EL MAGO

La tecnología muy avanzada se confunde con la magia.

Arthur C. Clarke

Dan Forrester dormitaba ante el fogón de la cocina, en el que ardía la madera. Se había lavado y vendado los pies. Se había inyectado insulina, confiando en que aún estuviera en buen estado, pero a la vez temiendo que no fuera así. Era muy difícil permanecer despierto.

Maureen Jellison y la señora Jellison le habían mimado trayéndole ropas limpias, ¡y secas!, y sirviéndole té caliente. Era muy agradable estar allí sentado, sintiéndose a salvo. Podía oír las voces que llegaban de la estancia vecina. Dan trataba de seguir la conversación, pero los ojos se le cerraban y tenía que hacer un esfuerzo para no ceder al sueño.

Dan Forrester se había pasado la vida descifrando las reglas del universo. Nunca había tratado de personalizarlo. Sin embargo, cuando cayó el cometa sintió en el fondo un pequeño arrebato de ira.

Había olvidado aquella ira, la misma que sintió cuando supo por primera vez que era diabético. Las reglas del universo nunca habían favorecido a los diabéticos, y hacía mucho tiempo que Dan lo había aceptado así. De todos modos, se había propuesto sobrevivir metódicamente.

Día tras día seguía vivo. Exhausto, ocultándose de los caníbales, cada vez más hambriento, plenamente consciente de lo que le ocurría a la insulina y a sus pies, había seguido adelante. Aquella ira contenida siempre le había acompañado… pero ahora algo cedía dentro de él. La comodidad física y el consuelo de la amistad le permitían recordar que estaba cansado, enfermo y que sus pies se habían vuelto como madera quebradiza. Apartó aquellos pensamientos a causa de las palabras que le llegaban de la habitación vecina.

Hablaban de caníbales. El Ejército de la Nueva Hermandad. Un ultimátum para el senador. Un millar de hombres… Habían tomado Bakersfield y podían haber doblado su número… Dan Forrester suspiró profundamente. Miró a Maureen.

—Parece que se acerca la guerra. ¿Hay un almacén de pinturas por aquí?

Ella frunció el ceño. Otros se habían vuelto locos después de haber soportado menos desgracias que Dan Forrester.

—¿Un almacén de pintura?

—Sí.

—Creo que sí. Cerca de Porterville había un establecimiento de Standard Brands. Creo que estaba inundado.

Dan trató de disciplinar sus pensamientos.

—Tal vez haya cosas en bolsas de plástico. ¿Y fertilizante? ¿Tienen aquí? Amoníaco, por ejemplo. Se usa para…

—Sé para qué se usa —dijo Maureen—. Sí, tenemos un poco. No es suficiente para las cosechas.

Forrester suspiró de nuevo.

—Puede que nunca haya cosechas. O quizá podamos utilizarlo más tarde, cuando sea posible cultivar. ¿Había muchas piscinas? ¿Una tienda de material para piscinas?

—Sí, había una. Ahora está bajo el agua…

—¿A qué profundidad?

Ella le miró atentamente. Dan tenía un aspecto terrible, pero sus ojos sólo reflejaban cordura. Sabía lo que preguntaba.

—No lo sé. Eso estará anotado en los mapas de Al Hardy. ¿Es importante?

—Creo que sí… —Se interrumpió bruscamente. Estaba escuchando. En la otra habitación hablaban de una central nuclear. Forrester se levantó. Tuvo que sujetarse a la silla—. ¿Quiere ayudarme a ir ahí, por favor? —Su voz tenía un tono de disculpa, pero de alguna manera daba a entender que no aceptaría una negativa—. Ah, una cosa más. ¿Dónde hay una gasolinera? Necesitaré varios botes de disolvente de grasa.

Confusa, Maureen ayudó a Forrester a trasladarse hasta la sala de estar.

—No lo sé. Aquí tenemos una estación de servicio, pero era muy pequeña. En Porterville las había mayores, naturalmente, pero estaban bajo la presa y quedaron anegadas. ¿Por qué? ¿Qué puede usted hacer con todo eso?

Forrester había llegado a la sala de estar y entró apoyado en el brazo de Maureen. Johnny Baker, que estaba hablando, se interrumpió y le miró. Los demás también lo hicieron.

—Siento interrumpirles —dijo Forrester. Miró a su alrededor en busca de una silla.

El alcalde Seltz era el más próximo a él y se levantó del sofá. Fue a la biblioteca en busca de una silla plegable, mientras Forrester ocupaba el lugar del alcalde en el sofá.

—Lo siento —repitió Forrester—. ¿Ha preguntado alguien dónde estaba la central nuclear de San Joaquín?

—Sí —dijo Al Hardy—. Sé qué estaba en alguna parte del valle, pero debe estar sumergida. Se encontraba en medio del valle. No puede funcionar…

—Estaba en las colinas de Buttonwillow —dijo Forrester—. Lo miré en un mapa, y eso está a cierta altura por encima de las tierras circundantes. De todos modos, pensé también que se habría inundado, y no pude llegar al borde del mar San Joaquín a causa de los caníbales.

Hardy pareció reflexionar. Eileen Hamner salió apresuradamente y volvió con un mapa. Lo extendió en el suelo, delante del senador, y lo estudió junto con Hardy.

Maureen Jellison cruzó la estancia y se sentó en el suelo cerca de Johnny Baker. Sin darse cuenta sus manos se encontraron.

—Esa zona está a quince metros bajo el agua —anunció Al Hardy—. Hugo, ¿estás seguro de que la central funciona?

—Los Angeles así lo creen. Como he dicho, se pusieron locos.

—¿Por qué? —preguntó Christopher.

—Es una guerra santa —dijo Hugo Beck—. Los Angeles del Señor no viven más que para destruir las obras prohibidas del hombre, lo que queda de la industria. Les vi atacar lo que quedaba de una central termoeléctrica. No utilizaron armas ni dinamita. Se lanzaron al ataque con hachas, palos y manos. Ya estaba en estado ruinoso, naturalmente, inundada. Pero cuando terminaron, nadie podría decir qué había sido aquello. Y mientras la destruían Armitage les gritaba que llevaran a cabo la obra del Señor.

»Todas las noches predica lo mismo. Destruid los trabajos del hombre. Hace tres días… Creo que fue hace tres días… —Hugo contó con los dedos—. Sí, hace tres días oyeron decir que la central nuclear todavía funcionaba. ¡Creí que Armitage iba a sufrir una hemorragia cerebral! A partir de ese momento no dejó de predicar que era preciso destruir la ciudadela de Satán. ¡Nada menos que energía nuclear! El compendio de todo cuanto odian los Angeles. Incluso Jerry Owen estaba excitado. Solía hablar de la posibilidad de salvar algunas cosas. Las plantas hidroeléctricas, tal vez, si podían reconstruirlas sin dañar la Tierra. Pero odiaba las centrales nucleares incluso antes de que cayera el cometa.

—¿Destruyen toda la tecnología? —preguntó Al Hardy.

Hugo Beck meneó la cabeza.

—El sargento Hooker y los suyos conservan todo lo que consideran útil, cualquier cosa que tenga valor militar. Pero todos estuvieron de acuerdo en que no querían una central nuclear en el valle. Jerry Owen se refirió a que sabía la manera de destruirla.

—No podemos permitir que hagan eso —dijo Dan Forrester. Se inclinó hacia adelante y habló resueltamente. Había olvidado dónde estaba, el largo vagabundeo hacia el norte, tal vez incluso la caída del cometa—. Tenemos que salvar la central. Podemos construir de nuevo una civilización si tenemos electricidad.

—Tiene razón —dijo Rick Delanty—. Es importante…

—También es importante conservar la vida —dijo el senador Jellison—. Pero hemos oído que la Nueva Hermandad tiene más de un millar de hombres, tal vez muchos más. Nosotros podemos disponer de quinientos, y muchos de ellos no estarán bien armados. Pocos tienen alguna clase de instrucción para el combate. Seremos afortunados si podemos salvar este valle.

—Papá —dijo Maureen—. Creo que el doctor Forrester tiene algunas ideas al respecto. Me preguntó sobre… Dan, ¿por qué quería datos sobre disolventes de grasas y tiendas de material para piscinas? ¿En qué pensaba?

Dan Forrester suspiró de nuevo.

—Tal vez no debería sugerir esto. He tenido una idea, pero puede que no les guste.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Al Hardy—. Si sabe algo que puede ayudarnos, dígalo. ¿Qué es ello?

—Bueno, probablemente ya habrán pensado lo mismo —dijo Forrester.

—Maldita sea… —empezó a decir Christopher.

El senador Jellison alzó la mano.

—Créame, doctor Forrester, no va a ofendernos. ¿Qué se le ha ocurrido?

Forrester se encogió de hombros.

—Gas mostaza, bombas de termita, napalm. Y creo que también podríamos fabricar gas nervioso, pero no estoy seguro.

Se hizo un largo silencio, que finalmente rompió el senador Jellison.

—Que los diablos se me lleven —dijo en voz baja y entre dientes, pero todos le oyeron.