el oído aguzado por si oían disparos, pero lo hicieron. Hasta cuando se hace en malas condiciones es bueno.

Harvey se despertó antes del alba. Estaba tapado con la manta del asiento de atrás, pero no recordaba haberla cogido. Permaneció despierto, sin moverse, con los pensamientos confusos.

—Hola —le dijo Marie en voz baja.

—Hola. Creí que estarías dormida.

—Hace un rato que estoy despierta. Descansa un poco más.

Harvey lo intentó, pero le dolían demasiado los músculos que había esforzado en exceso la noche anterior, y sentía punzadas de su conciencia, la cual al parecer no había sido informada de que era un viudo cuya nueva mujer le había abandonado por un astronauta. Se propuso rechazar aquellos pensamientos, pero aun así no pudo dormir, y se incorporó.

—Vaya, parece que hemos sobrevivido a la noche.

—Yo no te hice trabajar tanto.

Debía haber una nota de falsedad en su propia risa, o… Ella le conocía desde hacía largo tiempo. Se volvió hacia él en la oscuridad.

—No estás preocupado por Gordie, ¿verdad? Eso ha terminado. Ya se ha buscado nueva compañera, y no se necesita un juez para que diga cuándo un matrimonio ha terminado.

Harvey no había pensado en Gordie.

—¿Qué harás ahora? —le preguntó él—. Cuando todo esto haya terminado.

Ella se rió.

—No haré de cocinera. Pero te agradezco que me trajeras a este valle. Es mucho mejor que cualquier cosa que yo hubiera podido encontrar por mí misma. —Se quedó un momento en silencio, y oyeron un ruido en el exterior: un búho había atrapado un conejo—. Ahora el mundo es sólo de los hombres, y supongo que habré de casarme con alguno importante. Siempre me ha importado mucho la condición social, y no veo por qué he de cambiar ahora. De hecho, hay más razones que nunca. Los músculos cuentan. Buscaré a un líder y me casaré con él.

—¿Y quién podrá ser ese líder?

—Desde ayer tú eres un líder, un hombre importante. —Se deslizó hacia él y le rodeó con un brazo. Entonces soltó una carcajada—. ¿Por qué estás tan tenso? ¿Soy tan aterradora? Pobre Harvey. Sé exactamente qué estás pensando. Piensas en la obligación. Has seducido a la muchacha y deberías casarte con ella, y sabes muy bien que no te podrás resistir si realmente me lo propongo… ¿Lo ves?

Sus manos acariciaron lugares íntimos de Harvey.

Vivir con Loretta no le había preparado para aquella clase de guerra. La besó fuertemente (¡no podía reírse de Harvey Randall!), y sostuvo el beso (porque era muy agradable y, qué diablos, Maureen tenía ya a su hombre alado) hasta que ella se retiró.

—No he sido muy amable contigo —le dijo ella—. No te preocupes, Harv, no voy detrás de ti. No saldría bien. Me conoces demasiado. No importa lo que hemos hecho. Aunque hubiéramos aprendido realmente a amarnos, siempre tendrías dudas. Nos pelearíamos, jugaríamos al dominador y el dominado…

—Estaba pensando en algo así.

—No te comprometas a nada. No lo necesito. Me gustaría que fuéramos amigos.

—Claro. A mí también me gustaría. ¿Quién es tu verdadero objetivo?

—Oh, voy a casarme con George Christopher.

Harvey se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Lo sabe él?

—Claro que no. Todavía cree que tiene posibilidades con Maureen. Me habla de ella siempre que puede. Y yo le escucho.

—¿Qué te hace suponer que no se casará con Maureen?

—No seas tonto. Ella os tiene a ti y a Johnny Baker para elegir. Nunca se casará con George. Si no se conocieran de toda la vida, si él no hubiera sido su primer amor, ni siquiera le tendría en cuenta.

—¿Y yo?

—Tú tienes una posibilidad, pero la de Baker es mejor.

—Sí. Supongo que sería estúpido preguntarte si estás enamorada de George.

Marie se encogió de hombros. Él pudo notarlo en la oscuridad.

—Él estará seguro de que le quiero —dijo ella—. Y nadie más intervendrá. Lo de esta noche no se repetirá, Harvey. Eso ha sido… algo especial. El hombre adecuado en el momento propicio. Yo siempre… Dime, ¿en todos esos años en que hemos vivido como vecinos, nunca te has sentido tentado de pasar por casa, alguna tarde, cuando Loretta estaba fuera y Gordie en el banco?

—Sí, pero no lo hice.

—Muy bien. No habría ocurrido nada, pero siempre me preocupó que ni siquiera lo intentaras. Bueno, durmamos un poco.

Marie dio media vuelta y se arrebujó en la manta.

Pobre George, pensó Harvey. O tal vez debería considerarle afortunado. Si él no la hubiera conocido tan bien… «Maldita sea, aún me siento tentado. George, no lo sabes, pero estás a punto de ser un hombre feliz». Si viviera lo suficiente. ¡Si Marie viviera!

Al alba la Sierra se tiñó de rojo. Los vientos soplaban a ráfagas. La niebla se levantó en el valle de San Joaquín.

Cuando el sol estuvo alto pudieron comprobar que más de un centenar de hombres de la Nueva Hermandad habían cruzado durante la noche. Se estaban concentrando cerca de la vieja cuenca del lago Success, y se encaminaban al puente destruido, echando a un lado la línea defensora de la fortaleza. Los morteros de la Hermandad empezaron a disparar, obligando a los defensores a retirarse valle arriba, hacia las colinas.

La retirada fue ordenada pero constante.

—A mediodía serán dueños del valle —dijo Harvey—. Creía, esperaba, que resistieran más. Por lo menos no corren como conejos.

Ella asintió, pero siguió informando de las posiciones enemigas por la radio. No había nada más qué hacer.

Alice parecía aterrada cada vez que hablaba, pero de todos modos les pedía los informes.

Harvey pensó que era inútil. Miró el mapa, tratando de encontrar un camino hacia la Sierra que no pasara por los lugares que ocupara el enemigo, o donde la Nueva Hermandad estaría pronto.

—Están reparando el puente —informó Marie—. Disponen de troncos grandes y mucha gente para transportarlos.

—¿Cuánto tardarán en pasar los camiones? —preguntó Alice a través de la radio.

—No más de una hora.

—Quédate a la escucha —dijo Alice—, tengo que informar al señor Hardy.

La radio quedó en silencio.

—Mal asunto —comentó Harvey. Trató de sonreír—. Parece como si, después de todo, sólo fuéramos a quedar tú y yo. Tal vez podremos subir allá arriba y buscar a los chicos. No creo que tenga que pelearme con Gordie por ti…

—Calla y vigila —dijo Marie. Parecía asustada, y Harvey no podía culparla por ello.

Tardaron algo más de una hora en tender el puente. Luego una columna de camiones, encabezados por las camionetas descubiertas en cuyas plataformas habían montado ametralladoras, avanzaron hacia las líneas defensivas. El enemigo subió por las carreteras del valle. Otros camiones transportaban los morteros, mientras grupos de trabajo cavaban emplazamientos para ellos. El ejército de la Hermandad se extendió por el valle, trató de avanzar hacia las colinas y se retiró cada vez que les hacían frente. Tenían mucho tiempo, y ahora la noche estaría de su lado. Podrían infiltrar hombres entre las rocas, por las colinas, en la misma fortaleza.

El día se hizo más cálido, pero no para Harvey y Marie. El viento que se levantaba del mar de San Joaquín traía el frío de la Sierra. A lo largo de la mañana nublada el enemigo siguió avanzando. A mediodía habían alcanzado el extremo del valle y empezaban a subir las laderas hacia las últimas defensas.

—Permaneced a la escucha —dijo Alice. Ahora parecía excitada, no atemorizada.

—¿Para qué? —quiso saber Harvey.

—Para vigilar e informar —dijo Alice—. Por eso estáis ahí. No puedo ver…

Algo sucedía en las colinas. Unos hombres habían empujado una cosa enorme, que parecía un vagón, lo empujaron y cayó rodando por la ladera, hasta detenerse a unos cientos de metros del puente reparado. Permaneció allí, inmóvil durante treinta segundos… y estalló. Surgió una nube inmensa y el viento la llevó hacia el puente y más allá, hasta cubrir a los atacantes.

Desde todas las colinas, salían volando unos objetos que caían lentamente. Los hombres empujaban pesadas estructuras de madera, cajas provistas de largos brazos que lanzaban diminutos objetos negros con una trayectoria curva.

—¡Catapultas! —gritó Harvey.

Lo eran, en efecto. Harvey no sabía con qué las hacían funcionar. Probablemente con cuerdas de nylon, tal vez con los cabellos donados por las mujeres cartaginesas…

Las catapultas no tenían mucho alcance, pero no lo necesitaban. Arrojaban unos tarros que, al chocar y romperse, producían una humareda amarilla. El viento arrastraba aquel humo por el valle, donde avanzaba el enemigo. Los hombres de la Nueva Hermandad gritaron aterrorizados. Arrojaban sus armas, corrían desesperados, se desgarraban las ropas, se lanzaban al río para ser arrastrados por la corriente. Luchaban por pasar al otro lado del puente, y desde las colinas los rifles disparaban sin cesar, derribando a los que huían. Las catapultas vertían una lluvia continua de tarros ardientes, renovando la mortífera humareda amarilla.

—¡Están huyendo! —A Harvey se le quebró la voz mientras gritaba por el micrófono—. ¡Están cayendo como moscas! Dios mío, por lo menos hay quinientos de ellos ahí abajo.

—¿Qué les ocurre a los que no han cruzado el río? —La voz era de Alice Cox, pero la pregunta debía ser de Hardy.

—Están cargando los camiones.

—¿Y sus armas? ¿Las abandonan?

Harvey exploró con los prismáticos.

—Sí. No han recogido todos los morteros… Ahí va uno de sus camiones.

Harvey se estremeció. La camioneta, con una carga de hombres jadeantes y aterrados, bajó por la carretera a toda velocidad y no redujo la velocidad al llegar al puente. Doce hombres cayeron desde el puente al agua, y la camioneta siguió adelante, abandonando a su suerte a los que habían caído.

—En ese camión llevaban dos ametralladoras —informó Harvey—. Parece que se marchan.

El gas no había cubierto el valle por completo, y algunos miembros de la Nueva Hermandad pudieron escapar. Muchos huían gritando, desarmados, pero Harvey vio que otros se detenían, buscaban una ruta y partían llevando armas pesadas. Se llevaron dos de los morteros antes de que las catapultas cerraran aquella vía de escape. Harvey informó de las zonas todavía expeditas, y minutos más tarde contempló como lanzaban recipientes de gas a cada una de ellas.

—Algo sucede corriente arriba —gritó Harvey—. No puedo ver…

—No se preocupe por eso —dijo Alice, y preguntó—: ¿Está libre de gas la carretera que lleva a la reserva?

—Espera un segundo… Sí.

—Espera.

Poco después bajaron unos camiones por aquella carretera. Transportaban indios de Tallman y más rancheros. Harvey creyó reconocer a George Christopher en uno de los camiones. Avanzaron en busca del enemigo en desbandada, pero se detuvieron en lo alto de la colina, más allá del cruce de carreteras. Ahora le tocaba a la fortaleza desplegarse y explorar, buscar puntos débiles, limpiar las carreteras…

Entretanto, detrás de ellos el valle se había convertido en un mundo irreal. Su extraña atmósfera teñida de amarillo era mortal para los hombres desprovistos de trajes especiales. Su fauna había sido transfigurada: los cuadrúpedos se movían lentamente y los hombres eran una especie de reptiles, algunos armados con aguijones metálicos, cada vez más torpes en sus movimientos hasta que la mayoría parecían quedar en hibernación y muy pocos se movían. Se arrastraban como caracoles sobre sus vientres y avanzaban a paso de caracol hacia el río, dejando tras de sí regueros rojos. Los peces del río surgieron momentáneamente a la superficie, con una agilidad increíble, pero de repente dejaron de moverse y flotaron con las aletas inútiles oscilando en la corriente.

Cuando llegó la noche, el silencio era el de un mundo muerto y desierto.