LA EXPEDICIÓN

El mundo debe llegar a su fin esta noche,

y el Hombre se perderá de vista, Pero de vez en cuando anhelaremos

las cosas que hemos dejado atrás…

Balada europea, 1000 d. C.

Tim Hamner terminó su cena mientras Eileen llenaba una mochila con prendas de vestir. Soplaba un fuerte viento frío procedente de la Sierra, un viento cargado de cellisca que se abatía contra la cabaña, pero no encontraba ningún resquicio por donde colarse. La pequeña lámpara de keroseno de Eileen emitía un resplandor cálido, y la estufa mantenía la cocina caliente y seca. Por el momento, Tim se sentía tranquilo. Miraba la abertura de ventilación de la estufa, donde diminutas llamas azuladas se retorcían y elevaban.

—Es mejor que molestes al tigre en su madriguera —dijo como si hablara consigo mismo.

Eileen alzó la vista.

—¿Cómo?

—Es la introducción de un relato de ciencia ficción escrito por Gordon Dickson. No sé si es una cita real o se la inventó Dickson. Dice: «Es mejor que molestes al tigre en su madriguera antes que al sabio entre sus libros, pues para ti los reinos y sus ejércitos son objetos poderosos y duraderos, más para él no son sino juguetes del momento, que serán derribados sólo con el movimiento de un dedo».

—¿Puede hacerlo de veras? —preguntó Eileen.

—¿Forrester? Es un mago. Si Forrester dice que puede fabricar napalm, bombas y gas mostaza, es que puede hacerlo. —Tim suspiró—. Ojalá no tuviéramos que hacerlo. Me educaron para que odiara el gas venenoso. Naturalmente, no creo que importe si se trata de gas o de una bala. Un muerto es un muerto.

Cogió su rifle y un trapo grasiento de una bolsa sobre la mesa y empezó a limpiar el cañón.

—¿Es preciso que vayas? —inquirió Eileen.

—Convinimos en que no hablaríamos de esto —dijo Tim.

—No me importa lo que convinimos. No quiero que vayas. Yo…

—A mí tampoco me gusta mucho la idea —confesó Tim—. Pero ¿qué podemos hacer? Forrester insistió. Él se quedará aquí y construirá armas terribles para defender la fortaleza si enviamos refuerzos a la central nuclear. —Tim movió la cabeza, con un gesto admirativo—. Es el único hombre en el mundo que ha podido chantajear al senador y a George Christopher. No parecía tener tanto aplomo, con todas esas excusas y parpadeos, pero estoy seguro de que no pensaba decir una palabra más sobre armas hasta que ellos accedieran a sus peticiones.

—¿Pero por qué has de ir tú? —insistió Eileen. Metió un par de calcetines recién tejidos, confeccionados con pelo de perro.

—¿Para que más puedo servir? Tú lo sabes muy bien, pues ayudaste a Hardy a preparar los programas de trabajo. No sé nada de cultivos y no soy tan buen mecánico como Brad, no monto bien a caballo y no puedo ir con el grupo de Christopher… Podría formar parte del escuadrón suicida. Es lo único que queda.

—Oh, no hables así.

Eileen dejó su tarea y se acercó a su lado. Tim le dio unas palmaditas en el vientre.

—No te preocupes. Volveré, nadando si es preciso, o repitiendo el numerito del coche que avanza por el agua. Quiero ver a nuestro niño o niña. ¿O serán mellizos? Ya tienes un poco el aspecto de un signo de interrogación.

Se dio cuenta de que hablaba por hablar y que se notaba el miedo bajo aquella cháchara.

—Tim…

—No lo hagas más difícil, Eileen.

—No. Ya está todo preparado.

Tim oprimió el botón de su reloj.

—Aún queda una hora para la partida —dijo. Se levantó y tomó a Eileen de un brazo—. Te cogí.

—Tim…

—¿Sí?

—¿Has hecho la reserva en el Savoy?

—Todo estaba reservado. Encontré un sitio más cerca.

—Estupendo.

Eran doce hombres, al mando de Johnny Baker. Tres de ellos eran rancheros de Deke Wilson. También estaba Jack Ross, cuñado de Christopher. A Tim no le sorprendió ver a Mark Czescu y Hugo Beck entre los voluntarios. Reconoció a la mayor parte de los otros como rancheros del valle, pero uno de los hombres, de edad mediana y que vestía unas ropas demasiado grandes para su talla, era desconocido. Tim se acercó a él y se presentó.

—Me llamo Jason Gillcuddy —dijo el hombre—. Vi sus programas de televisión. Encantado de conocerle.

—Gillcuddy. Ese nombre me suena. ¿Dónde lo habré oído?

Jason sonrió.

—Tal vez por mis libros. Es lo más probable. Harry y yo estamos casados los dos con Donna… Donna Adams. Su madre armó un escándalo por eso.

—Oh. —Tim siguió la mirada de Gillcuddy y vio a una muchacha esbelta, rubia, que no tendría veinte años, al lado de Eileen. Colocó la mochila en el camión y se puso el rifle al hombro—. ¿Cuánto falta para salir? —preguntó al escritor.

—Están esperando algo —dijo Jason—. No sé qué será. No hace falta que nos quedemos aquí. Hasta luego.

Jason se dirigió hacia Harry y la muchacha. Esta abrazó a Gillcuddy mientras Harry los miraba.

Tim se preguntó qué pensaría Hardy de aquello. Le gustaban las cosas claras. ¿Y qué vínculo tenían Jason y Harry? ¿Seguían siendo cuñados aunque los dos fueran maridos de la misma mujer? Sin duda era un arreglo conveniente, pues Harry se pasaba semanas enteras fuera del rancho, en expediciones de vigilancia, y alguien tenía que cuidar del rancho Chicken mientras Harry estaba ausente. Tim encontró a Eileen con Maureen Jellison.

—Parece que mi cometa está alterando las normas convencionales —dijo inclinando la cabeza en dirección a Harry, Jason y Donna.

Eileen le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Hola, Maureen —saludó Tim—. ¿Dónde está el general Baker?

—Saldrá dentro de un momento.

Eileen, Maureen y Donna tenían las tres el mismo aspecto. Tim sintió un impulso de reír, pero se contuvo. Se parecían exactamente a las mujeres de las películas de John Wayne, cuando los soldados de caballería estaban a punto de cruzar las puertas del fuerte. ¿Habrían ellas visto las películas o John Ford supo captar la realidad?

Se acercó un pequeño camión del que bajaron dos rancheros. El jefe de policía Hartman bajó de la cabina.

—Cuidado con eso —dijo a los rancheros. Miró a su alrededor y se acercó a Tim y Maureen—. ¿Dónde está el general? —preguntó.

—Dentro.

—Bueno, de todos modos será mejor que lo sepa más de uno. Venga a ver, señor Hamner. Hemos traído su equipo de radio. —Señaló las cajas que los rancheros estaban cargando en el camión—. Funciona con una batería de coche. Esa otra caja contiene una antena direccional. Se coloca en el lugar más alto que pueda encontrar, dirigiéndola hacia nosotros. Desde la central nuclear son veinte grados magnéticos. Es posible que podamos oírle, aunque nadie podría asegurarlo. Estaremos a la escucha cinco minutos antes y cinco después de cada hora. Es el canal trece. Y tenga en cuenta que la Nueva Hermandad puede escucharle también. ¿Está claro?

—Sí. —Tim repitió las instrucciones.

Johnny Baker salió de la casa. Llevaba un rifle y tenía una pistola al cinto. Maureen se acercó a él y le abrazó.

Todos tenían semblantes sombríos. Tim decidió que parecer despreocupado era un esfuerzo inútil. Mark Czescu parecía indecentemente alegre, pero aquella alegría armonizaba con su forma de ser. Tim le había oído preguntar a Harry, el cartero, con toda inocencia, si debían llamar a aquello la «Guerra del camión de Harry». Mark no sabía por qué luchaban, ni le importaba.

Hugo Beck estaba más sombrío que el resto. Si los Angeles capturaban al apóstata tendría razón… pero tal vez tenía razón ahora. Nadie se acercaba a él. Se sentía como un pobre paria.

—¿A qué diablos esperamos? —preguntó Jack Ross. Tenía la envergadura de un Christopher, y era un hombre macizo y colérico. Le faltaban tres dedos de la mano izquierda y tenía una cicatriz que le llegaba hasta el codo, debido a un accidente con la máquina segadora. Su fino bigote rubio apenas era visible.

—A los exploradores —dijo Baker—. No pueden tardar.

Rick Delanty parecía de malhumor. Se acercó a Baker, ignorando a los que rodeaban a este.

—Johnny, quiero ir contigo.

—No.

—Maldita sea…

—Ya te lo he explicado —dijo Baker. Apartó a Delanty a un lado. Tim apenas podía oír sus voces. Se esforzó por entender lo que decían—. No podemos arriesgar a todos los astronautas. Tampoco podemos dejar aquí un ruso solo, y de todos modos los rusos no servirían de mucho. Esta es una misión diplomática. Puede que no fueran bien recibidos.

—Bueno, que se queden aquí y llévame a mí.

—¿Y quién cuida de ellos, Rick? Son nuestros amigos y se lo prometimos. Les dijimos que vinieran a nuestra casa y que tendrían un guía nativo. Ya viste cómo reaccionaron estos granjeros. Los rusos no son populares precisamente ahora.

—Tampoco lo son los negros.

—Pero tú sí. ¡Eres un héroe del espacio! Se lo prometimos, Rick. Y bajamos en su cápsula.

—Entonces quédate e iré yo. Maldita sea, Johnny, esa central nuclear es importante.

—Lo sé. Ahora recuerda dónde vamos y dime lo que pensará cualquiera que vea un rostro negro desde cierta distancia. No puedes hacer de embajador. Calla y acata las órdenes, coronel Delanty.

Rick se quedó un momento en silencio.

—Sí, señor. Me gustaría presentar una queja pero no sé la dirección del inspector general.

Baker dio unas palmadas a Delanty en el hombro y volvió a Tim, el cual no mencionó nada de lo que había oído.

—Te necesitan dentro —le dijo.

Hamner parpadeó.

—De acuerdo.

Entró en la casa, todavía sujetando la mano de Eileen. La hinchazón de su vientre sólo empezaba a notarse, pero le hacía perder el equilibrio; tropezó y tuvo que sostenerse del brazo de Tim.

Jellison, Hardy y Dan Forrester estaban en la sala de estar. Forrester entregó a Tim una bolsa de plástico que contenía papeles.

—Son algunas otras ideas que he tenido. El general Baker también tiene copias, pero…

—De acuerdo —dijo Tim.

—Si tenéis ocasión, explorad la orilla occidental —dijo Al Hardy—. Nos gustaría saber cómo están las cosas allí. Y aquí tienes una lista de cosas que podríamos usar.

Tim miró los papeles. A través del plástico sólo podía ver la primera hoja. Era una lista: óxido de hierro (se encuentra en tiendas de pintura, recibe el nombre de pigmento rojo; también se encuentra en piezas oxidadas en los cementerios de coches; también puede extraerse de cualquier hierro oxidado, convirtiéndolo en polvo fino); aluminio en polvo (se encuentra en tiendas de pintura en forma de pigmento); escayola…

La lista era larga, y la mayor parte de los artículos parecían inútiles. Pero Tim sabía que en las demás hojas estaban indicados los medios para convertir aquellos artículos corrientes en armas mortíferas. Miró a Forrester.

—No me gustaría nada tenerte en contra mía —le dijo.

Forrester pareció azorado.

—Recuerdo todo lo que leo, y leo mucho.

—¿Has practicado alguna vez buceo sin escafandra? —le preguntó Al Hardy. Era una extraña pregunta.

—Sí.

—Lo suponía —dijo Hardy—. Resulta que tú y Randall sois los únicos que habéis tenido esa idea. Ese campamento de pescadores cerca de Porterville tiene equipos de inmersión que pudieron rescatar, y nos los venden junto con los botes. —Hardy miró tristemente a Forrester—: Esta expedición es cara. No puedes imaginar hasta qué punto. Hemos tenido que hacer trueques por los botes, y necesitan gasolina, de la que no tenemos bastante. Y todos esos sacos que te llevas… Buen fertilizante…

—Lo siento —dijo Forrester.

—Está bien —dijo Hardy—. Hamner, en el valle hay poblaciones sumergidas. Confiamos en que tú o Baker tendréis ocasión de efectuar algunas operaciones de rescate. Ambos tenéis experiencia en submarinismo, pero el único traje de hombre rana que hemos podido conseguir es pequeño. No sé si le irá bien a Baker, pero me temo que no, así que tú tendrás que sumergirte. Hay otra lista entre esos papeles que te ha dado Forrester. Cosas que necesitamos. Pero a esto debes darle prioridad.

—Y queremos información —dijo el senador Jellison. Hablaba en tono de fatiga, y a Tim le pareció que tenía mal aspecto, pero tal vez sólo se debía a la pálida luz amarilla de la lámpara de keroseno—. Hemos tenido un breve contacto por radio con gente al otro lado del San Joaquín —añadió el senador—. Allí había muchos yacimientos petrolíferos, y parece que hay supervivientes. Por la radio parecían amistosos, pero vete a saber. Averigua cuanto puedas. Tal vez lo sepan los de la central nuclear. Podrían ser aliados, y Baker tiene autoridad para hacer tratos. Tú no, pero conoces las condiciones mejor que Johnny. Él necesitará tu consejo.

Tim se quedó pensativo.

—Todo el mundo ha supuesto que la gente de la central nuclear nos recibirá bien, pero ¿y si no es así? Yo creía que mi observatorio… Bueno, ¿qué hacemos si son hostiles?

—En ese caso Baker tiene instrucciones —dijo Jellison—. Advertidles del peligro de los caníbales y dejadles solos.

—Y ved lo que se puede salvar en el valle —dijo Hardy—. No podemos dejar que este gasto de gasolina y mano de obra sea inútil.

Un ranchero asomó la cabeza por la puerta.

—Los exploradores han vuelto —anunció—. Todo está bien. Tenemos los botes.

Hardy asintió.

—Bien Hamner, despídete. Ahora averiguaré con exactitud cuánto nos cuesta todo esto.

Tras decir aquellas palabras en tono disgustado, Hardy salió de la estancia.

Bajo la poblada barba negra, los labios de Dan Forrester formaban una línea dura. Forrester no siempre mostraba su enojo. Ahora se mostraba en su forma de farfullar las palabras.

—Abandonar la central nuclear no sería la solución óptima —dijo.

—La salvaremos. Tú custodia el frente civil.

Tim salió a la fría noche. Faltaban cuatro horas para el alba.

Cuando el camión se alejó, Maureen se esforzó por contener las lágrimas. Contempló las luces traseras hasta que se desvanecieron en la carretera del sur.

Pensó que todo aquello era lógico. Si tenían que enviar una expedición, era lógico que la mandara Johnny Baker. La gente le conocía. Podían reconocerle o al menos sabían quién era, y nadie más en la fortaleza reunía esas condiciones. George Christopher y los demás que iban a caballo podrían avanzar por el lado oriental del valle, sin bajar las colinas, buscando ranchos, valles organizados y gente a la que pudieran reclutar para resistir el ataque de los caníbales. Pero nadie al otro lado del San Joaquín habría oído hablar de los Christopher, y en cambio conocerían a Johnny Baker. Johnny era un héroe.

Maureen no deseaba entrar. Allí estarían Al Hardy y Harvey Randall, trabajando con el doctor Forrester, planeando la actividad del día siguiente, localizando suministros y productos químicos que Forrester podría usar. También su padre estaría allí. No quería ver a Harv en aquellos momentos, ni tampoco a su padre.

—No soy más que un premio en un maldito concurso —dijo en voz alta—, en un cuento de hadas. ¿Por qué nunca habla nadie en favor de la princesa?

Difícilmente podía culpar a su padre por aquella situación, aunque se sentía tentada a hacerlo. Pero no podía negar la lógica de las cosas.

Era preciso que la fortaleza tuviera aliados, gente que se les pudiera unir para luchar contra los caníbales, y aquella gente estaba sólo en las montañas, donde los hombres no podían llegar más que a pie o a caballo. En su mayoría serían de la región. Era lógico enviar a veinte personas del lugar que subirían a las montañas a caballo, dirigidas por uno de ellos, un buen jinete: George Christopher.

Y, gracias a la suave extorsión de Forrester, era preciso salvar la central nuclear. Pero, cortados todos los vínculos con el exterior, ¿cómo sabrían los defensores distinguir a los amigos de los enemigos? Lo mejor era enviar a un hombre con cierta autoridad militar, un hombre que cualquier adulto norteamericano reconocería en medio de la niebla o en una noche sin luna: el general Johnny Baker.

Quedaba, pues, Harvey Randall para trabajar con el doctor Forrester, al que había conocido en una vida anterior, en la preparación de las armas para defender la fortaleza.

Y así los caballeros cabalgaban en todas direcciones, y el que regresara con el premio —su vida— heredaría a la princesa y la mitad del reino. Todos podían regresar. Sí, podría suceder. ¿Pero cuándo tendría elección la princesa?

—Hola.

Ella no se volvió a mirar.

—Johnny es tan notorio… —musitó.

—Sí —dijo Harv. Se preguntó en silencio si los Angeles que odiaban la central nuclear sentirían algo parecido hacia el programa espacial. Alguien como Jerry Owen reconocería a Baker con la misma rapidez que cualquier empleado de la central nuclear—. Por eso está aquí —añadió al cabo de un rato.

Como ella no respondió, ni siquiera se volvió, Harvey volvió a entrar en la casa.

Había cuatro botes para veinte hombres. Dos eran pequeños yates a motor con camarote, pequeñas embarcaciones de fibra de vidrio utilizadas en los lagos interiores y propulsadas por motores fuera borda. Había también un esquife de fondo plano, propulsado igualmente por un fuera borda, y el Cindy Lu, que era una especie de bomba, un bote de seis metros de largo con el espacio justo en el centro para que se sentaran dos personas. El resto estaba ocupado por un enorme motor interno recubierto de cromo brillante.

El Cindy Lu había perdido la mayor parte de su pintura metálica anaranjada. El cromo no brillaba cuando Johnny Baker la iluminaba con la linterna. Era una embarcación de carreras, pero no correría mucho llevando a remolque una balsa con bidones de petróleo a modo de flotadores y cargada de suministros.

—Esto ha sido todo un hallazgo —dijo Horrie Jackson—. Podemos usarla para…

—¡Es maravillosa! ¿A quién le importa su utilidad?

El líder del campamento de pescadores se echó a reír.

—Un poco estrecha, ¿no? Pero el senador quería algo que pudiera remolcar una carga. Me parece bien disponer de un vehículo rápido, por si tenemos que huir repentinamente.

—No vamos ahí para huir —le dijo Baker.

Jackson sonrió, mostrando que le faltaba un diente.

—General, yo voy porque me han contratado. Algunos de mis muchachos van porque el hombre del senador dijo que llevaría a sus mujeres a ese valle y las mantendría durante el invierno. No sé qué hace aquí el último de los astronautas.

—¿No le importa? —preguntó Baker—. ¿No cree que vale la pena salvar esa central? ¡Podría ser la última central nuclear de la Tierra!

Jackson meneó la cabeza.

—General, después de lo que he visto, no puedo pensar más que en el presente inmediato, y todo lo que sé en este momento es que usted va a alimentarme algún tiempo. Recuerdo… —Enarcó las cejas—. Parece que fue hace mucho tiempo. Los periódicos clamaban porque el gobierno iba a instalar una central nuclear en nuestra región y hablaban de las posibilidades de accidentes… No recuerdo los detalles, pero no me emociona ir a salvar una central atómica.

—Ni ninguna otra cosa —dijo Jason Gillcuddy—. Es el síndrome del desastre.

—Subamos a bordo —dijo fríamente Horrie Jackson.

Tim Hamner hizo su elección: uno de los botes tenía un toldo, que servía de protección contra la lluvia. Se sentó al lado de Hugo Beck. Era preciso romper el aislamiento de aquel hombre. Mark y Gillcuddy subieron al mismo bote. Horrie Jackson se sentó en el asiento del piloto y luego miró a su alrededor. Vio que Johnny Baker estaba al mando de la Cindy Lu.

—Supongo que no será demasiado rápida para un astronauta, pero no se mojará tanto bajo el toldo.

Baker se echó a reír.

—¿Qué le importa un poco de lluvia a un hombre enamorado? —replicó, poniendo en marcha el motor.

La pequeña flota se apartó lentamente de la orilla y avanzó por el mar interior. Las aguas eran peligrosas, con las copas de los árboles que sobresalían, los detritus flotantes y los postes telefónicos. Horrie Jackson abría el camino en su pequeño yate con camarote. La parte superior de un silo indicaba el lugar donde debía hallarse un granero sumergido. Horrie maniobró con el timón; parecía saber exactamente dónde debía girar para encontrar el canal entre las islas y obstrucciones.

La noche no era totalmente oscura. Una débil luminosidad entre la lluvia señalaba a la luna oculta por la constante cubierta de nubes.

Mark sacó tortas de maíz y las ofreció a sus compañeros. Llevaban bolsas de harina de maíz y bastantes tortas para alimentarse mientras cruzaran las aguas…, o fueran bastantes hasta que Hugo Beck puso una de ellas en la mano de Horrie.

—¡Eh! —exclamó Horrie. La mordió, luego se la metió toda en la boca y trató de hablar a pesar de aquella masa—. Aquí tengo pescado seco. Tomadlo. Es todo vuestro. Quiero todas las tortas de que podáis prescindir, todas para mí.

Mark le miró estupefacto.

—¿Qué tienen de especial las tortas de maíz?

Horrie terminó de tragar la torta.

—Tienen de especial que no son pescado. Mira, tengo la impresión de que todo el mundo se muere de hambre, excepto nosotros. No pasamos hambre, aunque nos fue muy mal durante un par de meses. Luego, de repente, empezamos a encontrar pescado en todas partes, pero sólo de dos clases, barbos y carpas. El único problema es cocinarlos. Nosotros…

—¡Espera! —exclamó Mark—. ¿Has dicho carpas?

—Eso parecen, pero son mayores que las carpas doradas corrientes. Es lo que estás comiendo ahora. Gary Fisher dice que la carpa puede alcanzar cualquier tamaño. Los barbos siempre estuvieron ahí, en los arroyos. Anda, pásame esa bolsa de tortas.

Cumplieron los deseos de Horrie, y Tim comió con entusiasmo. Hacía mucho tiempo que no probaba pescado, y era bueno, aunque estuviera seco. Se preguntó por qué de repente había tanto pescado, pero pronto cayó en la cuenta de que las fuentes alimenticias de los peces habían aumentado considerablemente con tantos cuerpos muertos que flotaban en el agua. Aquel pensamiento sólo le molestó un instante.

—¿Pero por qué hay tantas carpas doradas? —quiso saber Mark Czescu.

Gillcuddy se echó a reír.

—No es difícil imaginarlo. Tenemos un mar de agua dulce cuyo caudal va en aumento. Por otra parte, tenemos una sala de estar con una pecera que contiene una carpa dorada. El agua sube, entra por las ventanas y, de repente, el más dócil de los animalitos domésticos es expulsado de su encierro y va a parar al ancho mundo. «¡Al fin libre!», grita. —Gillcuddy mordió un filete de carpa y añadió—: La libertad tiene su precio, naturalmente.

Horrie comía tortas de maíz sin decir nada.

Mark rebuscó en sus bolsillos y sacó un pequeño fragmento de puro. Se lo metió en la boca y lo masticó.

—Sería capaz de matar a alguien por un Lucky Strike —dijo.

—Puede que tengas la oportunidad de hacerlo —comentó Jason Gillcuddy.

Mark sonrió en la oscuridad.

—Así lo espero. Por eso me ofrecí voluntario.

—¿De veras? —le preguntó Tim.

—No, no fue por eso, sino porque cualquier cosa es mejor que partir rocas.

Algo pasó por la mente de Gillcuddy que le hizo reír.

—Veamos —dijo—. Serías capaz de matar por un cigarrillo Lucky. ¿Mutilarías a alguien por un Tareyton?

—¡Desde luego! —exclamó Mark.

—Y supongo que llenarías a uno de insultos por un Carlton —dijo Hugo Beck. Todos rieron, pero brevemente. Hugo Beck todavía les ponía nerviosos.

—Ahora ya sabéis por qué estoy aquí —dijo Mark—. Pero ¿y tú, Tim?

Tim meneó la cabeza.

—En su momento me pareció una buena idea. No, olvidad que he dicho eso. Parece como si debiera algo a alguien… —La gente a la que había dejado atrás cuando escapaba del desastre en el coche, los policías que se esforzaban para limpiar de escombros un hospital mientras una ola inmensa avanzaba hacia ellos… —Y Eileen está embarazada.

No dijo más, y al cabo de un momento Horrie Jackson le preguntó sin mirarle.

—¿Y qué vas a hacer?

—Tendré un niño. ¿Te das cuenta?

Hugo Beck intervino aunque nadie le había preguntado.

—Yo estoy aquí porque nadie se digna mirarme en la fortaleza.

—Me alegro de que estés aquí —le dijo Tim—. Si alguien quiere rendirse, le dirás lo que eso significa.

Beck reflexionó en aquellas palabras.

—No es necesario que sepan nada de mí, ¿verdad?

Los demás intercambiaron miradas.

—No, hasta que sea inevitable —dijo Tim rápidamente, y se volvió a Jason—. Tu caso no lo comprendo. Eres amigo de Harry. No creo que te hayan obligado a venir.

Jason rió entre dientes.

—No, soy un auténtico voluntario. Tenía que hacerlo. ¿No habéis leído ninguno de mis libros? —Prosiguió antes de que ninguno pudiera responder—: Están llenos de las maravillas de la civilización, las grandes cosas que la ciencia hace por nosotros. Decidme, ¿cómo podía negarme a ir voluntario en esta loca misión? —Gillcuddy miró la oscuridad del agua y la noche—. Pero hay lugares en los que preferiría estar.

—Claro —dijo Tim—. El hotel Savoy de Londres, con Eileen. Ahí es donde quiero estar.

—Y Hugo quiere tener el Shire de nuevo —añadió Mark.

—No —negó Hugo Beck con voz firme—. No, yo quiero la civilización. —Como nadie le interrumpió siguió hablando con vehemencia—: Quiero un coche con calefacción, y hablar con los guardias para que no pongan multas. Quiero ver Lo que el viento se llevó en un canal no comercial, sin interrupciones. Quiero cenar en el restaurante Mon Grenier con una mujer que no sepa deletrear la palabra «ecología» pero que haya leído el Kama Sutra.

—Y haya descubierto los errores —dijo Mark.

—¿Conoces Mon Grenier? —le preguntó Gillcuddy.

—Claro. Vivía en Tarzana. ¿Has estado allí?

—Tenían una estupenda ensalada de setas —replicó Gillcuddy.

—Y bullabesa, con un Mosela helado —añadió Tim. Hablaban de cosas que nunca habían probado y que ahora nunca probarían.

—Y perdí la mayor parte de mis oportunidades —dijo Hugo Beck—. Tenía que poner en marcha una maldita comuna. Amigos, dejadme que os diga que eso no funciona.

—Nunca lo hubiera dicho —dijo Jason. Hugo Beck se replegó ante la ironía en el tono de Gillcuddy, y este añadió rápidamente—. De todos modos, aquí tenemos milagros. —Golpeó con el pie un gran saco que yacía en el fondo del bote—. ¿Funcionará esto?

—Forrester dice que sí —dijo Mark—, sobre todo si le das una buena patada. Pero no tenemos demasiado. Hardy regatea mucho.

Desde su puesto ante el timón, Horrie Jackson se volvió hacia los otros.

—Eso es verdad. La prueba es que estoy aquí.

La cortina gris de la lluvia fue aclarándose. A ciento cincuenta millones de kilómetros hacia el este el Sol debía seguir inmutable ante el mayor desastre registrado por la historia escrita. Los botes flotaban en un mar interminable salpicado de escombros. Los cadáveres de seres humanos y animales ya habían desaparecido. Horrie Jackson aumentó un poco la velocidad, pero siguieron avanzando con precaución, pues había troncos, fragmentos de casas, neumáticos hinchados, los despojos de la civilización. Las copas de los árboles parecían conjuntos rectangulares de abultados arbustos, pero había también árboles aislados y algunos estaban apenas sumergidos. Cualquiera de ellos podía rasgar el fondo del bote.

—Eh, Mark —dijo Hugo Beck—. ¿Qué harías por un cigarrillo Silva?

—Quítame la mano de la rodilla y te lo diré.

Jackson condujo la embarcación guiado por la brújula, mientras el alba despuntaba con una luz sombría. En el lago no había más que la flotilla. Cindy Lu avanzaba penosamente detrás, arrastrando una gran carga. Horrie gritó por encima del ruido de su propio motor:

—Volveré con un bote cargado de pescado, suficiente para alimentar a todo el mundo en esa central nuclear. A cambio quiero bastantes tortas de maíz para llenar el saco que contenía el pescado. No es un saco muy grande…

Tim Hamner escudriñó a través de la lluvia. Parecía haber algo delante. Primero vio una isla con formas rectangulares enhiestas. Pero a medida que se acercaban vio que algunas de las formas eran cilindros, y muy grandes. Trató de ver movimiento, formas humanas. Tenían que haber oído el rugido del motor de la Cindy Lu.

Alim Nassor encontró a Hooker y Jerry Owen en el puesto de mando. Había mapas desplegados sobre la mesa, y Hooker movía pequeñas fichas de cartón sobre ellos. Una voz atravesó la pared de tela de la tienda y atronó en los oídos de Alim.

—Pues su orgullo es el orgullo de los magos antiguos, quienes pensaron en someter toda la naturaleza a su mandato. Pero el nuestro es el orgullo de los que confían en el Señor. No necesitamos las armas de los magos, sino el favor del Señor…

Hooker alzó la vista, disgustado.

—Loco hijo de perra.

Alim se encogió de hombros.

Necesitaban a Armitage, y a pesar de la forma cínica de hablar que usaban cuando Armitage no estaba presente, la mayoría de ellos creían al menos parcialmente en el mensaje del predicador.

—Bueno, no me parece mal destruir esa maldita central nuclear —dijo Hooker—. Sé que hemos de hacerlo, pero…

—¡Claro! —exclamó Jerry Owen sin importarle interrumpir—. Se necesita mucha industria para sostener una cosa así. Si tenemos esa central, querremos usar la electricidad, primero porque nos conviene, luego porque la necesitaremos, y entonces será demasiado tarde. Tendremos necesidad de todas las demás industrias para mantener la central en funcionamiento. La sociedad industrial de nuevo, y eso es el fin de la libertad y la hermandad, porque necesitaremos volver a la esclavitud para…

—Ya dije que te creía. Por favor, guárdate tus condenados discursos.

—¿Entonces cuál es el problema? —preguntó Owen.

—Bueno, la central no se irá a ningún sitio. Esperará hasta que estemos preparados. Hay que saber cuándo. Mira, cuando empezamos no queríamos más que un sitio donde escondernos. Como el terreno del condenado senador, un sitio que podamos defender, nuestro. Pero no podemos hacer eso.

—Renunciaste a eso la primera vez que metiste a un hombre en la cacerola.

—¿Crees que no lo sé, estúpido? —preguntó Hooker con un nerviosismo apenas disimulado—. Así que ahora estamos en las montañas rusas. No podemos detenernos. Hemos de seguir creciendo, apoderarnos de todo el maldito estado, y tal vez más. No hay duda de que no podemos parar ahora.

Señaló el mapa.

—Y el valle del senador está exactamente aquí. No podemos ir más al norte hasta que nos apoderemos de sus tierras. Ni siquiera podemos hacernos con White River y esas colinas mientras la gente del senador pueda invadir nuestro territorio siempre que quieran. En Vietnam aprendí una cosa: si dejas al enemigo un lugar donde retirarse y organizarse, no podrás vencerle. ¿Y sabes qué está haciendo el senador? —Hooker deslizó un dedo por la línea de colinas al este del mar de San Joaquín—. Ha enviado cincuenta hombres a caballo aquí arriba. Estás reclutando gente, y en nuestros flancos. No sé cuánta gente habrá en esas colinas, pero si se juntan todos podrán causarnos problemas. Así que no vamos a darles la oportunidad de hacerlo. Tenemos que atacar al senador, y hacerlo ahora, antes de que se organice.

—Ya veo —dijo Jerry Owen, acariciándose la barba rubia—. Y el profeta quiere que vayamos a buscar la central nuclear…

—Exacto —dijo Hooker—. Dirigir todo el ejército hacia el sur. ¿Ves lo que eso significa? ¿Pero cómo diablos convenzo a ese loco hijo de perra para que me deje acabar con la propiedad del senador antes de ir a la central nuclear?

Owen se quedó pensativo.

—Tal vez no sea necesario. Mira, no creo que haya más de cincuenta o sesenta personas en esa central. No presentarán batalla. Puede que haya bastantes más entre mujeres y niños, pero no estarán preparados para luchar. Y están aislados, no pueden tener mucha comida, ni munición, ni verdaderas defensas…

—¿Quieres decir que será fácil vencerlos? —preguntó Alim Nassor.

—¿Hasta qué punto será fácil? —quiso saber Hooker—. ¿Cuántos hombres serían necesarios?

Jerry se encogió de hombros.

—Dame doscientos hombres. Y algunas piezas de artillería. Morteros. Bastará alcanzar las turbinas con morteros para terminar con la electricidad. Y sin electricidad no podrán utilizar el reactor nuclear, que necesitan para las bombas. Si destruyes las turbinas, todo se viene abajo.

—¿Y estallará? —preguntó Alim Nassor. La idea le excitaba y asustaba a la vez—. ¿Habrá una gran nube en forma de hongo? ¿Y la contaminación? Tendremos que alejarnos rápido, ¿verdad?

Jerry Owen le miró con expresión divertida.

—No, no habrá una gran luz blanca ni una enorme nube en forma de hongo. Lo siento.

—Yo no lo siento —dijo Hooker—. Una vez nos hagamos con ese sitio, ¿puedes construirme algunas bombas atómicas?

—No.

—¿No sabes hacerlo?

Hooker mostró su decepción. Owen había hablado como si lo supiera todo. Y Owen se ofendió.

—Nadie puede hacerlo. Mira, no se pueden construir bombas atómicas con combustible nuclear. No es un material adecuado, no ha sido diseñado para eso, ni tampoco para estallar. Diablos, probablemente no conseguiremos una destrucción completa. Duplican o triplican las medidas de seguridad.

—Vosotros siempre decíais que no eran seguras —dijo Alim.

—No, claro que no lo son, pero hay que saber qué entendemos por seguridad. —Jerry Owen señaló con la mano hacia el norte, en dirección a la presa derruida y la anegada ciudad de Bakersfield, una serie de islas cubistas en un mar de suciedad—. Aquella era una central hidroeléctrica, ¿y era segura? La gente que no se atrevería a acercarse a una central nuclear vivía al lado de las presas.

—¿Entonces por qué la detestas? —preguntó Hooker—. Tal vez… Tal vez deberíamos salvarla.

—No, maldita sea —dijo Jerry Owen.

Alim miró a Hooker. Era una mirada que decía: «Ya has vuelto a darle cuerda».

—Es demasiado, ¿no os dais cuenta? —preguntó Owen—. La energía atómica hace que la gente crea que los problemas pueden resolverse con la tecnología. Allenta el despilfarro. Tienes la energía, la usas y pronto necesitas más, de modo que sacas de la tierra diez mil millones de toneladas de carbón al año, con la consiguiente contaminación. Las ciudades llegan a ser tan grandes que se pudren en el centro. Surgen los guetos. ¿No lo veis? La energía atómica hace que sea fácil vivir fuera de equilibrio con la naturaleza, por algún tiempo, hasta que finalmente no es posible recuperar el equilibrio. El cometa nos ha dado una oportunidad de regresar al modo de vida para el que estamos hechos, a ser amables con la Tierra…

—De acuerdo, maldita sea —dijo Hooker—. Coge doscientos hombres y un par de morteros y vete a destruir esa central. Asegúrate de que el profeta sabe lo que haces. Tal vez se callará durante el tiempo suficiente para que me organice. —Hooker miró el mapa—. Vete a jugar, Owen. Nosotros iremos tras el verdadero enemigo.

Hooker pensó que Owen pediría voluntarios, y sonrió. Los más locos irían con Owen y dejarían en paz a Hooker por algún tiempo.

Adolf Weigley introdujo a Tim en una agradable habitación. Cierto que estaba atestada: una serie de gruesos cables pasaban por orificios practicados en una pared, se dividían, subdividían y extendían por conductos metálicos suspendidos debajo del techo. ¡Pero había luz eléctrica! Dos de las paredes estaban cubiertas por paneles verdes llenos de botones, lucecitas e interruptores, y todo estaba limpio como un quirófano.

—¿Qué es esto? —preguntó Tim—. ¿La sala de control?

Weigley se rió. Era un muchacho alegre, libre del síndrome del desastre, y hablaba con familiaridad de toda la tecnología. Su rostro lampiño le hacía parecer más joven de lo que era; casi todos los hombres de la fortaleza llevaban barba.

—No, es la sala de extensión de cables. Pero es el único sitio disponible para que pueda usted dormir. Ah… —Sonrió con malicia—. No se le ocurra tocar ningún botón.

—No se preocupe.

Tim miró los extintores de incendio, las luces parpadeantes y los gruesos cables, todo exactamente en su sitio, envuelto en una luz indirecta. Podía oír el rumor apagado de la energía.

—Deje su mochila ahí —le dijo Adolf—. Otras personas dormirán también en esta sala. Procure no quedarse en el medio, pues los operadores de turno tienen que trabajar aquí. A veces han de hacerlo con rapidez. —Su sonrisa se desvaneció—. Y algunas de estas líneas tienen un voltaje muy alto. Permanezca apartado.

—Desde luego. Dígame, Adolf, ¿cuál es su trabajo aquí?

Weigley parecía demasiado joven para ser un ingeniero, pero era corpulento como un obrero de la construcción.

—Soy aprendiz del sistema energético —dijo Weigley—, lo cual significa que lo hago todo. ¿Ya ha dejado sus cosas? Vamos. Me han dicho que le enseñe la instalación y le ayude a instalar la radio.

—Bien… ¿Así que lo hace todo?

Weigley se encogió de hombros.

—Cuando estoy de servicio me siento en la sala de control y tomo café y juego a cartas hasta que el operador de turno decide lo que hay que hacer. Entonces lo hago. Puede ser cualquier cosa. La lectura de los instrumentos, apagar un incendio, conectar un enchufe. Girar una válvula. Reparar una rotura en un cable. Cualquier cosa.

—Así que es usted una especie de robot de los ingenieros.

—¿Ingenieros?

—Los operadores de servicio.

—No son ingenieros. Todos empezaron como yo. Un día seré operador, si esto sigue funcionando. Mire, Hobie Latham empezó andando con raquetas de nieve en la Sierra, midiendo el espesor de la nieve para averiguar el aflujo de aguas que podríamos esperar en primavera, y ahora es el director de operaciones.

Salieron a la explanada llena de barro, rodeada de altos riberos de tierra en los que trabajaban los hombres, vertiendo cemento para reforzar la ataguía de seguridad de la central. Otros hombres hacían cosas incomprensibles con elevadores de cargas. La explanada bullía de una actividad al parecer caótica, pero todo el mundo parecía saber qué estaba haciendo.

Tim sintió una sensación de vulnerabilidad al pensar que se encontraba en los terrenos de la central y que el agua del exterior estaba a diez metros por encima de ellos. El Proyecto Nuclear San Joaquín era una isla hundida, rodeada por reparos de tierra levantados con bulldozers. Unas bombas se encargaban de la filtración a través de los muros de tierra. Una brecha en los reparos de tierra, o un día sin energía para las bombas, bastaría para que la central se inundara.

Los holandeses habían vivido siempre con aquellos conocimientos, y lo que habían temido llegó a ocurrir. No era concebible que Holanda hubiera sobrevivido a los maremotos que siguieron a la caída del cometa.

—Creo que el mejor lugar para instalar la radio es una de las torres de enfriamiento —dijo Adolf—, pero están separadas de la planta. Subió por una escalera de madera hasta el borde del ribazo y señaló con la mano.

A unos treinta metros de distancia emergían las torres de enfriamiento en medio del agua. Eran cuatro, rodeadas por un ribazo más pequeño que había sufrido fuertes filtraciones. Las bases de las torres estaban parcialmente inundadas. De cada una de ellas surgía un espeso humo blanco que iba ascendiendo hacia el cielo, hasta desvanecerse.

—No van a tener problema para encontrar este lugar —dijo Tim.

—No.

—Vaya, creía que las centrales nucleares no contaminaban.

Adolf Weigley se rió.

—Eso no es contaminación. Es sólo vapor de agua. ¿Cómo iba a ser humo? Aquí no quemamos nada. —Señaló un estrecho puente de tablones que unía el ribazo con la torre más próxima—. Ese es el único camino, a menos que vayamos en bote. Pero sigo creyendo que es el mejor sitio para la radio.

—Yo también, pero no podemos transportar la antena por ese puente tan estrecho.

—Claro que podemos. ¿Está preparado? Vamos a buscar las cosas.

Tim subió con precaución la escalera empinada que zigzagueaba alrededor de la gran torre. Una vez más le impresionó la organización de la central nuclear. Weigley había ido a la explanada y regresó con hombres para transportar la radio, las baterías de automóvil y la antena, y fueron capaces de llevar todo aquel material a través del estrecho puente de madera en un solo viaje y volver a su trabajo. Sin preguntas, discusiones ni protestas. Tal vez la caída del cometa había cambiado algo más que las costumbres matrimoniales. Tim recordó haber leído en la prensa que el Proyecto Nuclear San Joaquín había estado plagado de huelgas y discusiones sobre qué sindicato representaría a los trabajadores, el precio de las horas extras, las condiciones de vida… Los problemas laborales habían retrasado la puesta en funcionamiento casi tanto como los ecologistas, los cuales habían puesto todo su empeño en impedir que nunca llegara a hacerlo.

Llegó a lo alto de la torre, que tenía quince metros de altura y cuya parte superior se encontraba a unos diez sobre el nivel del agua. La base de la torre estaba rodeada por una presa que dejaba entrar el agua, y las bombas funcionaban para mantener expeditas las aberturas de admisión. Había un fuerte viento en el fondo de la torre. Esta era grande, con más de sesenta metros de diámetro. La plataforma sobre la que estaba Tim era una gran placa metálica horadada por innumerables agujeros. Las bombas aspiraban el agua y la vertían en la plataforma, donde permanecía estancada con una profundidad de algunos centímetros e iba goteando al interior de la torre. Una docena de columnas cilíndricas más pequeñas se elevaban a seis metros por encima de la plataforma, y de cada una de ellas salía vapor. La plataforma vibraba con el zumbido de las bombas.

—Este es un buen lugar para la radio —dijo Tim. Miró dubitativamente el mar de San Joaquín y añadió—: Pero es un poco expuesto.

Weigley se encogió de hombros.

—Podemos colocar algunos sacos de arena, construir un refugio. También podemos instalar una línea telefónica desde aquí hasta la planta. Usted ha de decidir si quiere la radio aquí.

Tardaron una hora en instalar la antena direccional y afianzarla en una de las pequeñas columnas. Tim conectó la radio a las baterías. Cuidadosamente hicieron girar la antena direccional para que señalara veinte grados magnéticos, y Tim consultó su reloj.

—No estarán a la escucha hasta dentro de un cuarto de hora. Tomemos un descanso. Cuénteme cómo van las cosas aquí. Ha sido una verdadera sorpresa descubrir que estaban aquí, que la central funciona.

Weigley se apoyó en la barandilla.

—A veces me sorprende a mí también —confesó.

—¿Estaban aquí cuando…?

—Sí. Naturalmente, ninguno de nosotros creía que el cometa iba a chocar. Para el señor Price fue un día de trabajo como otro cualquiera. El absentismo laboral le puso furioso. Mucha gente no se presentó a trabajar. A mí y a otros nos envió al valle, para que llenásemos los depósitos de los camiones. Cargamos diésel, gasolina, todo lo que pudimos. En el desviadero del ferrocarril encontramos un vagón lleno de harina y judías, y el señor Price nos hizo cargar con todo. Fue una suerte que lo hiciera. No había mucha variedad, pero no pasamos hambre. ¿De qué se ríe?

—A los pescadores les ocurre lo mismo con la comida.

—¿Y quién no siente así? ¿Puede usted creer que nunca volverá a comer un plátano? A propósito, nos iría bien un poco de zumo de naranja. Estamos preocupados por el escorbuto.

—El naranjo se ha extinguido en California. A veces encontramos algún sobre de naranjada en polvo en un mercado inundado. —Cuanto más miraba Tim el muro de tierra entre él y el mar de San Joaquín, más grande le parecía—. Adolf, ¿cómo habéis podido levantar eso mientras el valle se inundaba?

—Nosotros no hubiéramos podido. Es una historia absurda. La idea inicial era emplazar la central más allá, cerca de Wasco. El señor Price la quería aquí, en la colina, porque las condiciones son más favorables para las torres de enfriamiento, y no teníamos que excavar los estanques tan hondos. A los directores del Departamento no les gustó, porque así la central era más visible.

—¡Oh, pero es hermosa! Es como una cubierta de Historias Asombrosas de los años 1930. ¡El futuro!

—Eso es lo que dijo el señor Price. En cualquier caso, situaron la central aquí, en la colina.

No era, con propiedad, una colina, sino un cerro bajo. La central no estaba a más de seis metros de altura por encima del valle que la rodeaba.

—Y una vez que hicieron el trabajo, los del Departamento se asustaron y construyeron los ribazos. No por alguna razón especial, sino para ocultar la central de modo que los ecologistas no pensaran en ella cuando pasaran por la autopista cinco. ¡Y entonces algunos de los bastardos que intentaron acabar con la central pusieron el grito en el cielo porque habíamos gastado más dinero de la cuenta en los ribazos! Pero resultó útil. Todo lo que tuvimos que hacer fue excavar con los bulldozers bastante tierra para llenar las grietas, los lugares por donde pasaban las carreteras y la vía férrea. Nos fue francamente bien, porque el nivel del agua subió rápidamente tras la caída del cometa.

—Desde luego. Yo tuve que conducir atravesando aquel mar —dijo Tim.

—¿Cómo fue eso?

Tim se lo explicó.

—¿Ha oído hablar alguna vez de los Holandeses Errantes?

Wigley meneó la cabeza.

—Pero no hemos tenido mucho contacto con gente de fuera. El alcalde Allen no creyó que fuera buena idea.

—Allen. Le he visto. ¿Cómo llegó aquí?

—Apareció poco antes de que el nivel del agua fuera demasiado alto. Estaba en el ayuntamiento cuando el maremoto asoló Los Angeles. Parece que fue algo horrible. En cualquier caso, se presentó al día siguiente con una docena de policías y funcionarios del ayuntamiento. Ya sabe, la ciudad de Los Angeles era propietaria de la central antes de que cayera el cometa…

—Así que el alcalde Allen es quien manda aquí.

—¡No! El jefe es el señor Price. El alcalde es un huésped, como usted. ¿Qué sabe ese hombre de centrales nucleares?

Tim no comentó que era Weigley quien le había dicho que el alcalde no quería contactos con el exterior.

—De manera que, al mantener la central en funcionamiento, se han librado de la catástrofe —dijo Tim—. ¿Qué piensan hacer con ella?

Weigley se encogió de hombros.

—Eso depende del señor Price. No ha sido tarea fácil mantener la central en marcha. Todo tiene que funcionar a la vez. Podemos producir un millar de megavatios.

—Con eso se podría iluminar…

—Diez millones de bombillas —dijo Weigley sonriendo.

—Es mucho, sí. ¿Hasta cuándo podrán mantener esa producción?

—Con plena capacidad, un año más o menos. Pero no trabajamos con plena capacidad, y nunca lo haremos. Se necesitan unos diez megavatios para que la planta funcione. Las bombas de enfriamiento, el equipo de control, las luces… ya sabe. Eso supone el uno por ciento de la capacidad, de manera que podríamos mantener ese nivel durante cien años. Pero tenemos otra serie de elementos combustibles, allá en el número dos.

Tim miró de nuevo la planta. Dos enormes cúpulas de cemento armado que contenían los reactores nucleares. Cada una tenía una serie de edificios rectangulares adosados, dentro de los que se encontraban las turbinas y el equipo de control.

—El número dos no funciona —dijo Weigley—. Ponerlo en marcha será nuestro primer trabajo una vez haya desaparecido el agua. Y entonces podremos producir veinte megavatios para que alguien los use. Podremos mantener esa producción durante cincuenta años.

—Cincuenta años…

Tim reflexionó en todo aquello. En cincuenta años Estados Unidos había pasado de los coches de caballos a una civilización motorizada. Se habían abierto minas, construido ciudades, descubierto la electrónica y los ordenadores, los vuelos espaciales se habían convertido en realidad. Y aquella sola central nuclear podía producir más electricidad de la que se generó en todo el país en los años veinte.

—Eso es estupendo —dijo Tim. ¡Dios mío, valía la pena venir aquí! Forrester tenía razón, dejar que le ocurriera algo a esta central no sería la solución óptima.

—¿Cómo? —Weigley le miró, confundido.

Tim sonrió.

—Nada. Es hora de que probemos si funciona la radio.

Entrar en la sala de conferencias era como regresar al pasado, a una reunión de una junta de directores. No faltaba nada: la larga mesa con cómodas sillas, blocs de papel, pizarras, tiza y borradores, y hasta punteros de madera. Tim se sintió conmovido. Se preguntó lo que Al Hardy daría por una sala de conferencias bien equipada, con tablones a los que adosar mapas y listas, y archivadores…

En la sala se discutía. Johnny Baker hizo una seña a Tim para que se sentara a su izquierda. Tim le susurró rápidamente que la radio emitía muchas interferencias, pero que funcionaba. Podían comunicarse con la fortaleza. No había más noticias. Baker le dio las gracias en voz baja y se volvió de nuevo a escuchar.

Los hombres, con variopintos atuendos, la mayoría armados y pálidos como espectros, excepto el alcalde Allen y un detective-investigador, negro, parecían espantapájaros humanos. Sus ropas eran viejas y sus zapatos estaban gastados. Unos meses atrás hubieran parecido totalmente fuera de lugar en aquella sala. Ahora la sala era la que parecía extraña. Las personas eran normales, con la salvedad de que estaban muy limpias.

Tim se tocó la barbilla recién afeitada. Parecía mentira que estuviera limpia. Allí había agua caliente para el baño y maquinillas de afeitar eléctricas. La lavadora-secadora no había dejado de funcionar desde que llegó el grupo de la fortaleza. La camisa, los pantalones y los calcetines de Tim estaban limpios y secos.

Tim trató de prestar atención a lo que decían. Oía la misma frase una y otra vez:

—No sabía que un ejército, nada menos, se disponía a atacarnos.

Barry Price no era tan robusto como el jefe de los trabajadores de la construcción, sentado ante él, pero no cabía duda de quién mandaba. Price vestía de caqui, y en el bolsillo de su camisa abultaban las plumas y lápices. De su cinto colgaba una calculadora de bolsillo. Cerca de él se encontraba un ayudante provisto de un bloc de notas. Su cabello bien cortado y cepillado y su fino y cuidado bigote le daban incluso un aspecto elegante.

—¿Qué ha cambiado entonces? —preguntó el ayudante—. Nunca fuimos populares.

—No, nunca lo fuimos. ¡Pero un ejército de caníbales es demasiado! —No era el calor lo que hacía sudar al jefe de los obreros bajo su casco de seguridad—. Barry, tenemos que largarnos de aquí.

—No hay ningún sitio donde ir.

—Tonterías. Podemos ir a la orilla occidental del mar, a cualquier parte. ¡Pero no quedarnos aquí! No podemos luchar con todo un ejército.

—Tenemos que hacerlo —dijo Price—. ¿Cómo podemos dejar que todo esto se lo lleve el diablo? ¡Robin, tú has trabajado tanto como el que más! Ahora tenemos aliados…

—Una docena de hombres. —Robin Laumer se inclinó por encima de la mesa hacia Barry Price. Era como si estuvieran solos en la sala; nadie les interrumpía—. Mira, todo tiene que funcionar, no puede fallar nada, ¿verdad?

—Sólo tienen que alcanzar las turbinas, el patio de maniobras, la sala de cables, la sala de control, y estamos listos. ¡Quedaremos sumergidos y nada volverá a funcionar de nuevo!

—Lo sé —dijo Price—. Por eso no dejaremos que nos alcancen.

—Hablo en serio, Barry. Yo me voy. Llevaré conmigo a los hombres que quieran seguirme. Tomaremos prestados sus botes, pero se los devolveremos.

—Mis botes no —negó Johnny Baker, que estaba sentado a la izquierda de Barry Price, frente al alcalde Allen—. No he traído los botes para ayudar a evacuar esta central.

Laumer pareció a punto de replicar, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Pues cogeré los botes que ya teníamos aquí. De todos modos, uno de ellos es mío y me lo llevaré. Nos marchamos.

Se dispuso a salir de la estancia. Cuando pasó al lado de Tim Hamner, este le dijo:

—Nunca volverá a estar limpio.

Laumer vaciló un instante y luego siguió su camino.

—¿No deberíamos detenerle? —preguntó Baker.

—¿Cómo? —replicó Price.

Baker no añadió más. Ninguno de ellos estaba dispuesto a detener a Laumer de la única forma que podrían hacerlo.

—¿Cuántos hombres se irán con él?

—No lo sé. Tal vez veinte o treinta del equipo de construcción. Quizá no tantos. Trabajamos como esclavos para salvar esta central. No creo que me abandone ninguno de mis operadores.

—Así que la planta podrá seguir funcionando.

—Estoy seguro de ello —dijo Price.

Johnny se volvió hacia el alcalde.

—¿Qué me dice de su gente, sobre todo de los policías?

—Dudo que ninguno se marche —dijo Bentley Allen—. Nos costó demasiado esfuerzo llegar hasta aquí.

—Magnífico —dijo Baker. Vio la expresión del rostro del alcalde y añadió—: Es magnífico que no huyan. Y naturalmente, Barry, usted se queda…

Price no parecía sereno ni orgulloso. Su aspecto era el de un hombre en agonía.

—Tengo que quedarme —dijo—. Ya he pagado ese billete. No, usted no sabe de qué va. Cuando cayó el maldito cometa, tuve dos opciones: ir en busca de alguien que se encontraba en Los Angeles o quedarme aquí y procurar salvar la central. Me quedé. —Apretó la mandíbula—. Bien ¿qué hacemos ahora?

—No puedo darle órdenes —dijo Johnny.

Price se encogió de hombros.

—Por mí, puede usted hacerlo. —Miró al alcalde Allen y este hizo un gesto de asentimiento—. Por lo que a mí concierne, el senador Jellison está al frente de este estado. Tal vez es el presidente del país. Es más sensato que los otros.

—Vaya, también usted… —dijo Johnny Baker—. ¿De cuántos presidentes ha oído hablar?

—De cinco. Colorado Springs; Mose Jaw, de Montana; Casper, de Wyoming… En cualquier caso, me inclino por el senador. Denos las órdenes que desee.

Johnny Baker habló cautelosamente.

—No me ha entendido. Tengo órdenes de no darles órdenes a ustedes, sino sólo sugerencias.

Prince pareció incómodo y confundido. El alcalde Allen susurró algo a un ayudante, y luego Allen preguntó:

—¿No quiere obligarnos?

—Mire, yo estoy de su parte. Tenemos que mantener esta central en pie. Pero yo no estoy al frente de la fortaleza.

—Usted puede ser la persona de más alto rango… —dijo el alcalde Allen.

—¿Que trate de imponer las órdenes del senador? ¿Yo? Ni hablar.

—Bien, general. Las obligaciones feudales obligan en ambos sentidos, al menos si el rey es el senador Jellison. De modo que quiere atenuar sus imposiciones. Dígame, general Baker, ¿qué sugerencias tiene que hacernos?

—Ya les he dado algunas. Formas de construir armas especiales…

Price asintió.

—Ya las estamos fabricando. A su debido tiempo pensamos en la preparación de defensas, pero nunca se nos ocurrió utilizar gas venenoso. Lo que sí fabricamos fueron bombas incendiarias y cañones que se cargan por la boca, pero en poca cantidad. Ahora he destinado un equipo de hombres para que trabajen en eso. ¿Qué más hace falta?

—Tenemos que almacenar suministros. El agua no falta y ustedes tienen energía para hervirla. Dispondremos de pescado seco, y podemos pescar más. Hay que prepararse para un asedio. Según nuestros informes, la Nueva Hermandad intenta seriamente apoderarse de toda California, y está dispuesta a destruir esta planta.

—Si Alim Nassor está metido en eso, la cosa es grave —comentó el alcalde Allen—. Es un hombre inteligente y decidido. Pero no comprendo sus motivos. Nunca estuvo metido en ninguno de los movimientos en contra del desarrollo industrial, sino todo lo contrario.

—Se olvida usted de Armitage —dijo Baker—. Probablemente Nassor y el sargento Hooker no podrían mantener unido ese ejército. Armitage sí puede. Es él quien quiere ver la central destruida.

El alcalde se quedó pensativo.

—En la región de Los Angeles era famoso por sus originales prédicas… Predicaba una religión divertida.

Tim todavía esperaba que no fuera necesario hacer entrar a Hugo. Habló por él:

—Si el Islam fue una religión divertida, siga riendo, alcalde. Se están extendiendo de la misma manera. Asimilan a todo el mundo: o te unes o te comen. No hay alternativa.

—Si la central desaparece nunca tendrán otra —dijo Barry Price—. Deben estar locos.

Pero Baker se puso en pie de súbito.

—De acuerdo. Tenemos nuestras armas y las notas del doctor Forrester. Tim, pruébese ese traje de inmersión. Tal vez pueda encontrar bajo el agua algo de lo que necesitamos. Ojalá supiera cuánto tiempo nos queda.

El policía subió la empinada escalera lenta y cuidadosamente, con un pesado saco de arena al hombro. Era un hombre rubio de mandíbula cuadrada, y llevaba un uniforme desgastado. Mark le siguió con otro saco de arena. Apilaron los sacos en la barricada, en lo alto de la torre de enfriamiento. La radio de Tim ya estaba casi del todo parapetada.

El hombre se volvió para enfrentarse a Mark. Era de la misma altura que este, y estaba enfadado.

—Nosotros no desertamos de nuestra ciudad —le dijo.

—No quería decir eso. —Mark resistió el impulso de retroceder—. Sólo dije que la mayoría de nosotros…

—Estábamos de servicio —dijo el policía—. Algunos miraban la televisión, incluso el alcalde, pero yo no. De repente una de las chicas empezó a gritar que el cometa había chocado. Me quedé en mi puesto. Entonces el alcalde fue a buscarnos. Nos llevó a los ascensores y al garaje, y metió a las mujeres y algunos de los hombres en media docena de camionetas que ya estaban cargadas. Salimos con una escolta de motoristas y nos dirigimos al parque Griffith.

—¿No tuvo ninguna…?

—No tuve ninguna idea de lo que ocurría —dijo el patrullero Wingate—. Subimos a las colinas y el alcalde nos dijo que el cometa había causado algunos daños y que luego podríamos ir a echar una mano. Dios mío.

—¿Viste el maremoto?

—Fue horrible, Czescu. No se podía hacer nada. Todo era espuma y niebla. Algunos de los edificios aún sobresalían del agua. Johnny Kim y el alcalde se hablaban a gritos, y yo estaba cerca de ellos, pero con los truenos, los relámpagos y el ruido del maremoto no podía oír nada. Entonces nos reunimos y tomamos la dirección norte.

El policía se interrumpió. Mark Czescu respetó su silencio. Contemplaron cuatro botes que zarpaban con Robin Laumer y parte de su equipo de obreros. Se había producido una disputa a gritos cuando Laumer intentó reclamar parte de los víveres, pero los hombres armados, entre ellos Mark y el policía del alcalde, les impidieron que se salieran con la suya.

—Corrimos durante cuatro horas por el valle de San Joaquín —siguió diciendo el policía—, y fue un viaje difícil. Teníamos las sirenas, pero pasamos tanto tiempo fuera de la carretera como en ella. Tuvimos que abandonar uno de los vehículos. Cuando llegamos aquí, el agua llegaba ya a los tapacubos. Tuvimos que cargar las cosas a la espalda y subir por ese dique, bajo el diluvio. Después Price nos puso a trabajar en los ribazos. Nos hizo trabajar como burros. Al día siguiente ahí fuera había un océano, y pasaron seis horas más antes de que pudiera darme una ducha.

—Una ducha.

El policía se volvió para mirar a Mark.

—Lo has dicho con tanta naturalidad. Una ducha. Una ducha caliente. ¿Sabes cuánto tiempo…? Déjalo correr. Todo lo que dije fue que la mayoría de nosotros ha tenido que huir más o menos.

La nariz del policía casi tocó la de Mark. Era estrecha, con un puente prominente, una nariz clásica romana.

—Nosotros no huimos. Estábamos en el lugar apropiado para reconstruir la ciudad después… ¡Maldita sea, no quedaba nada! No queda nada más que esta central eléctrica que, según el alcalde, oficialmente es parte de Los Angeles. Aquí estamos ahora. Nadie va a dañarla.

—De acuerdo.

Los cuatro botes iban desapareciendo en la distancia. Algunos de los obreros que se habían quedado subieron al ribazo para ver su partida, tal vez con nostalgia.

—Supongo que ahora se harán pescadores —dijo Mark.

—No puedes imaginarte lo poco que me importa —replicó el policía—. Vamos a trabajar.

Horrie Jackson cerró el motor y dejó que el bote avanzara por su propio impulso hasta detenerse.

—Bueno, yo diría que Wasco se encuentra debajo de nosotros. Si no es así, qué le vamos a hacer.

Tim miró las frías aguas y se estremeció. El traje de inmersión le iba bien, pero no ajustaba en algunos lugares, y haría mucho frío allí abajo. Comprobó el sistema de aire. Funcionaba. Los depósitos estaban llenos. Aquello también había sido impresionante. Cuando los mecánicos de la central no tenían existencias de válvulas y otras piezas, se iban al taller y las fabricaban. Era algo propio de otro mundo, un mundo en el que no era necesario pensar en lo que había costado crear las cosas que le rodeaban a uno.

—Una cosa me obsesiona —dijo Tim—. Si se han liberado las carpas doradas domésticas, ¿qué habrá ocurrido con las pirañas?

—El agua está demasiado fría para ellas —dijo Jason Gillcuddy, riéndose.

—Claro. Bueno, allá voy.

Tim subió a la borda, permaneció sentado en equilibrio un momento y se lanzó al agua hacia atrás.

El frío le conmocionó, pero no tanto como esperaba. Hizo una seña a los tripulantes del bote y se sumergió. El agua estaba negra como la tinta. Apenas podía ver su brújula de pulsera y el profundímetro. Este era otro de los milagros del personal de la central. Lo habían fabricado y calibrado en un par de horas. Tim encendió la linterna. La luz no le permitió más que unos tres metros de visibilidad lechosa.

Recordó las aguas claras como el cristal de la bahía Esmeralda, las selvas de algas entre las que nadaban velozmente los peces… Aquello había sido mucho tiempo atrás.

Descendió en la blancuzca lobreguez, buscando el fondo, y lo encontró a dieciocho metros. No había más sonido que el de las burbujas de su regulador, el de su propia respiración. Apareció un bulto ante él, monstruoso y jorobado. Cuando se acercó, vio que era un Volkswagen. No miró el interior.

Tim siguió la carretera. Pasó junto a un autobús de cuyas ventanas rotas entraban y salían manadas de peces. No se veía ningún edificio, sólo coches, y finalmente una estación de servicio, pero había ardido antes de inundarse. Siguió adelante. Pronto se le agotaría el aire.

Finalmente encontró la civilización: unas formas rectangulares en aquella oscuridad. La visibilidad era demasiado escasa para poder elegir. Intentó abrir algunas puertas, pero estaban cerradas por la presión del agua. Siguió nadando hasta que encontró un escaparate con el vidrio destrozado.

En su interior reinaba una oscuridad aterradora, pero Tim se obligó a entrar.

Se encontró en una gran estancia; al menos daba la impresión de que era grande. Una densa nube de niebla blanca a un lado resultó ser una estantería de libros en rústica convertidos en una pasta blanda y partículas flotantes. Aquella niebla le siguió cuando se alejó nadando. Encontró mostradores y estantes, mercancías amontonadas en el suelo, lleno de tesoros: lámparas, cámaras, radios, magnetófonos, televisores, botes de pintura, modelos plásticos, peceras, pilas, jabón, bombillas, cacahuetes salados en lata…

Eran muchas cosas, y la mayoría estropeadas. El aire de las botellas dejó de fluir bruscamente. Presa de pánico, Tim miró atrás, tratando de localizar a su compañero de inmersión, y entonces se dio cuenta de que a pesar de su entrenamiento se había sumergido sin un compañero. Era algo casi divertido. Antes de pensar en un compañero, era preciso disponer de más de un equipo de inmersión. Se tranquilizó y se contorsionó para alcanzar la válvula del regulador y abrir la reserva. Ahora sólo disponía de unos momentos, y los aprovechó para recoger objetos y meterlos en el saco atado a su cinturón.

Salió del almacén y subió a la superficie. Estaba bastante alejado del bote. Agitó los brazos hasta llamar la atención de los tripulantes, y el bote se acercó a él. Cuando le subieron a bordo estaba agotado.

—¿Has encontrado algo de comer? —quiso saber Horrie Jackson—. Nosotros encontramos algo con ese equipo de inmersión antes de que se agotara el aire. Si volvemos a Porterville puedo mostrarte muchos sitios donde hay comida. Tú bajas a buscarla y nos la repartimos.

Tim meneó la cabeza. Sentía una tristeza infinita.

—Era un almacén general —dijo.

—¿Puedes encontrarlo de nuevo?

—Creo que sí. Está debajo de nosotros.

Probablemente podría y habría mucho que salvar, pero estaba tan cansado que no le emocionaba gran cosa su hallazgo. Se volvió hacia Jason Gillcuddy, que probablemente era el único hombre que podría comprenderle.

—Cualquiera podía entrar ahí a comprar —dijo Tim—. Hojas de afeitar, servilletas de papel, calculadoras, libros. Cualquier podía adquirir esas cosas; y si trabajamos duro durante largo tiempo, tal vez algunos de nosotros podremos volver a hacerlo.

—¿Qué has subido? —le preguntó Horrie Jackson.

—Almacén general —dijo Adolf Weigley—. ¿Has conseguido algo de lo que hay en la lista de Forrester? ¿Disolvente? ¿Amoníaco? ¿Algo de eso?

—No. —Tim alzó la bolsa. Cuando la abrieron vieron que contenía un frasco de jabón líquido y unos prismáticos. Todos le miraron con extrañeza, excepto Jason Gillcuddy, el cual le dio unas palmaditas en el hombro.

—Hoy no estás en forma para volver a zambullirte —le dijo.

Horrie Jackson sacó más cosas de la bolsa de Tim. Anzuelos y sedal para pescar. Una lata de tabaco de pipa. Los cacahuetes… Horrie abrió la lata y la ofreció. Tim cogió unos cuantos. Tenían el sabor… de un cóctel en su apogeo.

—La inmersión puede hacerte tener ideas raras —dijo, y supo al instante que aquella no era la explicación. Todo el mundo que había perdido estaba allí, bajo el agua, convirtiéndose en basura.

—Toma, queda un sorbo —dijo Gillcuddy. Le pasó una botella de whisky que Tim no recordaba haber visto antes. Tomó un sorbo, que fue como una explosión de nostalgia en el paladar, y tiró la botella al agua.

Y allí, a lo lejos, como manchas siniestras en el horizonte, al este, estaban los botes de la Nueva Hermandad.

—Pon en marcha el motor, Horrie. Rápido, o nos darán alcance.

Tim se inclinó hacia adelante, tratando de ver más detalles, y tuvo que sujetarse para no perder el equilibrio cuando el motor se puso en marcha, pero no pudo ver más que un par de botes pequeños y otro mucho mayor… una gabarra, cargada con cosas.

—Creo que tienen una plataforma de artillería.