No era culpa suya que nadie les hubiera dicho que la verdadera función de un ejército consiste en luchar y que el destino de un soldado, al que pocos escapan, es sufrir y, si es necesario, morir.
T. R. Fehrenbach, Esta clase de guerra
Dan Forrester parecía cansado. Estaba sentado en la silla de ruedas que el alcalde Seltz había traído del centro de convalecencia del valle, y trataba de vencer al sueño. Estaba bien abrigado, con una manta, un anorak con capucha, una camisa de franela y dos suéters, uno de los cuales era tres tallas más grande que la suya. Una bala del calibre veintidós no le hubiera llegado a la piel.
El corral carecía de calefacción. Fuera, el viento soplaba a cuarenta kilómetros por hora, y algunas ráfagas doblaban esa velocidad. Llevaba en su seno nieve y cellisca. La oscilante linterna de gasolina iluminaba un espacio circular, dejando sombras de negrura lunar en los rincones del corral.
Tres hombres y dos mujeres se turnaban para hacer girar el mezclador de cemento, mientras otros iban cargando en él el polvo con palas. Dos paladas de polvo rojo, una de polvo de aluminio, mientras el mezclador de cemento giraba. Cuando los polvos estaban bien mezclados, otros hombres los recogían y los introducían en latas y tarros, cerrándolos herméticamente con yeso blanco fundido.
Maureen Jellison entró quitándose la nieve del pelo. Se quedó un momento mirando desde la puerta, y luego se aproximó a la silla de ruedas de Forrester. Este no la vio, y ella le tocó el hombro.
—Dan. Doctor Forrester.
—¿Sí?
—¿Necesita algo? ¿Quiere café o té?
Él pensó lentamente en el ofrecimiento.
—No. No tomo café ni té. ¿Puede darme algo azucarado? Una coca-cola. O simplemente agua azucarada. Agua azucarada caliente.
—¿Está seguro?
—Sí, por favor. —Pensó que lo que necesitaba era insulina fresca. Allí nadie sabía prepararla. Si dispusiera de tiempo para ello, él mismo lo haría, pero primero… —Lo primero que debemos hacer es devolver a la fortaleza los beneficios de la civilización.
—¿Qué?
—Debí saber que me metería en una guerra —le dijo a Maureen—. Buscaba a los ricos. Los desposeídos estarían en algún lugar a su alrededor.
—Le traeré té —dijo Maureen. Se dirigió a los hombres que hacían girar el mezclador de cemento—. Harvey, papá quiere que vayas a la casa.
—De acuerdo. Brad, quédate con el doctor Forrester, y asegúrate…
—Ya sé —dijo Brad Wagoner—. Creo que debería dormir un poco.
—No puedo. —Forrester les había oído aunque estaba bastante alejado de ellos. Empezó a levantarse—. Ahora tengo que ir al otro corral.
—Diablos, quédese en la silla —gritó Wagoner—. Yo le empujaré.
Harvey siguió a Maureen fuera del corral. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, y caminaron un rato en silencio. Finalmente, él apretó el paso y se puso al lado de Maureen.
—Supongo que no hay nada de qué hablar —le dijo.
Ella meneó la cabeza.
—¿De veras estás enamorada de él?
Ella se volvió y le miró con una expresión extraña.
—No lo sé. Creo que papá quiere que lo esté. ¿No te parece irritante? ¡Todo por la política! Lo que papá quiere es la categoría de Johnny. Me parece que cree en Colorado Springs.
—Bueno, desde luego sería conveniente.
—¿Así lo crees, Harv? Mira, Johnny y yo nos acostábamos antes de que tú me conocieras, y no porque me lo ordenaran.
—¿Ah, sí? —Harvey sonrió de repente y ella no supo por qué, pero no iba a mencionarle la arenga de Christopher—. ¿Tengo una posibilidad?
—No me lo preguntes ahora. Espera a que regrese Johnny, hasta que todo esto haya terminado.
¿Pero cuándo terminaría? Harvey rechazó aquel pensamiento, pues sería muy fácil caer en la desesperación. Primero la caída del cometa y la muerte de Loretta. La huida de pesadilla, acurrucado en el vehículo, con el peso muerto de su yo herido. La lucha para estar en condiciones de enfrentarse al invierno. Los glaciares ya habían pasado por allí una vez. Cada pedrusco de aquel valle era un recordatorio. Sentía el impulso de clamar a los cielos: ¿No era suficiente? ¿No bastaba ya, sin necesidad de caníbales, gases tóxicos y bombas de termita?
—No has dicho que no —dijo a Maureen—. Lo tendré en cuenta.
Ella no respondió, lo cual también era alentador.
—Sé cómo debes sentirte.
—¿De veras? —le preguntó ella en tono amargo—. Soy el premio de un concurso. Siempre lo tomé a broma. La pobre muchacha rica… Pero ya nada es divertido.
Llegaron a la casa y entraron en ella. El senador Jellison y Al Hardy habían extendido mapas sobre el suelo de la sala de estar. Eileen Hamner sostenía más papeles, las eternas listas de Hardy.
—Pareces helado —dijo Jellison—. Hay algo caliente en el termo. Yo no lo llamaría té.
—Gracias.
Harvey se sirvió una taza. El brebaje olía a cerveza de raíces y hierba, y sabía de un modo muy parecido, pero estaba caliente y le reconfortó.
—¿Hay progresos? —preguntó Hardy.
—Hasta cierto punto. Vamos produciendo bombas de termita, pero hay que fabricar las espoletas. En el corral de Hal están preparando una cosa tremenda que según Forrester será gas mostaza, pero no está seguro de cuánto tiempo lleva completar la reacción. Lo prepara lentamente para no correr riesgos.
—Puede que lo necesitemos más rápidamente de lo que creemos —dijo Jellison.
Harvey alzó la vista.
—¿Qué ocurre?
—Hace una hora hemos recibido un mensaje por radio de la gente de Deke —dijo Jellison—. No pudimos descifrarlo. Alice recibió otro mensaje en lo alto del monte Turtle.
—¿Alice? —preguntó Harvey incrédulo—. ¿El monte Turtle?
—Está en el campo visual tanto de Deke como nuestro —explicó Al Hardy—. Y últimamente las comunicaciones son mejores. Es un lugar ideal.
—Pero Alice es una niña de doce años.
Harvey le dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Conoce a alguien que tenga más posibilidades de subir con un caballo a esa montaña, por la noche y con nieve?
Harvey empezó a decir que, naturalmente, debía haber alguien más apropiado, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Era cierto que Alice y su caballo podían hacer cosas inverosímiles. Pero no parecía correcto enviar a una niñita en medio de la nieve y la oscuridad. ¿Acaso la civilización no consistía en eso, en proteger a Alice Cox?
—Entretanto —prosiguió Harvey—. Hemos llamado algunos refuerzos, por si acaso. Están cargando su furgón.
—Pero… ¿qué cree que decía Deke? —preguntó Harvey.
—No es fácil saberlo. —Jellison parecía cansado, tanto como Forrester, y tenía su mismo color grisáceo. El tono de su voz era sombrío—. ¿Sabía que la Nueva Hermandad trató de atacar la central nuclear esta tarde?
—No.
Harvey se sintió aliviado. La central nuclear estaba a más de ochenta kilómetros de distancia. Habían atacado a Baker. Al alivio siguió un sentimiento de culpabilidad, pero lo reprimió porque la culpabilidad era lo último que necesitaba ahora.
—¿Qué sucede?
—Fueron en botes —dijo Al Hardy—. Exigieron la rendición, y cuando el alcalde Allen les dijo que se fueran al infierno…
—¿Qué? ¡Espere! ¿El alcalde Allen?
Hardy mostró su irritación por verse interrumpido.
—El alcalde Bentley Allen está al frente de la central nuclear de San Joaquín, pero no conozco los detalles. La cuestión, Randall, es que la Nueva Hermandad sólo disponía de unos doscientos hombres para atacar la central. Eran pocos, el ataque no tuvo éxito y no lo repitieron.
Harvey miró a Maureen, que estaba guardando el termo, la miel y el azúcar moreno en un maletín. Se había enterado de la lucha en la central nuclear, pero no había reaccionado como si hubiera podido perder a alguien allí.
—¿Ha habido bajas? —preguntó Harvey.
—Ligeras. Un muerto, un miembro de la policía del alcalde, y tres heridos, no sé de cuánta gravedad. Ninguno de ellos era de los nuestros.
—Humm. Buenas noticias de todas partes. Conocía a Bentley Allen —explicó Harvey—. Sabía que el día del desastre estaba en su puesto, en el centro de Los Angeles. ¡Es extraordinario que haya podido sobrevivir! Sin embargo es curioso cómo suponemos que todo el mundo que no está en la fortaleza debe haber muerto.
Al, Maureen y el senador le miraron seriamente.
—No, no es tan divertido —rectificó Harvey—. Así que doscientos tipos de la Nueva Hermandad han atacado la central nuclear. Eso significa… ¿Qué significa? —Harvey siguió aquel pensamiento hasta una conclusión que no le gustaba—. Pensaron que la central caería fácilmente y enviaron el grueso de su fuerza a algún otro lugar. ¿Aquí? Claro. ¿Dónde iba a ser? Antes de que podamos prepararnos.
Hardy asintió, apretando los labios, en un gesto de disgusto.
—Maldita sea, hicimos lo que pudimos.
—Yo estaba al mando —dijo Jellison.
—Sí, señor, pero yo debí haber pensado en esto. Sólo nos ocupamos de prepararnos para el invierno. Nunca tuvimos tiempo de pensar en la defensa.
—Sí que lo hicimos —dijo Harvey—, pero no podíamos esperar que todo un ejército apareciera por el valle de San Joaquín.
—¿Por qué no? —preguntó Hardy—. Yo debí haberlo supuesto. Pero no lo hice y ahora todos tenemos que pagar por mis errores.
—Mire —insistió Harvey—. Si no nos hubiera hecho trabajar para tener comida, no habría nada por lo que luchar. No tiene que…
El receptor de radio al lado de Eileen sonó en aquel momento. La voz juvenil y chillona de Alice Cox les llegó claramente. Se notaba que estaba asustada, pero todas sus palabras eran inteligibles.
—Senador, soy Alice.
—Adelante, Alice —dijo Eileen por el micrófono.
—El señor Wilson informa que están sufriendo un fuerte ataque —dijo Alice Cox—. Son muchos, centenares. El señor Wilson dice que son más de quinientos, y que no puede contenerles. Ahora está haciendo salir a sus hombres, y quiere instrucciones.
—Maldita sea —dijo Harvey Randall.
—Dígale que les daremos órdenes dentro de cinco minutos —ordenó el senador.
Eileen asintió.
—Alice, ¿pueden esperar cinco minutos?
—Creo que sí. Se lo diré al señor Wilson.
—No parece sorprendido —dijo Harvey—. ¿Ya lo sabía?
—¿Sorprendido? No. Había confiado en que la Nueva Hermandad esperaría hasta que se agotara su plazo, pero no me ha sorprendido que no lo hayan hecho.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Harvey.
Al Hardy se inclinó sobre los mapas.
—Lo hemos estado haciendo desde que recibimos su ultimátum. He hecho que todos los hombres no imprescindibles para el trabajo de Forrester excavaran en estas colinas. —Señaló las líneas trazadas a lápiz en el mapa—. El jefe de policía Hartman y los suyos han trabajado ahí estos dos últimos días. George Christopher no regresará antes de tres. Confiamos en que traerá refuerzos, pero no podemos contar con ello. Los hombres de Hartman están agotados y no se encuentran en condiciones para excavar. Supongo que las superarmas de Forrester no están terminadas.
—No —dijo Harvey—. Esperaba disponer de una semana más.
—No tendremos tanto tiempo —musitó Jellison.
Al Hardy asintió.
—Harvey, usted ha estado trabajando todo el día, pero no excavando ahí fuera como los hombres de Hartman. Y alguien tiene que ir para hacernos ganar algún tiempo.
Harvey había esperado aquello.
—Se refiere a mí. —Vio que Maureen se había detenido, con el maletín lleno de miel y hierbas en la mano. Cerró la puerta, sin salir, y se quedó mirando a los hombres—. Es hora de que me gane el sustento —añadió Harvey.
—Más o menos —dijo Jellison. Miró a Maureen—. ¿Era importante lo que tenías que decirle?
Ella asintió.
—Puedes hablar con él antes de que se marche, dentro de una hora.
—Gracias —dijo Maureen, abriendo la puerta—. Ten cuidado, Harvey. Por favor —añadió antes de salir.
—Le daré algunos hombres —dijo Al Hardy con su tono firme habitual; ahora que la decisión estaba tomada volvía a ser el funcionario eficiente. Harvey pensó que le gustaba más cuando parecía preocupado—. No son los mejores que tenemos. Me temo que aún son niños.
—Hombres sacrificables —dijo Harvey Randall en tono neutro.
—Si es preciso.
Harvey pensó que lo peor de todo era que resultaba lógico. No pueden destinarse los mejores hombres a ganar tiempo. Los mejores se dedican a las trincheras, y se envían fuera aquellos de los que se puede prescindir. ¡Hardy podía prescindir de él! Y la fortaleza también…
—No esperamos milagros —dijo el senador Jellison—. Pero es importante.
—Desde luego —dijo Harvey.
—Vaya en su furgón —dijo Hardy—. Dentro hemos instalado el transmisor de radio. Lleve también un camión cargado de equipo y haga que ganemos algún tiempo. Días, a ser posible, o al menos horas. Como ha dicho el senador, no esperamos milagros. La gente de Deke se retirará luchando. Volarán los puentes y quemarán todo cuanto puedan en su camino. Vaya a encontrarse con ellos. Lleve sierras de cadena, dinamita y el torno en el furgón, para destrozar la carretera.
—Haga que tengan que ir a pie —dijo Jellison—. Que la Nueva Hermandad no pueda usar vehículos. Destroce esas carreteras. Eso nos dará un día de margen, tal vez más.
—¿Y cuánto tiempo estaré fuera? —preguntó Harvey.
Jellison se echó a reír.
—No puedo pedirle que se quede sentado por ahí hasta que le maten. Tal vez lo hiciera, si creyese que usted lo aceptaría… No importa. Deje pasar a la gente de Deke, luego vuelva a casa, y tarde tanto como puede en regresar. A menos que usted tenga una idea mejor.
Harvey meneó la cabeza. Ya había intentado pensar algo mejor.
—¿Lo hará? —preguntó Hardy abruptamente, como si tratara de descubrir si Harvey mentía.
—Sí —respondió Harvey en tono irritado.
—Muy bien —dijo Hardy—. Eileen, envía el mensaje a Deke. Está en marcha la operación tierra calcinada.
Las fuerzas de Randall consistían en una docena de muchachos, el mayor de los cuales tendría diecisiete años, dos muchachas, Harvey Randall y Marie Vanee.
—¿Qué diablos haces aquí? —le preguntó Harvey a Marie.
Ella se encogió de hombros.
—En estos momentos no necesitan una cocinera. —Estaba equipada para ir de excursión, con botas, gorro con orejeras y varias prendas de abrigo todas cubiertas por una chaqueta llena de bolsillos. Llevaba un rifle con mira telescópica—. He practicado un poco la caza del zorro, y puedo conducir, ya lo sabes.
Harvey miró el resto del grupo y trató de ocultar su decepción. Sólo conocía a algunos de ellos. Tommy Tallifsen, de diecisiete años, sería su segundo. No podía imaginar cuál sería la graduación de Marie.
—Tommy, tú conducirás la camioneta.
—De acuerdo, señor Randall. Barbara Ann vendrá conmigo, si no le importa.
Señaló a una muchacha que no tendría más de quince años.
—De acuerdo —dijo Harvey—. Bien, todos listos para partir. —Regresó al porche—. Por Dios, Al, son todos unos críos.
Hardy le miró entre decepcionado y disgustado. No le gustaba que pusieran reparos a sus decisiones.
—Es lo que tenemos. Mira, son muchachos granjeros. Saben disparar, y la mayoría de ellos han manejado dinamita antes. Además, conocen estas colinas muy bien. No los subestimes.
Harvey meneó la cabeza.
—Piensa que morirían si la Nueva Hermandad nos invadiera. Y Marie, tú, yo. ¡Diablos, no vas a luchar!
—No, con sólo cuatro escopetas sería imposible.
—No podemos prescindir de más armas. Y esos muchachos son los únicos disponibles. Anda, ve a trabajar. Estás perdiendo el tiempo.
Harvey hizo un gesto con la cabeza y dio media vuelta. Tal vez los jóvenes campesinos eran diferentes. Sería agradable creer… porque había visto demasiados chicos de ciudad, mayores que aquellos, en Vietnam, chicos que acababan de salir del campamento de instrucción, que no sabían luchar y estaban aterrados constantemente. Harvey había hecho un reportaje sobre ellos, pero el Ejército nunca había permitido su difusión.
Se dijo que no iban a luchar. Tal vez todo saldría bien.
Se detuvieron en el pueblo y cargaron material en el camión y en la baca del furgón. Dinamita, sierras de cadena, gasolina, picos y palas y un bidón de aceite para los motores. Cuando todo estuvo cargado, Harvey cedió el volante a Mane. Él se acomodó en el asiento trasero, y dejó que uno de los muchachos se sentara delante con el mapa. Avanzaron por la carretera, alejándose del valle.
Harvey intentó hacer hablar a los muchachos, para conocerles, pero ellos no se mostraron muy cooperadores. Respondían cortésmente a las preguntas, pero permanecían ensimismados en sus pensamientos. Al cabo de algún tiempo, Harvey se reclinó en su asiento y procuró descansar. Pero aquello le recordó penosamente la última vez que había viajado con Mane en el furgón, y se irguió en el asiento.
Estaban abandonando el valle, y Harvey se sentía como desnudo, vulnerable. Había sufrido mucho, con Mark, Joanna y Marie, para llegar hasta allí. Se preguntó qué pensarían los muchachos. Y la chica, Marylou, cuyo apellido no podía recordar. Su padre era el farmacéutico del pueblo, pero ella nunca se había interesado por el negocio. De momento sólo parecía interesada por el muchacho a cuyo lado se sentaba. Harvey recordó que se llamaba Bill. Bill y Marylou habían conseguido una especie de beca para la universidad de Santa Cruz. A los demás les parecía extravagante que quisieran irse a estudiar tan lejos.
Marie condujo por los cerros en cuyo extremo finalizaba el valle. Harvey nunca había estado allí. En lo alto de los cerros se veían luces en movimiento. Eran los hombres del jefe de policía Hartman, que estaban cavando trincheras y todavía trabajaban a media noche a pesar del viento helado. Al pie del cerro, en la barricada de la carretera había un solo guardián acurrucado en el pequeño refugio.
En cuanto salieron del valle Harvey sintió que penetraban en el caos universal dejado por el cometa. Daba miedo seguir adelante. Harvey permaneció silencioso, conteniendo sus deseos de gritarle a Marie que diera media vuelta y regresaran a la seguridad. Se preguntó si los demás sentían lo mismo. Era mejor no hacer preguntas, que todos creyeran que nadie más estaba asustado, y así nadie huiría. El silencio no era natural.
La carretera estaba interrumpida en algunos tramos, pero los vehículos habían abierto caminos alrededor de la calzada rota. Harvey observaba lugares donde la carretera podría estar fácilmente bloqueada, y los señalaba a los demás ocupantes del vehículo. No podía ver mucho a través de la cellisca intermitente y la intensa oscuridad exterior. El mapa mostraba que estaban en otro valle, con una serie de cerros hacia el sur mucho más bajos que los que rodeaban la fortaleza.
Aquel sería el campo de batalla. Por abajo pasaba un afluente del río Tule, la principal línea defensiva de la fortaleza. Más allá se extendía un territorio que Hardy no podría defender. Dentro de pocos días, quizá sólo dentro de unas horas, el valle por el que avanzaban será escenario de matanzas, un lugar de combate.
Harvey trató de imaginárselo. Un ruido incesante, el tartamudeo de las ametralladoras, los estampidos de los rifles, las bombas de dinamita y los morteros. Y por encima de todo los gritos de los heridos y moribundos. Allí no habría helicópteros ni hospitales de campaña. En Vietnam a menudo los heridos eran trasladados a los hospitales con mayor rapidez que a los heridos en un accidente de tráfico en la vida civil. Aquí tendrían que correr sus riesgos.
Pero él no. ¿Quién dijo que «un ejército racional echaría a correr»? Pero correr, ¿hacia dónde?
A la Sierra. Podría ir en busca de Gordie y Andy. Volver con su hijo. Un hombre se debe ante todo a sus hijos… «¡Basta!, se dijo. Actúa como un hombre».
¿Acaso actuar como un hombre significa permanecer sentado tranquilamente mientras le llevan a uno al matadero?
Sí, algunas veces. Esta vez. Se propuso pensar en otras cosas. En Maureen. ¿Tenía una posibilidad? Tampoco esa clase de pensamientos era satisfactoria. Se preguntó por qué le interesaba tanto Maureen. Apenas la conocía. Habían pasado una tarde juntos, y parecía que eso había sido mucho tiempo antes, e hicieron el amor. Y después lo repitieron tres veces más, furtivamente. No era mucho para pensar en una vida en común. ¿Le interesaba porque era una promesa de seguridad, poder e influencia? No lo creía, estaba seguro de que había algo más, pero objetivamente no podía encontrar motivos. ¿La fidelidad? Fidelidad a la mujer con la que había tenido una relación adúltera; en cierto modo, una especie de fidelidad a Loretta. Aquello no le llevaba a ninguna parte.
Algunas luces eran visibles en la oscuridad; granjas diseminadas por el campo de batalla, lugares aún no abandonados. A Harvey no le concernían. Se suponía que sus ocupantes ya sabían lo que ocurría. Siguieron avanzando en silencio hasta llegar a la confluencia meridional del río Tule. Cruzaron el río. Ya no había posibilidad de retorno. Estaban más allá de las defensas de la fortaleza, más allá de toda ayuda. Harvey notó la tensión entre los ocupantes del vehículo, y sintió que aquello le consolaba de una manera extraña. Todos tenían miedo, pero nadie lo decía.
Giraron al sur y pasaron entre unos cerros que se abrían a otro valle. La tierra parecía más nivelada y lisa a ambos lados de la carretera. Harvey se detuvo y colocó minas de fabricación casera: botes con clavos y vidrios rotos envueltos en dinamita y percutores; cartuchos de escopeta apuntados hacia arriba y escondidos en una tabla de madera agujereada.
Marie le observó perpleja.
—¿Cómo harás para que no pasen por aquí? —le preguntó.
—Para eso está el aceite de motor. —Bajaron el pesado barril y lo dejaron a un lado de la carretera—. Una vez hayamos pasado, agujerearemos el barril a tiros. Cuando el aceite cubra la carretera nadie podrá andar por ella, ni pasar en coche.
Siguieron avanzando por colinas y valles, a través de un paisaje ondulado. A quince kilómetros de la fortaleza pasaron junto al primer camión de Deke Wilson. Iba lleno de mujeres, niños y hombres heridos, enseres domésticos y víveres. Encima y a los lados de la caja del camión había cestos atados y cargados de cosas, ollas y sartenes, muebles inútiles, alimentos y fertilizantes, y preciosas municiones.
La caja estaba cubierta por un toldo, bajo el que se acurrucaba más gente junto con más cosas, sábanas, mantas, una jaula sin pájaro. Patéticas posesiones, pero todo lo que tenía aquella gente.
Unos kilómetros más allá encontraron más camiones, y luego dos coches. El conductor del último no sabía si les seguía alguno más. Cruzaron un amplio arroyo, y Harvey se detuvo y colocó dinamita, dejando las mechas señaladas con piedras, para que cualquiera de su grupo pudiera descubrirlas y volar el puente.
El cielo estaba teñido de un débil color rojo hacia el este, cuando llegaron a la cima de la última colina antes de llegar a los pequeños cerros ondulantes donde se encontraba la granja de Deke Wilson. Se acercaron cautelosamente, temiendo que la Nueva Hermandad hubiera llegado más lejos que la gente de Deke e interceptado la carretera. Se detuvieron a escuchar. A lo lejos se oían estampidos dispersos.
—Bien —dijo Harvey—. Vamos a trabajar.
Cortaron árboles y construyeron un laberinto en la carretera, un sistema de árboles caídos entre los que podría pasar un camión, pero sólo lentamente, deteniéndose para hacer marcha atrás y girando cuidadosamente. Prepararon bombas de dinamita y las colocaron en lugares convenientes para arrojarlas a la carretera. Luego Harvey envió a la mitad de los muchachos a los lados y al resto colina abajo. Cortaron árboles en parte, de manera que pudieran derribarse con facilidad. Los demás se alinearon a los lados, y Harvey pudo oír el ruido de las sierras de cadena y a veces el fragor de medio cartucho de dinamita.
El color rojo tras la Sierra Alta era más intenso cuando regresaron los grupos de trabajo.
—Sólo hay que cortar un par de árboles más y colocar una carga para que la carretera quede bloqueada durante horas —informó Bill—. No costará demasiado.
—Creo que deberíamos hacerlo ahora —dijo alguien.
Bill miró a su alrededor y luego de nuevo a Randall.
—¿No deberíamos esperar al camión del señor Wilson?
—Sí, esperemos —dijo Marie—. Sería terrible que impidiéramos pasar a nuestra propia gente.
—Claro —convino Harvey—. El laberinto detendrá a los de la Hermandad si llegan primero. Descansemos un poco.
—Los tiros se oyen más cercanos —dijo uno de los muchachos.
Harvey asintió.
—Eso parece, aunque es difícil asegurarlo.
—Ha llegado oficialmente el alba —anunció Marie—, según la definición musulmana. Cuando puedes distinguir un hilo blanco de otro negro. Lo dice el Corán. —Se quedó silenciosa, escuchando, y al cabo de un momento dijo—: Alguien se acerca. Oigo el ruido de un motor.
Harvey sacó un silbato del bolsillo y lo hizo sonar. Gritó a los muchachos más próximos para que se desparramaran y salieran de la carretera. Esperaron mientras los ruidos del camión se aproximaban. El vehículo salió de la curva y se detuvo con un chirrido de frenos poco antes de llegar al primer árbol. Era un camión grande, todavía un objeto amorfo bajo la luz gris.
—¿Quién está ahí? —gritó Harvey.
—¿Quién es usted?
—Bajen del camión. Pónganse a la vista.
Alguien saltó de la caja del camión y permaneció de pie en la carretera.
—Somos gente de Deke Wilson —gritó—. ¿Quién está ahí?
—Nosotros somos de la fortaleza.
Harvey empezó a andar hacia el camión. Uno de los muchachos estaba mucho más cerca. Se encaramó a la cabina y miró al interior. Entonces retrocedió rápidamente.
—No es…
No pudo terminar la frase. Se oyeron disparos de pistola y el muchacho quedó tendido en el suelo. Algo golpeó a Harvey en el hombro izquierdo y le derribó hacia atrás. Hubo más disparos. Varios hombres saltaron del camión.
Marie Vanee fue la primera en disparar. Surgieron más disparos desde los lados de la carretera y las rocas de encima. Harvey se esforzó para encontrar su rifle. Lo había dejado caer, y palpaba el suelo a su alrededor.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó alguien.
Un objeto chisporroteante aterrizó delante del camión y rodó hasta quedar debajo. Nada sucedió durante una eternidad, y se oyeron más disparos. Luego estalló la dinamita. El camión se levantó ligeramente, el olor de la gasolina impregnó el aire, y al final estalló en una columna de fuego. Las llamas danzaron en el aire, y Harvey pudo notar su calor en el rostro. Pudo ver formas humanas en el fuego. Hombres y mujeres envueltos en llamas que gritaban y se agitaban. Hubo más disparos.
—Basta. Alto el fuego. Estáis desperdiciando munición. —Marie Vanee corrió hacia el camión en llamas—. ¡Basta!
Cesó el tiroteo y no se oyó más sonido que el crepitar de las llamas.
Harvey encontró al fin su rifle. El hombro izquierdo le temblaba y temía mirar, pero se obligó a hacerlo, esperando ver un agujero sanguinolento. Pero no había nada. Lo tocó y sintió dolor, y cuando se abrió la chaqueta descubrió un gran morado. Pensó que había sido una bala rebotada, a la que había detenido la gruesa chaqueta. Se levantó y bajó a la carretera.
La muchacha, Marylou, trataba de acercarse más al fuego, y dos muchachos la sujetaban para que no lo hiciera. No decía nada, sólo luchaba para liberarse de ellos, mirando fijamente el camión en llamas y los cuerpos tendidos cerca.
—Estaba muerto cuando cayó al suelo —le gritó uno de los muchachos—. Muerto, maldita sea. No puedes hacer nada.
Ahora parecían aturdidos, mientras contemplaban los cadáveres y el fuego.
—¿Quién era? —preguntó Harvey, señalando al muchacho muerto cerca de la cabina del camión. El chico yacía boca abajo y tenía la espalda en llamas.
—Bill Dummery —dijo Tommy Tallifsen—. ¿No deberíamos…? ¿Qué hacemos, señor Randall?
—¿Sabéis dónde colocó Bill las cargas?
—Sí.
—Vamos allá. Las encenderemos.
Bajaron por la falda de la colina. La visibilidad aumentaba con rapidez. A unos doscientos metros encontraron una roca que sobresalía sobre la carretera. Tommy la señaló. Cuando Harvey se agachó para encender la mecha, Tommy le tocó el hombro.
—Viene otro camión —le dijo.
—Oh, mierda. —Harvey buscó la mecha de nuevo. Tommy no dijo nada. Finalmente Harvey se levantó—. Estallará antes de que lleguen aquí. Vuelve a la colina y avisa a los demás. De todos modos no podrán pasar con ese camión ardiendo en medio. No te acerques hasta saber quién es.
—De acuerdo.
Harvey esperó, maldiciéndose a sí mismo, a Deke Wilson, a la Nueva Hermandad, a Bill Dummery, con una beca para Santa Cruz y a una muchacha llamada Marylou. Había sido culpa suya.
El camión ascendió por la colina. Iba cargado de gente, sin enseres domésticos. En una baca encima de la cabina, dos niños con abultados impermeables se agachaban para protegerse del viento. Cuando el camión se aproximó Harvey reconoció al hombre que iba de pie en la caja, al lado de la cabina. Era uno de los granjeros que había ido con Wilson a la fortaleza, un tal Vinge.
Los ocupantes del camión eran mujeres, niños y hombres con vendajes sanguinolentos. Algunos yacían en la caja del camión, y permanecían inmóviles mientras el vehículo sobrecargado cambiaba de marcha y subía por la ladera. Harvey dejó que pasaran y entonces encendió la mecha. Echó a correr. La dinamita estalló detrás de él, pero la roca no cayó a la carretera.
El camión se detuvo en el laberinto de troncos. No había duda de quiénes iban en él. Los muchachos salieron de sus escondrijos. Vinge saltó de la cabina. Parecía cansado, pero no estaba herido.
—¡Teníais que bloquear la maldita carretera después de que pasáramos! —gritó.
—¡Vete al diablo! —exclamó Harvey airado. Intentó dominarse. El camión estaba lleno de heridos, mujeres y niños, y todos ellos parecían medio muertos de agotamiento. Harvey, apenado, meneó la cabeza y llamó a Marie Vanee—: ¡Trae el furgón! Tendremos que usar el torno para abrirles paso.
Tardaron media hora en serrar dos troncos y apartarlos del camino para que el camión pudiera pasar. Mientras trabajaban, Harvey envió a Tommy Tallifsen para que tratara de nuevo de mover la roca. Al ritmo con que la estaban usando, agotarían allí mismo la dinamita, cuando quedaban aún muchos kilómetros de carretera por bloquear. Esta vez la roca rodó. Formó un obstáculo formidable, sin ningún acceso fácil a su alrededor. Otros muchachos con las sierras de cadena derribaron más árboles sobre la carretera.
—Ya está —gritó uno de los muchachos—. Podéis seguir.
Vinge se acercó a la cabina del camión, en la que se hacinaban cuatro personas. El conductor era un adolescente que no tendría más de catorce años, apenas lo bastante corpulento para llegar a los pedales.
—Cuida de tu madre —le gritó el granjero.
—Sí, señor —respondió el muchacho.
—En marcha —dijo el granjero—. Y… —Meneó la cabeza—. Adelante.
—Adiós, papá.
El camión empezó a deslizarse.
El granjero volvió al lado de Harvey Randall.
—Me llamo Jacob Vinge —le dijo—. Vamos a trabajar. No vendrá ninguno más de nuestra zona.
El fragor de la batalla se oía mucho más cercano. Harvey podía ver el otro lado de las colinas y el mar de San Joaquín. Había columnas de humo que señalaban las granjas en llamas, y los continuos estampidos de pequeñas armas de fuego. Producía una impresión extraña saber que hombres y mujeres luchaban y morían a menos de dos kilómetros de distancia y, no obstante, no ver nada. De repente se oyó la voz de uno de los muchachos:
—Hay gente corriendo.
Los hombres se desparramaban por la colina a menos de un kilómetro de distancia. Corrían vacilantes, sin ningún orden, y pocos iban armados. Harvey pensó que huían aterrorizados. No era una retirada con lucha, sino una huida.
Bajaban al valle y se dirigían a la colina que ocupaban las fuerzas de Randall.
Una camioneta apareció en lo alto del cerro siguiente. Se detuvo y varios hombres bajaron de ella. Harvey se sobresaltó al ver más hombres a pie a cada lado. Habían llegado tan cautelosamente que no los había visto acercarse. Hicieron gestos a los de la camioneta, y un hombre que iba en la caja se levantó y, apoyándose en la cabina, exploró el terreno con unos prismáticos. Avanzaron tras los hombres que huían colina arriba, hacia Harvey, se detuvieron un momento y luego pasaron a la carretera y examinaron con cuidado cada uno de los bloqueos de Harvey. Ahora el enemigo tenía rostro y, a su vez, conocía el rostro de Harvey Randall.
En menos de cinco minutos el valle y los cerros aparecieron llenos de hombres armados que avanzaban cautelosamente, extendiéndose a cada lado. Se acercaban a Harvey.
Los fugitivos subieron penosamente la colina y pasaron junto a los hombres y los camiones de Harvey. Jadeaban como si se encontraran en la fase final de una pulmonía. Iban desarmados y en sus ojos muy abiertos se reflejaba el terror.
—¡Alto! —gritó Harvey—. ¡Quedaos y luchad! ¡Ayudadnos!
Ellos siguieron huyendo, como si no le oyeran. Uno de los muchachos de Harvey se levantó, miró atrás y vio el avance cauteloso e inexorable de la línea enemiga. Presa del pánico, echó a correr para unirse a los fugitivos. Harvey le gritó, pero el muchacho siguió corriendo.
—Menos mal que los demás se han quedado —dijo Jacob Vinge—. Yo… Diablos, también quisiera echar a correr.
—Lo mismo que yo.
Las cosas no salían según lo planeado. La Nueva Hermandad no ascendía la colina para limpiar la carretera, sino que se desplegaban en abanico a ambos lados, y Harvey no tenía suficientes hombres para defender su posición. Confiaba en retrasarlos más, pero era evidente que no lo conseguiría. Si no se marchaba en seguida, les cortarían el paso.
—Tenemos que marcharnos.
Sacó el silbato y lo hizo sonar con fuerza. Los hombres que avanzaban abajo apretaron el paso.
Harvey hizo señas para que los muchachos fueran al furgón y el camión. Jacob Vinge ocupó el lugar de Bill. Dio órdenes para que el camión se pusiera en marcha, pero luego vaciló.
—Vamos, les mandaremos un poco de plomo…
—No servirá de nada —dijo Marie Vanee—. Están demasiado bien cubiertos y no les vemos bien. Nos atraparían antes de que alcanzáramos a ninguno de ellos.
—¿Cómo sabes tanto de estrategia? —le preguntó Harvey.
—Me gustan las películas de guerra. ¡Salgamos de aquí!
—De acuerdo.
Harvey hizo girar el furgón y avanzó colina abajo, hacia el valle siguiente. El camión se detuvo para permitir que subieran los hombres que corrían.
—Pobres desgraciados —dijo Marie.
—Resistimos todo un día —dijo Vinge—, pero no pudimos con ellos. Fue como en esa colina: se extendieron y nos rodearon. Si llegan a sorprendernos por detrás, estamos muertos. No queda más remedio que huir. Al cabo de algún tiempo puede convertirse en un hábito.
—Es cierto.
Hábito o no, pensó Harvey, huían como conejos, no como hombres.
La carretera les llevó hasta un arroyo crecido por la lluvia que había desatado el impacto del cometa. Las partes bajas del valle estaban cubiertas de espeso barro. Harvey se detuvo en el extremo del pequeño puente que cruzaba el arroyo, y bajó del vehículo para encender los cartuchos de dinamita que ya estaban colocados.
—¡Ahí están! —gritó uno de los muchachos.
Harvey dirigió la mirada a lo alto de la colina. Un centenar o más de hombres armados bajaban a toda velocidad la colina. Se oyó el tableteo de una ametralladora, y la hierba se agitó no lejos de Harvey.
—¡Terminad rápido! —gritó Vinge—. ¡Nos están disparando!
A pesar de la distancia, aquel ruido era familiar. Harvey lo recordaba de Vietnam. Era una ametralladora pesada. No tardarían en tener a tiro a Harvey y el furgón, y no habría salvación posible. Harvey accionó su encendedor de mecha y lo bendijo cuando prendió a la primera, aunque no estaba cargado con su combustible habitual. La mecha chisporroteó, y Harvey corrió hacia el furgón. Marie se había puesto al volante y el vehículo ya estaba en marcha. Harvey lo alcanzó y los que estaban arriba le cogieron las manos y le ayudaron a entrar. La ametralladora tableteó de nuevo y Harvey oyó el silbido de las balas cerca de su oreja.
—¡Maldita sea! —gritó.
—Disparan muy bien —dijo Vinge.
La dinamita estalló y el puente quedó en ruinas, pero no del todo. Harvey vio que quedaba todavía una porción en pie, lo bastante ancha para pasar andando. No costaría mucho destruirla, pero desde luego no iba a volver atrás para hacerlo. Siguieron adelante, hacia la cumbre de la próxima colina, y bajaron de los vehículos, buscando más árboles que derribar, rocas para dinamitarlas sobre la carretera, cualquier cosa que pudiera detener al enemigo.
Las tropas de la Nueva Hermandad entraron en el valle, unos a pie, otros, hasta una docena, en moto. Llegaron al puente derribado y se detuvieron. Luego algunos se metieron en el arroyo y lo vadearon. Otros se extendieron por las orillas y encontraron nuevos lugares por donde cruzar. Al cabo de cinco minutos cien hombres habían cruzado el obstáculo y avanzaban rápidamente hacia el grupo de Harvey.
—Dios mío, es como contemplar la subida de la marea —comentó Harvey.
Jacob Vinge no dijo nada. Siguió cavando bajo una roca para hacer un hoyo que albergara la dinamita. Por encima de ellos un árbol cayó sobre la carretera, y los muchachos fueron a por otro.
Desde el valle, delante de ellos, les llegó un ruido de motores. Dos motocicletas pasaban cautelosamente por los estrechos restos del puente. Otros dos hombres subieron a las motos, y avanzaron hacia la posición de Harvey.
Marie Vanee se quitó el rifle del hombro.
—Seguid cavando —dijo.
Se sentó y apoyó el rifle en una gran roca. Luego aplicó el ojo a la mira telescópica. Esperó a que las motos estuvieran bastante cerca antes de disparar. No ocurrió nada. Corrió el cerrojo y apuntó de nuevo. Disparó una y otra vez. Al tercer disparo la motocicleta delantera se bamboleó y cayó en la cuneta. Uno de sus ocupantes se levantó. Marie apuntó de nuevo, pero la otra moto se apartó de la carretera y los motociclistas corrieron a ponerse a cubierto. Esperaron a que llegara el grueso de las fuerzas. Estas se acercaban con rapidez, y Marie cambió el punto de mira y disparó para detener el avance.
De nuevo el centro de la línea de atacantes redujo su avance, mientras los demás se extendían a cada lado, desplegándose mucho más allá de cualquier punto que Harvey pudiera defender.
—Terminad de una vez —exclamó Harvey—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Nadie puso inconvenientes. Vinge colocó dos cartuchos de dinamita en el hoyo debajo de la piedra y los selló con barro.
—¡Mirad! —gritó Barbara Ann, la amiga de Tommy Tallifsen. Horrorizada, señaló la colina opuesta, donde habían estado al alba, bloqueando la carretera.
Un camión apareció en lo alto de la colina. Empezó a descender por la otra ladera, seguido de otro y otro más. Cuando los camiones llegaron al puente derribado, saltaron de ellos varios hombres con vigas y planchas de acero. Más camiones aparecieron en lo alto de la colina.
Harvey consultó su reloj. Habían retrasado los camiones enemigos en treinta y ocho minutos.